Silencio y soledad en la poesía de

Dulce María Loynaz

Ensayo de Xiomara Francisca Núñez García

En el presente trabajo intentamos rastrear algunas acciones, desplazamientos y connotaciones que la autora maneja alrededor de los conceptos silencio y soledad tan utilizados en su obra, cuyo seguimiento es posible alcanzar en el análisis de sus poemas. El interés se ha dirigido a la estrategia comunicativa de una subjetividad marcada por nostalgias y tristezas.

Lo que sobrecoge en esta poesía es la certidumbre de un sentimiento que no constituye una postura adoptada sino que responde a una pecualiarísima visión del mundo de una mujer que recoge en ella los tres tiempos de la presencia, la nostalgia y el deseo, refugiada en el silencio y la soledad.

Junto a una fina sensibilidad femenina, el lector percibe la fuerza y el estoicismo de un espíritu capaz de extraer amor y gracia de la nostalgia. Transita, junto al yo lírico, por la pena y se reafirma con él, en la fuerza que emana de una personalidad que hace resistencia a la destrucción y transforma el dolor en belleza.

La poetisa en el proceso de captación y creación de las cosas, en el proceso de revelación del mundo, en las cosas mismas por obra de su subjetividad ofrecerá también los sutiles matices de su condición femenina a través del silencio como posibilidad de la palabra poética y en el que el yo ficcional se refugia para afirmar su personalidad y ratificar su rebeldía. Marginarse del tiempo, huir de la realidad y refugiarse en el silencio para desde allí expresar su inconformidad y repulsión componen una estética, porque en esa marginalidad -aparente- se borra toda necesidad y se pierde el límite de los límites para entregarnos, intacta dentro de su misma vaguedad su fortaleza femenina, que brota en ese silencio sonoro que la poetisa vivifica y humaniza infiltrándolo en la aspiración perenne de orgullo y trascendencia.

Ya no hablaré más nunca. Seré menos

Que el cisne, no dando a la vida

Ni el último acento.

Más que la tierra voy a ser callada,

Y humilde y triste.

Para siempre estoy llena de silencio

Como vaso colmado

De un vino amargo y negro...

                   © Editorial Feijóo, 2000

Instinto y razón desencadenan una comunicación de la poetisa con el silencio. En la búsqueda del dominio de sí misma, se refugia en el silencio que paradójicamente se ha llenado de palabras en esa negación que adquiere tintes irrevocables (Ya no hablaré más nunca). Nótese el ritmo de este poema que va desde una decisión negativa, se amplía luego en versos de acento trágico, hasta llegar a un remate final agónico reforzado por el símil /como vaso colmado/ /de un vino amargo y negro/ que subraya los efectos dramáticos y sombríos del poema. Pero aquí el silencio no se presenta bajo el peso de una angustia actuante o factual, sino como amarga decisión desde la cual muestra orgullo y desprecio. En silencio, penetrada una y otra vez por él, conserva su virginidad, su poder de continuar descubriéndose. El silencio reitera simbólicamente el poder gnoseológico de la poesía; por ella conoce el dominio que adquiere al estar callada. El silencio es escudo y arma de un «yo» acosado por un sentimiento que lo sobrecoge. Esa situación crea el conflicto interior, dado por las cosas que viven en el exterior, que pretenden aplastar su individualidad. Sobre ellas se alza, en virtud del instante removido por la razón, se vuelca hacia sí misma en un acto «humilde y triste». Se produce, entonces, la tensión que culmina en sublimación. De esta lucha sale impregnada de dolor que fecunda y fortalece.

Podemos observar ciertas connotaciones que implican estar fuera del mundo exterior: /no dando a la vida.../, /y humilde y triste/, /como vaso colmado/ de un vino amargo y negro/: Adoptar esta postura significa buscar un asidero inalcanzable reflejado en esa negación reveladora de su condición femenina. Elemento no centralizado ni extrapolado en el discurso, sino que aparece aquí coherentemente diluido en el todo como resultado natural de su condición de persona; no negada en el poema, sino afirmada en ese contexto que destaca lo que no puede pasar inadvertido, y que constituye el aislamiento que se autoimpone. Su femineidad se niega a transformarse en una presencia, reflejo de la identidad masculina; lo que su poesía transparenta es una subjetividad que negándose afirma su identidad plasmada en sus abundantes negaciones, expresivas de una contienda en la que sobresale la espiritualidad femenina, reprimida, pero no pasiva, porque revela la intención de llegar a ser.

Revelador del contraste afirmación-negación es el poema siguiente:

Toda la vida estaba

En tus pálidos labios ...

Toda la noche estaba

En mi trémulo vaso ...

Y yo cerca de ti,

Con el vino en la mano

Ni bebí ni besé ...

Eso pude: Eso valgo.

Permea este poema el sentido de renuncia que vimos en el anterior. El mundo exterior presentado por el substantivo «vino» se impone a su naturaleza reprimida a través de la negación. La respuesta a la tentación se revela como correlato de iteración fónica y sintáctica (reiteración de la conjunción ni y del tiempo pretérito de los verbos beber y besar) e implica apartarse del mundo exterior, refugiarse en sí misma. En esta actitud, el silencio es también réplica a la educación sobre la que triunfa, negando el poder sexual masculino.

Alicia G. R. Aldaya sostiene que en la poesía de Dulce María Loynaz el yo consciente de la protagonista lírica se siente hostigado por la sensualidad atormentadora, pero que la hablante lírica se sobrepone a él usando su fina espiritualidad o su fe religiosa[1]. Ciertamente vislumbramos una lucha entre las concepciones adquiridas por su educación, espíritu religioso y su naturaleza de mujer y su sensualidad femenina. De esa lucha resulta una «poesía de profunda femineidad», en la que el sujeto lírico se impone ligaduras para resplandecer con el vigor de un espíritu victorioso, triunfador de sí mismo.

Esta conquista la ha hecho fuerte para enfrentar a su opuesto y no admitir la suj eción. Esa espiritualidad de la poetisa adscrita a un horizonte de posibilidades e imposibilidades, se hallan colocadas en un mundo preciso, que tiene significación para esa individualidad creadora.

La poetisa a través de su «yo» ficcional expresa descontento del mundo y trata de escapar de él reprimiéndose y acudiendo al silencio.

Al aludir a sus supuestos situacionales expresa cosas muy diferentes, algo de lo que la poetisa no habla -porque solo lo vive- y la conciencia lectora debe actualizar. El instante lírico contenido en la renuncia al vino y al beso supone una sensación de dominio y de algún modo hace suyo al mundo, negando la supremacía sexual masculina.

Ese silencio anunciador de sufrimiento, de retiro necesario para no sucumbir, de afirmación, de desalientos, brota en su poema «La selva».

La repetición en el poema del sintagma «Selva de mi silencio» le confiere el sentido de lo inexpugnable y misterioso del mundo en que se ha alojado el «yo» lírico y en donde se hace fuerte por su impenetrabilidad como lo podemos constatar en los versos siguientes:

Selva de mi silencio: En tí se mellan

todas las hachas, se despuntan

todas las flechas,

se quiebran todos los vientos...

 

Selva de mi silencio, Selva Negra

donde se pudren las canciones muertas...

Al asomarnos como lectores al mundo interior del «yo» lírico encontramos que el silencio lo ha envuelto en una densa selva, donde no pueden penetrar ni el amor, ni el dolor. Mundo irreal creado por la pluma brillante de la poetisa. Esa zona obscura de la poesía, la de lo comunicado misteriosamente. La fusión de la poetisa con la selva hace que el lector concilie en una sola realidad el autor real y el autor implícito, al sentir una invasión del yo que siente y se dice, el que se ha apoderado de un poder extraño, una fuerza invisible y poderosa en la que se parapeta para protegerse.

Paralelamente a la construcción del discurso se va desarrollando una línea temática de significación que constituye su finalidad. El silencio como barrera que no permite la entrada de lo doloroso del mundo se simboliza con la palabra selva, en el entrecruzamiento de ambos términos reside la singularidad del poema. Por otra parte, el mundo real concebido como enemigo se estrellará contra la barrera que la selva supone.

Los verbos «mellan», «despuntan», «quiebran», «pudren», ejercen el efecto martillante y explosivo de la selva, como elemento que actúa contra todo lo que intente penetrarla. Actúa con dinamismo positivo por lo que mueven el pensamiento del lector hacia la identificación del silencio con la protección.

Pero este silencio no es solo escudo, es también muerte, porque en su estrato (una emoción grave, patética, sombría), existe un propósito de afirmación, de ruptura con esa identidad no nombrada, pero de la cual quiere protegerse. Pero esa protección es también muerte, angustia de implicaciones funerales, el sintagma «canciones muertas» actúa como simulacro de las nostalgias contenidas, es plenitud emocional que envuelve lo fatídico y lo doloroso. Esa emoción fúnebre envuelve al lector porque símbolos claves lo trasladan a un escenario fatal. El verbo «pudren» constituye un factor activo de la estructura que modela un sentido trágico de la vida, dado en todo el poema, que se va haciendo más intenso en la medida en que avanzamos en su lectura como lo demuestran los siguientes versos:

Selva de silencio... Ceniza de la voz Sin boca y sin eco; crispadura de yemas Que acechan el sol

tras la espesa

maraña del verde... ¿Qué nieblas se te revuelven en un remolino?

¿Qué ala pasa cerca que no se vea

succionada en el negro remolino?

Lo lúgubre acompaña ahora al sujeto lírico, acentuado por ese adjetivo «negra» con el que se ha calificado «selva», pero también otras expresiones nos conducen -como lectores- a ese mismo sentimiento «cenizas de la voz», «sin boca ya y sin eco», «crispadas de yema», todas arrastran al receptor hacia la destrucción porque como señalan Lotman y Uspenski al referirse a la convencionalidad del arte: «... es la realización en el terreno de la creación artística, de la capacidad de sistemas de signos para expresar un mismo contenido mediante diversos procedimientos estructurales»[2].

El aspecto enigmático con que se nos presenta esta «Selva Negra» se da porque esa expresión nos produce una serie de asociaciones, las que denotan la palabra «Selva» y las que implica el adjetivo «Negra», pero además el contenido anímico de alguien que se encuentre dentro de esa selva obscura, símbolo disémico, que por una parte tiene en cuenta su significado lógico y por otra todas las ideas que dicha expresión supone. De igual forma actúan como símbolos disémicos en el poema «la ceniza de la voz» que a través del encabalgamiento se nos da «sin boca y sin eco». Signos que conducen a la demolición a que nos lleva -como lectores-estos versos.

En esa destrucción se respira una profunda tristeza. La tristeza del principio y final de todas las cosas. Lo efímero de todo lo existente se atrapa en los versos siguientes:

Selva de mi silencio,

Verde sin primavera,

tú tienes la tristeza

vegetal y el instinto vertical

del árbol: En tí empiezan

todas las noches de la tierra,

en tí concluyen todos los caminos...

La asimilación de los elementos de la naturaleza por el yo lírico constituye un proceso en que ambos se fusionan para reafirmar el ciclo de la vida y la muerte.

Pero también selva, silencio y poesía son términos que se van acercando semánticamente, de manera que al final del poema esta selva es también fantasía en la que caben los cuentos infantiles, la inocencia, la ingenuidad. Todos los motivos que la poesía abarca caben dentro de esta selva, que funciona como plenitud de vida poética. El poeta y el yo ficcional fusionados revelan el mundo y trascienden el tiempo. Así brota la personalidad de esta autora que en el afán por captar el instante de la creación, trasciende al trasmitir la complejidad de su mundo interior, intensa vida poética que se traduce en nostalgia y dolor.

El silencio que se nos presenta primero como escudo, después como demolición, más tarde como lugar de tristezas en el que florece la imaginación y el arte coincidiendo con Yuri Lotman, que ha dado en llamar al arte como «una semántica constante de modo complejo», es decir el texto artístico es portador de significados que no pueden ser expresados por medio de otros sistemas de signos»[3].

Los últimos versos del poema confirmarán la idea de que el silencio también es lugar en el que florece la imaginación creadora, donde tiene cabida el arte. En ella dirá:

Selva con su vestido de azúcar

y su lobo vestido de abuela

trenzadura de hoja y de piedra

masa hinchada, sembrada, crecida toda

para aplastar aquella

tan pequeña

palabra de amor.

Sirviéndose de la intertextualidad, el poema nos traslada a los cuentos infantiles y a la ingenuidad que ellos implican, pero aún en ese mundo fantasioso, en ese mundo imaginado, en el que el arte florece no hay posibilidad para el amor. La tristeza que ha venido aflorando en los versos anteriores se asienta en ese mundo ensoñado y aplasta con su fuerza el amor. Es como si la autora reservara para su yo lírico un pequeño resquicio para soñar, pero la nostalgia y el dolor no la abandonan y el margen sigue siendo mayor para la pena que para la alegría.

Si la emoción contenida, la posición secreta, están presentes en su poesía, es natural que la pena o el dolor no tengan una representación sonora. El mundo interior -muy cerrado- de la poetisa está lleno de vivencias nutridas de sus propias angustias, las que se refugian en el silencio porque no necesitan de palabras para ser presentadas.

Poesía sentida, expresiva de anhelos, es el poema «La pena» del libro Versos (1920-1938):

¡Qué pena tan humilde y tan honda y tan quieta!

Es como un niño enfermo, como un niño sin

.... la madre

......................

La vida pasa abajo vestida de palabras

La pena perseguida se esconde y calla... y calla

Para producir la sensación interior de un sentimiento inexpresable, el «yo» íntimo, replegado en el silencio sufre calladamente. Los adjetivos «humilde», «honda» y «quieta» del primer verso ofrecen ese sentimiento sosegado -propio de la poesía de Dulce María- que contrasta con lo que está fuera de su ser: «la vida vestida de palabras». Pero ese sentimiento no se exterioriza, no se presenta sino que se esconde y calla. La angustia que esta determinación supone no está totalmente explicitada, hay cosas no dichas, espacios en blanco que el lector debe llenar, pero que tienen su presencia en esos puntos suspensivos cargados de silencio, pero llenos de palabras.

Tras la calificación de la pena, el poema que comentamos no solo se torna cada vez más sensible, al propio tiempo que aumenta su tristeza, una creciente sensación de sentimientos ocultos y dolorosos van instalándose en nuestro ánimo.

Sobresale el carácter sintético de la doble impresión que el poema produce en el lector. Porque esta pieza y más aún el verso postrero proporciona de una sola vez el efecto dúplice. Por un lado hay preocupaciones, sufrimiento profundo, por otro lado el ritmo de la vida, que en contraste, se ofrece lleno de palabras. La pena que no puede borrarse «se esconde y calla».

La tristeza del silencio puede cobrar en determinados enunciados metafóricos sentido de dulzura. La paz conseguida por el hablante lírico a través del silencio se hace patente en el poema «Desprendimiento» del libro Versos.

Dulzura de sentirse cada vez más lejano.

Más lejano y más vago... Sin saber si es porque

Las cosas se van yendo o es uno el que se va

Dulzura del olvido como un rocío leve

Cayendo en la tiniebla... Dulzura de sentirse

limpio de toda cosa. Dulzura de elevarse

y ser como la estrella inaccesible y alta,

alumbrando en silencio...

¡En silencio, Dios Mío!...

Las palabras poéticas de Dulce María Loynaz son voces de silencio en el que imbrica la lejanía y el paso del tiempo. Espacio y tiempo se ven envueltos en la vaguedad que implica la lejanía y en la obscuridad de la tiniebla donde brilla el rocío leve que cae.

Los sintagmas expresivos de luz «rocío leve», «limpio de toda cosa», «estrella inaccesible», contrastan con la vaguedad de la lejanía, la tiniebla, el olvido y a su vez constituyen soportes sobre los que descansan sentimientos de paz, de quietud que brindan un estado de gracia que implica dulzura.

Sentimiento que queda apresado en el ritmo cadencioso y lento de estos versos en el que señorea el silencio que abarca la distancia, pero también el ayer, hoy y mañana. Poesía de cimas sentimentales y transportes de sensibilidad, poesía interior callada y meditativa en la que vislumbramos una vaga sensación de dolor, pero de manera tan real como la humanidad misma de la que es parte.

Ese sentimiento de misterio que percibimos -como lectores- nace precisamente de indagar en la más íntima sensibilidad humana. El espíritu femenino parece más apto para esta búsqueda y encuentra en ella dulzura porque desea «ser como la estrella inaccesible y alta». En esa paz añorará un quehacer bienhechor, en el que la voz del suj eto lírico alcanza la más intensa conmoción lírica: «alumbrado en silencio...». La luz penetra el silencio con su poder autoconfirmativo, pero a la vez doloroso y angustioso, revelación que se nos presenta a través de los puntos suspensivos que siguen y en esa expresión final exclamativa: «¡En silencio Dios Mío!»

Estas disposiciones nos la dan los enunciados metafóricos que como plantea Alazraki «... intentan expresar esos momentos de sin razón inexplicable que resurgen de cualquier acto comunicativo cotidiano, que no encuentra en el sistema lingüístico, científico y sociocultural instaurado explicación.»[4]

Callarse para renunciar es expresión de una voluntad dominadora capaz de demostrar su fuerza impositiva. Estoicismo revelador es el que anuncia el poema LVIII del libro Poemas sin nombre: «No te nombro, pero estás en mí como la música en la garganta del ruiseñor aunque no esté cantando.»

Más fértil que la palabra, el silencio en este poema en prosa expresa toda su potencialidad. Como en otros poemas el juego de relaciones opositoras tienen la fuerza de una confirmación. Usar la negación /No te nombro/ como la afirmación /estás en mí como la música en la garganta del ruiseñor/ funcionan con el mismo sentido, de manera que una expresión equivale a la otra mediante la inserción de un eje combinatorio versal ideolecto estético que es metalingüístico al expresar sensaciones imprecisas, mundo de sugestiones, dimensión insondable, anhelos sofocados.

El «yo» lírico se nos descubre en toda su femenidad porque lo que el lector apresa es la presencia de una mujer, protagonista e intérprete de sus propios sentimientos. Música callada la que encierra este poema, pulsación sentimental que recoge un propósito, el de continuar viviendo, no en la reducción del «yo» sino en su liberación, en su capacidad basada en la imaginación creadora, en la que se posibilita su individualidad. El hilo de estos versos está tensado por un sentimiento que expresa armonía interior, reordenación superior del ser íntimo que conoce su propio estado, objetivado en el acto comunicativo.

Si el silencio adquiere diferentes matices en sus poemas, la soledad (implícita muchas veces en ese silencio) transitará por caminos análogos. En algunos poemas connota verdadera situación dramática, transida de desesperanza, no es solo voluntad de ensimismamiento sino conciencia plena de su propia limitación, es el desaliento que brota de esa perenne lucha por trascender los límites. Tal es el caso del poema «Viajero» de su libro Versos.

Soy el viajero tímido

entre abrazos ajenos y sonrisas

que no son para él.

Como el viajero solo

que se alza el cuello del abrigo

en el gran muelle frío.

Hay en este poema efectos, ideas, percepciones que penetran en lo más íntimo de una subjetividad, descubierta en un profundo proceso de anagnorisis, se sabe sola, rodeada de un mundo que no le pertenece. La imagen que brota en ese movimiento de alzarse el cuello del abrigo, cobra ribetes dramáticos -que el lector apresa- no en una imagen estática, de calidad fotográfica, sino en un proceso kinético que en breve espacio presenta al receptor el aspecto rápido de alguien que se mueve en la muchedumbre, encerrada en sí misma. De todo el desaliento que posee solamente la soledad queda sugerida en esa imagen cinematográfica, cargada de la emoción producida por esa sabiduría del dolor y de lo amargo que destilan estos versos, cuya serenidad aparente, encubre contenidos cada vez más desesperanzados.

Es la mirada de una mujer que se resigna a esa soledad en un proceso de reconocimiento, impregnado de resignación. El lector debe reconocer analogías en los distintos actos que el sujeto lírico efectúa para apresar la coherencia existente entre el sentimiento y el actuar de un «yo» lírico afectado por la tristeza de su soledad, efecto en esa imagen del viajero tímido que pasa /entre abrazos ajenos y sonrisas/. Comprender este instante conlleva a analizar las similitudes con esa otra imagen del «viajero solo», «que se alza el cuello del abrigo». Solo así se logra una coherente y tácita gramática de la imaginación que tiene significación concreta en el poema porque como plantea Antonio Risco «Para el advertido lector del momento, una obra cualquiera, será inverosímil, mientras no consiga dilucidar en ella esta gramática interna.[5]

Captar la soledad dramática de ese «yo» que no es esperado por nadie es tarea del lector que apresa el valor de los hechos y las palabras como elementos impulsores del significado total del poema.

En otros poemas la soledad es vista por el «yo» lírico como una expansión libertadora, en la que recupera su identidad, aunque la misma no está libre de tristezas, se goza del contacto con un mundo fantástico, que proporciona fuerzas vitales, que le permiten al metaforizarse imaginar y crear. Esa identidad recuperada es autoafirmación del imaginario de la poetisa, en el que resurgen los poderes confirmantes de un mundo ensoñado, solo existente en pura soledad. Tal proposición la encontramos en su poema VII del libro Poemas sin nombre (1953): «Muchas cosas me dieron en el mundo: solo es mía la pura soledad.»

Añorar la soledad es expresión de una intensa vida espiritual y se debe ante todo a ese profundo sentimiento de la realidad, que le permite ver y sentir en lo insignificante un reflejo de lo sublime y lo excepcional. Amar la soledad no es morir, es alcanzar la paz para reencontrarse. Es también querer aprisionar de alguna forma el mundo. La imagen artística lleva la huella de las emociones y los sentimientos de la autora. Intimismo desgarrador que anhela escapar de toda norma que constriñe y ata. La visión de la poetisa amante de la soledad opera literalmente en su imaginario poético a través de la conjunción soledad-yo lírico, que se hace evidente en el plano de la reflexión. Esta idea se obj etiva en el Poema XXX del libro Poemas sin nombre (1953).

Soledad, soledad siempre soñada... Te amo tanto, que temo a

  veces que Dios me castigue algún día llenándome la vida de ti...

 

Pueden distinguirse en el poema tres aseveraciones:

 

Soledad, soledad siempre soñada.

Te amo tanto,

Temo [...] que Dios me castigue algún día llenándome la vida de ti...

Cada una de estas afirmaciones funcionan con carácter sustitutivo una de otra. La primera señala añoranza, en la segunda este significado asciende en grado positivo, y finalmente es elevada al grado superlativo, pero desconceptualizada, individualizada, de manera que resulta paradójica, contiene un temor contradictorio en relación con las dos anteriores.

Puede hablarse de reiteración que el lector siente, aunque se trate de una repetición enmascarada por el fenómeno imaginativo, de este modo se cumple la finalidad que tal medio expresivo posee, que consiste en reiterar la necesidad de soledad que siente el «yo» lírico, pero al mismo tiempo confirma el temor de encontrarse eternamente sola. El lector comparte esta experiencia dual y antinómica que a través de iteraciones da riendas sueltas a los sentimientos más íntimos de su «yo», este se desdoblada, confiesa y escucha su propia confidencia, y en ella reconoce la pena de la soledad. El lector no es excluido, también admite esa confesión, se involucra en ella y siente ese mismo sentimiento en el que caben añoranza y temor; ansiedad y dolor.

Lo expresado, concebido como una determinada experiencia revela la complejidad íntima del «yo» femenino, profundamente conmovido, impregnado de nostalgias y desesperanzas: captar esos profundos resortes emocionales es lo que hace comprensible y aprehensible el texto.

Todo el poema está transido de soledad, que aunque anhelada, no satisface al hablante lírico. La fusión de sentimientos contradictorios que giran alrededor de esta soledad revelan una angustia dada tanto en el mundo de lo soñado (soledad siempre soñada ) como en el real (la vida llena de dolor).

Explicar cómo se inscribe la soledad en la escritura de la poetisa implica reconocer las marcas textuales que estimulan la recepción cocreadora, estéticamente cualificada por parte de su receptor potencial; penetra en las razones en las que la soledad aparece como meta para lograr la felicidad, sentida por el lector como la belleza del dolor o si se quiere la transposición del sufrimiento a un plano de perfección estética. El sufrimiento tiene su encanto, brota unido a la nostalgia convertido en estela de belleza, como ese momento evidenciador de amor, pena, oración y soledad que refleja el poema XCVI del libro Poemas sin nombre (1953).

No cambio mi soledad por un poco de amor. Por mucho amor sí.

Pero es que el mucho amor también es soledad.

¡Qué lo digan los olivos de Getsemaní!

Aquí el lector debe lograr la mayor aproximación a los códigos del emisor. Debe entender la significación que adquiere en el poema los olivos de Getsemaní. Ubicarse en el espacio señalado y reconocer allí el hecho bíblico con su carga de amor y soledad porque como señala Umberto Eco: «Interpretar el texto supone una aproximación a la estructura semántica profunda que el texto no exhiba en su superficie, sino que el lector propone hipotéticamente como claves para la actualización completa del texto.»[6].

El manejo del elemento intelectual por parte de la autora permite, por una parte, la multiplicidad de perspectivas en que interrogantes claves se abren paso: ¿Es la soledad intercambiable? ¿Qué implica la equivalencia de mucho amor con la soledad? Las respuestas estarán en el receptor en la medida en que comparta con el autor el sistema de referencias y evidencie la intencionalidad intertextual, pero estará también en captar la visión melancólica y nostálgica del mundo que permea la creación de la autora y en la que se unen el amor y el dolor.

Percibimos como lectores una armonía en la que el sujeto lírico no solo se fusiona con la soledad sino también con la fraternidad que emana de los olivos de Getsemaní. Lo particular crece y avanza hacia lo universal apoyándose en esta vivencia de amor en su forma expansiva, la del amor incondicional manifestado en la soledad. El texto expone una trayectoria simbólica. De lo más pequeño «mi soledad», a lo más amplio, Dios. Así se sugiere en esta reflexión, hecha en forma tan íntima y personal, que no hay un distanciamiento entre la experiencia humana del mundo material y lo divino. Soledad y amor no son gestos opuestos sino complementarios.

La ecuación soledad/amor se da como proceso que lleva al amor incondicional que según la definición de Rosita Rivas Lacayo es «el cuarto nivel de la esencia donde el amor se define por sí solo, incluyéndolo todo y no condicionando nada».[7]

Está claro en este poema una alternancia que la soledad supone. Por una parte es pena, que puede ser cambiada por amor, pero por otra supone la euforia del amor infinito. El receptor se percata de que en el mensaje poético la soledad aparece matizada con signos de carácter positivo en las expresiones «mucho amor es soledad» «los olivos de Getsemaní». El hablante lírico sabe que trasmite una información encaminada a despertar un sentimiento afectivo, logrado por la propia construcción del poema sobre la base de dos recursos retóricos discursivos: la ambivalencia y la retórica del silencio.

La ambivalencia posibilita la reunión no sintética de amor/soledad, que es y no es a la vez. La reflexión íntima y el sentimiento cristiano ejemplifican esta reunión y separación.

Dialoga la soledad con el amor, se hacen intercambiables, se niegan, pero luego se afirman, se unen en el mucho amor. Y en esta fusión se afirma la retórica del silencio, que implica el reconocimiento de un proceso de mutación -por parte del sujeto lírico- en el que las tristezas se han transformado en gracia.

Estar en silencio, vivir en soledad implica estados de ánimo que le han permitido al «yo lírico» una progresiva condensación sentimental por ensimismamiento, destinado anclaj e en el sentimiento, en lo hondo de sí misma. Esa melancolía habla mucho del dolor infinito, que se vuelve nostalgia, la tristeza de lo perdido o nunca alcanzado que se remansa en los recuerdos. Allí lo sentido, a veces surge con embestidas amenazas de angustias, pero se resuelve en melancolía, un modo de felicidad, porque el sentimiento se contempla a sí mismo y esparce belleza y amor.

Otras veces su feminidad aflora en el ser creador, comunidad de estoicismo y dulzura, exigencia y pureza; virtud lírica y humana de quien ama el silencio: refugio y afirmación; dolor y fecundación; dramatismo y serenidad. Añora el sujeto lírico una soledad en la que se mezclan sentimientos muy disímiles en los que está presente el conflicto y el equilibrio, la tristeza y la alegría, rebeldía y resignación.

Notas

[1] Alicia G. R. Aldaya: «De la negación a la afirmación: Eros y Agapé», Valoración Múltiple, Edición Casa de las Américas, Editorial Letras Cubanas, 1991, pp. 227-293.

 

[2] Tomado de Rinaldo Acosta: «Semántica y Comunicación, un punto de vista postestructuralista», Tema (La Habana) (4): 139.

 

[3] Ibíd al anterior, p. 142.

 

[4] Jaime Alazraki: «Qué es lo neofantástico», Néstor (California) 19(2): 30 1990.

 

[5] Antonio Risco: Literatura y figuración, p. 82, Ed. Gredos, Madrid, 1982.

 

[6] Umberto Eco: Lector in fábula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo, p. 94, Ed. Lumen, febrero, 1987.

 

[7]  Risota Rivas Lacayo. «Energía y Amor en el Microcosmo» citado por María de los Angeles Castro en «El despertar místico de Walt Withman y en su personaje adónico» en Revista Kañima. Revista de Artes y Letras de la Universidad de Costa Rica, enero-junio 1994, p. 74.

 

Ensayo de Xiomara Francisca Núñez García


Publicado, originalmente,
Islas, revista de Estudios Humanísticos y Sociales  42 (124): 12-22, abril-junio, 2000

Islas, revista de Estudios Humanísticos y Sociales es editada por el Departamento de Lingüística y Literatura de la Facultad de Humanidades de la 

Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, Cuba

Link del texto: https://islas.uclv.edu.cu/index.php/islas/article/view/799

 

Ver, además:

                     Dulce María Loynaz en Letras Uruguay
 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Xiomara Francisca Núñez García

Ir a página inicio

Ir a índice de autores