Onetti: Los monstruos engendran los sueños de la razón

por Carlos Monsiváis

1939. Juan Carlos Onetti publica El pozo, una novela corta en edición de quinientos ejemplares y, de modo irremediable, le agrega territorios a la literatura latinoamericana. Entonces, la literatura dominante se ciñe a la mitología de las devastaciones entrañables: el desierto, la pampa, la selva, el júbilo del sacrificio (que es la redención), el estoicismo ante la revolución (que es la naturaleza trágica de los pueblos). Los personajes son engullidos, aplastados, conformados, resueltos a través de la asimilación o el exterminio. Todo está preordenado, y lo único que queda es tirar el corazón al azar, encogerse de hombros, rescatar la bandera roja de la mano del compañero agonizante, dejarse corromper, dejarse matar.

La gran novedad de Onetti: en su literatura lo inexorable no es una meta sino un punto de partida. A él la norma no es el fatalismo sino la libertad para elegir las consecuencias fatales. Es terrible estar aquí, pero yo decido el modo de ver y de vivir este infierno. Se aspire o no a la solidaridad, lo primero es despojar al egoísmo de sus connotaciones humillantes: “en definitiva —piensa Brausen, el antihéroe o el nunca héroe de La vida breve— sólo uno mismo es importante, porque es lo único que nos ha sido indiscutiblemente confiado, cuando vislumbramos que sólo la propia salvación puede ser un imperativo moral, que sólo ella es moral”. Compartible o no, el juicio extremo de Brausen expresa y sintetiza lo que en Onetti será el rechazo frontal de una moral de buenos deseos y nobles declaraciones. Ante la pasarela de imágenes finalmente heroicas, de existencias deshechas por el remolino de la vieja barbarie o la nueva civilización se alza el relato de seres destruidos no por las Causas Mayores, sino por el tedio, el envejecimiento, la miseria económica, el fastidio de ser como los demás, la mezquindad de la rutina.

El orgullo, consecuencia de la necesidad, no de los rituales del honor. “Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mi mismo”, afirma Eladio Linacero, el protagonista de El pozo, ese Walter Mitty de sueños domesticados al grado de la revancha, de reacciones antiburguesas, de odio al trabajo y a los convencionalismos de clase media. A partir del cuarto que habita, Linacero difiere radicalmente de lo conocido: “Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asientos, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios”. Ni la feracidad del paisaje, ni la inmensidad del delirio. Sólo una lógica exasperada (“Todo en la vida es mierda”) que no responde a criterios teológicos o históricos, aunque así lo denuncie el lenguaje a momentos, sino a las revelaciones del tedio minucioso, el antintelectualismo rabioso, la ausencia de climax que realce o libere a la monotonía. A la literatura latinoamericana, Onetti le añade un espacio psicológico derivado de la búsqueda de una visión inaugural; hay que ver las cosas por vez primera, sin el glamour de lo que vendrá y sin el halo de la autocompasión, sin el peso de los chantajes sentimentales o de la filantropía revestida de “humanidad".

La pregunta implícita en El pozo o en La vida breve o en Para una tumba sin nombre carece de compasión pero no de piedad: ¿cómo han podido provocar “ternura” la miseria, el conformismo, el abandono de si, la obligación de la familia y de la nutrida descendencia, el hacinamiento? ¿Por qué emocionarse, a cuenta de su condición popular, ante el espectáculo de los vencidos? En defensa de esta radicalidad, que ignora Iglesia, Estado y Familia, Onetti denuncia la "absurda costumbre de dar más importancia a la persona que a los sentimientos” y esta frase, en el contexto de una obra admirable, adquiere sentidos muy precisos. Se trata de negar la importancia de esa edificación ideológica y sentimental llamada Ser Humano (para distinguirlo de las personas concretas), imbuido de metas trascendentales y cuajado de pecados y perdones. ¿Cómo puede una invención tranquilizadora, esa Persona tan falible y querible, importar más que los sentimientos concretos de odio, coraje, impotencia, deseo, pereza, amor? ¿Qué caso tiene anteponer una abstracción ennoblecedora al diario descubrimiento de nuestras obsesiones y limitaciones? El tema de Onetti, sin duda, no es el Apocalipsis sino el génesis, y lo determina no el fin de la raza sino el principio de la razón.

Desde sus primeros relatos, Onetti es clarísimo. Casi ningún escritor latinoamericano ha entregado tan confiadamente las claves de su literatura, con tan demostrable lucidez. El escribió: “Nacer significa la aceptación de un pacto monstruoso y, sin embargo, estar vivo es la única verdadera maravilla posible”. Su obra, enriquecedoramente, aporta múltiples pruebas de esta proposición, fundada en urgencias radicales y opuestas a la versión concentracionaría del cristianismo (la vida, “valle de lágrimas”). Quienes viven en el infierno escalonado de la degradación y la falta de reconocimiento de cualquier índole harán bien en despojarse de confianzas y disfraces, de los misterios de la benevolencia. El que se pierda se salvará, el que se deshumanice vivirá una humanidad sin engaños y entenderá lo que le rodea ya no a través del espejo (o cualquier otra metáfora cristianizada) sino a través del miedo. El autoengaño sólo ahonda el dolor y el patetismo.

Por fortuna, la moraleja anterior va por mi cuenta, no es un mensaje-o sermón de Onetti quien, por sistema y acertadamente, se ha rehusado siempre a las complicidades de una literatura didáctica (enseñe lo que enseñe), de fervores prefabricados y dirigidos. En pleno auge del realismo socialista, él se burló de los escritores que, por imperio de su nobleza, desinterés y modestia, han desdeñado los bizantinismos de estilo y técnica. Ninguna culpa les cabe. Es cierto que podrían habernos dado algún Salambó, uno que otro Hamlet, tres o cuatro Crimen y castigo. Pero supieron preferir el poner sus plumas, underwoods y cerebros al servicio de las razas, las clases y los pueblos oprimidos.

La critica de las ilusiones

En Onetti, la ironía es a la vez hilo conductor y defensa ante los peligros de la pedagogía o la fe programadas. Es una ironía morosa, agazapada tras los desprendimientos de hartazgo y amargura, incapaz de soportar las zalamerías del éxito, una ironía que es un método racional para verter la crítica a las ilusiones y cuya finura se complementa a la perfección con el desdén o la repugnancia que se actúan y se declaran ante todo lo que desdeña a esos sentimientos que encarnan ávidamente en seres. Eladio Linacero, Brausen, Larsen o Jorge Malabia no son, en modo alguno, casos de ‘‘indiferencia moral”, ilustraciones de una bitácora sartreana, sino formas de un ardiente rechazo o una moral que se detesta instintivamente, por principio. Quien habla de “indiferencia moral” insinúa que los seres de Onetti acatarían los códigos prevalecientes de conducta si tuviesen energía para entenderlos. Por el contrario, los enormes cambios de toda índole en América Latina y en el mundo, nos hacen revalorar el modo borroso pero enérgico con que Onetti fue a fondo, exhibiendo a la indiferencia, la angustia, el temor experimentados por sus personajes como parte del pago por su decisión de ser diferentes, de no perseguir el éxito o de encontrar “cómicas todas las convicciones, todas las clases de fe de esta gente lamentable y condenada a muerte”.

Para deshacerse de esta moral, Onetti optó no por el discurso explícito sino por la ejemplificación literaria. Alejado de cualquier tono afirmativo o autoritario ha preferido la duda, la ambigüedad, la certeza medida por la adjetivación melancólica, la furia disminuida por el paisaje brumoso. También para entenderse con esta moral cuya demolición le era indispensable, Onetti, en función de sus personajes y de sus lectores, debió conservar el vocabulario teológico-metafísico de la cultura católica y la poesía romántica. En su exhaustiva indagación (Onetti: obra y calculado infortunio), Fernando Curiel enlista parte del léxico del habla onettiana: culpa/ suciedad/ estafa/ vejamen/ desgaste/ inocencia/ pecado/ congoja/ pesar/ pena/ pureza/ descreimiento marchitamiento/ desconsuelo/ desilusión/ babas/ adioses/ desdicha/ desgracia/ despojo/, etcétera.

Otras podrían añadirse: rabia, justificación, soledad, enfermedad, absurdo, polvo, desahucio... El vocabulario del pecado y el fracaso con sus inexorables consecuencias. Mas al desinteresarse Onetti de las fórmulas cristianas o capitalistas, los vocablos estelares empiezan a cargarse de otros significados, hondamente apegados al transcurso de sus personajes, a la emisión de sus ideas (como acto opuesto a la consignación de su ideología). Piensa Jorge Malabia en Juntacadáreres: "Nada de lo que es importante puede ser pensado, todo lo importante debe arrastrarse inconscientemente con uno, como una sombra". Por eso, quizás la principal contradicción en Onetti radica en el enfrentamiento semántico en sus palabras clave entre el significado tradicional y el onettiano. La culpa, la congoja o el pesar no se dan en Larsen y en Malabia de modo adánico ni solicitan una expiación sobrenatural ni tienen que ver cor la falta de status. Son ya algo dado, nuestro bagaje cómplice. Pero la antigua deasidad de los vocablos es de tal modo vigorosa que ha obligado a muchos lectores a interpretaciones originadas en el panteón simbólico de la cristiandad o en el culto religioso del éxito.

El publico y la tardanza

Es comprensible el tiempo que tardó Onetti en llegar a su masa de lectores. No fue sino en fechas recientes cuando críticos y lectores de habla hispana dispusieron del espacio cultural que le adjudicase un sentido pleno o parcial a los hombrecitos a quienes se les prometió el reino de los cielos, que para asir la realidad actúan el azoro, la ternura póstuma o la indefensión y que se deshacen del idioma que los ha constituido para quedarse con el peso de lo vivido en silencio. En sentido estricto, la de Onetti es acción fenomenológica que arranca de sus criaturas lo innecesario y lo secundario, el anhelo del progreso, la seguridad en un esquema de valores, el respeto imbuido a una sociedad que los ignora o condena. En Montevideo, Buenos Aires o Santa María, los seres de Onetti se aferran a lo ya no renunciable: el ánimo romántico (que es una manera de vivir el pasado y el futuro), la pasión de rebeldía manifestada incluso como postración o suprema marginalidad y, de modo notorio, los rudimentos de una psicología citadina todavía férreamente atada a la provincia, en donde se expresan como desesperanza o abandono las formas de sobrevivencia. En Santa María se dan complementariamente el fin de la vida de pueblo y el inicio de una complejidad urbana. Del pueblo se conservan las atmósferas cerradas, el peso de lo ancedótico, el clima de los linchamientos morales y/o físicos, el abandono de los personajes ante su destino implacable. ("Saber quién soy —monologa Díaz Grey en Juntar cadáveres—. Nada, cero, una compañía irrevocable, una presencia para los demás. Para mí, nada. Cuarenta años, vida perdida; una forma de decir porque no puedo imaginarla ganada. Algunos recuerdos que no es forzoso que sean míos. Ninguna ambición colocada fuera del día siguiente”). Del laberinto urbano se anticipan los métodos para convertir lo antes inevitable (la soledad, la derrota), en formas de resistencia, que van desde la interpretación o explicación permanentes de todos los actos al omnipresente sentimiento de provisionalidad (provisionalidad incluso en el uso del cuerpo, del rostro). Nada tan pueblerino como un ámbito donde “a ninguno le queda tiempo para vivir a fuerza de estar mirando cómo viven los demás”. Ninguna reflexión tan precursora de la actual mentalidad urbana como la que afirma “que cada uno es la sensación y el instante, que la continuidad aparente está vigilada por presiones, por rutinas, por inercias, por la debilidad y la cobardía que nos hacen indignos de la libertad. El hombre es disipación ... y el miedo a la disipación”.

Todo lo anterior, no pudo haber sido captado plenamente por un ámbito cultural ligado a los requisitos del heroísmo y el maniqueismo. Se requirió un vuelco cultural para advertir la agitada displicencia con que Onetti se desentiende de héroes, semidioses, consagraciones murales, cielos prometidos y prestigios deseables. Hoy más gente lo lee y de modo más inteligente gracias a que el conocimiento de la vida contemporánea se ha emparejado parcialmente con la precursora y liberadora narrativa de Onetti. El, al extremar sus premisas, adelantó genial y nítidamente una psicología social, sin proponérselo y sin declamarlo. Para lograr la diversificación y la pluralidad efectiva ha sido preciso sostener la utopía del burdel ante la utopia de la República liberal, la ambigüedad desintegradora ante las certezas constitucionales, la adopción del fracaso (que permite cuestionar la noción de limites ante las premiaciones y honores de la sociedad).

No le atribuyo a Onetti un proyecto desmitificador ni lo veo como adalid del escepticismo a ultranza. Onetti no es un ideólogo pero sus necesidades de gran narrador y gran prosista (no forzosamente lo mismo) más su temperamento personal, más sus afinidades electivas de lectura, más los motivos que se me escapan y que pueden bien ser los definitivos, lo llevaron a elegir como campo de su ambición narrativa, una zona desesperada y desesperanzada, el ámbito de la soledad y el desistimiento de la vida —el acontecer cuya definición cambiante y permanente le preocupa a Onetti de modo obsesivo—, la vida que muerde y gasta, sin prisa, despacio. Por eso, en Onetti es a la vez tan crucial y tan insignificante el desarrollo de sus tramas. Lo que sucede es siempre inferior a lo que se explica. Lo que se explica cobra una persuasión especial gracias a lo que acontece.

¿Qué sucede en las novelas de Onetti? (La gran excepción es Para esta noche, un espléndido thriller, una novela política de evidente y dolorosa actualidad). Pocas cosas, al parecer: un hombre solitario fuma en la noche y se da cuenta de la pérdida gradual de su don de sueños; un grupo de intelectuales se mezcla y habla sin cesar; un adolescente entierra a una mujer y a un chivo; una pareja de Montevideo conoce en Buenos Aires el “clima del amor emporcado”; un viejo proxeneta fracasa en su propósito de instalar un burdel; la quiebra de un negocio devela una degradación familiar. Y en torno a tan escuetas lineas arguméntales, las sombras del anonimato, los hombres gordos y las mujeres de pelo amarillo, hundidos en la deleitosa vegetalidad, ignorando el erotismo en favor de la sensualidad, afirmando y desdibujando hasta el limite sus rasgos faciales y sus gestos, exagerando la lógica de la borrachera interna.

Y, sin embargo, cuatro por lo menos de las diversas obras maestras de Onetti son vastas epopeyas o antiepopeyas: Para esta noche (un libro que coincide de algún modo con La condición humana de Malraux, en su implacable confrontación del heroísmo y la militancia), La vida breve, Jnntacadáveres y El astillero, ¿Qué relato más épico finalmente que la empresa de Larsen al querer instalar un burdel en una ciudad del sometimiento? ¿Qué personaje más heroico y antiheroico que Larsen, “lo antiburgués en dos patas”, que odió al hombre común y anheló, por el orgullo de ser distinto, vivir de las mujeres?

Un cínico intento de liberación

Con frecuencia, para ejemplificar la incomprensión que devino homenaje perpetuo, suele referirse las múltiples posposiciones de Onetti, su fallida participación en concursos, el aplastante relegamiento que ignoró sus obras mientras premiaba a escritores hoy tan empolvados o empolvables como Ciro Alegría (El mundo es ancho y ajeno) o Marco Denevi (Ceremonia secreta). Con esto se quieren señalar los innegables avances; hubo una época en que no se entendía una visión lacerada y agónica y se preferían las certezas del costumbrismo o las bondades de una literatura colonizada. Creo fallido el triunfalismo de la comparación, en parte por adjudicarle a los concursos una representatividad nunca alcanzada y en parte porque sitúa a Onetti en una imposible función contrapuntístíca. El nunca compitió literaria o ideológicamente y vencidos los optimismos de Alegría y Rómulo Gallegos, trascendidos otros pesimismos subsiguientes, el (por así decirlo) pesimismo de Onetti continúa ejerciendo su extraordinario influjo en generaciones que ya no dividen su realidad en civilización o barbarie, ya no son tragadas por la selva, ya no creen en el realismo socialista o en los ofrecimientos lineales del progreso. Hoy resulta evidente que la decisión narrativa de Onetti no tuvo en cuenta mercadotecnia alguna y fue sencillamente la adopción de una perspectiva que era una decisión narrativa y vital. Memorablemente, Julio Torri afirmó: "Toda la historia de la vida de un hombre está en su actitud”, y, con sus palabras. Onetti reitera este programa en la dedicatoria de Para esta noche, al declarar al suyo "un cínico intento de liberación” (en este caso, lo cínico no es lo contrario al sacrificio sino al autoengaño). Para liberarse hay que ver cómo desde el principio y, en ese retorno a lo primigenio, entendérselas sin rodeos con la última obscenidad impublicable, la gran obscenidad del siglo XX, la certidumbre personal de la muerte. Dice Onetti:

El valor de un hombre puede medirse en razón directa de la distancia que necesita entre la iniciación de su muerte, para aceptar su muerte como una tarea en día de trabajo.

La comprensión esencia! —¡a muerte, contingencia labora!— nos permite contemplar con mayor naturalidad los escenarios de Onetti, en donde la sordidez o la miseria no son trampas o estratagemas del autor, sino la sucesión de objetos y comportamientos que le corresponden orgánicamente a seres y situaciones. Así como resultado orgánico de una incapacidad de autoengaño, actúan la extrema resequedad de paisajes y viviendas, la ausencia de atractivos externos de los personajes, el gusto con que se acumulan y describen la fealdad, el deterioro, los olores de la descomposición, las prostitutas que se pasan la vida metidas en el espejo, los hombres sin cualidades condenados a buscar agujas en pajares y a reventar, las mujeres que hablan con faltas de ortografía, el permanente duermevela de inconexión y fragmentación, las escenografías del desperdicio, el valor del silencio.

¿Cómo han traducido lo anterior las distintas generaciones de entusiastas progresivos de Onetti? Lo primero ha sido aprender su código, el valor que un autor le confiere a la multiplicidad de puntos de vista, a las elipsis y a la reiteración de personajes y conflictos.

Lo primero ha sido aceptar la extraordinaria madurez intelectual o psicológica de cada ser de Onetti, sea adolescente, viejo, ignorante o jodido. La profunda sabiduría con que aprecian y describen las acciones, niega cualquier “realismo” o “naturalismo”. Con maestría verbal, una lucidez casi idéntica se reparte entre los personajes que de continuo, con inteligencia tan drástica como equitativa, se explican y explican al margen de una "confusión de sentimientos" con claridad que ignora la turbiedad o la inconciencia. (El lenguaje puede ser un personaje de Onetti en el sentido de que los cubre a todos y le da a todo un aire de secreta y amorosa racionalidad). Lo primero ha sido aprender, gozosa y tensamente, a desentrañar el instinto de vida que alienta en el deterioro, se justifica y perfecciona en la rutina y se depura en función de la conciencia de la muerte.

También el lector ha aprendido a no exigirle las antiguas virtudes a los personajes (posible excepción: Diaz-Grey) sino a aceptarlo “enjaulados en su propio esqueleto”, sitiados en su epidermis. Al despojarse de prejuicios moralistas, el lector sabe por qué el deseo es un principio ordenador del caos, por qué la abyección es aproximación válida a la santidad o al vislumbramiento de las realidades inaplazables.

Aquí radica parte de la formidable lección narrativa, moral, estilística de Onetti, de su contribución a la literatura latinoamericana y mundial. Al comentar la muerte de la novela él afirmó: “Lo único muerto es la novela sobre el alma de un individuo”. Léanse El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche. La vida brctve. Los adioses. Para una tumba sin nombre, Juntacadáveres, El astillero, Tietnpo de abrazar, La muerte y la niña, Dejemos hablar al viento y quizá esta afirmación pueda traducirse: lo único muerto es la novela sobre las eternas floraciones espirituales en el vacío, ajenas al deseo y el deterioro y los malos olores y la entrega sin canonización adjunta y la mierda y la borrachera y el amor como algo equidistante de la redención o el desamparo; lo único muerto es lo que proscribe a la cotidianeidad, el querer reducirlo todo a los fórmulas de las Hazañas de la Conciencia y los Deberes del Humanismo, todo con mayúscula.

Como desacralizador, Onetti es extraordinario: “El reloj picotea sin descanso y esto es el tiempo”, sentencia con la misma seguridad con que define: “el pobre cerebro del hombre no es más que un rudimento hinchado por el optimismo”, insiste: “somos un conjunto de cosas prestadas. A veces las robamos”. Sin embargo, Onetti no es un Cioran, por muchos puntos de contacto que existan. Cuando él, para refutar a quienes lo acusan de fragmentario, cita a Valéry: “El caos sólo puede ser descripto por medio del caos”, nos entrega una de las claves de su literatura ferozmente inteligente que se nutre de percepciones esenciales y entiende como argucia de supervivencia lo que un lector superficial creería resignación, como experimento deliberado lo que se supondría amor por el desastre. (Por lo común, los seres de Onetti no se destituyen sino que experimentan con sus debilidades y vigores hasta el fondo).

Onetti, lo opuesto al determinismo. Esto obliga a una exigencia implacable que no vuelve recomendable la búsqueda en su literatura de una sucesión de símbolos y alegorías. No importa el desdibujamiento de muchos personajes, ni el predominio frecuente de las atmósferas sobre los caracteres: si los personajes fuesen símbolos, no tendría mucho sentido leer a Onetti que, exactamente, está siempre atento al peso de las verdades individuales y las experiencias intransferibles. Así y, por ejemplo, creo que El astillero es un astillero, no el Uruguay o la América Latina de la devastación dictatorial, y Larsen es Larsen, no el emblema del sucesivo fracaso del hombre bajo el capitalismo dependiente. Si concluida la novela hallamos semejanzas con la realidad, Wilde tendrá razón una vez más: la vida imita al arte. Pero sólo concluida la lectura.

Otra cosa es que los personajes, en pleno uso de su desenvolvimiento, aspiren a descubrimientos o características universales. Larsen, en El astillero, sospecha “de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, que una pasión dividida entre el respeto y la sensualidad era lo único que podría ser exigido y convenía dar”. Pero Larsen no es un símbolo, sino alguien que llega al supremo solispsismo como parte de un proceso donde el desgaste se confunde con el vislumbramiento. Como cualquier gran autor, Onetti no se liga a sus exégetas. En los cuarentas, su trabajo fue interpretado como elogio de la desintegración o fervor existencialista (El pozo es nuestra Náusea); en los sesentas se elogió su denuncia de la enajenación urbana (“Santa María microcosmos de la realidad latinoamericana") y hoy recibe indistintamente las visitaciones de la semiología y de la sociología de la dependencia. Pero no ocurre todavía que la crítica se anteponga de modo efectivo entre la obra de Onetti y sus verdaderos y crecientes lectores.

“Un  largo, empecinado, aveces inexplicable plagio"

Una contribución importante de Onetti: la pérdida del miedo a las influencias. El asumió las suyas denodadamente. Declara: “Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia”. Y respecto a Céline y su Viaje al fin de la noche, Onetti afirma: “Puede ser que se trate de una gran mentira, armada con talento. La gente no es egoísta ni miserable, no envejece, no se muere de golpe ni aullando, no engendran hijos que padezcan lo mismo. Los objetos, los amores, los días, los simples entusiasmos, no están destinados a la mugre y la carcoma. Céline miente, entonces; vivió en el paraíso y fue incapaz de comprenderlo”.

Hoy, es un lugar común advertir que Knut Hamsun, Roberto Arlt, Céline y Faulkner fueron para Onetti afinidades, encuentros idiosincráticos que al ahorrarle indagaciones técnicas, le permitieron más rápidamente establecer su poderosa originalidad. Una delimitación temática y atmosférica originada en Hamsun y Arlt, un tono narrativo y un impulso lírico hallados en Faulkner y Céline, más juegos de luces y sombras de la novela policial, ciertamente ayudaron pero no han determinado ni con mucho el sentido de una obra (un caso muy similar, muy coincidente es el de José Revueltas). Es obvio por lo demás que Marcos Bergner no es Clem Snopes ni Larsen es Bardamu, y que Larsen, Diaz Grey, Linacero, Barthé, Luis Ossorio Vigna'e o el incontable desfile de prostitutas fantasmales y hombres lívidos no puedan pertenecer a los universos de Faulkner o Céline, no se alimentan del estrépito sino del silencio, no dependen de la pérdida y la añoranza de edades de oro o del asco vociferado desde las trincheras, su mundo no ha sido derrumbado porque aún no se construye. Por fuertes que sean las semejanzas, Santa María no es Yoknapatawpha ni Onetti es una moral en acecho de un destino como Céline. Faulkner difícilmente hubiese aceptado que “los irregulares son la sal de la tierra”.

Entre las escasas convicciones públicas de Onetti (“Cree en muy pocas cosas, rara vez habla de ellas y nunca escribe”, afirma la solapa de la primera edición de Para esta noche), sobresale su fe en el arte, “ciega, gozosa, absurda" (“El arte es un misterio que sucede en zonas misteriosas”). De esta fe entre sombras deriva su rigor, la exigencia que no condesciende con la “feria de la plaza” y que lo aparta de modas y tendencias. Si hoy lo ha recuperado tan bastamente una generación de lectores que cree en el destino libre y socialista de América Latina y del mundo es, entre otras cosas, por reconocer en su trabajo una fidelidad critica jamás empañada por la demagogia o la concesión. En última instancia, a Onetti le debemos haber convertido perdurablemente en victorias muchas de nuestras derrotas cotidianas.

 

por Carlos Monsiváis

 

Publicado, originalmente, en: Texto Crítico, julio-diciembre 1980, nos. 18-19, p. 12 a 21

Texto Crítico fue una publicación editada por el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias. Universidad Veracruzana

Link del texto: https://cdigital.uv.mx/bitstream/handle/123456789/6928/19801819P12.pdf?sequence=2&isAllowed=y 

 

Ver, además:

 

                       Juan Carlos Onetti en Letras Uruguay

 

                                                                                    Carlos Monsívais en Letras Uruguay

                                                                         

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