Los ámbitos trashumantes de Raúl González Tuñón por Eduardo Molina y Vedia
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Habitar el útero del mundo, su meollo, su memoria. Es decir, consagrarse a la gozosa celebración de los sitios de convivencia colectiva. Ubicar en el centro de la escena las vicisitudes sociales como las verdaderas generadoras de los lugares y de la historia. O sea, esgrimir y potenciar la percepción de lo profundo en los contextos cotidianos y ambientales como una forma sutil de la creación literaria de espacios imaginarios. Creación y ámbitos que navegan sobre el surco de una realidad poética, más verdadera que lo meramente real. Apostar a la intimidad de lo público (porque cuando podemos ser nosotros mismos todo espacio público se vuelve íntimo), amar el aire confianzudo, denso, de los sitios donde la gente común, los bohemios y los marginales viven un presente apasionado e incierto y fabulan futuros maravillosos.
Compartir, en la magia de una poesía popular, colores y texturas humanas de funambulescos circos sin nombre, "muros leprosos de las ciudades viejas", cantinas con "mostradores maduros de puñetazos y de canciones, donde obreros y ladrones comen carne de buey y hablan de cosas importantes", grises riachuelos suburbanos sucios de petróleo y aceite, aromas de los hondos mercados, burdeles canallescos con facha de cabaret, cielos "de taller, de aserradero, de molino harinero," con "su horizonte de fábricas donde sueñan las chimeneas". Testimonio y creación colectiva de lo inédito, por donde desfilan los espacios de la aventura entrañable, sorprendente, intempestiva y vital, tras "una esperanza remota de vida miliunanochesca". Tal
es una de las vetas más ricas en la obra del poeta argentino Raúl González Tuñón,
que cubrió desde fines de los años 20 a comienzos de los 70, una de esas joyas
"traspapeladas" que alguna vez quizá redescubran los lectores latinoamericanos y
aun muchos de su propia Argentina.
Credo entre alucinado y nostálgico del poema La cerveza del pescador Schiltiheim, que concluye así:
Para González Tuñón, viajero empedernido por los planetas terrestres y humanos, los lugares son los paraísos o purgatorios donde laten desnudas las relaciones entre las personas, la "serena carne viva del alma", "el vientre verdoso de los puertos", el espíritu de los barrios, los amores, las revoluciones, las "tabernas frente al mar todo llovido", o la sopa gruesa, especiosa, humeante, bajo la luna de Cádiz, servida "en una antigua cocina en donde cuelgan morcillas, jamones, chorizos y telas de araña". En pocas obras es tan claro como en la de González Tuñón que el lenguaje poético -y todo lenguaje lo es en alguna medida- no sólo participa en una percepción supuestamente objetiva de la realidad como designador externo y arbitrario de cosas, conceptos y acciones, sino que forma parte sustancial en la construcción del mundo de esos objetos materiales e ideales, del mundo de la percepción y de la intuición objetiva. Se ha dicho que los paisajes, los lugares, son un estado de ánimo, y que los visajes del alma son travesías por parajes y escenarios de definido ambiente. Así, aceptando que sujeto y objeto quedan ligados en la unidad de la experiencia -ya sea ésta cognoscitiva, poética o en un sentido más general, de aprehensión del mundo o de entrañamiento en/con él- se diluyen hoy vanas, alguna vez quizá útiles, dicotomías analíticas. Si es verdad que el poeta no sólo expresa lo que siente y piensa, sino que, al decirlo, construye arquitecturas literarias, esto es, conjuntos de palabras hermosos y funcionales en sí, no es menos cierto que la obra poética o literaria trasciende el ejercicio de un arte combinatorio de símbolos, ya que nada son las palabras sin referentes, de manera que, de modo inevitable, más allá de nombrar realidades, ya sea concretas o abstractas, en cierto modo las crea, o recrea, al desentrañar sus sentidos últimos u ocultos a la mirada superficial. "Una cosa es el amor y otra la palabra amor", dice con grato sentido común Juan Gelman, otro gran poeta argentino ahora residente en la ciudad de México, y que fuera (él dice que es) entrañable compañero y amigo de González Tuñón. En un artículo aparecido en el matutino Página 12 de Buenos Aires el 9 de octubre de 1997, bajo el título Auras, Gelman narra el intercambio en torno al tema del aura, de las auras, entre Bertold Brecht, Walter Benjamin y Theodor Adorno, los tres conocidos marxistas alemanes. Cuenta Gelman: "Brecht anotaba en su diario del 25 de julio de 1934: 'Aquí está Benjamin, escribe un ensayo sobre Baudelaire... Curiosamente, un cierto spleen capacita a Benjamin para escribirlo. Su punto de partida es algo que él llama aura y que se relaciona con el sueño (con soñar despierto). Dice: cuando sentimos que se nos dirige una mirada, aunque sea a nuestras espaldas, la devolvemos. La expectación de que lo que miramos nos mire, genera el aura'." Para Benjamin el aura no es lo que dice el diccionario (aliento, soplo, luminosidad emanada de las personas, halo con que los pintores religiosos coronaban a los santos) sino "el único fenómeno de una distancia, por corta que ésta sea";considera la distancia como un concepto filosófico, como la cualidad del arte (recortada este siglo por la reproductibilidad de la obra), capaz de restituir"la memoria y el horizonte, más allá del olvido, la caducidad y aun la muerte, como si la inmediatez y la cosa estuvieran unidas por lazos estrechísimos que impiden reconocer la verdad de que carecemos del tiempo necesario para vivir los verdaderos dramas de la existencia que nos es destinada". Un concepto, la distancia, estrechamente vinculado en Benjamin con la verdad, que a su juicio "no es el develamiento que destruye el misterio, sino la revelación que le rinde homenaje". A su vez Adorno, desde el malentendido, se preguntaba al respecto del aura según Benjamin, confiriéndole un estatuto material vinculado con el trabajo: "¿Acaso el aura no es la huella del olvidado elemento humano en la cosa, y acaso esa forma de olvido no se relaciona con lo que se observa como experiencia?" Pero se trataba, en realidad, de algo distinto, de la idea de que el arte posee la cualidad de ir "más allá de sí mismo." Gelman señala que en 1954, 14 años después de que Benjamin se suicidara en una aldea de los Pirineos franceses acosado por la ocupación nazi, Adorno pareció asimilar la influencia de sus ideas aquellas sobre el aura, al escribir: "Arte es magia liberada de la mentira de que sea verdad." El poeta, el escritor, en sus más diversas versiones, siente, ve y experimenta las palabras como cosas o seres con su propia vida, dotados de peso, textura, sabor, música, aroma, color, y con una resonancia de significaciones cuya ambigüedad y polisemia constituye a menudo su mayor riqueza, rasgos todos donde se entrelazan indisolublemente, hasta confundirse, los niveles de la razón y la sensiblidad, lo consciente y lo inconsciente del idioma y el pensamiento, con sus múltiples e interactivos sustratos históricos. En los 50 el crítico italiano de arquitectura Bruno Zevi traspuso al estudio de los espacios habitacionales la ruptura de esta especie de escisión categorial, ya rebasada en la física por la teoría einsteniana de la relatividad, y señaló al espacio-tiempo como la sustancia protagónica del hábitat. Los edificios no son dibujos, perspectivas y relevamientos fotográficos o fílmicos, ni siquiera su materialidad construida o los lugares generados en su interior o su entorno vistos en su existencia pasiva -constataba- sino que se consuman como obra arquitectónica concreta durante, en y por la vida que desarrollan las personas en el espacio-tiempo que son capaces de albergar y generar. Para el escritor argentino Ricardo Piglia la ciudad contemporánea es más fielmente representada por la tupida y abundante red de historias y relatos que interactúan, urden y entrelazan a diario sus habitantes, que por la trama de vialidades, parques y manzanas edificadas. "Si ese vasto conjunto de narraciones cotidianas pudiese de un modo milagroso captarse, sintetizarse y reproducirse, tendríamos una imagen insuperablemente fiel de la ciudad", opina. Para el filósofo francés Henri Bergson (1859-1940) la imagen consiste en "cierta existencia que es más que lo que el idealista llama una representación, pero menos que lo que el realista llama una cosa -una existencia situada a medio camino entre la 'cosa' y la 'representación." Otro grupo de teorías está ejemplificado en varias de las doctrinas fenomenológicas de la imagen, entre las que sobresale la de Jean Paul Sartre (1905-1980) al oponerse radicalmente a la concepción tradicional de la imagen como "imagen-cosa" que reproduce en el cerebro la "cosa externa". La imagen no es para él ni una ilustración ni un soporte del pensamiento. A la vez, el contraste entre la riqueza desbordante de la realidad y la pobreza esencial de las imágenes no significa, en efecto, que haya entre ellas una completa heterogeneidad.
Sartre intenta una teoría que fuera capaz de comprobar lo que haya de espontáneo
en la mera combinación imaginativa, así como, de formalmente dado en la llamada
fantasía creadora, no sólo en la que reproduce libremente las imágenes, sino
también en la que aparentemente las produce sin material intuitivo o empírico.
Así, la imagen que presenta la imaginación tiene un carácter peculiar,
irreductible a toda presentación efectiva de la cosa imaginada y, por lo tanto,
distinta de una "reducción" de ella. Para Sartre la imagen dada en el acto de
imaginar es distinta de la percepción, es un modo de "actuar" de la conciencia
intencional. Por eso, hoy más que nunca, contra los no lugares de los adefesios urbanos, el hermetismo vacuo, afectado y gratuito de ciertas autoproclamadas élites estéticas y la mezquindad de la vida contemporánea, González Tuñón. |
por Eduardo Molina y Vedia
Publicado, originalmente, en: Periódico de Poesía Nº 19 Mayo 2009
Periódico de Poesía es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Literatura
Link del texto: http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/940
Ver, además:
Raúl González Tuñón en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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