El Duende Serafín |
Junto
con un canapé llega a mis manos, de la manera misteriosa en que ocurre
todo en “Trapolandia”, el país de los muñecos de trapo, el último
cuento de Estela Socías Muñoz,
contenido en un librillo cuya portada exhibe un berrinche de colores y
sobre la que planea Oreste Plath a lomos de un cóndor. El prólogo es de
otra Plath: Karen Müller
Turina, hija del primero, cuyo nombre ficticio fue César Octavio Müller
Leiva, hasta que se impuso el nombre verdadero. La conjunción de la
escritora y el también
escritor y folclorista no es arbitraria: ambos a su manera se volcaron a
la infancia en un país que se vuelca a cada rato pero casi nunca hacia la
preocupación por el mundo de la niñez. Tenemos una rica literatura de
todo, pero…bueno, dejémoslo allí. (Buscando poesía infantil para una
ávida lectora de siete años, opto por entregarle un libro de Nicolás
Guillén, y anda la Pamela fascinada recitando los ritmos del cubano).
Pero, ¡claro! Oreste Plath, no sólo rescató los juegos populares que
jugábamos los ahora provectos, sino que hurgó en las huellas de nuestra
identidad por todos los vericuetos del territorio. (Permítaseme recordar
el aula silenciosa de golpe cuando nuestro maestro nos hace leer un trozo
de “Baraja de Chile”, y aparece de improviso un término de la
escatología, común en nuestro vocabulario de arrapiezos, pero
impronunciable ante nuestros mayores, que entonces, como nosotros,
reservaban sólo para sí las palabras gruesas. Su descubrimiento en las páginas
de ¡un libro! nos abrió, de alguna manera, una ventana sobre el mundo). Pero
volvamos a este Duende Serafín que lleva al protagonista, Nico, al país
en que habitan un mago desmemoriado, el loro que le recuerda el camino de
sus encantamientos, la brujita Ángeles y los muñecos de trapo. Allí
conoce a Oreste Plath, visitante asiduo del lugar que les enseña a sus
habitantes el juego de saltar la cuerda y el arte de caminar sobre zancos
fabricados con tarros. Tal
vez, en otra de sus incursiones les enseñe también a jugar al trompo, a
las bolitas (canicas para los puristas) y ¡quién sabe!, si hasta a
encumbrar un volantín que se pierda en el arcoiris que preludia el viaje
maravilloso. Porque de lo aquí se trata es de atraer el interés de la infancia hacia los juegos simples de antaño, para arrancarla del juego estúpido propuesto en imágenes inmutables arrojadas con una violencia desconocida para los antiguos libros de cuentos desde esa caja abrumadora que amenaza con acabar con la libertad de la imaginación infantil. ¡Loable propósito! Pero que, además, requerirá de algunos complementos. Porque ya no existen casi en nuestras ciudades los espacios apropiados para esos entretenimientos. El salto de la cuerda seguirá practicándose, quizá, en los gimnasios escolares, y sin duda ninguna en esos otros en que algunos no tan niños (ahora también algunas) se adiestran para desencajar a otro semejante. Pero, ¿ y el “trompo de siete colores” que se “dormía” en nuestra mano y en el patio de la escuela? ¿y las bolitas que rodaban por las calles y veredas buscando los “hoyitos”, abiertos con piedras y uñas en la blanda tierra?, ¿cómo encumbrar un volantín inocente (hay otros malvados en manos que no son niñas), en el cielo citadino o en el del campo aledaño, atravesado por las lianas de la civilación? ¿y donde encontrar los tarros de antaño, ahora que todo es plástico o de materiales endebles? Difícil tarea. Por fortuna aún queda la infancia rural, aquellos que caminan los largos pasos del hogar a la escuela y, sobre todo, los pasos más cortos del regreso, sumergidos en la magia de unos palitos veleros navegando por las corrientes o arrojando piedras por delante para ver a quien le toca llevar al otro a sus espaldas, “a tota”, como diría Oreste Plath hablando por los rapaces del norte. Para todos ellos, para salvar algunos y para rescatar a otros, fue escrito este libro. |