Entrevista virtual a Dostoievsky 

por Víctor Montoya 

Todo estaba confirmado. Acordamos vernos en un casino central de San Petersburgo, una tarde en que las calles parecían flotar en medio de una lluvia intensa y menuda, mientras el cauce del Río Neva atravesaba como una flecha por el corazón de la ciudad.

 

Cuando ingresé en el local, que lucía espejos empotrados en las paredes, arañas de cristales esmerilados y alfombras uzbekistanas, lo divisé sentado al fondo, tomándose una humeante taza de té. Lo primero que me sorprendió es que no vestía como Máximo Gorki, con rubashka bordada a mano ni botas de cuero tosco hasta las rodillas, sino un traje occidental; camisa de algodón, zapatos de cuero lustroso y un chaquetón algo grande para su talla. En su aspecto, semejante al del terrible Rasputín, destacaba la barba ligeramente desgreñada, la frente amplia y la mirada penetrante.

 

Le tendí la mano y me presenté. Él se limitó a esbozar una sonrisa afable.

 

–Dostoievsky, Fiódor Mijáilovich Dostoievsky –dijo luego en un tono muy fuerte, como golpeándome a los oídos con cada acento prosódico. 

 

Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Me invitó a tomar asiento y preguntó:

 

–¿Estamos listos para la entrevista?

 

–Sí –contesté dubitativo, mientras me servía una taza de té del samovar que relucía en la mesa de mármol alabastrino.

 

–Entonces te escucho.

 

–Sé que eres el segundo de siete hijos, pero me gustaría saber algo más sobre tu familia –dije, aún sin salir del asombro de tener frente a mí a uno de los escritores más célebres del siglo XIX, cuyas obras, además de haber influido en los existencialistas como Sartre y Camus, inspiraron las teorías filosóficas de Kierkegaard, Nietzsche y “La metamorfosis” de Kafka.

 

–Provengo de un hogar de clase media, donde la actitud omnipresente de mi padre era decisiva en la educación de los hijos. Claro que su autoritarismo era compensado con el amor y la protección de mi madre, quien, por desgracias, murió de tuberculosis cuando cumplí dieciséis años. Tras la muerte de ella, mi padre, que ejercía como médico de pobres, se sumió en la depresión y el alcoholismo, y, para deshacerse de mí y de mi hermano Mijaíl, nos mandó a estudiar en la Academia de Ingeniería Militar de esta ciudad, donde aprendí a vivir con cinco rublos al mes, de los cuales me los gastaba cuatro y medio apostando al parchís; pero también aquí nació mi interés por la literatura, estimulado por las obras de Shakespeare, Pascal, Víctor Hugo, Hoffmann y Friedrich Schiller, entre otros.

 

–¿Y cómo murió tu padre, el hidalgo de Darovóye?

 

–Murió ahogado en vodka. Sus propios siervos mancomunados, en un intento de apaciguarlo en uno de sus arranques de violencia provocados por el trago y furiosos porque les negó la paga extraordinaria de Navidad, lo inmovilizaron de pies y manos, le metieron el gollete de la botella en la boca y lo dejaron morir como a un perro degollado. A mí me dolió mucho su muerte, aunque a veces, preso de mis instintos de venganza, le deseé la muerte por déspota y testarudo; con todo, desde ese luctuoso suceso, me sentí acosado por sentimientos de culpabilidad y viví arrepentido como el detestable Dimitri, el parricida que asesina a su padre en “Los hermanos Karamásov”.

 

Al cabo de estas palabras, pronunciadas con un dejo de autocompasión, lo noté algo nervioso; crispó las manos, cruzó los pies y cerró los ojos. Fue entonces cuando aproveché para preguntarle sobre la epilepsia que padecía desde los nueve años de edad. Él se acarició la barba, suspiró hondo y contestó:

 

–Esa enfermedad de mierda, que cada vez se hacía más convulsiva y frecuente, me sirvió al menos para describir la epilepsia vivida y sufrida por el príncipe Myshkin en “El idiota” y la de Smerdyakov en “Los hermanos Karamázov”.

 

No quise entrar en detalles y pasé a la siguiente pregunta:

 

–Después de culminar tus estudios de ingeniería, con el grado militar de subteniente, ¿dónde conseguiste trabajo?

 

–En la Dirección General de Ingenieros de San Petersburgo. Compaginé mi trabajo de ingeniero con la de jugador de póquer. Tiempo después, como despreciaba las matemáticas con la misma fuerza con que amaba la literatura, abandoné el tedioso trabajo con los números para dedicarme al oficio de las letras, aun sabiendo que de la literatura no se podía vivir holgadamente, y mucho menos en una época en que existían más pobres que ricos y más analfabetos que letrados.

 

–¿De nada sirvió que muy joven te hayas convertido en una celebridad literaria luego del rotundo éxito de tu novela epistolar “Pobres gentes”?

 

–La celebridad de un autor se desvanece con la misma facilidad con que se apaga una estrella fugaz, no sólo porque mis posteriores obras, desde “El doble” hasta “La mujer del otro” fueron acribilladas por la crítica, sino también porque nunca pude comer de la literatura; es más, la literatura me convirtió en un deudor moroso de cuantos tenderos e hijos de vecinos se cruzaron en mi camino. A veces no tenía con que pagar el piso, no disponía de fondos para invertirlos en el casino ni en los tratamientos de mi enfermedad. Fue en esas circunstancias, de gran necesidad tanto material como espiritual, que escribí el autoflagelante monólogo de un funcionario frustrado, un antihéroe enfermizo y vengativo, que constituye “Memorias del subsuelo”, y el primer borrador de “Crimen y castigo”, que es la obra en la cual desahogué algunos de mis trastornos emocionales producidos por el fallecimiento de dos de mis seres más allegados.

 

–A propósito de “Crimen y castigo” –irrumpí cortándole la palabra–, me puedes explicar, ¿por qué se le ocurrió al protagonista de la novela, el pobre estudiante de derecho Raskolnikov, la cruel idea de asesinar a la anciana Aliona Ivanovna?

 

Porque padecía de delirios de grandeza. Él se sentía, en el plano moral y humano, un ser supremo a ella, quien, siendo una prestamista próspera, era una vieja usurera; por eso la mató a sangre fría, porque quería robarle el dinero y porque la consideraba una escoria social, una cucaracha que sólo merecía el desprecio y la muerte...

 

Al poco rato, me miró a los ojos y preguntó:

 

–¿Tú no hubieras hecho lo mismo que Raskolnikov?

 

No le contesté ni sí ni no. Y proseguí con la entrevista:

 

–¿No será que las acciones de Raskolnikov estaban determinadas por las teorías socialdarwinistas, cuyos principios más aberrantes sostienen que sólo los más jóvenes y fuertes tienen derecho a la vida?

 

–No eran esas ideas las que movían las acciones de Raskolnikov, sino las necesidades existenciales que lo obligaron a obrar de forma irracional. De ahí que, cuando volvía a su estado racional, se sentía atormentado por la culpa y, a manera de redimirse espiritualmente, buscó el castigo por el crimen cometido, entregándose voluntariamente a las autoridades.

 

–¡Ah! –dije–. Hablando de castigos y condenas, querría saber, sólo por curiosidad, ¿cómo experimentaste tu destierro a Siberia en 1849?

 

Dostoievsky se sirvió otra taza de té, miró en derredor y, entre sorbo y sorbo, replicó:

 

De eso prefiero no hablar. Me acusaron de pertenecer a una organización clandestina y de conspirar contra el zar Nicolás I; un personaje que, en honor a la verdad, nunca me interesó por el poder autocrático que ostentaba ni por la hermosa mujer que tenía a mano; más todavía, podría afirmar que en esa época tenía más diferencias con los nihilistas y socialista ateos, que con las ideas aristocráticas del zar.

 

–Lo peor es que casi pagas con la vida una falsa acusación.

 

–Así es. Me condujeron a un lugar en que debía ser fusilado junto a otros prisioneros. Me pusieron frente a un pelotón, maniatado y con los ojos vendados. Escuché los disparos al aire, pero, por alguna razón hasta hoy desconocida, mi pena máxima fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en Siberia, donde pasé rodeado de pulgas, cucarachas y "silenciado dentro de un ataúd”. La prisión en Siberia era un sitio endemoniado; en verano, encierro intolerable; en invierno, frío insoportable. Todos los pisos estaban podridos. La suciedad en los pisos tenía una pulgada de grosor; uno podía resbalar y caer. Éramos apilados como anillos de un barril. Ni siquiera había lugar para dar la vuelta. Era imposible no comportarse como cerdos, desde el amanecer hasta el atardecer. Ahora bien, si quieres saber más detalles sobre la compleja conducta de los humanos en tales circunstancias, te recomiendo leer “Memorias de la casa muerta”, donde analizo el sadismo de los carceleros y las condiciones infrahumanas de los prisioneros condenados a trabajos forzados en lugares donde el diablo perdió los cuernos.   

 

Siguiendo tus afirmaciones, debo suponer que es menos dolorosa una muerte instantánea que una condena perpetua, ¿no es así?

  

–En efecto, es preferible una muerte instantánea que el sufrimiento de la tortura y el destierro –afirmó seguro de sí mismo. Luego prosiguió–: No es casual que en “El idiota” diga que la guillotina se ha inventado para evitar el sufrimiento del reo. Es menos dolorosa que la tortura y el destierro. Claro que cuando te anuncian que irás al patíbulo, te invade una enorme angustia, se te derrumba el mundo y el corazón se te acelera como un caballo al galope. Aun así, es preferible la muerte en la guillotina, donde lo terrible se concentra en un solo instante, mientras tienes la cabeza expuesta a la cuchilla y oyes como ésta se desliza hacia tu cuello...

 

La frialdad con que describió una decapitación, me provocó un acceso de tos, seguido por un estremecimiento inevitable. Acto seguido, en procura de cambiar el tema, le formulé otra pregunta:

 

Cuando recobraste la libertad, se sabe que te reincorporaste al ejército como soldado raso y que fuiste destinado a una fortaleza en Kazajistán, donde conociste al primer amor de tu vida. ¿Verdad?

 

–Ni más ni menos –corroboró con la mirada puesta en una de las mesas de casino del local–. Allí comenzó mi relación con María Dmítrievna Isáyeva, quien, antes de meterse en la cama conmigo, fue la esposa y viuda de un compañero que conocí en Siberia. Con ella contraje matrimonio en febrero de 1857, pero, hablando en pepas, confieso que nunca fui un marido feliz con ella.

 

–Quizás no sólo porque la llama del amor se apagó entre ustedes, sino también porque volviste a caer en el embrujo de los juegos de azar.

 

–No voy a negar que soy un ser depresivo y un jugador empedernido de la ruleta, donde he despilfarrado mis rublos entre copas de vodka y camareras de vida alegre, hasta verme sumergido en graves problemas financieros, acorralado por las deudas y por una angustia que no lograba superar ni siquiera con la ayuda de mi esposa.

 

–¿Y qué hacías para evitar el acoso de tus acreedores?

 

–Huía al extranjero. Recorrí por varios países de Europa occidental, donde derroché mucho dinero en los casinos; incluso conocí, en uno de esos viajes, a la crupier y joven estudiante Paulina Súslova, con quien mantuve un romance efímero pero apasionado, hasta el día en que ella decidió abandonarme, según me dijo, debido a mi adicción a los juegos de azar y mis ideas conservadoras que no eran de su agrado.

 

–¿Se puede decir que los juegos y las mujeres han sido dos de los problemas que más atormentaron tu vida?

 

–No los únicos, pero sí los que más me enseñaron a comprender que la dicha y la desdicha son hermanas gemelas, que se atraviesan en nuestras vidas cogidas de la mano. A todo esto hay que añadirle la muerte de un ser querido. Por ejemplo, cuando mi esposa María Dmítrievna Isáyeva murió en 1864, seguida poco después por la de mi hermano Mijaíl, quien, además de su viuda, me dejó un montón de deudas y cuatro sobrinos a quienes dar de comer, me hundí en una profunda depresión y me dedique obsesivamente a jugar en los casinos. Perdí lo poco que tenía y quedé en la ruina. Para recobrar la dignidad y saldar mis cuentas, me vi obligado a recurrir al préstamo de un editor poco escrupuloso, bajo el compromiso de entregarle una nueva novela completa en el plazo de un año. De modo que contraté los servicios de la mecanógrafa Anna Grigórievna Snítkina, la misma que me ayudó a transcribir, en el lapso de sólo veintiséis días, la novela “El jugador”, basada en mi pasión por la ruleta.

 

–¿En esos días nació tu romance con Anna, a poco de apostar con un amigo que, a pesar de tu edad, eras todavía capaz de conquistar a una jovencita?

 

–Así es, era una muchacha tierna y encantadora. Con ella me casé el 15 de febrero de 1867 y alcancé la felicidad plena. Juntos viajamos a Ginebra, donde nació y murió mi primogénita, como si Dios, que siempre fue muy cruel conmigo, me la hubiese arrebatado a poco de haber nacido...

 

Los ojos se le inundaron de lágrimas, la voz se le aflojó y se sonó la nariz con un pañuelo a rayas.

 

No supe qué hacer, me puse incómodo y hasta me sentí culpable de su repentino malestar. No obstante, a manera de reconfortarlo, se me ocurrió la idea de que podía proponerle otras preguntas ajenas a su vida. Y dije:

 

–Ahora que ya hablamos de tu vida, quizás sea oportuno profundizar sobre el hilo argumental de algunas de tus obras.

 

–¡Ahora no! –dijo poniéndose de pie–. Ahora se me hizo tarde y tengo otros compromisos.

 

Asentí con resignación, disponiéndome a pagar la cuenta del té.

 

Dostoievsky hizo chasquear la lengua contra los dientes, meneó la cabeza y dijo:  

 

–Esta vez invito yo...  

 

Sacó monedas del bolsillo de su chaquetón y los puso sobre la mesa, con el típico ademán de quien está acostumbrado a apostar y jugar a la ruleta.

 

Abandonamos el local justo cuando la lluvia se precipitaba como por un caño roto. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos, cual viejos amigos que se reencontraron para revivir tiempos idos. Él se perdió en la esquina oscura y fría de la ciudad que odiaba y amaba a la vez, mientras yo me encaminé rumbo al hotel, sin dejar de pensar en que los humanos, aun estando protegidos por un aura de celebridad, somos simples mortales ante Dios y el Diablo.  

 

por Víctor Montoya

 

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