Mi relación más que ingenua con el latín
Augusto Monterroso

 

Debo a las malas palabras y al latín dos o tres cosas que han sido fundamentales en mi vida. Un día, en Guatemala, siendo yo adolescente, tuve de pronto la revelación de que lo ignoraba todo de todo, pero principalmente de los clásicos, y me preocupé mucho, y comencé a leer cuanto libro encontraba, y mejor si su autor era latino, o griego.

De esta manera, poco después cayó en mis manos un raído volumen con comedias de Aristófanes traducidas al español a mediados del siglo pasado, o del antepasado, no lo recuerdo muy bien.

Por supuesto, no tardé en darme cuenta de que Aristófanes era sumamente divertido, sin duda el más divertido de todos, pero en aquella traducción había algo raro: en notas a pie de página se ponían en latín y en caracteres minúsculos frases que en español sonaban inocuas, pero que en griego debían de ser muy fuertes. Así que en latín por lo menos podían disfrutarlas los happy few que lo sabían, es decir, los mayores o los licenciados preparados para oír cualquier cosa sin peligro. Pero yo no me contenté con esto y acudí, a un diccionario latino-español, con ayuda del cual descubrí lo mal hablados que podían ser los clásicos, con lo que, como es natural, comenzó mi amor por ellos.

En los recovecos de mi memoria se encuentra todavía almacenada una frase de alguna de aquellas notas: Nec mingam nec ventrem exonerubo cum strepito, promesa de un personaje a no recuerdo qué dios: «No haré ruidosamente mis necesidades-en las afueras de tu templo.»

Estimulado por mi hallazgo, quise entonces avanzar en el estudio de aquel idioma secreto y contraté los servicios de un antiguo seminarista que me puso a aprender declinaciones según unas columnas que decían de arriba abajo: nominativo, genitivo, dativo, acusativo, vocativo y ablativo, suprimido ya el locativo. En alguna parte declaré hace ya algún tiempo que mi aprendizaje del latín había llegado hasta rosa, rosae. Pero aún así mi buen profesor me puso a descifrar odas de Horacio y fábulas de Fedro que venían en su viejo librito de seminario, y de esta forma hoy puedo decir de memoria buena parte de la oda IV, libro 1, a Sextio:

Renzo Vayra

Solvitur acris hiems grata vice veris et Favoni, trahunt que siccas machinae carinas,

y recitar entera a mis amigos que se dejan aquella fábula de Fedro que comienza:

Nunquam est fidelis cum potente societas

testatur haecfabulam propositum meum.

Vacca et capella et patiens ovis injuriae

socci fuere cum leone in saltibus,

etcétera, que, por cierto, me permití usar, aunque indigno, como arranque de una fábula mía titulada «La parte del León», incluida en La Oveja negra y demás fábulas, y aquí y ahora, Ovis nigra atque caeterae fabulae.

Cuando supe algo más del idioma, un compañero mío de estudios y yo alardeábamos de latinistas en un pequeño restaurante de la ciudad de Guatemala y pedíamos en voz alta un sandwich de queso y una cerveza de esta manera:

—Ego volo manducare panem cum cáseo et potare cereviciam frigidam,

y el mesero, que ya nos había oído aquello muchas veces, nos traía resignado el humilde pan con queso y la cerveza frígida.

Fue en aquellos días también cuando descubrí (siendo autodidacto) que en Guatemala teníamos a mano al gran Rafael Landívar, que en el siglo XVIII había escrito en latín, durante su exilio en Bolonia —exilio compartido con otros jesuitas expulsados de América en 1767 por el rey Carlos III—, su gran poema Rusticatio mexicana, con una dedicatoria a la ciudad de Guatemala recientemente destruida por un terremoto, que traté de traducir y aprendí de memoria, y cuyos primeros hexámetros me han acompañado desde entonces:

Salve, cara parens, dulcís Guate mala, salve

delicium vitae, fons et origo meae:

quam juvat. Alma, tuas animo per volvere dotes,

temperiem, fontes, compita, templa, lares,

con esas maravillosas y sorprendentes vocales acentuadas.

La vida me llevó por otros caminos, incluido —como le ocurrió al poeta Landivar— el del exilio; y, en efecto, mis estudios del latín llegaron hasta ahí.

Pero he tenido suerte. Esa misma vida me ha colocado ahora en un sitio privilegiado, el Instituto de Investigaciones Filológicas de lá Universidad de México, en el que con frecuencia me encuentro en los duros pasillos de concreto con sabios amigos que unas veces me saludan y otras veces no, abstraídos como van en la formulación en español de algún verso de Lucrecio, de Virgilio o de Cátulo, o de una frase que ha de ajustarse al estilo de Cicerón.

Adolescencia de pan duro con queso, y cerveza más bien tibia.

¿Cómo podía imaginar allá lejos que algún día mis propias fábulas estarían traducidas al idioma que me abrió las puertas a las maliciosas expresiones de Aristófanes por uno de estos sabios peripatéticos, concretamente por Tarcisio Herrera Zapién, traductor de Horacio y de Tibulo?

Sólo se cumple lo que no se ha soñado.


El autor

AUGUSTO MONTERROSO (BONILLA) nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa (Honduras), y murió el 8 de febrero de 2003 en Ciudad de México. Pasó su infancia y juventud en Guatemala. En 1944 se exilió en México, donde desarrolló toda su actividad literaria. Registró con cariño sus experiencias en sus memorias Los buscadores de oro. Autodidacta, con una curiosidad monumental, fue un especialista del texto breve y escribió un célebre cuento de una línea: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí." Entre sus libros pueden citarse Obras completas (y otros cuentos), La oveja negra y demás fábulas, Movimiento perpetuo y la novela fragmentaria Lo demás es silencio. En el momento de su muerte estaba trabajando en las memorias de su vida que iban de los 16 a los 22 años de edad.

 

Augusto Monterroso
Suplemento "El País Cultural" del diario "El País Cultural" de Montevideo, Uruguay

Nº 793 - 28 de noviembre del año 2005

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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