Marcel Proust, profundo superficial

ensayo de Mario Monteforte Toledo

Si la "manera” de ciertos artistas se enreda en sus contemporáneos y aun en generaciones posteriores con una persistencia a veces intolerable, no es por casualidad ni por boga; depende de la puntualidad con que responde a la época que expresa, de la trascendencia de esa época en el tiempo y en el espacio, y de la falta de reciedumbre de los valores nuevos que la socavan.

La época no es abstracción ni ficción organizada para comodidad de juicio. Sería inútil, por ejemplo, negar las peculiaridades de lo que se llama "fin de siglo”, durante el cual —y esto no debe confundirnos— se inician algunos de los movimientos artísticos más importantes de todos los tiempos. Para el efecto, lo que interesa señalar es esa conjunción de fenómenos económicos y estéticos que determinaron la trascendencia de Marcel Proust en las letras francesas, y consecuentemente en las letras de todo el mundo occidental: la decadencia final de la nobleza y el esfuerzo un poco vano de la alta burguesía para substituirla; la lucha de las minorías inteligentes contra el maquinismo y el materialismo, y la desesperada búsqueda de valores espirituales —en este caso, símbolos de una delicadeza sin precedentes desde el primitivismo—, que llegó a transmutarse, un poco intelectualmente, en una razón de vivir.

Como ocurre con la mayoría de los escritores que pudiésemos llamar "cíclicos”, Proust se estudió e interpretó en cada país según el estado que allí guardaban las ideas estéticas y las realidades sociales que daban fisonomía a su obra. Para los ingleses —donde ya se anunciaba la vigencia de Yeats y de Joyce—, fue inmediatamente un simbolista; A la Recherche du Temps Perdu se estimó como una estructura sinfónica, con inmensos temas a la manera wagneriana—tan comprensible allá en el norte—; las imágenes de los poetas simbolistas se trocaban en Proust en personajes, situaciones, emociones obsesivas, actos recurrentes. Había dos referencias importantes para juzgarlo: Dickens, a pesar de su exuberante buen humor y de su moralidad protestante, y Henry James, con todo y su carencia del sentido del humor; y la circunstancia de su propia confesión, al afirmar que la literatura anglo-norteamericana había influido poderosamente sobre él —menciona en este sentido a George Eliot, Hardy, Stevenson, Emerson y sobre todo a Ruskin—. Los rusos reconocieron cuánto había asimilado de Dostoievsky. En España, preocupada entonces por Nietzsche y por los exístencialistas nórdicos—a los que Proust tanto debe—, su sentido de la muerte y de la rebelión lo acercó a los hombres de pensamiento, aunque debidamente tamizado y hasta condicionado por lo que en los españoles será siempre un motor de realismo constructivo y de vida luminosa —Ortega y Gasset señaló inmediatamente en el novelista el pecado de accidia, esa simbiosis de indolencia y de tristeza que Dante representó como la inmersión eterna en el fango—. En Italia se advirtió que la tónica de su obra era la infelicidad irremediable del hombre, cantada por Leopardi con recurrencia desoladora.

En Francia, y a través de Francia, los contornos de Proust se unlversalizan. En tanto que varios poetas de extraordinaria calidad se repartían la tarea de interpretar la liquidación del siglo y el impacto de la época que de ahí surge, como novelista sólo él captaba el momento, con enfermiza hiperestesia. Se le exaltó inmediatamente; Anatole France, en el pináculo de su fama, prologó su primer libro, Les Plaisirs et les Jours, donde hoy podemos encontrar embriones de muchos de los "temas” que desarrolló en su obra posterior; en los círculos más importantes resaltaban como epítomes su excesiva elegancia de maneras, su autopiedad y la profesión de fe que hacía del buen gusto— una práctica del siglo XVIII y de todas las épocas en que las ideas estéticas prevalecen sobre los principios morales—. Es el continuador de Stendhal, de Flaubert y de Anatole France, con quienes tiene tanto en común, a pesar de que, a diferencia de ellos, jamás admitió la conformidad con la desilusión ni empleó el cinismo para confrontar los infinitos aspectos de la humanidad que le sirvieron en sus libros—de otro modo quizás se hubiera asemejado extraordinariamente a Wilde—. Tan francés por el virtuosismo del estilo, por su conocimiento de las letras de su patria y por su habilidad para recrearlas, es más bien, por su sentido moral, una suerte de clásico de la literatura judía, capaz de indignaciones y de jeremíaca amargura ante la podredumbre de las gentes.

Con ductilidad de médium, Proust se beneficia de las mutaciones que la nueva época origina. Por primera vez en literatura, el dio el equivalente de la teoría de la física moderna, reorganizando el mundo de la novela desde el punto de vista de la relatividad, y analizó al hombre en las infinitas manifestaciones de su mente normalmente enferma, en los automatismos imperativos del sueño o de la vida, tal como Adler y Freud lo comprendían. Y con referencia a la escuela que arranca especialmente de él, lo más extraordinario es que ni la vida ni los que la viven dentro o fuera de sus libros lo hicieron un repetidor realista, simplemente un analítico de lo que es, porque poseía una notable fuerza intelectiva e imaginativa.

Su método, con todo y que por mucho tiempo seguirá siendo aprovechable, no justifica la continuidad de su influencia más que por la comodidad con que ciertos autores prefieren moverse por mundos ajenos en vez de inventar los propios. Lo que perdura de un escritor y sirve de guía a las nuevas generaciones no son los temas sino las ideas. Y como Proust inventó sufrimientos y descubrió dolores estéticos—porque esto y no otra cosa son los sentimientos de sus pillos, de sus homosexuales, de sus descastados—, no puede entenderse su genio sin la fijación de sus ideas estéticas.

-II-

La crítica, como base de valoraciones y de enunciación de preferencias, mereció por parte de Proust atención íntima. Creía que la labor del crítico es descubrir en el artista rasgos singulares y presentarlos como esenciales; relacionados estos rasgos entre sí puede reconstruirse la idea que el artista tiene de la realidad y el efecto que produce en su vida espiritual. Desde luego, este procedimiento no da sólo resultados objetivos, puesto que de un modo concomitante, la crítica nos enseña menos sobre el sujeto de ella que sobre las afecciones o desafecciones de quien la hace. Prolijo y a veces positivamente tedioso en sus descripciones, Proust era en cambio diáfano y conciso en sus juicios. Califica la obra de Balzac como "impura mezcla de ingenio y de realidad escasamente transformada”, donde los personajes, a pesar del sustrato histórico que los alimenta, deben ser completados por el esfuerzo del lector. Los Aforismos acerca de la Sabiduría en la Vida, de Schopenhauer, le pareció, entre todas las obras que conocía, "la que supone la mayor originalidad en un autor, con más lecturas”. De Racine o de Saint-Simon —por él siempre alabados y en cierto modo seguidos de cerca— afirma que "sus obras se parecen a cosas hermosas que ya no se hacen”. "Es la sintaxis viva en Francia en el siglo XVII — y en ella costumbres y un giro desaparecido del pensamiento— lo que nos place encontrar en los versos de Racine”. Esta sintaxis, y la sintaxis de todas las épocas de Francia le eran familiares hasta un grado sorprendente aun en un escritor francés; muestra de ello dio con su libro A la maniere de. . ., donde desarrolla un solo tema como lo hubiesen hecho Balzac, Flaubert, Sainte-Beuve, Regnier, los Goncourt, Faguet, Renán y Saint-Simon, creando un método de crítica de insospechadas posibilidades.

Podría cualquiera deducir que semejante conocimiento de las letras francesas situaba a Proust al margen de lo que ocurría en otras partes; nada más falso. En sus libros aparecen autores españoles frecuentemente citados en sus opiniones medulares; Schopenhauer influyó en su concepto de la vida y de la suerte —he pensado con reiteración que Proust es como un personaje del gran loco alemán—; y una de sus obras más eruditas (En Memoria de las Iglesias Asesinadas), contiene un amplio estudio de Ruskin, uno de los escritores que más admiraba y que más influyeron sobre su inmenso sentido plástico. He aquí un juicio característico suyo: "Se dijo en un principio que era realista. Y en efecto, repitió a menudo que el artista debía limitarse a la pura imitación de la naturaleza, sin desechar nada, sin despreciar nada, sin elegir nada”. "Pero se dice también que era intelectualista porque escribió que el mejor cuadro era el que encerraba los pensamientos más elevados”. "Y como se dijeron tantas cosas contradictorias de Ruskin, se dedujo que era contradictorio”.

Sus ideas con respecto a las artes plásticas guardan puntual relación con su propio método de escritor y con su peculiar interpretación de la realidad, para él tan llena de prodigiosas calidades. Concebía la escultura como Ruskin, en su sentido religioso, en relación con el infinito y con el tiempo; por eso cita con énfasis unas palabras en que el inglés dice que las estatuas de la catedral de Amiens están integradas a la severidad mística del edificio, y "no como la cariátide griega, sin esfuerzo, o como la cariátide del Renacimiento, con un esfuerzo penoso e imposible, sino como si hubiera pasado a una forma de mármol eterno todo lo silencioso y grave y retirado al recogimiento, y rígido con un estremecimiento en el corazón y en el terror de la tierra”. "La belleza dispone monumentos al modo mentido y feliz de un artista”, dice él por su cuenta. Esta funcionalidad de la escultura le preocupa siempre que en devoto peregrinaje recorre las catedrales de Francia y de Italia, siguiendo los itinerarios de los sabios ingleses —él mismo hace notar que los ingleses han interpretado mejor que nadie la arquitectura de Francia—, itinerario que para un europeo occidental asume las proporciones religiosas que para un mahometano tiene el viaje a la Meca; así se explica que para él las estatuas son parte del mundo que las rodea, atalayas, símbolos de cada lugar, como si tuviesen grabada a los pies una leyenda que el mismo Proust propone: "Amad lo que nunca ha de verse dos veces”. Atemperando su romanticismo en materia escultórica —porque Proust es tan contradictorio y tan complicado como sus personajes, como el hombre de su tiempo, "ser inseguro de ser”—, escribe: "La piedra esculpida por la naturaleza no es más instructiva que la piedra esculpida por el artista y no extraemos mayor provecho de la que nos conserva un antiguo monstruo que de la que nos enseña un nuevo dios”.

Era Proust en pintura una rara mezcla de romántico y de realista, como buena parte de los hombres de fin de siglo —no encontramos en toda su obra sino muy raras veces, menciones a los grandes pintores que le fueron coetáneos, y esto en forma de referencias personales sin espíritu crítico—. "Un cuadro es admirable en razón de la cantidad y de la importancia de los datos que nos proporciona acerca de las realidades”, dice. Pero, ¿cuáles son estas realidades para Proust? ¿Las realidades intelectualizadas, de Flaubert? ¿Las brutalizadas, de Zolá? ¿Las pretendidas y simbólicas, de los primitivos? ¿Las transpuestas, de los surrealistas ? Sólo leyéndolo cuidadosamente comprendemos que para él la única realidad es la artística. Por eso dice de él Anatole France: "Confieso que esos sufrimientos inventados me resultan infinitamente interesantes y valiosos, etc.” Quizás esta frase resuma mejor que los numerosos juicios que le merece la pintura, el concepto que Proust tenía al respecto: "La belleza de un cuadro no depende de las cosas que representa” sino de su individualidad y de la impresión que tales cosas nos dan, "si llevan en sí, como un reflejo, la impresión que le dieron al genio”. Y luego: "Esa apariencia con la que nos encantan y nos desilusionan los artistas, y más allá de la cual quisiéramos llegar, es la misma esencia de esa cosa en cierto modo sin espesor —espejismo detenido en la tela—, que es una visión”. En la difícil posición del literato que por la estética de su propio oficio interpreta los problemas de las otras artes, jamás llega a la confusión de valores —"invasión de campos distintos”, la llama Cardoza y Aragón—, y como si presintiera ciertos rumbos viciados del arte pictórico contemporáneo, expresa: "La pintura no puede alcanzar la realidad como un objeto y rivalizar por ahí con la literatura, si no es a condición de no ser literaria”.

En música su posición es en cierto modo desconcertante. Poseedor de finísimo oído musical —como se deduce de su dominio del idioma y de su destreza para arquitecturarlo—, presentía ritmos y sonidos hasta en los aparatos y máquinas contra los que tantos de sus personajes abominan. "El hombre aprende en su propia obra sonidos y ritmos; he aquí el secreto de la infinitud de la música”, ha dicho Stravinsky—. En su período de poeta, al tiempo de publicar Les Plaisirs et les Jours, hizo entusiastas retratos poéticos de pintores—por cierto de algunos bastante mediocres—y de músicos. Sólo la variedad abrumadora de su obra, la dispersión de su mente de escritor, el simbolismo que atribuía a los hechos más nimios y su naturaleza, tan representativa de la época en que vivió, explican que haya admirado a un tiempo a Gluck, a Wagner y a Mozart; y que haya escrito además cosas como ésta: "Odiad la mala música, no la despreciéis. Así como se la toca y se la canta mucho más, mucho más apasionadamente que la buena, mucho más que ella se ha llenado poco a poco con el sueño y las lágrimas de los hombres. Que por eso sea venerable. Su lugar, nulo en la historia del arte, es inmenso en la historia sentimental de las sociedades”. Esta frase, completamente "burguesa” no es óbice para que Proust declare, en un arranque de sus típicas exaltaciones sin las cuales por otra parte no concebía la obra de arte, que él oye en la música "la más vasta y la más universal belleza de la vida y de la muerte, del mar y del cielo”.

Al tratar del concepto que Proust tenía de la literatura, nos acercamos aún más a la fundamental superficialidad de sus ideas estéticas, cual si por extenderse y multiplicarse los caminos de su expansión, el mundo de los sentimientos y los "dolores de arte" que vive en su novela fuese cobrando menos espesor. "El tema del novelista, la visión del poeta, la verdad del filósofo, se imponen de una manera casi necesaria, exterior, por así decirlo, a su pensamiento. Y sometiendo su espíritu para ofrecer esa visión, aproximándose a esa verdad, es que el artista llega a ser verdaderamente él mismo”. La relatividad, pues, no era para él sólo una cuestión de cuantos y de esencias, sino hasta de condicionamiento de la posición del artista frente a la materia de su oficio. "El supremo esfuerzo del escritor como del artista sólo llega a levantar parcialmente para nosotros el velo de fealdad y de insignificancia que nos deja sin oscuridad frente al universo”, declara, en una frase que suscribiría Sartre. Sería insolencia pretender llegar más lejos, puesto que nadie nos está pidiendo que aclaremos los misterios, dice más tarde, fijando su posición y haciéndonos completamente claro este pensamiento, que es el núcleo de su sistema: El fondo de las ideas es siempre la apariencia en un escritor, y la forma, la realidad. Junto a la admonición del clásico judío ("Todo vanidad. . . ”), la honda superficialidad de esteta intérprete de un continente amenazado con breves postrimerías.

Penetremos aún más en sus ideas estéticas, para sondear la hondura de su superficialidad o la superficialidad de su hondura. En crítica, pintura, escultura, música o letras, hemos visto que ciertos conceptos retornan indefectiblemente: "mentira”, "superficialidad”, "visión”, "impresión”, verdades incompletas del artista en su obra y en él mismo. ¿Podría llevarnos esto a la conclusión de que como escritor le preocupa su propia obra en relación con el efecto que causará a los demás ? De ningún modo. "Cuando uno trabaja para conformar a los demás es posible no tener éxito, pero las cosas que uno hace para conformarse a sí mismo tienen siempre la posibilidad de interesar a alguien”; y ya sabemos que el gusto de Proust no era de los que se conformaba con poco. Al calificar mejor la sustancia de su mentira, afirma: "Hablando con propiedad, no hay belleza totalmente mentida, porque el placer estético es el que acompaña precisamente al descubrimiento de una verdad”. Su culto por la forma, su procedimiento de clásico, que le hacía reverenciar a los griegos —"quienes nos enseñaron aproximadamente todas las ideas verdaderas y dejaron a los escrupulosos modernos el cuidado de profundizarlas”—, es el contrapunto de su otro culto, el de la diversidad tormentosa de sentimientos internos que hacen actuar al hombre de modos diversos y todos importantes; el mismo culto de Goethe, que sostenía que "sólo hay poesía en las cosas que uno aun siente”. Su obra entera se escalona entre esas dos polaridades, y aun entre muchas otras, como lo demuestran sus personajes, continuamente sujetos a descargas formadoras y destructoras.

A veces parece a punto de fundir su arte en lo tierno y lo verdadero, cual lo entendía Ruskin. "Creedlo”, decía éste: "la primera característica universal de todo arte grande es la ternura, como la segunda es la verdad”. Entonces pensaba que los hallazgos artísticos surgen hasta que los sentimientos se satisfacen y se consumen (mejor que nadie lo ha expresado la condesa de Noailles: "Regardez bien l’étang, les champs, avant l’amour; car, aprés, l’on voit plus jamais rien du monde”); pero otras veces nos habla de la quietud de la creación, de la helada y estable disposición de los elementos de la obra, evocando en nuestra mente esta frase de otro gran contradictorio, Miguel Angel: "Advertid que la calma es el atributo del arte más elevado”. Igualmente se nos escapa de las manos cuando parece ser un simbolista; por ejemplo, al afirmar que "la Belleza no puede amarse de un modo fecundo si sólo se la ama por los placeres que proporciona” —tan cerca entonces de Mallarmé, que enseñó al mundo que "la carne es triste”. Un tanto panfletariamente, dice en cambio que "en la vida somos libres, pero con objetivos; hace tiempo que se superó el sofisma de la libertad de indiferencia”. Mas en su obra como tal, o en sus ideas estéticas, no encontramos cada una de estas características, sino todas ellas, o mejor dicho ninguna de ellas de modo permanente y estable. A veces tierno, otras verdadero; a veces en calma, las más en plena antiquietud y vértigo; y nunca dijo, en teoría o en práctica, de qué otra manera hay que amar a la belleza sino por los placeres que proporciona, o cuáles son los objetivos que condicionan la libertad del hombre.

Aun lo que dije anteriormente, que por su sentido moral podría tomarse como un abstruso e indignado clásico hebreo, hay que aceptarlo con beneficio de inventario. Proust, que era judío por su madre, tenía la formación cristiana de la mayoría de los franceses cultos de la segunda mitad del siglo pasado. Quizás menos cristiana que religiosa, pero con una religiosidad más próxima a la forma que al esoterismo, más estética que moral. De la Biblia cita los Salmos y las más desoladas Lamentaciones; en cambio, como lo haría Maritain, también se apoya en San Pablo, el más intelectual de los discípulos de Cristo. Pero ni su estructura minuciosa de judío ni su cultura de cristiano hacen de él un moralista. En el universo de las ideas religiosas lo que le interesa con preponderancia es la rebelión, tan admirable y tan constructiva en los tiempos de los furiosos papas medievales; y por ella llega a la fundamental antirreli-giosidad, a la destrucción del concepto de la muerte a través de la perdurabilidad de la obra de arte—que no muere "porque ha vivido”—, y al reconocimiento de la nada, siempre próxima y amenazadora—"la nada que nos oprime”, dice con frecuencia.

Por este camino pudiésemos concluir que Proust era un "inmoralista”, si no como Gide, cuyos trasgos nos irritan y sublevan a pesar de sus esfuerzos por presentárnoslos como seres normales, al menos como los autores de la picaresca española, que tienen la virtud de hacernos sonreír con amplio perdón y tolerancia para todos sus degenerados y sus mangantes. Pero el inmoralista es siempre un hombre de una dialéctica profunda, no muy distinta de la del profeta, y Proust era demasiado superficial para ello. Siempre atenuante, siempre relativo, nos dice: "No es que sean muy fuertes el infinito, la cantidad, la nada; es que mi pensamiento no es muy fuerte”. Y en otra oración, aun más concreta, desmantela cualquier duda que pudiese cabernos: "Nunca he pintado la inmoralidad más que en seres de una delicada conciencia. Por eso, demasiado débiles para querer el bien, demasiado nobles para gozarse plenamente en el mal”.

Si su sentido moral es como el de sus innúmeros personajes, demasiado débiles para buscar el bien y demasiado amantes de la belleza para gozarse en el mal plenamente; y si su cristianismo es una religiosidad de catedrales y de pinturas, de estatuas y de incunables, renacentista, irreverente, tan distinto al trascendental sentido del alma humana en su mayor altura, como el de otros europeos, Dante o el Greco por ejemplo—, nos queda en pie para interpretar y definir su honda superficialidad únicamente lo que en él era positivo e irreductible: sus "dolores de arte”, su fe en lo esencial de las cosas estéticas, aunque por otros conceptos sea monstruoso y transitorio—, en esas verdades que como decía Renán en una de sus páginas más demoníacas, "dominan la muerte, impiden temerla y casi la hacen amar”.

-III-

Proust no se explica, pues, fuera de un mundo que se derrumba, de una época que finaliza lanzando destellos hermosos, efímeros y últimos, como todas las decadencias; no se explica ya sino como un gran historiador de la sociedad capitalista europea, con sus refinadas y superestructuradas manifestaciones.

Por eso me extraña que aún influya a muchos escritores de América, y que los influya en el peor sentido: haciéndolos inventar clases u hombres que no son representativos ni trascendentes en nuestra hora y punto.

Porque en un continente semibárbaro, vital, barroco y tan lleno de conmociones anunciadoras, como el nuestro, compagina mal el existencialismo literario y la superficialidad de Marcel Proust, por más honda que sea.

Documental Marcel Proust Subtitulado en Español

Publicado el 23 jun. 2013

Un documental referido a la vida de Marcel Proust, uno de los más grandes escritores del siglo XX

ensayo de Mario Monteforte Toledo

Publicado, originalmente, en "Cuadernos Americanos" Año VIII - 1 - enero/febrero 1949

Link de Cuadernos Americanos: http://www.cialc.unam.mx/seo/load/cuadernos/index

Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

 

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