Alejo Carpentier y su generación: la primera de narradores iberoamericanos contemporáneos Aurora M. Ocampo
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Por haber nacido en 1904, Alejo Carpentier pertenece a la primera generación de novelistas iberoamericanos contemporáneos, o sea, a los nacidos en la primera década del siglo XX o poco antes, entre los que sobresalen el chileno Manuel Rojas (1896), el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899), los argentinos: Jorge Luis Borges (1899), Roberto Arlt (1900), Leopoldo Marechal (1900), (el uruguayo) Felisberto Hernández (1902) y Eduardo Mallea (1903); el mexicano Agustín Yáñez (1904), el colombiano Jorge Zalamea (1905), el brasileño Joáo Guimaráes Rosa (1908), el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta (1909), el uruguayo Juan Carlos Onetti (1909) y el argentino Ernesto Sábato (1911), único de esta generación que aún vive. Todos ellos son hijos directos de los novelistas llamados de la tierra o de la naturaleza o, como los llamó Alejo Carpentier: nativistas. Los más importantes son nuestro Mariano Azuela (1873), el novelista de la Revolución mexicana por excelencia; el venezolano Rómulo Gallegos (1884), el argentino Ricardo Güiraldes (1886), el colombiano José Eustasio Rivera (1887) y el brasileño José Lins do Rego (1901), en cuyas obras, la naturaleza y el paisaje americano dominan de tal modo que todos ellos pudieron decir, como lo dijo Gallegos, que el personaje principal de sus novelas es la naturaleza misma, llámese sierra, selva, llano, sertáo o pampa. Sus obras fueron por mucho tiempo consideradas como las clásicas de Iberoamérica, precisamente porque presentaban una gran originalidad: la desmesura y magnificencia del paisaje americano y de cómo esta naturaleza influía y caracterizaba a sus habitantes. Las obras de estos escritores, publicadas en las primeras décadas del siglo XX son el necesario puente entre la novela del siglo XIX, por lo general de imitación de países jóvenes que estaban aprendiendo a ser y la novelística contemporánea propiamente dicha, a la cual pertenecen Alejo Carpentier y los de la lista antes mencionada. Curiosamente, la mayoría de ellos empieza a publicar sus primeras grandes obras en plena madurez, en la década de los cuarentas. Esta fecha es el inicio de la contemporaneidad en la cultura y el arte iberomaricanos y creo, con Emir Rodríguez Monegal, que no está escogida al azar. Varios hechos históricos la avalan. Uno de los más importantes es la madurez cultural que ya habían alcanzado nuestros países. Si consideramos el nacimiento de las diferentes naciones de Iberoamérica a principios del siglo XIX, con las diversas guerras de independencia, las cuales (excepto las de Cuba y Puerto Rico) están concluidas para 1821; su niñez, el tormentoso siglo XIX, y su adolescencia, finales del XIX y principios del siglo XX, en México especialmente, con el estallido de la Revolución mexicana que nos permitió, como dijera Octavio Paz, conocer en abrazo mortal al otro mexicano: la otra cara de nuestra realidad. Al mismo tiempo, la Cuba de Martí y de Carpentier luchaba también porque España y luego Estados Unidos la dejaran ser. Con todos estos hechos nos es fácil entender cómo la llegada de la adolescencia fue el principio de nuestra madurez como naciones al preguntarnos quiénes éramos y como realizaríamos eso que éramos: el mestizaje afro/cubano, era ya diferente de España, como el mestizaje de las culturas indígenas con el mestizaje español en México, daban por resultado un rico multiculturalismo. Ésta es la riqueza y la esperanza que Iberoamérica viene ofreciendo al mundo desde hace ya un siglo: su diversidad cultural, su mestizaje no sólo de razas, sino también de culturas y de tradiciones. Y esto lo entendieron muy bien los de esa primera generación a la que pertenece Alejo Carpentier. Si a lo anterior le sumamos el fin de la Guerra civil española en 1939, que trajo como consecuencia la llegada de lo mejor de la intelectualidad de España a América (especialmente a sus grandes ciudades, México y Buenos Aires), la que en unión con la “inteligencia” iberoamericana fundaron casas de cultura, editoriales y revistas, podremos entender mejor este renacimiento cultural de nuestra América a partir de 1940. Además, en 1939, también se nos cerraron las puertas culturales de Europa por el estallido de la Segunda Guerra Mundial que nos obligó a bastarnos a nosotros mismos, todo ello resultó un gran estímulo para madurar aún más, recordemos que ya estábamos preparados para ello y que los refugiados intelectuales españoles vinieron a poner su granito de arena como una forma de pagar, constructivamente, lo que 450 años atrás habían hecho, destructivamente, con nuestras culturas aborígenes. Justamente Carpentier y muchos de sus contemporáneos publican lo mejor de su obra después de 1940. Obra que presenta una gran evolución respecto de la de las generaciones anteriores. En esta primera generación de narradores contemporáneos de Iberoamérica, es el ser humano en todas sus dimensiones y visto desde múltiples enfoques lo más importante. Les interesa presentarlo desde su insospechada interioridad y relacionarlo con sus circunstancias, es la misteriosa relación que existe entre el hombre y sus contextos, precisamente como lo pedía Alejo Carpentier, y es lo que podemos encontrar de más característico de la narrativa de esta generación y que influirá en las sucesivas generaciones de narradores a lo largo de todo el siglo XX. La trilogía más importante del cubano es El reino de este mundo, publicado por primera vez en 1949; Los pasos perdidos, en 1953, y El siglo de las luces, en 1962. Otros escritores iberoamericanos de esa generación también tienen, curiosamente, trilogías muy importantes, como la de Agustín Yáñez: Al filo del agua, de 1947; La tierra pródiga, de 1960, y Las tierras flacas, de 1962; la de Miguel Ángel Asturias: El señor presidente, de 1946; Hombres de maíz, de 1949, y su trilogía bananera, de 1950 a 1957; la de Ernesto Sábato: El túnel, de 1948; Sobre héroes y tumbas, de 1961, y Abbadón, el exterminador, de 1973; la de Juan Carlos Onetti: El pozo, de 1939, novela corta, antecedente indispensable para entender sus tres grandes novelas: La vida breve, de 1949; El astillero, de 1961, y Juntacadáveres, de 1964. Algunas de las más significativas novelas de los restantes escritores mencionados son: la del chileno Manuel Rojas: Hijo de ladrón, de 1951; las de los venezolanos: Arturo Uslar Pietri: El camino del Dorado, de 1947, y de Miguel Otero Silva: Casas muertas, de 1955; las del colombiano Jorge Zalamea: La metamorfosis de su Excelencia, de 1949, y El gran Burundún-Burundá ha muerto, de 1952; las de los argentinos Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres, de 1948, y la de Eduardo Mallea: La bahía del silencio, de 1940, y la del brasileño Joáo Guimaráes Rosa: Grande Sertao Veredas, de 1956. Sería muy interesante comparar la obra de estos narradores, encontraríamos muchas semejanzas así como enriquecedoras diferencias, pero éste es un tema para un trabajo más amplio y profundo. Bástenos aquí señalar algunas coincidencias que los hermanan como generación parteaguas de la novelística iberoamericana del siglo XX y que nos permite la ubicación histórica del gran novelista cubano, el cual vivió una época intensa de nuestra historia en la que fue parte y testigo, narrador y maestro. Si es cierto que la literatura hispanoamericana tiene como antecedente las crónicas del descubrimiento o encuentro de dos mundos, no es menos cierto que la novela nace con las guerras de independencia. Ya sabemos que en los tres siglos de historia colonial en que se forjaron las diferentes naciones de nuestra América no se escribieron o difundieron novelas; primero, porque no existía la necesaria tradición cultural indispensable para que surja una novelística; los tres siglos de dominación española fueron el periodo de incubación del mestizaje racial y cultural que dio por resultado nuestras naciones; segundo, el orden cerrado y riguroso de la Colonia que prohibió leer y escribir libros de imaginación, y tercero, consecuencia de la anterior, que aunque se hubiesen escrito era difícil que se hubieran impreso. La narrativa nace y se alimenta de las situaciones críticas por las que atraviesa la sociedad que la hace posible, por ello la novela florecerá hasta que la sociedad colonial y semifeudal, celosa de sus fueros, entre en crisis, y esto sucedió, como todos lo sabemos, hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX. La primera tarea que se impuso entonces la incipiente novela fue la de apuntar crítica e ideológicamente contra sus estructuras. El Periquillo Sarniento (1816), de José Joaquín Fernández de Lizardi, nos hace sentir precisamente ese ambiente de descontento y la necesidad de un cambio. Este mismo fenómeno lo encontramos en los albores del siglo que nos ocupa. La honda transformación que representó en México la Revolución marca la muerte de otra sociedad: la del porfiriato y es también su novela la que lo denuncia. La “novela de la Revolución”, como la “novela de la tierra”, es para México e Hispanoamérica el puente entre la novela del XIX y la contemporánea. La fragmentación de nuestros países es de carácter político y económico, no cultural. La pluralidad de situaciones, de razas, de paisajes, no destruye en absoluto la unidad de historia y de cultura de nuestras naciones. La existencia de una cultura iberoamericana es, precisamente, una de las pruebas de la unidad de nuestra América. En la novela iberoamericana de las décadas de los cuarentas, cincuentas y parte de los sesentas en las que publican lo mejor de sus obras los novelistas de esta primera generación que llamamos contemporánea, no hay olvido de los temas y ambientes de las novelas de las generaciones anteriores, sino que se renuevan bajo otras perspectivas. El desierto, la selva, el cacique, los pobres y los marginados siguen presentes, notablemente en Asturias, Carpentier, Yáñez y Manuel Rojas, pero estos novelistas se sitúan con mejores técnicas frente a la condición humana, trascienden el regionalismo y ensanchan su visión de la esencial heterogeneidad del hombre. Tampoco es lo “artístico”, como lo han querido ver muchos críticos, lo que diferencia a La vorágine, de José Eustasio Rivera, por ejemplo, de La tierra pródiga, de Agustín Yáñez, o de Los pasos perdidos, de Carpentier. Tan “artística” es una como las otras, sino en cómo ven al hombre y la naturaleza cada uno; de un conflicto entre el hombre y su mundo como lo ven Rivera, Gallegos o Güiraldes a una relación casi fusión entre el hombre y la naturaleza, como lo ven Carpentier y Agustín Yáñez. Ya no es la naturaleza dominando al hombre al grado de devorarlo, sino la naturaleza vista como contemplación estética, en el caso del cubano, o como apoderamiento de ella, en el caso del mexicano. El hombre, además, es visto desde dentro, los grandes horizontes del pasado ceden a los laberintos del hombre de nuestros días, dando verosimilitud histórica a las angustias del hombre contemporáneo. Todos los novelistas aquí citados dan nuevo sentido y trascendencia a la realidad histórica o particular que les sirve de punto de partida. Precursor y maestro de generaciones posteriores, Carpentier, al igual que Yáñez, Borges o Asturias, por su afán de interpretar la historia y el destino del hombre, y de expresar sus hallazgos recurriendo a procedimientos técnicos y tradiciones disímbolos de la literatura universal, Carpentier aúna al mérito de ser el realizador de la novela contemporánea en Cuba, el de haber tenido siempre a su disposición, como sus colegas iberoamericanos ya citados, un gran bagaje cultural, antropológico e histórico que le ha permitido conocer los orígenes y meandros del hombre americano y universal. Esta primera generación de novelistas iberoamericanos contemporáneos son los grandes renovadores del género en este siglo. Incluimos a Borges, que no ha escrito novela, salvo una policial al alimón con Adolfo Bioy Casares; a Roberto Arlt y Felisberto Hernández, porque es imposible toda consideración seria de la nueva narrativa iberoamericana sin considerar su revolucionaria influencia en la forma de contar en casi todos los escritores que les siguieron. En las novelas de esta primera generación, no sólo se continúa la gran tradición que tiene su origen en Mariano Azuela, Gallegos, Güiraldes, Martín Luis Guzmán, Graciliano Ramos, Lins do Rego y José Eustasio Rivera, entre otros, esa tradición de la exploración profunda de la naturaleza y de los mitos centrales de nuestra América, sino que además logra una visión que ve más allá, al recrear la misteriosa relación que existe entre el hombre y sus contextos, llámense éstos económicos, sociales, geográficos, clónicos, culturales, etcétera. Fuertemente influidos por las corrientes de vanguardia de Europa, especialmente por la escuela surrealista acaudillada por André Bretón, saben asimilarlas y ponerlas al servicio de su propia necesidad y concepción literaria. La narración sale de sus manos transformada hondamente en su apariencia, pero también en sus esencias; ellos son, sobre todo, renovadores de una visión y de un concepto del lenguaje. Otra característica que une a varios de estos narradores es el haber estado, en sus primeras publicaciones, a caballo entre su generación y la anterior, al considerarlas como preparación de sus grandes novelas; en el caso de Carpentier, incluso quiso negarla, como sucedió con Ecué-Yamba-O, de 1933. Asturias publicó Leyendas de Guatemala, en 1930, y no obstante su éxito en Francia (Valéry hizo el prólogo de la traducción francesa), se sintió a disgusto con ella porque mucho del misterio maya que había vivido en su patria, habíase quedado fuera. Fue el contacto con el surrealismo, al igual que Carpentier, lo que les dio las herramientas necesarias para que el misterio de sus mundos americanos pudiera revelarse, y tanto uno como otro consideraron que su obra realmente se iniciaba con El reino de este mundo (1949) y El señor presidente (1946), respectivamente. Mallea lanzó los Cuentos para una inglesa desesperada, en 1926, y guardó silencio hasta Fiesta en noviembre, de 1938. Yáñez dio al público su Baralipton, en 1931, y creó su primera gran novela hasta 1947, con Al filo del agua. Manuel Rojas, después de establecerse como escritor criollista, entre 1926 y 1932, no escribe libros de envergadura hasta Hijo de ladrón, de 1951. Borges se acercó a la prosa narrativa desde sus ensayos de 1926, pero no se define hasta 1941, con El jardín de los senderos que se bifurcan, y con Ficciones, en 1944. Marechal publica su Adán Buenosayres hasta 1948. En sólo cinco años, de 1946 a 1951, estos escritores se establecieron como los novelistas esenciales de su generación. |
por Aurora M. Ocampo
La Experiencia
Literaria. 2007. Núm. 14-15 [23]
Facultad de Filosofía y Letras, Colegio de Letras, Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: http://ru.ffyl.unam.mx//handle/10391/2060
Alejo Carpentier en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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