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El éxodo jujeño
por Carlos Alejandro Nahas
todaslasartes.argentina@gmail.com

 
 
 

Estaba el general Manuel Belgrano con su mirada perdida en el horizonte. Era mayo de 1812. Abogado metido a general de las tropas patriotas. Estacionado en Jujuy, en la desembocadura de la Quebrada de Humahuaca.

El parte recibido le dijo que el Triunvirato no podía mandar refuerzos. Primera mala noticia. Los realistas avanzaban arrasadoramente desde el norte y la Banda Oriental. El Gobierno Patrio debía elegir y eligió reforzar lo que tenía más cerca. Que Belgrano se las apañara como pudiese, que hasta ahora lo había hecho bien.

La segunda mala fue se la avisó un chasqui, que decía que en pocos días llegaban cerca de 800 hombres, derrotados de la batalla de Huaqui. Estaban hambrientos, enfermos de paludismo, desmoralizados y en harapos. Debía reorganizarlos, infundirles ánimo, valor, coraje, amor a la Patria que recién nacía. Debía ya lograr muchas cosas con las muy pocas que tenía a su alcance. Y era mucho.

Como primera medida hizo bendecir la bandera que él mismo había inventado, a espaldas del Triunvirato que no se decidía a independizarse, en la mismísima catedral de Jujuy, como un acto de valiente autoafirmación, como forma de cortar cualquier lazo con la puta madre patria. Si esos cagatintas de Buenos Aires no se decidían a declarar la Patria él necesitaba imperiosamente hacerlo. Como segunda medida se volvió casi un dictador, inflexible con sus hombres, duro y despreciable, debía infundirles valor, pero también miedo. Y nadie respeta a un general blando.

Mientras el godo despreciable de Pío Tristán avanzaba con paso arrollador, reforzadas sus numerosas fuerzas con cientos de hombres en Suipacha, lo que elevaba sus tropas a la suma de 4.000 hombres en pie de guerra y bien alimentados, le llegó la tercera mala: Rivadavia, ese moro hijueputa, ministro del Triunvirato, le ordena que se retire con sus tropas a Córdoba, para dejar desguarnecido a todo el Alto Perú, enterito, indefenso, ¡una cagada!

El 29 de julio, Belgrano, ya decidido a hacer los que se le cantaban las soberanas verijas redactó un bando que decía así:

“Desde que puse el pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra defensa, en que se halla interesado el Excelentísimo Gobierno de las Provincias Unidas de la República del Río de la Plata, os he hablado con verdad. Siguiendo con ella os manifiesto que las armas de Abascal al mando de Goyeneche se acercan a Suipacha; y lo peor es que son llamados por los desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud. Llegó, pues, la época en que manifestéis vuestro heroísmo y de que vengáis a reuniros al Ejército de mi mando, si como aseguráis queréis ser libres”. Le tocaba el culo a la gente. Bien tocado. Les decía: ¿quieren ser libres? ¡¡Síganme!! ¿Quieren ser esclavos de los españoles de mierda? ¡¡Quédense!!

Entonces llegó el momento de la verdad. Casi en el mismo mes y año en que los Rusos le daban a Napoleón una paliza histórica, merced a su retirada de “tierra arrasada” – cosa que Belgrano debía desconocer por no existir medios de comunicación tan eficientes como los que tenemos hoy -, el General decide que todo Jujuy, y parte de Salta abandone sus casas, su hacienda, su ganado, y queme todo, absolutamente todo. Fue un trabajo ciclópeo, convencer casa por casa, hablarles del valor de la libertad y del patriotismo a esos paisanos que sólo sabían de sus 10 cabritas a las que debían sacrificar. 11 días le tomó a Belgrano persuadir uno a uno a esos gauchos y familias. Las más pudientes sólo pidieron alguna que otra carreta para llevar sus pocas cosas, y se encontraron las carretas. Improvisadas, pero se hizo. El 23 de agosto, caía sobre el campo el atardecer y se arreó el ganado, se prendió fuego a las cosechas para desguarnecer al enemigo y Belgrano fue el último en dejar la ciudad deshabitada.

Emprendieron la retirada quemando tierras, ganado, trigos, pastos, dejando todo yermo, pelado, inhabitable. Cuando llegaron los realistas no encontraron nada. Sus líneas de comunicaciones se hacían cada vez más largas y no tenían ni agua que tomar. El hambre los apretaba mientras Belgrano y sus menos de dos mil hombres huían a campo traviesa, desesperados, con la esperanza que la estratagema les diera resultado. Hicieron más de 50 kilómetros por día. Y les parecía poco.

Al llegar a Tucumán, con las últimas fuerzas del pueblo y las suyas mismas por esa hidropesía que lo aquejaba desde joven, se paró. Le llegó la primera buena: El Coronel Díaz Vélez había vencido a las tropas realistas, muertas de hambre y de cansancio en la batalla del Río de las Piedras, a pocos kilómetros de donde ellos estaban. Y decidió descansar, contra todas las órdenes, contra todos los designios que le indicaban llegar a Córdoba. En Tucumán se plantó.

Y desde Tucumán juntó pertrechos, se hizo fuerte, descansó, comió, bebió hasta el hartazgo, le dio rienda suelta a esos pobres descastados a los que había llevado más de 500 kilómetros a campo traviesa para que disfrutaran un poco. Luego mando lavar a la soldadesca, peinar a las yeguas, abrevar los caballos, comer y dormir bien. Al día siguiente: Tristán y él, cara a cara. Fueron dos victorias resonantes: Tucumán primero, Salta después. Se invirtió la ecuación. Ahora ellos corrían a los realistas que saltaban desnudos por los montes para salvar el pellejo. Fueron dos batallas magníficas, maravillosas. Las fuerzas de la Patria recuperaron lo que de otro modo - y si le hubiesen hecho caso al Triunvirato - hubiese quedado definitivamente en manos de los godos infames.

Hubo grandes fiestas en los palacios quemados de Salta, el vino corrió a raudales, las mujeres se ponían lo más hermoso que tenían a mano. Las fiestas duraron tres días y tres noches. Los realistas con el rabo entre las patas. ¡Cagones de mierda! habrá pensado Belgrano en su momento de gloria.

Una mañana, la cuarta de aquellos días, el alba clareaba y aún no se había disipado el peligro. Existía la posibilidad que los españoles recibieran refuerzos del Litoral y contraatacaran. Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, abogado de profesión, General por obligación, se levantó bien temprano.

Se calzó su entorchado, su impecable pantalón blanco, un chaquet con botones dorados, sus botas negras relucientes, y su sable corvo que lo acompañaba desde que tenía memoria. Desde allí se puso a otear el horizonte, sobre una pequeña lomada que daba al nacimiento de Bolivia, en el límite con Jujuy. Poco a poco los colores fueron pintando la mañana y se le iban agregando algunos coroneles y tenientes, su plana mayor. Nadie lo quería despertar de su ensimismamiento, de tanto respeto que le tenían.

Primero fueron unas pequeñas gotas perladas de sudor. La cara se le tornó blanca como un papel. El pelo se le puso pringoso. Se calzó mejor el birrete de general y entrecerró los ojos, con apremio, con preocupación, con dificultad. Nadie le preguntaba nada, pero todos presagiaban lo peor, el desastre. Todos los soldados estaban borrachos y enredados entre las piernas del hembraje. Un ataque godo en ese momento podría ser fatal.

Belgrano oteaba y su cara lo decía todo. Cada vez peor, cada vez más preocupación, los ojos – a pesar de achinarlos cada vez más – veían mejor y mejor. Ni un solo músculo de su cara se le movía. El sudor ya le corría francamente a mares y la oficialidad estaba desesperada.

Finalmente, en un acto de verdadero arrojo, Díaz Vélez se animó. Despacio, por detrás. Como con miedo. Temía lo peor. Nadie de todos los soldados de aquél confín de la Patria tenía mejor vista que el General. Era una vista de águila. Si él veía algo, si tenía esa cara, por algo sería. Así, casi sin respirar, le preguntó:

- ¿Algo malo mi General, qué le anda pasando? -

A lo que el General, quedo, solemne, casi con vergüenza pero sin hesitar, sin dudar, sin pestañear – tanto era el respeto que sentía por su lugarteniente – le respondió:

- Y si, Díaz Vélez, pasa algo malo. Muy malo -

Díaz Vélez temiendo lo peor, pero sin dejar trasuntar su franco pánico repreguntó:

- ¿Son los realistas, no mi General? ¿Vuelven, no? -

Y Belgrano le dijo, sin mover un músculo de la cara, con toda la dignidad que ameritaba la situación, sin premura, pero con desasosiego:

- No, Díaz Vélez, me salió un pelo encarnado y me está meta sangrar el culo. Vaya sin que nadie lo note y me trae papel de las letrinas, vaya amigo. ¡Ah! Y gracias por preguntar -


Es que a veces la Patria se escribe con fuego, pero las más de las veces, con sangre.

 

Carlos Alejandro Nahas
Gentileza de "Todas las artes Argentina"  - jueves, 26 de julio de 2012
http://todaslasartes-argentina.blogspot.com.ar
todaslasartes.argentina@gmail.com

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