Una mañana cualquiera  
Diego Leonardo Monachelli

Él despierta sabiendo que, como él, despierta con los ojos clavados en el espejo. Sabe que a pesar de la oscuridad sus pupilas se expanden lentamente hasta lograr distinguir las siluetas de la habitación. Sabe también que es delgado, joven, que despierta con la ayuda del reloj o de las pesadillas -no como él que prescinde del reloj- y que a su lado nadie comparte su noche. Tiene la certeza de saberlo abstraído durante horas en la contemplación de las sombras dentro del mercurio detenido (de igual forma sabe que él llama así al espejo), como si asistiera a una única función, ininterrumpida y privada, donde, para él y sólo para él, las luces y las sombras se disputan la vida. Sabe también que el primer acto de aquella función comenzó una mañana cualquiera, al volver de una pesadilla, cuando vio el ángulo recto que forman la unión del techo y la pared con una leve inclinación, con un gris oscuro el primero, con un blanco mortal la otra. Tan perfectos eran sus colores que parecían no ser un reflejo, sino más bien, daban al mercurio detenido la gracia de semejar una ventana, a través de la cual se podía observar su propia habitación como lindante, en un espacio contiguo, en un tiempo contiguo. Infinitas veces el cielo nocturno marchó claro y silencioso dentro de aquella ventana, frente a los ojos insomnes de él.

Él despierta sabiendo de ese él como quien retorna espontáneamente a su primer recuerdo, a su primer segundo o quizás a algo anterior aún. No hubo razonamientos, no hubo esfuerzo, sólo el despertar, sólo el saber.

Estira sus brazos y luego intenta recuperar parte de las mantas que como de costumbre yacen debajo del cuerpo de su mujer que ahora respira profunda y pesadamente, inmersa en el sueño. Aun le restan tres horas de ese abandonarse, de ese dejar de ser que es el sueño. Recuperadas las mantas, se arropa hasta el cuello y deja que lentamente sus pupilas se expandan hasta dar con lo incorruptible e inmóvil. Ahí, a los pies de la cama, el antiguo espejo, el mercurio detenido.

Intenta con gran esfuerzo recuperar algo que se le escapa, algo que se pierde de ese él. Sabe que no se levanta, que se queda atónito ante el espejo. Presiente en esa inmovilidad una furtiva y violenta embestida; pero cómo, por qué. Una y otra vez intenta desentrañar esa vaga certeza. Quiere ordenar los hechos, recordarlos sucesivamente hasta llegar a ese cuerpo oscuro que se presiente como un desenlace. Pero lo cierto es que aquello no tiene un orden; aquello es una unidad, un todo. Aquello que sucede no es un sueño, simplemente es. Intenta luego vaciarse de ideas, concentrarse en nada; tal vez a ese todo se sume lo restante, eso que falta, estando. Pero no es así.

Su mujer había entrado en el sueño profundo, en el sueño propiamente dicho, y revela, con pequeños espasmos y violentos susurros ininteligibles, la incomodidad de ciertos padeceres que seguramente no recordará salvo que él la despierte. De hacerlo sabe que esas horas preciadas, horas que dedicaba primero a un lento desayuno y una lectura reposada, luego a ser testigo de todo despertar, se verán invadidas por ella que malograría su dormir. Con suavidad estratégica intenta consolarla. Al cabo de unos instantes ella vuelve a su pesada y profunda respiración sin haber despertado, aunque ahora está boca arriba y de tanto en tanto escapa de su garganta un ronquido que se convierte en insustancial silbido.

La oscuridad no se le resiste. El cuerpo de los objetos surge con levedad de entre las sombras. Busca el filo de las sábanas. Siente, como sabe que él lo siente, el frío que circunda el diminuto espacio de su cuerpo amortajado. Sentado ya, con los pies descalzos sobre las gélidas baldosas, es testigo de la respiración, de su trayectoria apenas condensada en el aire de aquel que viniera del sueño o de alguna patria semejante. Le pesarían los párpados, estaría lánguido y algo entumecido. Como quien intenta colmar sus pulmones, una y otra vez, sigue el rastro de su aliento. Las costillas lo retienen como cadenas ajustadas con firmeza. Con un pesado movimiento rematado en bufido, su mujer invade todo el desolado territorio de la cama. Sus rodillas, las de él y las del otro, al unísono formulan un chasquido seco al incorporarse. Una sombra atravesó esa laguna inmóvil de mercurio, disparando la adrenalina que lo hace dar un paso hacia atrás mientras las pupilas se dilatan, acelerándole el pulso. El aire viciado de la noche, las exhalaciones que desahogan el día durante el sueño, se mecen desde el techo. Sabe que él, el otro, las percibe como una niebla gris, palpable y desagradable al tacto pero, por alguna extraña razón, jamás se atreve a abrir las ventanas por la noche. Teme que lo asalte la luz de la calle, o quizás que una siniestra ventisca transfigure la geografía de su noche y ya no fuera él quien pudiera contemplar ese ángulo perfecto que lenta e infatigablemente se dibuja en el espejo. Vuelve a él. Ahora se le antoja como una pirámide observada desde abajo, desde su base y hacia la convergencia de sus cuatro lados. Es un festín de sombras y reflejos. Sabe que alza la mano, como lo está haciendo él, que la extiende con lenta gracia y, próximo a desgarrar el misterio de aquella habitación contigua, se detiene, temeroso de la propia voluntad del pretendido reflejo, temeroso de que no sea aquella voluntad idéntica a la suya. Piensa en los hacedores de espejos como si de brujos se tratara. Aquel también desconoce los misterios de ese devenir. Saben ambos de fuego, hierros y manos, al menos lo imaginan, pero detrás de todo aquello sólo pueden pensar en brujos o en solitarios alquimistas.

Su mujer murmuró unas palabras y se contrajo, sofocando una risa infantil. Se inclina sobre ella; el otro sobre su propia sombra. La comisura de los labios empuja sus pómulos, rara vez sonríe con tanta y tan simple belleza en la vigilia. Aún siente un temblor difuso, un estremecimiento que lo recorre, ahora por la espina dorsal como un impulso eléctrico, ahora como un tiritar débil en las piernas. Ese leve estremecimiento y el rodar lento de su mujer que ahora le da la espalda, lo predispone a intentar el encuentro de aquello que se le escapa, que falta, estando. Él aún está de pié junto a la cama, cama que no alberga el sueño ni el descanso de ningún cuerpo. Su mirada, aún somnolienta, la respiración bosquejada en el aire. Ambos vuelven la vista hacia el espejo buscándose. Ambos temerosos, detenidas las ideas, próximas a las fronteras de lo real.

Un bostezo proveniente de la ignota región de los bostezos le alarga el rostro, ahueca el pecho, siente la carne cediendo ante las costillas. En ese gesto repetido quizás por siglos, insignificante e involuntario, cierra los ojos. Blancos y azules destellos sobrevienen como un lóbrego cielo vejado por el artificioso festejo de hombres elementales que aún celebran la pólvora y se fascinan ante sus vulgares prodigios. Pero no hay estruendos, sólo silencio, y desde él la vehemente certeza de estar a punto de ser envestido por algo que proviene de las sombras. Un cuerpo sólido, vibrantes músculos estremecidos en un arranque violento y certero que lo arrasará, o peor aún, que lo aplastará contra la pared hasta asimilarlo como una porción más de aquella masa informe de nervios y tendones. La razón y el instinto se debaten en un segundo de la eternidad. Sus ojos se abren aterrorizados e interrumpe el gesto de las manos poco antes de llegar a su cabeza. Ojiplático, escucha una carcajada entre las sábanas. Cubierta por completo, su mujer parece menguar, apenas un ovillo apretado en un rincón de la cama, con leves espasmos de risa furtiva. Él, el otro, animado por una voluntad intempestiva, rodea la cama, se aleja del mercurio detenido. Camina por el breve espacio de la habitación. Abre algunos cajones, saca algunas prendas que parecen relucir en la oscuridad, leves brillos, sonidos apagados de las telas al caer. Tropieza con algunos zapatos que producen un ruido como de pisadas torpes e indecisas. Hurga entre unos libros, mueve algunos frascos o sombras de cristal que resuenan y se demora en unas pequeñas cajas de madera.

Tan súbitamente como se había puesto en movimiento, se detiene. Él no sabe qué busca, pero lo tiene ya entre sus manos. Como una tromba, el sudor arreció su cuerpo enhiesto. La oscura silueta, delgada oscuridad recortada entre las sombras, empuña algo que prolonga y culmina su mano en un óvalo imperfecto. Otra vez vuelve al vacío, a eso que resta, eso que está, faltando. No se atreve a cerrar los ojos, se cree cobarde y, por su falta de valor, que es ya inalcanzable aquello que intuye como un desenlace, como si detrás de los ojos, de esas puertas que se abren al cerrase, habitara todo lo que no se sabe.

La empuñadura y lo empuñado se blanden en el aire con agilidad de prestidigitador. Oye un silbido opaco. Pronto su nariz se contrae, y azuza el aire con las manos. Ahora inmóvil, su mujer, es apenas una leve prominencia bajo las sábanas y el óvalo imperfecto, la vanguardia de un andar perezoso que retorna desde la otra orilla de la habitación y las sombras, a las cercanías del espejo.

El frío le trepa las plantas desnudas, siente una oleada de vellos estremeciéndose. Intenta mover un pie en busca de abrigo pero no le es permitido. Sus músculos se niegan al movimiento, entonces abre las palmas de las manos y comienza a descender hacia el oscuro embaldosado. Cuando llega a él, en un movimiento lento e indeciso, un destello, breve como un parpadeo, lo ciega. La tromba se bate otra vez sobre su cuerpo. No hay pensamiento que intente argumentar nada sobre los engaños del complejo nervio óptico, sólo el erguirse, un recomponer violentamente su verticalidad. El destello se sucede una vez, ahora otra, y otra más. Intermitente fulgor que no se detiene, hasta que instintivamente cruza las cortinas de las ventanas una sobre la otra. En la quietud que se abre paso, respira profundo sin reparar en la prisión de sus costillas y siente la necesidad de cerrar los ojos. No lo hace. Con las manos prendidas de las telas, apoya la barbilla sobre los brazos. El frío lo entumece. Confuso y estremecido, en medio de una oscuridad casi absoluta, se sienta al filo de la cama como si de un abismo se tratara y desde sus profundidades oye el sonido de una gota al caer sobre el agua. Entorna los ojos hacia el mercurio detenido y el destello, el haz de luz busca su rostro, y detrás del destello, otro rostro y otro espejo. Instintivamente tiende la mano hacia su mujer. Sólo halla un enredo de sábanas y almohadas. Entonces sabe qué es aquello que no alcanza, aquello que falta estando, y con la vehemencia de un condenado, presunta masa informe de sudor, nervios y tendones, arremete contra el espejo.

Diego Leonardo Monachelli
www.monachelli.blogspot.com

Ir a índice de América

Ir a índice de Monachelli, Diego L.

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio