El pangolín

poema de Marianne Moore

traducción de Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich

 

Otro animal acorazado — ¡escama
sobre escama con la regularidad de una pina de abeto hasta

formar la ininterrumpida línea central

de la cola! Este casi alcaucil con cabeza y patas y un estómago de piedra,

el nocturno artista ingeniero en miniatura es,

sí, la réplica de Leonardo da Vinci—
animal impresionante y empeñoso del cual raramente oímos hablar.
La coraza parece excesiva. Pero para él,

el pabellón de la oreja capaz de cerrarse—
o la oreja desnuda a la que falta incluso esta pequeña

eminencia e igualmente seguros
orificios retractiles de la nariz y los ojos,
perfectamente clausurables, no lo son; —un auténtico cazador de hormigas,

no de cucarachas, que soporta

agotadores viajes solitarios a través de territorios extraños por la noche,

volviendo antes del amanecer; marchando en la luz de la luna,

sobre la luz de la luna peculiarmente, de modo tal que

el borde externo de sus patas soporte el peso, reservando las garras

para cavar. Enroscado como una serpiente alrededor

del árbol, se aleja
del peligro inofensivamente,
no con ruido sino con un inocuo siseo; conservando
la frágil gracia de la enredadera de hierro
de Thomas de Leighton Buzzard en la Abadía de Westminster, o

se enrolla en una pelota capaz de desalentar

cualquier intento de desenrollarla; firmemente anudado, la nítida

cabeza como centro, sin exponer el cuello y con las patas curvadas hacia adentro.

Aún así tiene escamas a prueba de picaduras; y una madriguera

de rocas cerrada con tierra desde adentro, así oscurecida.
Sol y luna y día y noche y hombre y bestia

cada uno con un esplendor
que el hombre en toda su vileza no puede

pasar por alto; ¡cada uno con su excelencia!

 

“Temeroso pero temible”, el acorazado
devorador de hormigas enfrentado a la marabunta no retrocede, sino que

engulle lo que puede, las chatas, filosas

cuchillas de la cola, y las placas del cuerpo y de las patas, encastradas como hojas de alcaucil,
temblando violentamente cuando la marabunta contraataca

y se lanza sobre él. Compacto como el frunce orlado de piel

del ala del sombrero en la cabeza de hierro que Gargallo hizo

de un matador, se deja caer y luego

se aleja incólume, pero si no lo molestan,
baja cautelosamente por el tronco, ayudándose
con la cola. La gigantesca cola
del pangolín, herramienta graciosa, estaca o mano o escoba o hacha que remata como
la trompa de un elefante con una piel especial,

no es inútil en este invulnerable

alcaucil traga-piedras y traga-hormigas

que los simplones creían una fábula viviente

nutrida por las piedras, cuando eran las hormigas las que

lo habían nutrido. Los pangolines no son animales agresivos; entre

el anochecer y el día tienen una forma algo serial, como de máquina,

y el reptar sin fricción de una cosa

vuelta grácil por las adversidades, conversidades. Explicar la gracia exige
una mano curiosa. Si aquello que existe, siquiera mínimamente, no fuera para siempre,
¿por qué aquellos que agracian los capiteles

con animales y se reúnen allí a descansar, en fríos lujosos

bancos de piedra —un monje y monje y monje— entre estos

ingeniosos pilares, se hubieran esclavizado a la confusión

de la gracia con los modales amables, el momento de pagar una deuda,

la cura de los pecados, un uso gracioso

de lo que todavía son
aprobadas molduras de piedra ramificándose a través

de las perpendiculares? Un bote de vela
fue la primera máquina. Los pangolines, hechos
también para moverse en silencio son modelos de exactitud

en cuatro patas; sobre las patas traseras plantígrado,

con ciertas posturas humanas. Bajo el sol y la luna, el hombre que se esclaviza

en hacer su vida más dulce, deja la mitad de las flores que valen la pena,

por la necesidad de elegir prudentemente cómo usar su fuerza;

fabricante de papel como la avispa; tractor de alimentos

como la hormiga; hilando un tramo

de telaraña desde los acantilados
por sobre la corriente; en el combate, mecanizado

como el pangolín; hundiéndose en
el desaliento. Vestido en forma ridícula o completamente
desnudo, el hombre, el yo, el ser que llamamos humano, el amo-escritor de este mundo, grifea un oscuro

“A un semejante no le gusta semejante semejante repulsivo”; y escribe error con cuatro erres.

Entre los animales, uno tiene sentido del humor.
El humor ahorra algunos pasos, ahorra años. No ignorante,

modesto y poco emotivo, y pura emoción,

tiene perpetuo vigor,

poder para crecer,
aunque hay pocas criaturas que puedan hacer que uno

respire más rápido y camine más erguido.


De nada tiene miedo,
y después marcha acobardado, anda lentamente encontrando un obstáculo a cada paso.

Coherente con la fórmula —sangre caliente, sin branquias, dos pares de manos y pocos pelos—

eso es un mamífero; allí está en su propio habitat,

vestido de sarga, bien calzado. El, la presa del miedo, siempre

disminuido, agotado, frustrado por la sombra, con su trabajo hecho a medias,

le dice a la intermitente llama:
“¡Otra vez el sol!
Nuevo cada día; y nuevo y nuevo y nuevo,

entra y equilibra mi alma”.

Notas de la Autora:

Verso 9: El pabellón de la oreja, y otros detalles zoológicos, tomados de “Pangolins”, de Robert T. Hatt, Natural History, diciembre de 1935.
Versos 16-17: Marchando...peculiarmente. Ver Royal Natural History, de Lidderer.
Versos 23-24: La enredadera de Thomas Leighton Buzzard. Uñ fragmento de herrería en la Abadía de Westminster.
Versos 65-66: Un barco de vela fue la primera máquina. Ver: Power: Its Application from de 17th Dinasty to the 20th Century, de F.L.Morse.
 

poema de Marianne Moore

 

Publicado, originalmente, en: Diario de Poesía Año 7. Nº 27. Julio de 1993

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-27/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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