Prólogo del libro "Concierto de amor y otros poemas" de Esther de Cáceres

por Gabriela Mistral

Uruguayidad

En el triángulo uruguayo “parecido a corazón” según el decir popular, la llama creadora está saltando siempre, pero además, se mantiene dura, porque no es llamarada de pajas ni quemazón repentista. La alimenta un aire particular, una corriente que llamaríamos "la brisa” del alma, si la linda palabra no hubiera caído a la palangana de la cursilería. Un místico diría que es el aire delgado del Espíritu Santo, y el nombre de la Tercera Persona me ha servido muchas veces y me sigue sirviendo, cuando repaso el país querido.

Dicho sea en el mejor sentido de la palabra, la raza uruguaya es mujer: ha ganado sin pelear un reino que nadie puede arrebatarle; su política ardiente no llega nunca a desmelenada; su pedagogía social y escolar se llama Vaz Ferreira, que es casi decir un ateniense; su religión está libre de tostaderos masculinos españoles, o sea de torquemadismo. Quien no adopte allí para vivir las virtudes cristianas, se queda con las de Aristóteles, y la amistad aristotélica casi-casi vale la amistad joanista[1].

El Uruguay lo tiene todo excepto el territorio suficiente. Tal vez por esto mismo se ha puesto, como Chile, a crecer hacia adentro, donde no hay pilotes de fronteras.

Las mujeres que escribimos en toda esa América Española nos sentimos dueñas de cierta carta de ciudadanía uruguaya, tácita y efectiva a la vez. Compatriotas mías son, entre las grandes vivas, Juana la continental; compatriotas, Sara Ibáñez y Sara Bollo. En cuanto a Esther de Cáceres, yo tengo con ella más que la conciudadanía, tengo la consanguinidad, cierto primo-hermanazgo. Tal parentesco que me pareció siempre la más linda de las ataduras humanas, salvo la de madre e hijo, es el idilio de unas almas que no habiendo alcanzado la hermandad física, toman la revancha creando la otra.

El Uruguay, visto por una muchedumbre de ojos extranjeros, se llama la patria de la amistad, como tal, exenta hasta de la más leve peca de xenofobia. Decir amistad aquí es decir entendimiento cabal, confianza rápida y larga memoria, es decir fidelidad.

Esther se sabe el Arco Iris o mejor el ópalo de su patria desde sus colores primarios hasta sus imponderables más esquivos: a unos da la admiración rotunda, a otros el aprecio fuerte, a cualquiera el entendimiento, y a todos una justicia tierna sin la sequedad de las balanzas frías.

Cuando nos llegue firmado y sellado de EE. UU. como la ropa y la maquinaria, el apareamiento de hombres y mujeres en todas las reparticiones civiles, entonces la veremos a ella como a sus colegas salir por el mundo a divulgar, no ya el resabido Uruguay político, sino el de la cultura, que cuenta tanto o más que el otro. Para esta tarea, ella ha llegado al “punto de saturación” que dicen los operadores. Nada primordial ni segundón de la cultura patria se le queda afuera por desvarío o mezquindad; ella vive lado a lado con los suyos, y es tan buena como cualquier varón para el voleo del trigo uruguayo en los aires extranjeros, el americano en especial.

No sobra decir que el Uruguay fue el país más difundido hace veinte años y que es hoy uno de los más silenciados. Fuera de la declaración magnífica de si mismo que dió en el libro de Zum Felde, paradigma en el género de los “Panoramas literarios”, los demás testimonios uruguayos se quedan allí adentro por falta de expansión editorial o de simple negligencia.

Y el pequeño país magistral debe ahora ponerse a un trabajo de misión y hasta de caballería....., él más que otro cualquiera de los nuestros. Porque antes que los otros, el Uruguay apuntó a los arquetipos platónicos de la Cultura, a la hora misma en que Batlle pleiteaba una democracia ensamblada con realidades económicas. La América criolla vuelve a necesitar, y con urgencia, un cuerpo de misioneros que predique la medalla oriental en sus dos caras de Cultura y de Justicia. No precisa darse mucho afán para escoger sus equipos de pregoneros. Los tiene para dar y prestar.

La faena de fronteras adentro está hecha y colmada; pero ese pueblo nació con un destino de milicia espiritual, de devastador y civilizador. Es curioso que tal encargo suela caer sobre un pequeño bulto geográfico: Atenas, Alejandría, un tercio de la Palestina, las republiquitas italianas, los núcleos provenzales y catalanes del Mediterráneo, los Países Bajos, Uruguay. Todos ellos se parecen a los pequeños pájaros tropicales que en la llama del color toman su desquite sobre los grandullones del aire.

Amiga universal

Aunque por años yo no sepa de mi Esther de Cáceres ni ella de mí, alguna fuerza mía, alguna vena nutricia del ser, me viene desde ella. Yo sé que, callada o epistolar, próxima o distante, estoy dentro de su oración cuando llegan mis duelos; y sé que las tres frases esenciales que yo logro entre cien articulejos, llegaron hacia ella y fueron allí recogidas. Por su parte, Esther está cierta de que yo arrebaté de su libro A o Z tales y cuales versos entrañables, con una manotada de jubilosa apropiación.

Esther de Cáceres es una de las obras maestras de la amistad aristotélica y juanista que dije. Y aquí yo hablo con boca prestada, y no de vivo: la de Parra del Riego, que tuvo en Esther al buen samaritano trastocado en mujer. Y escribo por la mano de cuantos vivieron en el Uruguay y fueron allí pastoreados y alumbrados por la linterna corredora y sin aceites mercantiles de la poetisa vicentina[2].

El perfecto amigo está hecho de sensibilidad, de presencia constante o de gustos y de búsquedas comunes, y de un reguero de imponderables que sobra enumerar. El perfecto amigo sopla y cela la brasa del cariño, y una brasa que no se enceniza es hazaña mayor que las de Aquiles. Estas ascuas perdurables tienen debajo de ellas unas camadas profundas de carbón o de turba. Si un solo invierno ya pide un rimero de leños para calentarnos; ¡cómo será la despensería que necesitan las amistades “per vita”! Aquí no puede ni el que pretende ni el que quiere, sino el que tiene medio bosque capaz de abastecer. Así, pues, la amistad rica de la Esther uruguaya, su preciosa querendonería y mi lealtad sin arrugas ni quiebros, tienen de este haber, toda una hacienda que llega al horizonte.

La amistad magistral de la poetisa, su don de asistencia a lo divino, su temperatura sostenida como un fuerte aliento, su juanismo, forman un solo bloque con la poesía que da, porque ambas salieron de esos misinos materiales de veracidad y fervor.

Unidad y despojo

Aquello de escribir con la sangre más el alma, no es condición humana sino lujo de pocos. No es nada común la unidad del ser, con sus huesos embonados y la suave trabazón de los miembros espirituales y corporales. Y tal vez sólo cuando esto pasa, el Creador nos reconozca por frutos brotados de su rama y no descalabrados en el percance universal de la caída. . .

La Esther oriental se quedó indemne y lleva hasta hoy la gracia superlativa de la unión entre alma, vida y poesía. En ella la médica juega en agilidad de coyunturas con la cantadora desvariante; la profesora de colegios laicos se suelda, “contra viento y marea” jacobinas, a la mujer de oración, y la colegiala bohemia de anteayer encaja sin crujido en la buena ama de casa.

A causa de su naturaleza de lealtad, ella ha ido lavándose de los engrudos pegajosos de literatismo; paso a paso fue arrancando de sí los embelecos retóricos y evitando los bonitismos gongorinos de hoy como evitó antes los del modernismo. Y todo sin volverse plebeya ni desgarbada, quedándose con lo único necesario: sus esencias metidas en la caña de los huesos adonde las modas no las alcanzan.

Como los poetas grandes y mozos que están poniendo los materiales de “la nueva alma” —y del “nuevo cuerpo”— del mundo y que precisamente son grandes “según el Espíritu”, Esther es una removedora de zonas que estaban en nosotros inválidas en cuanto a apelmazadas. Su evolución viene de un morder constante, de castor o vizcacha, que hace la cueva sin acabarla nunca. Gracias a su buen gusto, no cae Esther en las “teorías”, no se pone a pedagogizar con las novedades de la conciencia nueva. Una pura metáfora, la lanzada de tres versos, y el desgarrón luminoso que ella abre, nos desnuda este y aquel descubrimiento.

Los místicos fueron siempre Colones y Stanleys del mundo pasmoso que, con ceguera de niños descalabrados en la Caída, no vemos ni alcanzamos todavía.

Y como la mística regresa, aunque disfrazada de loca, recomienza la boga de Blake, y la de los místicos occidentales y orientales, dueños ahora de una clientela que nunca se sospecharon y que abarca desde la kermesse de los ultraístas hasta los cenobios de Juan Ramón. Esther marcha cogida de la intuición con la diestra, pero llevando siempre unos dedos de la mano izquierda sujetos a la Razón.

Le debemos, sepámoslo o no, muchísimas “disparadas” hacia nuestra noche interior, y un regreso casi cotidiano, cargando estrofas iluminadas por el zodíaco que comienza en nuestro pecho, cueva de vizcacha también, y que no acaba.

Los bandeirante[3] llamarían al hecho “Una excursión a Goyaz, o a Maranhao”. Son balsas echadas hacia las fuentes negras de la Amazonia más esquiva.

Las primeras de la aventura siempre las echaron los poetas; y todos los Freuds, y con más razón los Bergsons, se van a la zaga de ellos; algunos versos hindúes calenturientos, unos versículos judíos idems, abren el agua y muestran de golpe diez disparaderos a los remadores desconfiados.

Mi festín en los libros de Esther, y sobre todo en los últimos, es un “picar”, “pellizcar” y comer en un tendal de hallazgos de su alma.

Un libro, como cualquier otro ser vivo, es cuerpo carnudo que la memoria flaca no puede cargar; se atrapa lo intenso, lo eléctrico y lo sutil, más las salpicaduras de la gracia. Todos los libros bautizados con el nombre de “Banquete” aluden en cierto modo a este comer y regustar el alma ajena. Pero los banquetes de esta hora ya no tienen la pesadez ni el pantagruelismo de los del siglo XIX; se quiebra el clavo de olor con más gusto que el pastel y se aprecia la canela por encima de la harina amasada.

Cuando tenga tiempo, yo juntaré en un cuadernillo sabores agudos que me han hecho y afinado el paladar del alma, que me la han nutrido y regalado. Allí habrá muchos versos de la Esther generosa y descuidada, que da más de lo que ella sabe, para que sus hermanos no caigan en frío, en tedio, en desabrimiento.

La búsqueda que se desarrolla en la obra de Esther, larga aventura que corre ya por ocho volúmenes, es su ansia ardiente de lograrse íntegra y no despedazada. Bien que ella sabe cómo fue que nos hicieron completos y que nos rompimos. Desde entonces queremos con pedazos del ser y hablamos también a cortas lumbraradas.

Tiene Esther la ambición socarrada de los místicos: ella querría volver al primer estado y restaurar en sí la gran fechoría. Esta fue y sigue siendo el separar en nosotros el Universo del Creador y nuestras obras visibles del núcleo oculto y sobrenatural. Fray Luis de Granada, en los trozos cortos reunidos por alguien (¿es Bergamín?) bajo el nombre de “Maravilla del Mundo”, anduvo en la misma empresa de casar la naturaleza y la Gracia; el Juan español (y judío), a través de su cinta de metáforas, entreveraba lo uno y lo otro; y Fray Luis de León no hacía otra cosa sino este sordo trabajo unificador.

El más realista de los poetas, el pagano confeso y cristiano inconfeso que llamamos Goethe, luchó y jadeó con igual mira y por ello representa mejor que cualquiera de este mundo la vieja y santa batalla.

Todos querríamos hacer a semejanza del Maestro Primero y que nos salieran de las manos enhollinadas que son las nuestras las albas reales, las tardes idénticas, la fresa de tocar y oler y el pájaro en pleno vuelo.

Cuando el Evangelio y sus creadores detestan a los tibios, tal vez su indignación también comprende a los que se desentienden de la lucha adamita que busca y muda por hallar o recobrar, que resopla sobre la, vieja fragua, y apura los crisoles para la reconciliación de los metales divorciados.

Más atormentados hay entre los artistas que entre los clérigos; mucha más vela y agonía, y se oye más allá la voz paulina de: “Señor ¿qué quieres que haga?”. Su ansiedad los hace cambiar de método, de mano y de voz a cada paso. Los meros sensuales de la literatura resultan mucho más constantes en manera y en índole. Zola, para no citar más, manejaba una prosa gorda e idéntica a lo largo de veinte novelotas, y mi pobre teatro de Bernstein soba y resoba una masa siempre igual, en masajista incansable de su burguesía lacia y sin reacciones.

Nuestra Esther escogió el desasosiego del buen Pascal.

Ya en Espejo sin muerte9 Esther de Cáceres nos llegó podada de sobras y reducida a la espina del alma: aquello era un sartal de breves poemas religiosos, una confesión entrecortada de experiencia mística. La experiencia fascinante se interrumpe en Concierto de Amor, pero ha de seguir más tarde. Su alma me importa tanto como su arte, y nos hemos quedado esperando el resto del suceder íntimo, siempre el primero entre cuantos zarandean nuestras pobres vidas.

Rescoldos eternos

En este su último libro, Esther de Cáceres regresa a los temas elementales: el árbol, el fuego, el aire, el agua, las nubes, etc. Hacen igual retomo hasta los reos empedernidos de las temáticas artificiosas y muchos de Quincey hastiados de las drogas poéticas. Nuestra uruguaya no abandonó nunca del todo lo elemental, por aquello de que la mujer es siempre naturaleza, o naturaleza y media y vomita la pipa de haschich, después de chuparla por curiosidad.

Dando un salto enorme desde chinos, persas y árabes, hasta el padre Hesíodo, y dando otro de éste a nosotros, los elementos vuelven a planear sobre nuestras cabezas.

La gente finisecular de Rubén se trueca de pronto en un equipo fresco y triscador, que levanta la cabeza hacia el zodíaco o se pone a huronear en la tierra no dicha todavía a pesar de la millonada de poetas que la voltearon sin arrancarle una frase íntegra.

Es curioso cómo la nueva alianza de Esther y la naturaleza, —las manos en las manos, los ojos en los ojos—, la devuelve también a la estructuración u organismos de los viejos albañiles. (¿Clasicismo? Arquitectos más albañiles). Parece que, en cuanto nos echamos contra un árbol o nos enderezamos hacia las constelaciones, el enjambre atómico en que íbamos parando, se nos detiene por ensalmo, y se nos reacomoda, según la Ley, en corporízaciones de ver y tocar. El Caos retrocede y el demiurguillo nuestro recomienza la alfarería eterna. Nos acordamos de los buenos tiempos de homo y de tomo, y nos reincorporamos al taller que se había dinamitado. Ella misma nos advierte:

Vengo de un tiempo triste e incendiado.

El hermoso poema “El Retrato” que abre el libro, cuenta la aventura de Esther con el siglo, y llama “criaturas mías” a las palomas enfiladas que vuelven al palomar después de travesear por dos mil aires. La poetisa apunta aquí, de paso, la unidad lograda:

Ya vida y canto son una ala sola.

La venturosa baila estas Pascuas unitarias que alegran también a quienes la queremos. Nos gusta saber de su boca misma que tal suceso arranca de operación integradora y no de pérdidas, porque es lo común que del desorden báquico, pasemos los criollos —por extremosidad española— a ciertas unificaciones en cuarzos frígidos y entecos. Los conversos —y Esther lo es— se dividen entre los ígneos que se ponen a arder en antorcha de carne sin consumirse y los que, por miedo de plasticidades paganas, primero se encogen y luego se mueren.

Vuelta a la alegría

La alegría que traen las mudanzas será quien ha dado a Esther el ritmo vivo de la “Lluvia”, vivacidad que se prolonga en casi todas las demás por una resonancia que dura hasta el fin del libró y que gana el pecho mismo del lector. Resonamos una hora de su ritmo; somos el sumiso tubo de aluminio que lo repetirá la semana entera.

Unas combinaciones a base de endecasílabos y heptasílabos, manejados de manera libérrima, hacen la corporalidad de casi todos los poemas, y agregan al libro otra homogeneidad más. Me hace falta tener al lado un viejo pitagórico que me susurre a la oreja el sentido de esta adopción del poeta. Entre casamientos místicos, el de nuestros sentidos con una medida y un ritmo me intrigó siempre por misterioso y digno de averiguación.

La alegría, musa eterna, pero abandonada durante siglos, vuelve a levantar la cabeza en la poesía de estos años, penosamente, porque los pudrideros otoñales del romanticismo tardan mucho en disolverse.

Mirando de cerca, el gozo de Esther de Cáceres confiesa, aquí y allá, una voluntad heroica: ella quiere rehabilitar la boca triste para el pan del gozo. La creencia la salvó del lado diestro, y su vitalidad desde el otro, y así ella ha podido aventar los dolores y el dolor como hace la gaviota hostigada por los pájaros de presa.

La vitalidad que nos sirve en los negocios más opuestos, ha valido a mi compañera, que no es una Judith pero suele resbalar hacia Débora, el mantenerse recta y entera en las tormentas y en los sismos de dos generaciones. Y lo que atravesó sin daño una borrasca, también ha de cruzar sin hacerse pedazos, la otra que sólo comienza.

Riqueza temática

El idilio luchado de Esther con el viento, es cosa substancial y digna de releerse; su contracarrera de Atalanta torturada, batida por los cintajos del gran gitano. Lo quiere y no lo tiene, pero lo persigue; se trenza con él y su rabioso amor acaba venciéndolo. ¡Ay, amiga Esther: él no es nunca el vencido; él es quien bailará en nuestras sepulturas!).

Por ahí se atraviesan en las nubes sin razón alguna, y nos enfadan, unos pianos impertinentes. No logramos emparentar con la espumajería divina de la nubazón, a esos tontos laqueados en el negro peor, y que nacen y mueren “pesados de la más pesada pesantez”.

Pero nada más que a vuelta de hoja se nos deshace la cólera: ella nos da una visualización y un tacto admirable de Libros transfigurándoles el pobre cuerpo de celulosas viejas.

No hay juego más absurdo que el de las piezas de un libro de versos. De la fila recoleta de los Libros pasaremos a una “Fuente”, escuchada y absorbida por oído muy espiritual, por orejas sin carne. Son los surtidores de una “Fuente” y “cantan sobreviviendo”. La muerte de los chorros, que no se ve, a causa de su inmediata resurrección, se dice aquí con manera lindamente elíptica.

Siguiendo este itinerario de poeta, el más ataran-tuilo del mundo, ahora paramos delante de una Hiedra simbólica que no se quiere tocar, de verla así, delicada y dolorida, y conocemos el muro de su arrimo que es carne viva también, como su amante.

Todo es carne para la humanísima Esther, aunque ande desde hace años enamorada de los ángeles. Esto no es aberración ni es el amor empecinado de los contrarios. Las mujeres sabemos desde todo tiempo que la escalera adámica va desde la bestia al ángel, pero sin saltarse al hombre, y sabemos igualmente cómo el burlador que se salta el segundo escalón rebana al Ángel antes de abrazarlo. La amiga mía no corre ni vuela peldaños: los sube morosamente: soberbia no es, insensata menos.

Reparamos leyendo “La Hiedra”, asunto blando, que a otro lo echaría a buscar lanas verbales, en uno de los grandes equilibrios de Esther. Su verso no da nunca al lector el codazo feo de una dureza aquí o allá, pero tampoco se reblandece por apego al asunto, acabando en la jalea de vocales y consonantes deshuesadas. Sus estrofas corren ni cascajadas ni enjabonadas; ellas tienen hueso, tendón y carnecilla, como el brazo de Eva.

Me gana los ojos y el entendimiento “El Fuego”, que ella nombra a maravilla como el “único árbol despierto a través de la muerte”. Muy rica ha de ser la que alumbra novedades en tema tan rasguñado por la poesía actual. Esther da los fuegos de afuera y el más nuestro de todos, el que va por la caña de nuestros huesos, y da otros fuegos más, en sólo tres coyunturas de estrofa.

A nuestra hermana la condensación le viene y conviene. (Tal vez no sirva a todos los que llegan, como Juan Ramón, de vuelta de las plétoras y se avergüenzan de sus congestiones pasadas).

Dos poemas

Punzante y sangrador, para mí, es el “Canto Ardiente”, esta vela mortal de hombre vivo que Esther recibe de la Imaginación pura, tremenda diosa endrogada a quien servimos por bien y mal nuestros.

La poetisa, que es médica, es decir, mujer fuerte, ha sido capaz de estregar en la mano aquel cuerpo querido, como quien toca una medalla sintiéndole a la vez el lado entero y el que se desmorona. Yo, flaca de años y de congojas, no puedo con la prueba y me disuelvo en ella; Esther puede, porque siempre fue más lejos que yo en los corajes del alma.

Sigue un poema señaladísimo, el pungente “Nocturno Herido”, que remata la experiencia, para mí tremenda:

 

Mientras las nubes pasan sobre el tapiz antiguo

del tiempo herido

yo olvido el suave musgo y los pies vivos

 

porque tu ser tendido

yacente en mis rodillas

me atrae como la sed. Hacia tu muerte

como hacia el mar me inclino

y me busco en tu faz como en espejo

hasta que el día declina.

 

Duermo entre tus imágenes

redobladas y vivas

y la aurora sorprende un raro sueño:

 

Yo voy corriendo mi veloz carrera

sobre mármoles fríos.

 

Pasan las nubes... son veloces... miran

un ser yacente, un templo entre cipreses

por el agua del mar humedecidos.

Miran una gran fuente

plantada como un árbol

en medio de la tarde y el olvido...

Sola imagen tranquila

de tu muerte tendida en mis rodillas.

 

En fuente y ser de muertes yo me miro

y pasan nubes

sobre tu ser tendido,

sobre mi ser que el Tiempo no atraviesa,

sobre un tapiz de tiempo

que fuga y permanece;

sobre un césped de tiempo

donde la cruz de Amor se planta cada día

y mis pies silenciosos y desnudos caminan!

 

Más Ángeles

Regreso a los Ángeles, porque la dionisista me los ofrece de nuevo. El poema de su nombre me recuerda el voleo de alas que lanzó Eugenio D’Ors cuando le importaba más el Areopagita que el Gral. Franco. (Ay, pena de mi amigo querido!). La bandada de ellos, el catalán la recogió en el misterioso Dionisio o en el más próximo Cardenal Newman, que ardía de ellos.

De aquel voleo de alas saldrían los primeros ángeles de Rafael Alberti y de allí todos los hispano-americanos que cortan el aire y rasan el suelo de nuestra América a medio cristianizar todavía. Sabemos que en estas regiones la mayoría son dudosos y han salido del ingenio y la tinta, y no más. Pero escarbando (¿por qué no escardar en plumas también?) pueden hallarse varios ángeles genuinos, parientes del prometido a Moisés y del Angel mariano, que tal vez sea el mayor. Entre éstos andan los que Esther posa en el libro, convidándonos al “creer para ver”.

Aun nos retiene hacia el final del libro hermoso, una fantasmagoría de la mano. Es la suya. Su diestra ajetreada y quieta de mujer de menesteres opuestos, y tan lograda resulta allí como en su vida.

Miramos a la compañera a través de los ocho años de no verla, y la reconocemos bendita en el arte y en la caridad. La mano que nos da despidiéndose, se parece a la de su Hiedra, en la palma abierta y los dedos taumaturgos, que curan tanto en la canción cristiana como en el hospital laico.

Notas:

[1] De San Juan Evangelista

 

[2]  De San Vicente de Paul

 

[3]  Los conquistadores de Brasil.

Gabriela Mistral

Petrópolis, marzo 1945

Prólogo del libro "Concierto de amor y otros poemas" de Esther de Cáceres

Editorial Losada
Talleres gráficos de Domingo E. Taladriz, Buenos Aires, 1951

 

Esther de Cáceres en Letras Uruguay

 

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