Doppelgänger
Diego Leonardo Monachelli

Tal vez nunca sepan quien o quienes escribieron esto. Nunca sabrán si en este momento soy un mero personaje o soy yo mismo verdaderamente, o quizás sea un personaje creado por otro personaje, parido en la tinta por una mano sin nombre, tal vez yo mismo nunca lo sepa, pero eso no tiene importancia, no por ahora.

Los hechos pueden ser crueles, parecer de ficción o ser juzgados como una patética mentira, pero nadie puede negar la realidad. Existen acontecimientos comunes a todos, severamente comunes; la calle, la multitud, una sala en silencio, cosas que van grabando en nuestras vidas estigmas que suelen parecer insignificantes o hasta inútiles pero no creo estar hablando de esa realidad. El cúmulo de circunstancias genera un todo y convergen en un segundo, caben en un parpadeo. Cada actitud, cada movimiento y reacción nos delinean un futuro, mas lo único cierto es el ahora, aunque lamentablemente ya es pasado, y, así, es como todo transcurre casi sin ser advertido, ya todo es pasado.

En ese pasado fue que el hoy tomó forma, en un pasado donde mis cabellos aún... no, será mejor no pensarlo, pero estoy afortunadamente condenado a sucederme en el tiempo y ser testigo de mi decrepitud. Pasaba entonces mi tiempo entre libros y de tanto en tanto discurríamos en extensas discusiones con mis dos únicos amigos. Para la gente de mi entorno siempre resulté sombrío, aunque el verdadero motivo de tal repulsión no yacía en mí si no en lo que ellos creían que yo era; nada puede más con una realidad que la obsesión nacida de la ignorancia y así es que todo sucede, siempre fui esa tierra fecunda en la cual todos depositan su semilla de miedo, y desconocimiento, que germina velozmente bajo el azote de los vientos que mueven los más oscuros deseos, inconfesables. Imaginen que en estas circunstancias, ¿a quién podría confesar lo que me sucedía sin alimentar cualquier absurdo?

Una noche, en medio de aquellas conversaciones, creo, fue que todo comenzó, mientras uno de mis amigos hablaba. Lentamente su rostro se tornó pálido, sus ojos parecían rasgarse, su nariz suavemente se encorvaba para luego recomponerse en una rectitud matemática; su voz, es decir, su discurso no menguaba y nuestro otro compañero parecía no advertir tales movimientos. Intenté despabilar mis sentidos, bebí algo y creí que era culpa de la fatiga, en esos tiempos acostumbraba no dormir por días, hoy me doy cuenta que es realmente inútil aunque ya no puedo hacer otra cosa. Por unos segundos volví a ver su duro rostro como siempre, tuve la sensación de notarlo más viejo, pero eso no llamó mi atención. El tono de su voz comenzó a tornarse grave, oscilaba, subía a su agudo natural y descendía a una gravedad cavernosa; fue en esos niveles, en esas vibraciones, que mi consternación llegó a su clímax, no era su voz si no la mía la que emitía aquel cuerpo; pero eso no bastó, todas sus facciones comenzaron a moldearse nuevamente y de su rostro al mío hubo una fase horrenda, completamente amorfa, indescriptible. Mi consternación se transformó en fascinación, excitado me veía y me escuchaba hablar sin participar de aquella estructura de ideas, de palabras. Podía escucharme perfectamente y discernir, dividir y contraponer ideas sin siquiera saber cuál sería mi respuesta, es decir, la de aquel que ahora era yo sin dejar de ser yo quien era.

La conversación continuó, lentamente retorné a la conciencia ordinaria del yo y al hacerlo comprendí que ninguno de mis camaradas había notado tal suceso por lo cual decidí no comentarlo; cierto es que el tema de conversación había recorrido vastas sendas pero al momento de retornar a mi mismo (por decirlo así) advertí que estábamos hablando del doppelgänger, nada parecía casual, mas a pesar de eso no tuve el valor de explicar lo sucedido, me sentía cansado. Si hubo un comienzo de seguro había sido aquel.

Días después me encontré en la calle con una vieja amiga (aunque dudo de llamarla así) con la que nos detuvimos a hablar y nos sentamos en un banco de plaza. Al despedirnos tuve la sensación de ser testigo de mi propia despedida, su saludo pareció ser el mío, su gesto, su andar al marcharse. Entonces fue que escuché, no yo si no el otro, su voz diciendo por lo bajo lo poco grato que realmente yo le resultaba. Aquel episodio me causó tremenda gracia pero no duró mucho. Un joven que transitaba por aquella enorme plaza me abordó pidiéndome alguna indicación, no recuerdo que, mi consternación fue absoluta; al pedirle que repitiera lo que me dijo lo observé a los ojos y me encontré nuevamente ante mí con una gentil y macabra sonrisa. Mi voz, la suya, que era otra en mi rostro, y la de aquella mujer, resonaron en una triada implacable, una comunión extraordinaria y avasallante. Salí corriendo, escapando de mí mismo. Al llegar a mi casa todo parecía volver a la normalidad, si es que algo así existe. Pronto la noche se arrellanó sobre los techos y en esa misma noche, en la que siempre me sentí tan cómodo, una desesperación atroz me invadió. Tapé todos los espejos de la casa temiendo lo peor, temiendo enfrentarme al incorruptible portal, al insondable abismo del detenido mercurio. Mis ideas rondaban el oscuro presentimiento, algo, sin quererlo, se me había dado a saber, algo inaudito. Esa misma noche, casi eterna (aunque en ese momento no poseía la certeza de lo eterno) descubrí en mi casa rincones increíbles, las horas torturaban mi pensar, destruí los relojes; las puertas me estremecían en su rechinar, en el movimiento de su madera, cerré todas las ventanas y corrí cuidadosamente todas las cortinas temiendo su reflejo. Intenté leer pero fue inútil, una sola idea rondaba mi mente y me atormentaba.

Al llegar el alba, que apenas filtraba su luz, me sentí cansado y decidí acostarme, por un instante todo fue calma. Súbitamente, como proveniente de un sueño, escuché el estridente sonido de un reloj, instintivamente acerté un golpe sobre mi costado y me levanté. Caminé unos pocos pasos hasta el baño y lavé mi rostro con agua fría; al alzar la vista me encontré ante el espejo, un terrible espanto me recorrió por completo, no era yo, era otro, era aquel comensal, el de aquella noche donde todo comenzó. Traté de serenarme y difícilmente lo logré, para entonces ya estábamos rumbo a su trabajo e inútilmente yo trataba de regresar a mí. Sentí su sereno andar y su calma, recorrí, con él, todos sus pensamientos, sus emociones, su calambre estomacal de todas las mañanas. Me distraje en su ser, mas recién ahí se me dio a conocer, por completo, tan increíble trama.

Ya en su trabajo, junto a sus colegas, me di cuenta, no sin horror, cual sería mi destino. Uno de ellos se acercó a nosotros y extendió su mano, alzamos las nuestras, es decir, él alzó las nuestras y en ese instante me esforcé en un nuevo intento de regresar a mí, pero fue inútil. Cuando sus miradas se cruzaron en ese saludo cotidiano un violento movimiento se sucedió, de un cuerpo al otro hubo una fase horrenda, completamente amorfa, indescriptible; pensé, recuerdo, que tal vez era esa la forma real del universo.

Ahora, luego de tanto tiempo, recién ahora he hallado algo de tranquilidad. De aquellos comensales, Anscario y Clodoveo, como de mí, no he vuelto a saber nada y mi destino jamás se detuvo, tan solo ahora un instante. Aquí donde estoy, en este joven, me he encontrado a gusto, sus hábitos y los míos, ya antiguos, son casi los mismos; he vuelto a la lectura, a la música, a las incansables conversaciones y por primera vez, luego de incontables noches, puedo alzar una pluma, aunque seguramente él dará por sentado que esta es una invención de su propio peculio.

Los gorriones suicidantes
Diego Leonardo Monachelli
Ilustraciones: Lucía Lemmi

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