Amigos protectores de Letras-Uruguay

 

Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!!

 
 
 

Reloj, no marques las horas
por Carlos Alejandro Nahas
todaslasartes.argentina@gmail.com

 
 

Alberto era alto y flaco como una espiga de trigo. Siempre jovial y alegre, estaba orgulloso de su familia como pocos. Hacía de su casa un culto, de su parcela en esta tierra, un hogar. Mimaba amorosamente a su mujer desde hacía más de 20 años y lo mismo con los hijos, que eran la luz de sus ojos.

Para Alberto sus tres chiquilines eran – aunque crecieran sin parar mientras él se tornaba viejo y mustio sin darse cuenta – sus niños eternos. Pese a que Javier le llenara la casa de minas, que Sofía se encerrase en su habitación a estudiar horas eternas o Tamara saliera con mil muchachos.

No había satisfacción más grande en el mundo para Alberto que seguir el rito cotidiano, ése que le decía que el mundo eran esas pocas paredes. Aquél constituía su cosmos, y lo defendía como un león a los cachorros. Llegaba la noche y él cumplía meticulosamente la tarea de cerrar las puertas de la casa, las ventanas que daban a la calle y al fondo, tapar a sus tres chicos y darles un beso. Y luego si, o un libro o la tele. Daba lo mismo. Cuando los párpados caían, se daba vuelta, abrazaba a Silvia desde atrás y así se quedaba: dormido. Ya vendrían los tiempos en que tuviera que casar a los hijos, despedirlos del nido. Pero eso, para él, era aún una posibilidad remota, lejana, distante. Mientras tanto, Alberto era su familia y su familia era Alberto. Y su familia era su pequeño castillo y él era feliz custodiándolo.

Hasta que un día vino Tito, su viejo amigo de la infancia con ese reloj. Era un reloj de péndulo hermoso, color madera vieja, todo trabajado. Tenía más de ochenta años. Incluso había pegado en el piso del mismo un certificado del “Trust Joyero Relojero” de Corrientes y 9 de Julio, que rezaba: “Hecho en el Trust Joyero Relojero el 12 de marzo de 1935”. El bello aparato era precioso y sus campanadas sonaban solemnes, antiguas. Recordaban viejos patios, añejos olores, bares nostálgicos. Y Alberto se lo compró al instante, y por tan sólo 200 dólares, porque Tito andaba medio apretado de guita.

Y así Alberto sumó un hijo más a su pequeña y preciada colección: el reloj. Lo lustraba, le daba cuerda, llamaba una vez por semana al 113 para saber la hora oficial y lo ajustaba como un artesano. Llegó al colmo de pedirles a sus padres que cuando los cinco se fueran de vacaciones, se hicieran una pasadita una vez por semana para que “si se acordaban” le dieran cuerda al reloj.

La cosa es que el antiguo artefacto, durante dos años, presidió cenas familiares, cumpleaños, bautismos, primeras comuniones y cualesquiera otros eventos que sucedieran en la casa. Hasta que un día Alberto al darle cuerda, imperceptiblemente, lo movió y al sacarlo de su equilibrio lógico a la mañana siguiente estaba parado. Fue verlo así, herido, y salir despedido del sillón familiar para recomponerlo. Sin embargo esa noche a la hija del medio le agarró un broncoespasmo que la tuvo internada dos días.

Ya la segunda no lo agarró descuidado. Había tenido una semana llena de trabajo e increíblemente se olvidó de darle cuerda a su querido amigo. Como consecuencia de ello el reloj volvió a decir basta y al mediodía lo llamaron al trabajo para avisarle que su hijo del medio se había quebrado el brazo jugando al fútbol.

A partir de entonces se instaló en la conciencia de Alberto que la suerte de su familia estaba ineludiblemente ligada a la de la preciada antigualla. Y se dijo que mientras él estuviera vivo no lo agarraría desprevenido nunca más. De noche los besos, las tapadas, las llaves, las ventanas, los libros, los abrazos con Silvia. Todo eso, sí. Pero también revisar que nada del maravilloso reloj funcionara mal.

Hasta que se tuvo que ir por quince días de trabajo a San Pablo. Como cada vez que se iba, dejaba precisas instrucciones a su esposa sobre la marcha de la casa. Y a su hijo varón las recomendaciones de cómo ser el hombre de la familia en su ausencia. Finalmente le dijo a Silvia: “Ah! Y no te olvides por nada del mundo de darle cuerda al reloj todos los sábados. Son siete vueltas ¿si?” a lo que ella asintió con mesurada paciencia.

Lo que no tuvo en cuenta Alberto fue que justo ésa era la recomendación que Silvia jamás iba a seguir. Él llamaba todos los días a su casa y a veces entre reunión y reunión. Luego de dos domingos lo pasó a buscar la familia por Ezeiza y entre abrazos y besos fueron todos juntos a celebrar en reencuentro a La Robla del centro, pues no hay nada más satisfactorio para el alma que reencontrarse entre mariscos y vino blanco.

A la noche, apasionados besos, y sobre las doce toda la familia se durmió. A las ocho y treinta y siete el reloj detuvo su marcha.

Cuando llegó el doctor ya no había nada que hacer. Era un tipo joven dijo el médico pero no me explicó qué le pasó. Se le paró el corazón, así sin más les dijo. Y la mujer y los hijos entre llantos y gritos desesperados le explicaban que no fumaba, que hacía ejercicio, que no tenía antecedentes cardíacos en la familia. Nada.

Cuando el facultativo se dirigió al living para dar el parte de defunción a la prepaga, a la policía y al seguro, mientras apoyaba el celular en su oído levantó la vista y lo vio. Y pensó: “Hermoso reloj. Lástima que esté parado”

Carlos Alejandro Nahas
Gentileza de "Todas las artes Argentina"
http://todaslasartes-argentina.blogspot.com.ar
todaslasartes.argentina@gmail.com

Ir a índice de América

Ir a índice de Nahas, Carlos Alejandro

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio