“Dios acecha en los intervalos”: simulacro y causalidad textual en la ficción de Borges

Ensayo de Sylvia Molloy 

Princeton University

Ses traits m’étaient devenus courants, chargés d’un sens médiocre, mais intelligible comme une écriture qu’on lit et ne ressemblaient plus en rien á ces caractéres bizarres, intolérables que son visage m’avait présentés le premier jour.

Marcel Proust, A la recherche du temps perdu

 

Esas tautologías (y otras que callo) son mi vida entera.

Jorge Luis Borges, “Nueva refutación del tiempo”

Borges, a diferencia de Plotino, acepta ser retratado. Acaso apenas vea los rasgos borrosos de esa imagen otra que es la suya, acaso los ignore, acaso considere que los disjecta membra que componen su imagen -que componen toda imagen, cuando se la reconoce, cuando se la lee- incurren, como las descripciones que reprocha a ciertos autores, en un error estético. Acaso no niegue, para verse en ese rostro fijo, la posibilidad de invertir los términos del epílogo de El hacedor: en lugar de descubrir que el paciente laberinto de líneas que ha trazado coincide con su cara, única, descubrir que su cara -que sólo puede ver en el espejo, reflejada como relato- es imagen, punto de partida de un paciente laberinto narrativo.

“Bastante me fatiga tener que arrastrar este simulacro en que la naturaleza me ha encarcelado. ¿Consentiré además que se perpetúe la imagen de esta imagen?” (OI, 88)[1]. Borges acepta el retrato de Borges, pero como Plotino -a quien traduce en el texto citado con énfasis curioso-, sabe que es reflejo, simulacro de una unidad perpetuamente móvil, heterogénea, a la vez anverso y reverso: ineficaz en cuanto se intenta detener sus rasgos. Al escribir, Borges mina con aplicación esa imagen quieta, monstruosa y clasificada, como “el inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos” (HE, 16). Intenta desligarse del simulacro, torpe copia que procura repetir lo inasible. El simulacro que denuncia se llama metáfora, se llama personaje, se llama trama, se llama la literatura y su autor. También Borges, también yo: “mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro” (H, 51).

El texto de Borges surge de una doble desconfianza. Desconfianza de la impostura -de la máscara que reemplaza el rostro- pero también desconfianza del rostro que, en cuanto se lo intenta detener, se vuelve máscara, como la del velado profeta de Jorasán. Muy temprano en su obra, recalca Borges su descreimiento ante esa duplicidad:

Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cual es cual) omiten su nombre verdadero -si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo (HUI, 56).

Señala la misma confusión -inevitable y fecunda- en el ejercicio literario: en las Mil y una noches, “Las antesalas se confunden con los espejos, la máscara esta debajo del rostro, ya nadie sabe cual es el hombre verdadero y cuales sus ídolos” (HE, 133).

“Nada de eso importa”, añade Borges: “ese desorden es trivial y aceptable como las invenciones del entresueño”. Sin embargo se siente en su obra menos la aceptación de ese desorden, de esa multiplicación desconcertante de la realidad y de sus máscaras no menos reales, que el temor y cierta desaprobación. Un texto de Silvina Ocampo recuerda, en el plano anecdótico, la perturbación de Borges ante el disfraz.[2] Las “biografías infames” de Historia universal de la infamia ilustran la misma inquietud: son ejercicios que a través de la parodia y de la exageración confirman, más de los que conjuran, ese mismo desconcierto. Nombrar, para Borges, parecería significar un peligro: el de fijar un reflejo y creer en él, desatendiendo el económico principio taxativo de Occam: no hay que multiplicar en vano las entidades. Nombrar es ceder a la ilusión que mantuvo vivo a Marino, desencantado e iluminado en su lecho de muerte:

Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa mas agregada al mundo (H, 31).

Nombrar -detener con la palabra- es quizás también transgredir una prohibición que parece marcar, éticamente, la obra de Borges como la de ciertos precursores suyos, de origen puritano, cuyos textos lo han formado y en quienes, de algún modo, se reconoce: es desobedecer la interdicción (y caer en la consiguiente tentación) de crear ídolos, objetos verbales que, en el momento de la lectura, puedan confundirse con una esencia a la que sólo ha de aludirse pero que no ha de ser nombrada. Las referencias a Stevenson y a Hawthorne en los textos de Borges son algo más que mero tributo. El primero recurre con persistencia: es “una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa” (ILI, 51) y Borges lo señala notoriamente como “hijo de puritanos” (OI, 87). Para Borges, ni Stevenson, ni Hawthorne -a quien dedica acaso su mejor ensayo de crítica simpática- dejaron “de sentir nunca que la tarea de escritor era frívola o, lo que es peor, culpable” (OI, 87).

Ignoro si Borges concuerda plenamente con esta declaración lapidaria, si siente lo que para él sintieron Hawthorne y Stevenson. Lo cierto es que, como ellos, teme y desarma, con fidelidad casi religiosa, las imágenes que establece con idéntica fe. “La imagen es hechicería -anota en Inquisiciones. Transformar una hoguera en tempestad, según hizo Milton, es operación de hechicero. Trastrocar la luna en un pez, en una burbuja, en una cometa -como Rossetti lo hizo, equivocándose antes de Lugones- es menor travesura” (I, 28). Borges no llega a denunciar, con la convicción y la ingenuidad de Stevenson, el artificio o el hechizo que fundamenta una cara, un personaje: aquellos títeres con cara de madera, con vientres llenos de aserrín, que descarta Stevenson (después de haberlos creado) en beneficio del incidente o de la trama de sus relatos. Tampoco llega a trasladar esos artificios, como para purgar desvíos, a las moralidades y fábulas que le achaca a Hawthorne. Sin embargo los dos procederes le son, de algún modo, afines, como posibles excesos entre los que se sitúa sin definirse del todo. El del escocés que, acaso culpable, desprecia al personaje literario; de cuya obra recuerda Borges no sólo la prosa admirable sino también, algo perversamente, la figura inolvidable del bucanero ciego. El del moroso norteamericano que, sintiendo quizás la misma culpa, redujo el ambiguo mundo de sus sueños a ejercicios didácticos para disculparse. El mismo borroso Hawthorne -recuerda Borges-, arrinconado en un cuarto en el que escribe sólo para sí, anota en 1840: “Si antes hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y tendría el corazón cubierto de polvo terrenal...En verdad sólo somos sombras” (OI, 93). No difieren demasiado estas líneas de las no menos resignadas que fundamentan el desconcierto de “Borges y yo”.

La penuria del simulacro o la tentación del simulacro, por fin ineficaz, no deja de inquietar la obra de Borges. No en vano abundan los traidores en sus textos: “la traición implica una ficción con una superficie engañadora que se muestra y un trasfondo que permanece oculto y es la sustancia traidora”[3]. Borges añora como “aventura heroica” el texto que cambia el mundo al “añadir provincias al Ser, /al/ alucinar ciudades y espacios de la conjunta realidad” (I, 28) y a la vez preve el consecuente “bochorno:”

Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país (donde hay figuraciones y colores, pero regidos de inmovible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro que obliteran las noches y que las vislumbres permiten (I, 29).

Borges condena la vana repetición, el necio intento de añadir otra ilusión, otro objeto -nombrado, memorable, por sutil que parezca- que llegue, por simple redundancia, a invalidar un mundo: una serie y un conjunto vividos, recordados, escritos. “¿No basta -se pregunta- un solo término repetido para desbaratar y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?” (OI, 25). Diferenciéndose de sus precursores -de los griegos a quienes acude, de los puritanos con quienes simpatiza- no establece categorías, niveles, posibilidades de salvación personal o de consuelo filosófico. No remite a un conjunto ideal o a un Verbo fundador para justificar su crítica. Para Borges los arquetipos platónicos no difieren básicamente del inepto Golem, que hasta “el gato del vecino” -o “del rabino”, en una nueva versión:

las jerarquías son insignificantes -encuentra ineficaz. Los arquetipos no son irresolubles: son tan confusos como las criaturas del tiempo. Fabricados a imagen de las criaturas, repiten esas mismas anomalías que quieren resolver. La Leonidad, digamos, ¿cómo prescindirá de la Soberbia o de la Rojez, de la Melenidad y la Zarpidad? A esa pregunta no hay contestación y no puede haberla: no esperemos del término leonidad una virtud muy superior a la que tiene esa palabra sin el sufijo (HE, 21).

El antinominalismo de Borges -su empeño en no nombrar, para no crear ídola, para no condenarse a la palabra única que por fin nada crea salvo a sí misma- trabaja su obra. El efecto más obvio, en el plano narrativo, es la subversión de lo esperable, de lo que el lector de ficción, por pereza, considera inamovible. Los personajes que pueblan su ficción son dobles, múltiples, por fin anónimos, como el narrador de “El inmortal”: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy” (A, 21). Las tramas de los relatos borgeanos se superponen, deliberadamente varían historias previas, propias o ajenas, se complican hasta -aparentemente- negar su originalidad: así Ryan que, en “Tema del traidor y del héroe”, “comprende que él también forma parte de la trama de Nolan” (F, 141); así también el gaucho de “La trama” (H, 28) que muere “y no sabe que muere para que se repita una escena.” Las buscas que emprenden los personajes -subsiste en Borges como un lejano eco de Bunyan- acaban en huecos, metas elusivas que no confirman al peregrino sino lo entregan “aún más desvalido, a las Furias” (OI, 83), o al desconcierto. Los momentos epifánicos de los relatos aparecen contagiados, como en la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” o, como en “El Zahir” y en “El Aleph”, calculadamente prostituidos por la parodia. Obra, a lo largo de las ficciones, el rechazo del ilusorio nombre, de la posible palabra que podría fijar, de modo peligroso e inequívoco, un ser, un itinerario, un objeto. Obra también, paralelamente, la tentación de aceptar ese nombre y esa palabra, de incurrir en el simulacro. Si se nombra, en la obra de Borges, se nombra siempre con cautela y con desvío, también con resignación: procurando no crear sino aludir, con plena conciencia de que la alusión es otra forma -sin duda más humilde- del nombre.

El conjetural idioma de Tlön que propone Borges evita el sustantivo con aplicación: corresponde a un mundo que, para sus habitantes, “no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes” (F, 20). El idioma -más bien, los idiomas: propone Borges para los dos hemisferios de Tlön dos modos de rehuir el nombre- aparece como un fluir lingüístico que en lugar de fijarse en el sustantivo se detiene, intermitentemente, en lo que pueda modificarlo. El mero hecho de nombrar -de clasificar- en Tlön “importa un falseo” (F, 22). Lo mismo ocurre con los números: afirman los matemáticos de Tlön “que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas” (F, 26). No hay en Tlön números ni nombres (fijos, definitorios, alienadores), no hay -se procura que no haya- luna. Como l’absente de tous bouquets aparece innominada, aludida o convocada por el desvío- Transposición, decía Mallarmé -que evita el nombre directo. En el hemisferio austral no se dice surgió la luna sobre el río sino hacia arriba detrás duradero-fluir luneció. En el hemisferio boreal el sustantivo se evita mediante la acumulación de adjetivos; nuevamente no hay luna, ni lunas, sino aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del-cielo. De estas nuevas combinaciones escribe Borges que son “objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas” (F, 21). Ambas maneras de esquivar el sustantivo coinciden con la imaginación extravagante de Marco Flaminio Rufo en “El inmortal”:

Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos (A, 17).

Estos objetos políticos, cuyo carácter elusivo y transitorio subraya Borges, aparecen como marcas de una pausa, como paliers dentro del fluir lingüístico, dentro del “vertiginoso y continuo juego” escriturario: en ellos se detiene, provisoriamente, el hablante o el escriba. Recuerdan, en el plano del lenguaje, los razonamientos de Hermann Lotze citados por Borges para eludir la “multiplicación de quimeras”: Lotze “resuelve que en el mundo hay un sólo objeto: una infinita y absoluta sustancia, equiparable al Dios de Spinoza. Las causas transitivas se reducen a causas inmanentes: los hechos, a manifestaciones o modos de sustancia cósmica” (OI, 153). Del mismo modo podría decirse que en Tlön hay un sólo objeto, una infinita y absoluta sustancia lingüística que obedece al mismo propósito: evita el sustantivo, cifra por excelencia de la quimera o del simulacro fijo y paralizador[4], para detenerse sólo esporádicamente -en el momento en que se enuncia o se escribe- en manifestaciones (hacia arriba detrás duradero-fluir lunecio) o en modos (aéreoclaro sobre oscuro-redondo) de ella misma. Sin embargo el propio Borges es el primero en señalar las fallas de este utópico planteo basado en el rechazo del nombre único:

El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas -y otros muchos más (A, 22).

La falaz identidad propuesta por el coito -cita Borges el terrible pasaje de Lucrecio: “así Venus engaña a los amantes con simulacros” (HE, 35)-, por el espejo, por los arquetipos, por la palabra cratílica, es para Borges vano intento de reproducción. Comprenden demasiado tarde el rechazo de Plotino Judá León -que dejó la inacción “que es la cordura” (OP, 169)-, el hombre gris de “Las ruinas circulares”, el tintorero enmascarado: cultivadores todos, al fin de cuentas, de un “arte de impíos, de falsarios y de inconstantes” (HUI, 84). La reproducción resulta intolerable porque de ella se esperaba inocentemente -y acaso con fe orgullosa- un reflejo aproximativo. Nos enfrenta con la ineficacia de lo que procurábamos convocar idéntico, con la torpeza de “un ojalá no fuera’ (TE, 35)

Red Scharlach, en “La muerte y la brújula”, llega a sentir, desde su ilusoria unicidad, “que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras” (F, 155). Marco Flaminio Rufo, confrontado no con la monstruosidad de lo igual sino con la parodia dispar, igualmente monstruosa, se niega a describir la Ciudad de los Inmortales que por fin descubre. No es el conjunto armónico que su mente había soñado sino su “parodia o reverso” (A, 19): “un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas” (A, 15). La copia, la repetición -idéntica, en el caso de Scharlach; intencionalmente contradictoria, en el caso de los Inmortales que asolan la primera ciudad para construir con las ruinas su puntual parodia o reverso- es igualmente monstruosa y en ambos casos intolerable.

Igualmente intolerable, igualmente paródica, es la reproducción que practica el autor del texto, condenado -tanto cuando anota luna como cuando escribe aéreo-claro sobre oscuro-redondo- al simulacro. Directo, queriéndose mimético en el primer caso, claramente desviado y pasajero en el segundo, el simulacro, de las dos maneras, inevitablemente nombra y repite lo ya escrito. Todo texto reproduce, necesariamente, el texto previo: lo inquieta y a la vez es inquietado por él. El Quijote de Menard y el de Cervantes -caso límite de reproducción, también ejercicio de modestia- son tan perturbadores como los dos ojos y los dos pulmones de Red Scharlach: aparentemente redundantes y sin embargo necesarios. La metáfora, o la alusión, que es toda escritura es simulacro, a la vez nombre y desvío: hablar -y escribir- “es incurrir en tautologías” (F, 94). De las dos personas que buscan un lápiz, en “Tlön. Uqbar, Orbis Tertius”, la primera acaso ofrezca el mejor ejemplo de economía verbal, de desconfianza ante la palabra: “lo encuentra y no dice nada”. La segunda encuentra un segundo lápiz “más ajustado a su expectativa” (F, 27). El texto permite sospechar que dirá algo, que la existencia del lápiz, en este universo idealista, coincidirá con su percepción y su nomenclatura: que se añadirá, en ese instante, otro objeto al mundo.

Cuando se escribe, sólo queda una posibilidad, que Borges asume plenamente: la de entonar diversamente la metáfora -“metáfora o simulacro” (OI, 131)- no para fijarla ingenuamente como novedad sino para señalar, a través de esa entonación diversa, los avatares en los que se detiene, imprevisiblemente, un continuum literario:

No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo -cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria (F, 55)[5] .

Pierre Menard, no exento de superstición -no puede imaginar el universo sin una interjección de Poe, sin Le bateau ivre, sin The Ancient Mariner- entona diversamente, letra por letra, en la Nímes del siglo veinte, el Quijote: puede hacerlo porque considera personalmente que “el Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. /.../ Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecise imagen anterior de un libro no escrito” (F, 52). Del mismo modo, sin incurrir en la tautología, había obrado Pascal al cifrar, con “vértigo, miedo y soledad”, su concepción del mundo: “Una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (OI, 17). Menos de un siglo antes Giordano Bruno había afirmado que “el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (OI, 15). Para Giordano Bruno, la concepción exultante significaba una liberación; para Pascal, que escribe las mismas palabras, como Menard las de Cervantes, la concepción es espantosa. Ni Pascal, ni Menard (ni Borges) restituyen por fin “el difícil pasado -operan y divagan con él” (D, 9). Escribe Borges en su vindicación de la cosmogonía de Basilides que importa menos el riesgo de multiplicar entidades que “la buena conversión de esos pesados símbolos vacilantes” (D, 64). Como en el problemático cielo de los teólogos, son sinónimos en su concepción de la literatura, los verbos conservar y crear. “La conservación de este mundo es una perpetua creación” (HE, 33) y la metáfora es un simulacro del que podremos arrepentimos pero que no logramos eludir.

El descreimiento literario -descreimiento del rostro y también de su máscara; del nombre que no se pronuncia y de la metáfora que es igualmente tautológica-[6] es en el caso de Borges, como en el de los precursores que reivindica en El tamaño de mi esperanza, “manantial de obras”[7]. Al evitar el nombre directo, la versión única, al acudir al desvío o a la multiplicidad, Borges practica con fe una literatura que, como la filosofía de Tlon, es un ejercicio des Als Ob. Sabe que cae en la trampa de Marino, sabe que “el otro tigre” siempre queda fuera, pero se reserva la posibilidad de mantener la duda y la ilusión. No hablo ya de las categorías narrativas tradicionales que mina para no asentarse en ellas -personajes, tramas, voz narrativa univalente-sino de un ritmo de composición salteado, disonante y asombroso (como la metafísica de Tlon) que marca el conjunto de su obra.

Del texto de Borges puede decirse lo que él del universo ideal de Plotino: “un repertorio selecto que no tolera la repetición y el pleonasmo” (HE, 16). Pero la selección de Borges no sólo evita la repetición y el pleonasmo: desconfía, higiénicamente, de la previsible sucesividad -“intolerable miseria” (HE, 35)- de las palabras. También desconfía de esa otra repetición no escrita pero igualmente intolerable: la “superstición ética” que fija, empobreciéndolo, el hábito de lectura: “He advertido que en general la aquiescencia concedida por el hombre en situación de leyente a un riguroso eslabonamiento dialéctico, no es más que una holgazana incapacidad para tantear las pruebas que el escritor aduce, y una borrosa confianza en la honradez del mismo” (I, 84).

La selección que practica Borges -para ser, en un mundo “textual” donde todo se ha dicho, donde todo se repite, donde lo escrito es tautología- aparece signada por la ruptura y el hiato. Así lo entiende Foucault, al calificar de monstruoso, en la enumeración de la problemática y pérfida enciclopedia china citada en “El idioma analítico de John Wilkins” (OI, 142), el blanco intersticial: “no son imposibles los ‘animales fabulosos’, puesto que se los designa como tales; es imposible la estrecha distancia que los separa de los perros sueltos o de los que de lejos parecen moscas, a los que se yuxtaponen”[8]. Ese blanco, esa estrecha distancia difícilmente aceptable, es característica esencial de la obra borgeana. Se la podría descartar o clasificar, reduciéndola, como simple rasgo de estilo. Sin duda, en la concepción de la literatura que proponen los textos de Borges -a la vez desconfianza del nombre y necesidad de nombrar- significan mucho más.

La obra de Borges es, desde el comienzo, llamado de atención sobre lo desarticulado, sobre la descomposición. Descomposición de la personalidad -“superstición occidental”, dice Borges, en “La Personalidad y el Buddha”-,[9] descomposición del tiempo lineal, de la historia literaria (prestigiosa metáfora del mero tiempo sucesivo, anotado), del pensamiento orientado y didáctico, de la aceptada secuencia narrativa, del personaje rotundo (como lo quería Forster), fabricado a base de pura acumulación. Así lo demuestran el añicamiento del tiempo practicado por Dunne, la desconstrucción de la obra de Herbert Quain, el Kafka que inquieta y postula a sus precursores, los avatares de la tortuga, el teólogo Juan de Panonia que perturba al teólogo Aureliano como Aureliano perturba a Juan de Panonia, Pierre Menard que inquieta a Cervantes como Céline a Tomás de Kempis, Pedro Damián, el otro muerto, que afantasma a Pedro Damían que afantasma a Pedro Damían. El uno, no se cansa de afirmar Borges parafraseando el Parménides, es realmente muchos (OI, 152).

La posible desarticulación que Borges no olvida, que no permite olvidar a su lector, toca no sólo la estructura del texto literario sino la letra misma, la aceptada sucesividad de la escritura. Recuerda Borges la horrible imaginación de Swift: aquellos hombres que, en la tercera parte de Gulliver’s Travels, son “incapaces de conversar con sus semejantes, porque el curso del tiempo ha modificado el lenguaje, y de leer, porque la memoria no les alcanza de un renglón a otro”. “Cabe sospechar -añade Borges- que Swift imaginó este horror porque lo temía, o acaso para conjurarlo mágicamente” (OI, 226). Cabe sospechar que Borges, al reproducir esa pesadilla extrema de la descomposición lingüística, acaso obedezca a las mismas razones. Imagina la misma mutilación en el último párrafo de “El Inmortal”, al comentar la última declaración del que ha sido Homero, del que en breve será Nadie y será todos porque estará muerto:

Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la posible limosna que le dejaron las horas y los siglos (A , 26).

Esta mutilación y este desplazamiento, salteado ejercicio extremo del lenguaje que Borges teme y corteja, encuentra un eco en su lectura de Plotino: “Los objetos del alma son sucesivos, ahora Sócrates y después un caballo, siempre una cosa aislada que se concibe y miles que se pierden; pero la Inteligencia Divina abarca juntamente todas las cosas (HE, 14). Como la Inteligencia Divina de Plotino el enunciado borgeano -lo que Foucault llama el “non-lieu du langage”- abarca y sostiene tanto la palabra mutilada, la cosa aislada, como la pérdida contra la que se perfila. La descomposición que mueve el texto de Borges sólo se comprueba, por fin, en ese enunciado: detenido en el lugar de una letra que es móvil, susceptible de variadas lecturas. Como los objetos poéticos de Tlön, los textos de Borges “convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas” (F, 21) son pausas de un fluir literario que conjugan satisfactoriamente, en el espacio de la lectura, lo roto, lo desplazado, lo heteróclito: ahora Sócrates y después un caballo.

Como para recalcar esa detención salteada de lo pasajero dentro de lo móvil, ese rescate inopinado de épaves inconexas, insiste Borges, con cierto deleite, en lo incomunicado y lo impenetrable. Recuerda en “Los avatares de la tortuga” que Bradley “no se limita a combatir la relación causal; niega todas las relaciones”. Y añade: “Transforma todos los conceptos en objetos incomunicados, durísimos. Refutarlo es contaminarse de irrealidad” (OI, 154). Esta declaración se prolonga narrativamente -si cabe la distinción de géneros- en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, donde lo aislado, perfectamente incomunicado e irreductible, contamina la verosimilitud planteada al comienzo del relato, hace ceder una realidad (“lo cierto es que anhelaba ceder” [F, 331]) y permanece en ella, corroyéndola. Así la brújula cuyo temblor logra inquietar “las finas cosas inmóviles” (F, 31) contiguas. Así el cono, pesadísimo y minúsculo, que rescata el narrador después de una nebulosa borrachera. Paralelamente a la desarticulación de Tlon, a su multiplicación contradictoria -y recuérdese que Tlon es por fin la enumeración de un anatopismo que surge del idioma de un anatopismo previo, Ugbar-[10]  aparece la insistencia en lo concreto. A medida que la descripción de Tlön se complica, a medida que se empeña Borges en desarticularlo, en desubicarlo, aparecen los “objetos incomunicados, durísimos”: las aisladas monedas de cobre (en un sofisma “cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas” [F, 24]), el concreto lápiz, la máscara de oro, la espada arcaica, las ánforas de barro y el mutilado torso del rey, para culminar con la brújula y el cono que perturban claramente el mundo al que pertenece el narrador.

Los dos últimos objetos son los más obviamente disonantes, los más “incomunicados” porque marcan sin duda la intrusión de un mundo radicalmente distinto del que se plantea al comienzo del relato: quizás por eso sean, en resumidas cuentas, los menos interesantes. Más sorprendentes, en un plantea basado -nuevo simulacro- en un idioma y en una literatura, donde ninguna doctrina “ha merecido tanto escándalo como el materialismo” (F, 24), son los hronir y los ur. Lápices o máscaras que, fabricados sólo por el lenguaje, existen: mimando la dureza de objetos que el lector reconoce como concretos porque lo remiten a una realidad extraliteraria, pero cuya factura reside sólo en la literatura. No es casual que al hablar de estos curiosos productos acuda Borges, para explicar su aparición, a la distracción y al olvido, a la sugestión y a la esperanza: todos términos que más de una vez, y con énfasis diverso, ha reivindicado para el ejercicio literario. Si se practica una lectura retrospectiva de “Tlon, uqbar, Orbis Tertius” se comprenderá que tan duras e incomunicadas como los perturbadores hronir o ur, o como los clausurados tropos que cita Borges en “Las kenningar”, son las combinaciones del tipo aéreo-claro sobre oscuro-redondo, por el mero hecho de enunciarlas. “Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata”, dice Borges tanto de los tropos islándicos como de los poemas de Quevedo. Objetos duros e incomunicados, a la vez reflejan y desvían, como ese cristal en el que Borges cifra su “Arte poética” (OP, 222):

También es como el río interminable

Que pasa y queda y es cristal de un mismo

Heráclito inconstante, que es el mismo

Y es otro, como el río interminable.

Se observa en la obra de Borges -acaso como consecuencia de la desarticulación que roza sistemáticamente y de la momentánea fijación en lo duro e incomunicado que añora- el continuo deleite de la interpolación. En el ensayo sobre “Los traductores de las 1001 noches” se complace, al pasar, en los desniveles de la versión de Edward Lane: “Alguna vez la falta de sensibilidad le es propicia, pues le permite la interpolación de voces muy llanas en un párrafo noble, con involuntario buen éxito” (HE, 106). La “cooperación de palabras heterogéneas” que señala en Lane no difieren, en el fondo, de la cooperación de secuencias heterogéneas que comentará en otros textos. Es doctrina, por ejemplo, en la Babilonia borgeana, “que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo” (F, 72).

De nuevo surge la interpolación, en los ensayos de Borges sobre los avatares de Aquiles y la tortuga. En los dos textos se detiene Borges en la reconstrucción que propone Lewis Carroll: quizá no el avatar más elegante, ni el que menos difiere de Zenón (queda esa gloria, según Borges, para William James), pero ciertamente el que propone más rupturas, más abismos incontrolables, y mayor humor. Imagina Carroll, al término (primera ruptura obvia) de la interminable carrera, una apacible conversación entre “los dos atletas” (OI, 154). La conversación es más bien una payada, en la que la infatigable tortuga se empecina en provocar a Aquiles, logrando que interpole -primero con indignación, luego resignado- una infinita proposición hipotética entre la segunda premisa del silogismo y la conclusión: si a y b son válidas, z es válida; si a, b y c son válidas, z es válida; si a, b, c y d son válidas, etc. Lewis Carroll, anota Borges, “observa que la paradoja del griego comporta una infinita serie de distancias que disminuyen y que en la propuesta por él crecen las distancias” (OI, 155). Así es, gracias a la docilidad razonadora de Aquiles y a la fe asintótica, por así decirlo, de la tortuga. La variante de Lewis Carroll, tromperaison[11] humorístico, se basa en el puro placer de la interpolación: no en la conclusión de una carrera que (inexplicablemente) ha terminado, no en la culminación del “claro razonamiento” silogístico, sino en el placer de dilatar la clausura (la fijación: el nombre definitivo) de un intercambio, paradójicamente razonable, de palabras.

Por fijas y limitadas que aparezcan las leyes de este diálogo cada vez más distanciado -diálogo cuyo mayor encanto reside en la inmanejable perspicacia de la tortuga que, como Croce, “sirve para cortar una discusión, no para resolverla” (D, 67)-no difiere tanto su progreso del de otras series que aparecen en la obra borgeana. Las interpolaciones de Aquiles, aguzado por la tortuga, seguirán si se quiere un ritmo previsible pero se alejarán cada vez más vertiginosamente -al crear nuevas proposiciones hipotéticas- de las premisas que iniciaron la aparente coherencia de la serie. Llegará un punto en que coincidirán con las palabras mutiladas y desplazadas del inmortal, con los términos trabajados por el tiempo y el olvido a los que no logran dar coherencia los personajes de Swift. Palabras, razonamientos sin referente, que sólo son porque son enunciadas, que han perdido el postulado inicial que las justificaría.

Abundan en la obra de Borges estas series -de palabras, de hechos, de seres, de razonamientos- donde prima, más que la continuidad, la deliberada interpolación y el aislamiento. Al considerar “La duración del infierno” establece Borges una significativa jerarquía de espantos: “El atributo de eternidad es el horroroso. El de continuidad -el hecho de que la divina persecución carece de intervalos, de que en el Infierno no hay sumo- lo es más aún, pero es de imaginación imposible” (D, 99). Algunas de las series propuestas por Borges, como la que toma de Lewis Carroll, ofrecen la ilusión de la continuidad y de la coucatenación. Otras -las más frecuentes-aclaran desde un comienzo los blancos, los intervalos, que las integran. La taxonomía del enciclopedista chino en que se detiene Foucault no difiere de la enumeración de los hronir de Tlon, serie igualmente perturbadora a fuerza de interpolación y de hiato: “los hronir de segundo y de tercer grado/.../ exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen” (F, 29). No difiere tampoco del sistema inventado por la memoria de Funes, pululación espantosa y sórdida -“como vaciadero de basums” (F, 123)- cuyo origen es la economía del nombre y la nitidez de las percepciones únicas propuestas en serie:

Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez (F, 124).

El vertiginoso mundo de Funes, compuesto por “un vocabulario infinito para la serie natural de los números /y/ un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo” no carece, para Borges, de “cierta balbuciente grandeza” (F, 125). Los tres casos citados -la enciclopedia china, el catálogo de hronir, la mente de Funes-recuerdan y a la vez perturban la declaración de Santo Tomás que parafrasea Borges:

El mundo es un interminable encadenamiento de causas y cada causa es un efecto. Cada estado proviene del anterior y determina el subsiguiente, pero la serie general pudo no haber sido, pues los términos que la forman son condicionales, es decir, aleatorios. Sin embargo, el mundo es; de ello podemos inferir una no contingente causa primera, que será la divinidad (OI, 153).

En las series propuestas por Borges los términos también son aleatorios pero cada elemento no proviene, claramente, del anterior y no determina el subsiguiente. La serie borgeana “pudo no haber sido” y sin embargo es, como el mundo que justifica la divinidad no contingente de Santo Tomás. Es, en este caso, injustificada; porque se la ha escrito y porque el texto resultante instaura su propia causalidad. Texto que no se justifica desde afuera, es mero sostén contingente de sí mismo, inevitable y pasajero lugar de reunión. No difiere, en su precariedad, del yo parcelado cuya existencia y nadería proclamaba Borges en Inquisiciones:

Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie. Y abomine de todo misteriosismo (I, 90).

De hecho convoca Borges, en los itinerarios de sus personajes y en el trazado de sus tramas, esos instantes plenos y absolutos, epifanías utópicas y ucrónicas con las que querría interrumpir la miserable sucesividad temporal. Del mismo modo opera, más modestamente, la trivia circunstancial que rescata tanto en sus personajes como en sus tramas o sus escasas descripciones. Con ella graba aisladamente instantes, gestos, como Stevenson: recalca énfasis, simbólicos o meramente descriptivos, que marcan un corte en el relato. Del mismo modo, también, se organiza el discurso borgeano, con rupturas enmascaradas que radicalmente inquietan la ristra, aún más pobre, establecida por la mera continuidad de la escritura y por el hábito de sus beatos lectores.

“Andyet, andyet ...Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos” declara Borges en “Nueva refutación del tiempo” (OI, 256). También como desesperaciones aparentes y consuelos secretos pueden considerarse, en su obra, la desarticulación sistemática y la salteada detención en la rigidez de lo incomunicado que rompen la prevista sucesividad textual y la superstición del texto único y fijo. Borges cuestiona e inquieta los componentes del destino del hombre porque teme el anverso del conjunto heterogéneo que imagina: un destino (un yo, un tiempo, un mundo) determinado por la severa causalidad, espantoso “porque es irreversible y de hierro” (OI, 256). Tan atroz, por su clausura, como la idea “de un dios que fabrica el universo para fabricar su patíbulo” (01, 133). De la misma manera cuestiona los componentes del texto -que califica de “hecho móvil”- porque teme y repudia “el concepto de texto definitivo / que/ no corresponde sino a la religión o al cansancio” (D, 106-107). Porque sabe además que “la página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas” (D, 48).

Sin embargo, paralelamente a estos consuelos -verdaderos motivos del texto borgeano- subsiste en la obra la añoranza o el deseo de una sucesión, de una concatenación satisfactoria de causas y efectos que no necesariamente habrá de seguir los modelos habituales. No en vano se detiene Borges en el regressus in infinitum ya citado, mediante el cual Santo Tomás explica el mundo. Comenta además con minucia, a lo largo de su obra, el cúmulo de argumentos postulados sobre la ley de causalidad. Acaso para conjurarlos; en todo caso sin elegir ninguno, atraído por todos, y cotejándolos con lúcida perplejidad. Al presentar la poesía gauchesca, en Discusión, propone, a partir de una respuesta de Whistler, que “el menor de los hechos presupone el inconcebible universo e, inversamente, que el universo necesita el menor de los hechos” (D, 11).” En “La creación y P. H. Gosse” recuerda el texto donde John Stuart

Mill razona “que el estado del universo en cualquier instante es una consecuencia de su estado en el instante previo y que a una inteligencia infinita le bastaría el conocimiento perfecto de un sólo instante para saber la historia del universo, pasada y venidera” (OI, 38). Pero significativamente añade:

Mill no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que rompa la serie. Afirma que el estado q fatalmente producirá el estado r; el estado r, el s; el estado s, el t, pero admite que antes de t, una catástrofe divina -la consummatio mundi, digamos- puede haber aniquilado el planeta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos.

En el mismo ensayo recuerda Borges el planteo con que Philip Henry Gosse intenta explicar, a su vez, la causalidad. Como Mill propone una serie temporal, rigurosamente causal e infinita, pero quebrada por un acto no futuro sino pretérito: la Creación. Para Gosse:

El estado n producirá fatalmente el estado v, pero antes de v puede ocurrir el Juicio Universal; el estado n presupone el estado c, pero c no ha ocurrido, porque el mundo fue creado en f o en h. El primer instante del tiempo coincide con el instante de la Creación, como dicta San Agustín, pero ese primer instante comporta no sólo un infinito porvenir sino un infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está, pero minucioso y fatal (OI, 39).

Ambos razonamientos atraen a Borges porque se detienen en la ley de causalidad. Cabe sospechar, sin embargo, que lo atraen aun más porque, cada uno a su manera, propone un sistema de causa a efecto signado -como el silogismo de la asintótica tortuga- por una ruptura que pone en tela de juicio la manía concatenatoria. Mill establece un porvenir inevitable y preciso, Gosse un pasado minucioso y fatal. Pero en ambas series de causas y efectos -y quizá la de Gosse, de “elegancia un poco monstruosa”, atraiga más a Borges- Dios acecha en los intervalos.

De manera semejante (acaso más modesta) acecha Borges en los intervalos de la causalidad literaria, que no difiere de la concatenación filosófica: no es más, no menos, que “una coordinación de palabras” (OI, 155). Examina la causalidad planteada entre autores (“Kafka y sus precursores”), entre textos (“La flor de Coleridge”), entre las palabras de una misma obra (“El arte narrativo y la magia”). Declara con convicción que “en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos (OI, 20). Sabe que la Iliada y la Odisea, aun cuando, como lectores distanciados, “ignoramos infinitamente los énfasis” de Homero, “registran relaciones precisas entre cantidades incógnitas” (D, 108). Poco tiene que ver sin embargo la causalidad literaria que defiende, en “El arte narrativo y la magia”, con el encadenamiento previsible de “la morosa novela de caracteres /que/ finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real”. En cambio reivindica Borges, para la literatura, una causalidad dictada por “la primitiva claridad de la magia” (D, 88)[12] .

Urge descartar las connotaciones más inmediatas de la palabra magia, que poco tienen que ver con la causalidad descrita por Borges, como urge descartar el epíteto fantástico con que a menudo se clasifica (y se deforma) su obra. Entendidos en su sentido más trivial empobrecen el texto de Borges y todo texto: justifican y paralizan beatamente la sorpresa en sí, aislada, desde el yelmo de El castillo de Otranto hasta el hacia arriba detrás dunadero-fluir luneció de Tlön. Al apelar a “la primitiva claridad de la magia,” Borges alude a una causalidad literaria harto más complicada. No recurre al encadenamiento de milagros, a la acumulación de rupturas: milagros o rupturas que se suman desmañadamente, por el solo hecho de “romper” con un hábito previo de lectura, y que sin duda, por la mera vocación de ruptura sistemática que las anima, inauguran una causalidad escasamente menos férrea que la de la morosa novela de caracteres[13]. Recuerdan la superstición criticada por Borges: “no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien” (D, 46).

La causalidad que sugiere Borges no niega la causalidad mezquina que solemos atribuir a la realidad o a su pariente pobre, la novela realista, pero tampoco la endosa; la incluye y la perfecciona, en “peligrosa armonía”: “Es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos forastero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias” (D, 89). La causalidad textual, para Borges, implica la posibilidad de incluir, de encadenar, de nivelar, en un mismo discurso literario, la simpatía y la distancia, el conjuro y la confianza; de emitir, con coherencia y sucesivamente, el nombre tautológico y su lejano simulacro, el libro y el contralibro que aquel supone.

La distancia -el placer de la distancia- es constante en la obra de Borges. Artículo de fe del ultraísmo -“nos enardeció la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algebraica forma de correlacionar lejanías” (I, 97)-, aparece enunciada, en términos de la secuencia narrativa, en sus textos más tempranos. En Evaristo Carriego se insiste en “la perduración de rasgos aislados”, en la “continuidad de figuras que cesan” (EC, 16). El mismo placer de la lejanía encuentra una formulación paralela en el ensayo sobre las kenningar de Historia de la eternidad. Reivindica Borges en esa época el placer del asombro, la eficacia del contacto heterodoxo entre las palabras de un texto. El “ultraísta muerto” que analiza las kenningar se complace en señalar el espacio entre el nombre y el tropo, recuerda que “luna de los piratas no es la definición más necesaria que reclama el escudo” (HE, 46) pero que la reducción implicaría una “pérdida total”. Se detiene en el signo pierna del omóplato, kenning que inscribe la rareza fundamental e inesperada del brazo humano. No desconoce Borges “la desairada verdad” (HE, 44): que las kenningar, eran prefijados desvíos del nombre, meras convenciones literarias como acaso lo fueron los epítetos homéricos[14]. Indaga no obstante las kenningar, como el vinoso mar, o la negra sangre, porque son “expresiones que recurren, conmovedoramente a destiempo” (D, 107). (También a destiempo -o a destexto- cita Borges en “Las kenningar” un dístico aislado de Quevedo (HE, 46): el placer que le procuran los dos versos distanciados recuerda el de aquel lector que menciona Alfonso Reyes, detenido en un imprevisible rescate del texto gongorino: “la playa azul de la persona mía”).

Inauguran “Las kenningar” la clara atracción borgeana por el destiempo, por el destexto, por el dislate, aun cuando Borges emplee este término de modo peyorativo para criticar el poema que atribuye a Gracian. Aparecerá el mismo término más tarde, cambiado de signo, para calificar la “admirable ambición” de Pierre Menard. Al fin de cuentas el error que Borges achaca a Gracian no es tanto su dudoso empleo de asombrosos desvíos figurativos como la deliberada justificación con la que suprime las distancias que postula. Gracián peca por “la aposición de cada nombre y su metáfora atroz, la vindicación imposible de los dislates” (HE, 48). En el poema que cita Borges, Gracian escribe y razona, de algún modo, como el cronista del siglo dieciséis cuya reacción recuerda Borges: ante una sirena domesticada “razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era una mujer porque podía vivir en el agua” (D, 85). Si en “Las kenningar” se detiene Borges, algo morosamente, en las aisladas felicidades de la poesía islándica que “nos extrañan del mundo” (HE, 65), intuye, ya en esa época, la posibilidad de una distancia más profunda, básica: distancia que se establece menos entre el objeto poético -solitariamente asombroso, como la poema del omóplato, solitariamente eficaz- y su fondo referencial, que entre la palabra y el texto en que se inserta.

La obra entera de Borges lleva al lector, casi didácticamente, del asombro inevitable ante el artificio político -una imagen ultraísta, una kenning, los animales que “acaban de romper el jarrón” (OI, 142)- al asombro ya más complejo que provoca la inclusión de estos artificios en un contexto puramente literario -los animales que acaban de romper el jarrón junto a los que de lejos parecen moscas, Máximo Pérez junto a El ferrocarril- al asombro final que finalmente (aunque se lo olvide) suscita la arbitraria concatenación de toda escritura. Borges reniega de sus primeros libros, esforzadamente asombrosos, se declara harto de los laberintos de sus ficciones y reclama la simplicidad y la alusión para sus escritos últimos: no menos escandalosos, no menos inquietantes, finalmente, que los primeros. En “la penúltima versión de la realidad” condena una sabiduría que se funda “sobre una mera comodidad clasificatoria (D, 39). Como Marcel Schwob, en el prólogo a las Vidas imaginarias, podría también declarar: “El arte no clasifica; desclasifica”. La desclasificación, la incomodidad radical, fundamenta el texto borgeano.

Borges por fin acepta su retrato como acepta su texto y las palabras que lo componen. Con plena conciencia de que “nadie está en algún día, en algún lugar”, que “nadie sabe el tamaño de su cara” (OI, 16). “La Realidad -y, habría podido agregar, la literatura- es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él” (I, 119). Acepta con la misma conciencia que tampoco hay lugar fijo para la obra, “siempre capaz de una infinita y plásitca ambigüedad” (OI, 127). Que

La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un sólo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída” (OI, 218).

Acepta por fin, lúcidamente, que el nombre -tautología o simulacro- es inevitable “tela de trajes” (OI, 227) que se visten y se desechan, interpolación perpetua en un discurso infinitamente repetido que sólo podemos captar en el ínfimo presente en que escribimos o en que respondemos con nuestra lectura. Sólo “un dios, un sueño y un hombre que está loco, y que no lo ignora” (OI, 223) pueden pronunciar, con fe, la tautología por excelencia que los fija, identificándolos. Soy El que Soy, dice Jehová; Soy lo que soy, soy lo que soy, repetía, loco y moribundo, Swift. El sueño al que se refiere Borges -el mediocre soldado francés de All’s Well ThatEnds Well que imagina Shakespeare-, acaso logre nombrar y nombrarse verdaderamente: ser, una vez que se descubre su impostura, a través de una genuina impostación, mezcla de evidente descreimiento y de curiosa confianza en su palabra. Ya no sere capitán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir (OI, 226): en esa materia indecisa existe y se asienta, diciéndose, Parolles, cuyo nombre quizá no era casual. El texto de Borges, con menos ingenuidad pero con igual fervor, ha elegido, para ser, el mismo fundamento.

Notas

[1] Cito por los textos de Borges publicados por Emecé (a excepción de Inquisiciones y de El tamaño de mi esperanza, publicados por Proa), que abrevio: A (El Aleph, 1957); D (Discusión, 1957); EC (Evaristo Carriego, 1955); F (Ficciones, 1956); H (El hacedor, 1960); HE (Historia de la eternidad, 1953); HUI (Historia universal de la infamia, 1954); I (Inquisiciones, 1925); OI (Otras Inquisiciones, 1960); OP (Obra poética: 1923-1966), 1966); TE (El tamaño de mi esperanza, 1926).

[2] “Images de Borges”, L’Herne, Paris, 1964, p. 27.

[3] Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz, Borges: enigma y clave (Buenos Aires: Nuestro Tiempo, 1955) p. 63.

[4] “El sustantivo da nombre a cada cosa, por qué, una vez que la cosa ha sido nombrada, escribir sobre ella. El nombre es adecuado o no lo es. Si es adecuado, por qué seguir nombrando, si no lo es no lleva a nada nombrar”. Traduzco de Gertrude Stein, “Poetry and Grammar”, Look at Me Now andHere I Am (Londres: Penguin Books, 1971), p. 125. El texto de Stein rechaza el uso del sustantivo con aplicación parecida a la de los hablantes de Tlon.

[5] Ver el reverso de ese avatar, propuesto en “La lotería en Babilonia”: ante las críticas sobre la Compañía, esta, “con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas” (F, 71).

[6] O del texto que no se “escribe” y de la simulación, no menos tautológica, que lo reemplaza, como indica el prólogo de Ficciones.

[7] “Nuestra famosa incredulidá no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras. Díganlo Luciano y Swift y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidad grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña” (TE, 10).

[8] Traduzco de Michel Foucault, LesMots et les choses (Paris, Galfimard, 1966), p. 8.

[9] Sur, 192-194 (1950), p. 34. Cito la frase final del texto: “‘Buddha Gotama equivale estrictamente a N.N.’, escribió Otto Franke; cabría contestarle que el Buddha quiso ser N.N”.

[10] “La sección idioma y literatura/de Uqbar/ era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlon...” (F, 16).

[11] Ver Hans Magnus Enzenzberger, “Estructuras topológicas de la literatura moderna”, Sur, 300 (1966), p. 15.

[12] Ver también “La otra muerte” (A, 78) y “Sobre Oscar Wilde” (OI, 117). En el último texto equipará Borges las causas y efectos de un destino a atributos individuales: “/ .../ la noción de cada individuo encierra a priori todos los hechos que a este le ocurrirán. Según este fatalismo dialéctico, el hecho de que Alejandro el Grande moriría en Babilonia es una cualidad de ese rey, como la soberbia”.

[13] Así los “vastos y casi inextricables periodos” erigidos por Aureliano, en “Los teólogos”, para no coincidir con Juan de Panonia: “De la cacofonía hizo un instrumento. /.../ Agustín había escrito que Jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular de los impíos; Aureliano laboriosamente trivial, los equipará con Ixión, con el hígado de Prometeo, con Sisifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con mulas de noria y con silogismos bicornutos” (A, 37).

[14] Conjetura Borges que los epítetos homéricos pueden haber sido “lo que todavía son las preposiciones: obligatorios y modestos sonidos que el uso añade a ciertas palabras y sobre los que no se puede ejercer originalidad” (D, 1081).

 

Ensayo de  Sylvia Molloy
Princeton University

 

Publicado, originalmente, en: Revista Iberoamericana Vol. XLIII, Núm. 100-101, Julio-Diciembre 1977

Revista Iberoamericana es editada por University Library System , University of Pittsburgh

Link del texto: http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/3548/3723 pdf

 

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