“Tripulación… ¡preparada!”, suelta Andrea Merenzon, batuta luminosa en mano, al comienzo de este Viaje al centro de la música. Esa tripulación está compuesta por unos treinta jóvenes músicos que guían a los visitantes por las diferentes “estaciones” de “la familia de la música”: Las cuerdas (frotadas con un arco, pulsadas o pellizcadas, percutidas); los vientos (con lengüeta o caña, con boquillas metálicas cónicas, de sopo directo), la percusión (entrechocar, sacudir, golpear, percutir…). Y también está la de los “doctores de la música”: allí un luthier muestra cómo se construye un violín, cómo se puede reparar, cuáles son sus piezas (la voluta, el clavijero, el puente, las costillas, ¡el alma!). Cada visitante puede armar su viaje como mejor le guste, y entre los trayectos aparecen personajes de época que dan idea del momento en que se crearon muchas de las obras que ejecuta una orquesta sinfónica  

Andrea Merenzon, creadora de espacios como el Encuentro Internacional de Orquestas Juveniles y el Festival de Iguazú, en plena selva misionera, ya había probado esta idea de “mirar y tocar” con el “Musicatorio”, un laboratorio musical interactivo,  con la premisa de que “sin conocimiento, no hay libertad de elección”. Desde esta certeza pensó también esta propuesta, que abre la posibilidad a los chicos de conocer cada instrumento, tocarlos, sentir la vibración al producir el sonido, y tal vez, finalmente, una identificación. Aún a los que ya están insertos en algún estímulo musical: “Creo que quienes eligen un instrumento muchas veces lo hacen a ciegas, sin el conocimiento suficiente, porque que no conocen aquellos que está descartando en su elección. Para que esta elección sea consciente y libre deberían conocer la mayoría y decidir con cuál quedarse”, asegura. Lo dice por experiencia: es fagotista desde hace más de treinta años de la Filamónica del Colón, según contó a inicio del “viaje”. “Y probé un violín recién a los 30, un chelo a los 24, nunca toque un timbal, un arpa, un trombón, una tuba y muchos instrumentos de percusión sinfónica. No existe la posibilidad de hacerlo, ni siquiera entre los músicos profesionales… porque es muy difícil pedirle a un colega te preste su instrumento para satisfacer una curiosidad”, sonríe.

“Hay actividades que pueden probarse sin nivel de exigencia: deportes, teatro, artes plásticas… Hay niños que juegan al fútbol o cualquier deporte, que practican una obra de teatro en la escuela, que pintan o escriben, y en el instante de conocer la disciplina perciben si logran una sensación  de placer o displacer. Pero la música sinfónica no permite esta sensación, porque no se puede tocar en una orquesta, aunque sea infantil, si no se ha estudiado el instrumento primero”, razona la directora. ? “Cuando el Teatro Colon me ofreció  la posibilidad de presentar esta propuesta allí, sentí que debía tener otro formato, que incluyera además la experimentación individual y el aprendizaje (hay paneles informativos, un lutier, material audiovisual en pantallas), y la experiencia colectiva ligada a la música sinfónica”, explica.  

Durante una media hora, los músicos invitan a los chicos (y a los grandes) a que prueben todos los instrumentos, y les van enseñando una nota, las cuerdas en pizzicato al aire, los vientos en posiciones fáciles. Van asignando instrumentos a cada chico y, al final, “se llevan” esa nota para tocar en una orquesta, con todo lo que implica esa experiencia, y que “la batutera” Merenzon (según la definió alguno) explica con didáctica precisión: seguir las indicaciones de la directora, escuchar a los compañeros, saber hacer silencio, saber sentarse, y hasta saber esperar el momento de saludar y agradecer los aplausos del público. O por qué en una sinfónica se usa ropa especial, y por eso les dan unas remeras que tienen dibujada la pechera de un frac. Así todos terminan tocando sobre una pista del famoso Can Can de Offenbach. Son músicos de una orquesta sinfónica. 

“Tuve sensaciones muy fuertes al dirigir estas orquestas de niños que nunca habían tocado un instrumento. Llegan a ser casi 90 chicos y algunos adultos que juegan a tocar en una orquesta junto a jóvenes músicos, que los ayudan a que puedan sostener los instrumentos, les marcan los tiempos y les acomodaban las posiciones”, cuenta Merenzon. “Me llama la atención que sienten fácilmente el contacto con un instrumento exótico, no temen. Nno les importa intentar y que salga mal o feo, porque están jugando. Y en un juego no hay exigencias frustrantes si quienes jugamos les planteamos las reglas claramente. Si se equivocan, les decimos que  en la repetición pueden mejorar, que como en el entrenamiento físico progresamos con el esfuerzo y el trabajo. Y además saben que los demás están como ellos, en las mismas condiciones, no hay competencia, todos tocan lo mismo… ¡una solo una nota! (risas). Pero ellos escuchan una sinfónica completa tocando debajo, o sobre, o entre ellos, y se sienten parte”. 

Merenzon dice que al diseñar esta propuesta tuvo presente el recuerdo de su primera sensación al tocar en una orquesta, “abrumadora y fascinante”. “Imagino que entonces tocaría unas diez  notas más que estos niños, pero no mucho más”, se ríe. “Fue determinante en mi vida, no sólo en mi carrera, sino en la comprensión de la potencia del trabajo colectivo”, asegura, y concluye que esta experiencia puede ir en contra de la idea de que la música es sólo para dotados, entusiasmar, motivas y despertar vocaciones. En momentos “de desguace” como el actual (el programa de orquestas infantiles y juveniles fue virtualmente desarmado; la Orquesta Sinfónica Nacional atraviesa un momento crítico), cada oportunidad como ésta cobra aún más brillo.