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Vagabundo 
Elena Ortiz Muñiz

De pronto, olvidó quién era. No recordaba su nombre, ni su pasado. Perdió todo vestigio de su historia. Simplemente estaba sentado en una banca de aquel parque que de algún modo le era familiar aunque no sabía a ciencia cierta por qué. Se miró las manos, el reflejo de su rostro en el agua de la fuente, caminaba con pasos vacilantes tratando de esclarecer su mente para conocer...y reconocerse. Pero no. Todo fue inútil. Estaba encerrado dentro del cuerpo de un desconocido, como un preso, sin poder escapar de ahí.

A partir de entonces, la calle fue su hogar, el basurero proveedor de alimentos, los rincones apartados sus dormitorios, el silencio y anonimato sus compañeros inseparables. Andaba por todas partes, observaba todo cuanto tenía delante de él buscando indicios, señales que no llegaban. Hasta que se acostumbro a ser solo una sombra maloliente que vaga por todas partes sin rumbo ni dirección.

Las avecillas que trinan y vuelan con libertad, los niños con su inocencia, las mujeres con su cadencioso andar, los hombres con su virilidad, el cielo estrellado, la luna con sus diferentes fases, los rayos del sol cálidos a veces y cegadores en ocasiones, la lluvia que empapa rítmicamente...esos eran sus únicos acompañantes en esa nueva vida nublada y silenciosa.

Un día, el viento trajo hasta él un periódico. Tomó las hojas de papel entre sus manos y observo cuidadosamente las letras, los gráficos, los anuncios, las fotografías. Todo aquello era parte de su mundo perdido, en algún recoveco de su atrofiada memoria algo se removía mientras él miraba. Luego prestó atención a las letras ¡Podía reconocerlas! comenzó a leer las palabras escritas. Sí, ¡él sabía mucho de palabras escritas!. Entonces comenzaron a revolotear en su cabeza frases, versos, pensamientos dormidos.

Las voces martillaban dentro de él hasta provocarle vértigo de tanto movimiento. Todo aquello que había querido expresar mientras convivía con la naturaleza luchaba por salir como aves enjauladas que claman por recobrar su libertad y retomar el vuelo. Al dar vuelta a la hoja se encontró con el retrato de un hombre cuyo rostro le era habitual. Claro ¡Era él!. Antonio Quijano decía el pie de foto. Comenzó a leer los pormenores de aquello que había extraviado: Alguna vez fue escritor, catedrático, tenía hijos, nietos y una esposa que lo buscaba con desesperación. Salió de casa y nunca más regresó.

Sí. Algo de eso parecía evocar. Se puso de pie y comenzó a andar hasta llegar a aquel parque en el que el olvido se había apoderado de él. Se sentó en la misma banca y trató de virar la cinta de su existencia. Se levantó de ahí aún confuso y marchó calle abajo, luego a la izquierda hasta llegar al retorno arbolado y al final de la avenida...su casa. Sí. Aquella residencia con paredes de cantera y rejas de diseño rebuscado era su casa. ¡Tenía que serlo!.

Un automóvil se detuvo en la puerta y un joven bajó de él. ¿Arturo? ¡Sí! era Arturo, su hijo. ¡Estaba recordando!. Corrió hasta alcanzarlo antes de que entrara a casa.

-Muchacho- le llamó con emoción.

Pero aquel ni siquiera lo miró.

-Aléjese de aquí- Le ordenó con indolencia y entró sin hacerle caso. 

En el majestuoso prado estaba José, su nieto más pequeño. Jugaba con una pelota ajeno a todo lo que pasaba. En la mesa de jardín su esposa tomaba café con pastelillos rodeada de sus amigas. Hasta donde estaba él podía escuchar su conversación: Las tiendas departamentales, el vestido que llevó a la exposición de pintura, el peinado que está causando furor, la última sesión en el spa.

Ahora se acordaba de todo. Tenía mucho dinero, sí. Pero no era feliz. Aquella tarde salió a caminar sin decirle nada a nadie, se sentía derrotado a pesar de que acababa de enterarse de su nominación para una de las condecoraciones más importantes que le pueden otorgar a nivel internacional a un escritor. Sin embargo, se sentía agobiado, con el alma hueca. Llegó hasta el parque y se sentó en la banca para observar a una pequeña comiendo helado de limón frente a él. "Tan simple que es la vida y tan complicada que la vuelve uno", había pensado. 

Y sí, estaba en la cima del éxito. Se codeaba con gente adinerada, con triunfadores. Pero al conocerlos un poco más a fondo advirtió que, al igual que él, se sentían incompletos e infelices en muchos aspectos. Otros, a los que consideraba colegas invaluables lo traicionaron una y mil veces, plagiaron sus obras, lo envolvieron en chismes, trataron de desprestigiarlo al tiempo que comían en su mesa y sentaban a sus hijos en las rodillas para cantarles canciones de cuna. 

Lo peor vino después, cuando descubrió a Manuel, su editor, en la cama con su mujer. Lo habían traicionado en sus propias narices, él mismo le abría las puertas de su casa y lo invitaba a pasar. Canallas. El diario decía que ella lo buscaba con desesperación, y sin embargo, estaba ahí conversando despreocupadamente de mil tonterías. Lo que seguramente le angustiaba era que a consecuencia de su desaparición perdería el premio literario, y éste representaba mucho dinero.

Y a pesar de todo, ya no le dolía el corazón. Al no poseer nada, se había reencontrado con lo verdaderamente trascendente. Tenía todo el tiempo del mundo para él mismo, disfrutando el día a día, los tesoros de la naturaleza, la bondad espontánea de mucha gente, humilde sí, pero que con generosidad invaluable se acercaban a él para invitarle un bocado, para ofrecerle una moneda, una cobija...una sonrisa franca.

Hacía mucho que no se sentaba en una mesa elegante llena de platillos exquisitos gracias a las manos expertas de un chef de prestigio internacional, pero por alguna extraña razón, ahora disfrutaba todo lo que se llevaba a la boca, aunque saliera de un basurero o fueran los restos de los platos que desdeñó algún comensal.

En su tiempo de fama y fortuna, llegó a pagar mucho dinero para que los especialistas descubrieran la causa de su insomnio y lo curaran. Había probado de todo pero nada lograba hacerlo conciliar el sueño. Mientras que siendo un vagabundo, cada noche, aún en el piso de tierra, en un rincón olvidado, en medio de la lluvia, a pesar de las ráfagas inclementes del viento, había dormido tranquilo, en paz, soñando cosas felices.

Quizás la pérdida de memoria lejos de ser un castigo divino, había sido una bendición, ese camino sin rumbo estaba carente de maldad, de traición, de interés. Le dolían sus hijos, pero tampoco los reconocía ya, se habían vuelto déspotas, insolentes y malagradecidos. Solo José con su niñez inocente y pura, solía arrojarse a sus brazos en cuanto lo veía, con total sinceridad. En ese momento, la pelota llegó rodando del otro lado de la verja hasta él. El niño se apresuró a alcanzarla. El vagabundo desvió la mirada tratando de ocultar el rostro. Pero José ya había visto sus ojos.

-¿Abuelo?- le preguntó con timidez

Antonio se apartó y sin decir palabra comenzó a caminar. A esa hora las mujeres solían llevar a sus hijos a la plaza para arrojar migas de pan y maíz a las palomas. ¡Qué espectáculo tan maravilloso era aquel! Los chiquillos reían encantados y esas risotadas le traían a la mente -ahora lo sabía con certeza- el sonido del agua de una catarata al estrellarse en su furiosa e intempestiva caída. 

Elena Ortiz Muñiz

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