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La guerra, el niño y la noche
Cuento de Jorge Esteban Mussolini

La razón a oscuras

Un niño intenta entender y entrar en la lógica de los adultos al tiempo que el padre le muestra la elegancia de un avión de guerra. El narrador -en retrospectiva a su niñez- recuerda las vísperas de la navidad del '78; días en recrudece el conflicto del Beagle y nuestro país queda al borde del enfrentamiento bélico con Chile.

El niño escucha en su ámbito familiar la palabra "oscurecimiento" y lo invade el temor; entiende lógicamente que las noches serán aún más oscuras.

"La guerra, el niño y la noche" reflexiona acerca de la acción bélica como uno de los productos más sombríos de la razón humana.

"La racionalidad no nos salvará".

Robert S. McNamara (1916-2009)

 

Cuando mi padre consideró que ya era lo suficientemente racional como para comprender su mundo me dijo lo siguiente: "El supermarine spitfire MK V fue, sin duda alguna, el avión de líneas más elegantes de La Segunda Guerra Mundial". Esa afirmación fue sólo el introito de una larga conversación en la que por primera vez fui considerado como un adulto a pesar de mis escasos cinco años de edad. No puedo afirmar que a mi viejo le gustara la guerra, ya que más bien lo recuerdo, entre otras cosas, como un apasionado de la música, de la geopolítica y del aeromodelismo; pero esa charla fue de lo más animada, al menos para mí, porque por primera vez en mi vida tuve la certeza de estar descubriendo lo que supuestamente charlaban los adultos cuando se apasionaban con un asunto específico, aunque debo admitir que sólo recuerdo las elegantes líneas del spitfire desplegadas en alguna lámina de una enciclopedia temática colosal de seis volúmenes sobre la segunda guerra mundial que mi padre atesoraba prolijamente en un armario metálico junto a otros libros y enciclopedias de electrónica, historia universal, música y aeromodelismo. Un mes después de la charla del spitfire y unos días antes de la noche de navidad de 1978 mi viejo volvió del trabajo con la serenidad de siempre aunque esa tarde pude notar que algo le preocupaba profundamente, ya que no se reclinó con su habitualidad de siempre en el sillón del living cómodamente con algún disco en la mano listo para tocar. Anduvo de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer y esa fue la primera de las pocas tardes en que la música no se oyó en la casa. Mi madre lo interrogó con la mirada unos minutos después, sin siquiera sospechar la respuesta que oiría luego.

 

"Guerra total con Chile, hay órdenes de oscurecer la ciudad durante la noche, el Área Material Río Cuarto es un blanco prioritario para la Fuerza Aérea Chilena, pueden caer bombas", alcancé a oír que le dijo a mi madre con su vozarrón grave mientras ella conservaba la calma porque él, y su omnipresente figura, era todo para nosotros: nuestra fuente de seguridad, de sabiduría y autoridad. Aún me resulta extraño el comportamiento de todos nosotros durante esa noche. Mi madre parecía no decidirse entre sus propios impulsos y la calma que le había manifestado mi padre cuando le aseguró que era poco probable que cayeran bombas cerca de la casa. Mi hermana y yo seguíamos en nuestros juegos y berrinches ya que la palabra guerra era muy difícil de entender para ambos, incluso para mí que ya sabía los secretos del spitfire, al tiempo que mi padre manifestaba una calma inusitada a pesar de la posibilidad de una guerra total.

 

Como a las nueve de la noche mi tía Any y mi tío Negro rompieron la tensión bélica que se había apoderado de la casa con la alegría de los recién casados, unas tiras de carne para asar y un par de bolsas de carbón. Ellos y nosotros nos abrazamos olvidando por completo que ya había tropas movilizadas en ambos lados de la frontera haciendo caso omiso al audio de una radio portátil que sonaba chillonamente arengando gestas y sacrificios patrióticos. Mi viejo salió al patio con una lámpara eléctrica de cable extendido para iluminar el asador, mi tío Negro lo siguió con una bandeja de carne cruda y un paquete de sal, y yo los seguí a los dos para no perderme los detalles del encendido del fuego, hecho que me fascinaba, ni las eventuales charlas sobre la guerra que pudieran establecerse entre ellos. Alcancé a oír que mi padre le decía a mi tío Negro que se iba a producir un oscurecimiento. Recuerdo que esa palabra me asustó mucho ya que la última vez que la sentí nombrar fue un año antes durante un eclipse parcial de sol que, si bien fue apenas perceptible, me provocó muchísimo miedo puesto que por ese entonces yo andaba bastante aterrorizado con una versión libre del Apocalipsis de San Juan que mi hermana me había contado luego de una clase de catequesis. A la edad de cinco años me era imposible saber qué ocurría más allá de mi casa y de mi barrio, y mucho menos de noche; fue por eso que no tuve muchas posibilidades de saber qué efectos debía estar provocando el tan mentado oscurecimiento sobre el pálido neón nocturno del alumbrado de la ciudad. Tampoco estaba seguro de lo que era, aunque, por las conversaciones previas que había tenido con mi padre más las que oí sin entender entre él y mi tío, supuse que se relacionaba con la palabra guerra, palabra que apenas asociaba con la elegante aerodinámica de un spitfire.

 

La algarabía de jóvenes recién casados de mis tíos más la cercanía de la noche buena y la perspectiva de los regalos de Papá Noel habían hecho que nuestra casa derrochara luz hasta pasadas las diez de la noche. Fue más o menos a esa hora que un chicharrazo del timbre nos devolvió al estado de vigilia bélica que habíamos respirado a partir de las 6 de la tarde.

 

Cuando mi padre abrió la puerta vi un colimba armado hasta los dientes, un soldado con su casco y su fusil, un hombre de unos intimidantes 18 o 19 años que con una cortesía poco marcial y una voz entre temblorosa y rápida nos recordaba que estábamos enfrentado la posibilidad cierta de una guerra total y que la ciudad debía permanecer a oscuras y que debíamos apagar o disimular las luces, en especial la que salía despedida del portón vidriado del garaje y las que se fugaban despreocupadamente por las ventanas del living a través de las persianas totalmente levantadas, puesto que de esta manera podría evitarse que Río Cuarto sirviera como un radiofaro nocturno que permitiese a la fuerza aérea chilena bombardear el área material. Se apagaron las luces y se bajaron las persianas al tiempo que los restos de las brasas del asador iban perdiendo brillo bajo el vapor del agua que mi viejo vertiera con una botella de gaseosa vaciada. Comimos el asado medio crudo en la pequeña cocina en penumbras. Las mujeres levantaron la mesa y mi viejo sacó un par de revistas Aeroespacio con las que le ilustró a mi tío las diferencias estratégicas entra la FFAA y la FACH. Previendo el miedo que le tenía a la oscuridad le pregunté a mi madre si el soldado le había dado permiso para dejar encendida la pequeña luz de un angelito de porcelana que colgaba del cuarto que compartía con mi hermana. Ella me dijo que sí, siempre y cuando las persianas estuviesen cerradas. Eso me tranquilizó, pero ahora enfrentaba un miedo aún más fuerte: cómo preguntarle a mi padre en qué consistía un oscurecimiento sin temor a defraudarlo, ya que no hacía mucho me había revelado los secretos del spifire, de la guerra y de un mundo adulto del cual supuse debía estar en posición de conocerlo totalmente. Cuando los recién casados se fueron a oscurecer su casa intenté disimular mi miedo a la oscuridad y mi falta de conocimiento haciéndole preguntas que supuse interesantes para él:

 

- ¿El spitfire despega de áreas materiales?

 

- No, me respondió, despegaban desde aeródromos.

 

- Y el área material vendría a ser... ¿qué cosa?

 

- Un taller de reparación de aeronaves, dijo sonriendo.

 

Se me había agotado el tiempo. Era muy tarde y me llevó a la cama. Mi hermana estaba recostada rezando como le habían enseñado en las clases de catequesis y con la lamparita del angelito de porcelana como única fuente de luz. Yo seguía aterrado, le tenía miedo a la oscuridad y no tenía muy claro el concepto de oscurecimiento. Entonces no tuve más remedio que confesarle mis miedos y mis dudas a mi hermana, después de todo ella era mucho más grande que yo y luego del verano iría al segundo grado de la escuela primaria. "El oscurecimiento, me dijo, es cuando apagan las luces de noche para que desfilen los soldados". Fue raro, pero esa explicación de mi hermana de siete años me dejó conforme, tranquilo y plácidamente dormido.

 

Ahora, a más de 30 años del conflicto del Beagle, la explicación de mi hermana me sigue pareciendo la más racional de todas las que escuché durante y después del conflicto, ya que desde el 22 al 26 de diciembre de 1978 miles de soldados desfilaron, de uno y otro lado de la frontera, desde los cuarteles hasta los pasos fronterizos de ambos países llegando en algunos casos a toparse sin saber qué hacer y sin mucha certeza de cuándo se debía disparar, al tiempo que miles de trenes desfilaban hacia los mismos lugares con su carga de soldados, pertrechos y ataúdes macabros. Fue el desfile militar más tenso que organizara el gobierno de facto hasta la fallida guerra de Malvinas.

 

Por lo que a mí respecta, todos los días de mi vida y hasta el fin de mis días, recordaré la noche del 22 de diciembre de 1978 como la noche del oscurecimiento, de la guerra, el niño y la noche.

Jorge Esteban Mussolini
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
13 de septiembre de 2009

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