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Marlon Brando

La actuación ha muerto
Juan Pablo Neyret

 

“Brando siempre estuvo un paso adelante, pero lo particular de su caminar era que ese paso era siempre a la vez un paso al costado del establishment"

Marlon Brando

El jueves 1 por la noche, en un hospital de Los Ángeles, se apagaba definitivamente esa llama cuyo fulgor recorrió el cine contemporáneo y que llevaba por nombre Marlon Brando. “El mejor actor de la historia” coincidieron en señalar los medios nacionales e internacionales. Para el cronista, además de ello, un nuevo lunar en el alma, tatuaje en el tiempo, que a la vez se adhiere y se diluye como hace menos de un mes, Ray Charles.

“El mejor actor de la historia”, “el mejor actor de todos los tiempos”. ¿Cómo podemos saberlo? ¿Qué conocemos de los actores que en la Grecia antigua interpretaban las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides o las comedias de Aristófanes? ¿Y de aquéllos que en el Globe Theatre encarnaban a Hamlet, a Otelo, al Rey Lear, a Romeo, a Macbeth, a Próspero, a...? ¿Y de los que en el siglo dieciocho se ponían en la piel de los personajes de Molière? Sin embargo, es cierto: ha muerto el mejor actor de todos los tiempos, de todos nuestros tiempos, que son la única vara con la que podemos mensurar el universo, nosotros, que llevamos por esencia ser anacrónicos para poder ser cronológicos.

En su Historia social de la literatura y el arte, Arnold Hauser coloca al siglo veinte “Bajo el signo del cine”, tal el título del último capítulo de la obra. Esa reproducción neurótica, ese fusil de repetición de fotografías que parieron los hermanos Lumière en 1895 se diferencia, sin embargo,

del video —sea éste artístico o comercial—, al decir de Fredric Jameson, por mantener un sentido aún alejado de la fluencia sin fin de imágenes. Hasta la película más “posmoderna”, hasta el videoclip de tres horas que es el JFK de Oliver Stone o los últimos experimentos de David Lynch, guardan el resto de una sintaxis, una manera de contar (las) cosas. El cine, en su experiencia embriagadora (la misma que hizo huir de la sala al público del siglo diecinueve cuando creía que la locomotora de los Lumière se le venía realmente encima), en su convención artística de verosimilitud por la que nos dejamos llevar, y reímos, y sufrimos, y lloramos, y temblamos, y nos metemos en la pantalla como en La rosa púrpura de El Cairo —tal vez una de las mejores metáforas, si no la mejor, de lo que representa ver cine en el cine—, posee el atributo, al decir de Federico Fellini, de ser “más grande que la vida misma”. Por eso la muerte de Marlon Brando es, en consecuencia, más grande que la muerte misma.

La importancia de llamarse Marlon  

Parecerá que decir esto es una obviedad, una redundancia, o el comienzo de un poema de Juan Gelman, pero los Marlon marlan. Ahora, cabe detenerse un segundo y preguntarse: ¿quién más se llamaba Marlon?, con lo que el plural de la absurda frase del principio queda anulado. ¿Dónde, en qué arcano de las parturientas estadounidenses, quedó oculto ese nombre, que nació con un solo varón? Lo mismo ocurre con Brando. Salvo la película española El amor del capitán Brando, no tenemos noticia de ese apellido en otro rincón del arte o de la historia. Y la combinación “Marlon Brando”, consecuentemente, es una e impar, es decir, icónica. Los habitantes del siglo veinte y de este primer arrabal del veintiuno vivimos asociando ese nombre (no ese nombre y ese apellido, porque los dos formaban un solo Nombre, como cuando Dios dijo Elohim: Yo Soy El Que Soy) a la actuación cinematográfica, la que más veces hemos visto en nuestras vidas y la que las ha tatuado. Sería como decir en la Argentina que Brando era Gardel, pero ocurre que Brando iba, va más allá de las comparaciones: único en su género y especie, en el arte y en la vida, Marlon Brando (o “Marlon Brando”, que lo mismo viene a ser) era, sólo podía ser Marlon Brando. El sólo oír o leer su nombre hizo correr generaciones hacia los cines, los cines-catedral como ya no van quedando o los multicines, como en el caso de la reciente Don Juan de Marco. No importa. En todos, la figura de Marlon Brando se iba agigantando junto con la de su personaje hasta cubrir la sala. Marlon Brando, con o sin comillas, era un sello, ese sello en el pasaporte al abismo de lo sublime, el “EMBLEMA DE JERARQVIA” que coronaba latinamente el alto de la pantalla del cine Ópera, desde cuyo pullman quien esto escribe vio Último tango en París, una de las realizaciones más tediosas de Bernardo Bertolucci, donde, amén de la belleza seudoadolescente de Maria Schneider y la música del Gato Barbieri, una sola cosa valía la película, y esa cosa, deforme ya por el exceso de talento, se llamaba Marlon Brando.

Todos los Brandos el Brando 

Un actor es un transformista, y por ello no se lo puede medir con una sola unidad. Sin embargo, Brando consiguió, sin el vicio tan reiterado en otros de interpretarse a sí mismo, ser muchos a la vez y también seguir siendo uno, Proteo moderno que rebasó y rebalsó todas las pautas establecidas para eso que llaman actuación.

Y también Prometeo, ladrón del fuego sagrado con el que ardió en cada pantalla. Porque Brando fue hijo del método, del archisabido método estadounidense, al que, sin embargo, supo retorcerle el cuello hasta reinventarlo a su medida más que a la de los célebres directores que lo enfrentaron con sus cámaras. Y frente a esas lentes Brando fue, pues, múltiple y único, ya desde los cincuentas, desde su segunda película (eliminaremos por remanida la frase tour de force), a partir de la cual podemos volver a esa magia impenetrable de los nombres. Nos referimos, claro, a Un tranvía llamado deseo, sobre la obra de teatro del magistral Tennessee Williams y dirigida por Elia Kazan, al tête a tête con Vivien Leigh/Blanche DuBois, pero ante todo a la resignificación eterna del nombre Stella gritado a voz en cuello por ese Stanley Kowalski musculoso y en musculosa, que enseguida, con campera, gorra de cuero y sentada impecable en Nido de ratas, marcaría desde su magisterio a quien luego se convertiría a su vez en el ícono —temprana muerte mediante, sin restarle mérito— de esa década, James Dean.

Y es que Brando siempre estuvo un paso adelante, pero lo particular de su caminar era que ese paso era siempre a la vez un paso al costado, a la banquina del establishment. Y si no, que lo diga quien le arrancó sus otras actuaciones memorables, ese otro delirante llamado Francis Ford Coppola. La saga El Padrino, que se perfila como lo mejor de la historia del cine después de El ciudadano/Citizen Kane sería inconcebible, valga esta vez sí la redundancia, sin el Padrino, y ése no fue, no podía ser otro que Brando. Ese Vito Corleone nacido de la pluma de Mario Puzo pero renacido de los algodones con que Brando engrosó sus mejillas para adquirir ese rictus que va más allá de todo calificativo.

Lo mejor de la dupla Coppola-Brando fue, por una parte, la manía del cineasta de seguir filmando cuando la escena estaba terminada (el puñetazo al espejo de Martin Sheen en Apocalypse Now, sobre la cual volveremos) y, por otra, las grotescas peleas que sostenía con el actor. Así, cuando accidentalmente una actriz deja caer un guante al final de una toma en The Godfather, Brando lo recoge e intenta colocárselo en su enorme mano (infructuosamente, claro), y con ese solo gesto salido de su genio espontáneo (todo genio es espontáneo, en rigor) le otorga una cuota de humanidad al gélido y murmurante personaje. Otro cantar es el de la alcohólica y drogadicta filmación en la selva de Apocalypse Now, basada, como todos sabemos, en En el corazón de las tinieblas. Si algo le faltaba a Coppola, era que para encarnar al delgadísimo coronel Kurtz de Joseph Conrad, Brando se le presentara transformado en una genuina vaca, lo que motivó uno de los intercambios de improperios más excelsos de la historia de los rodajes. Pero fue sólo hasta que Coppola se resignó primero a que Brando no adelgazaría y luego, rapado y perdido en medio de la guerra (la de la ficción, aclaremos), a que Kurtz, el inolvidable Kurtz de la pantalla grande, no pudiese tener otra forma que la que previamente había asumido Brando.

No nos detendremos aquí en la obesidad del Brando anciano ni en los casos policiales en los que se vio envuelta su familia en las últimas décadas. Por algo era, como todo genio, humano, demasiado humano. Pero sí en dos detalles que parecen decorativos pero bien que no lo son. Uno, su decisión de irse a vivir a la Polinesia, Paul Gauguin del siglo veinte que sólo quería disfrutar de la belleza del paisaje (polinesias incluidas) y de la paz que no podía darle ese suburbio de Los Ángeles que paradójicamente lo elevó a la gloria. Otra, el rechazo del Oscar precisamente por El Padrino, cuando envió a una aborigen más que a recibirlo, a exhibir la situación de los habitantes originarios de América en el país de la Conquista del Oeste.

Se puede discutir —de hecho, se discute a cada momento— si Robert DeNiro o Al Pacino, o Dustin Hoffman, o quien sea, todos ellos enormes actores. Se puede discutir. Marlon Brando ostenta en su haber precisamente lo contrario: ser el único actor indiscutible de la historia del séptimo arte.    

 

© Juan Pablo Neyret

 

Marlon Brando - Anécdotas sobre El Padrino Stromboli

 

El Padrino Escena Clasica Subtitulada

 

© Juan Pablo Neyret

 

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