Subversivo y peligroso

“El policía acercaba el fósforo a la pila de libros, y era obvio que no tenía ninguna chance de éxito. Así que le dije: oiga, ¿por qué no va a buscar un poco de nafta o kerosenne?”, recuerda ahora Figueira, sentado en una mesa del bar del Centro Cultural de la Cooperación, donde, a la vuelta de los años, las fotos que tomó cumpliendo una orden judicial se exhiben convocando la memoria. “Y yo pensaba: ¿Qué hace Ricardo? ¡Encima les da ideas! Entonces vino uno de ellos a pedirnos plata para comprar nafta. ¡Lo único que faltaba! ¡Darles mangos a esos tipos para que quemaran los libros!”, agrega a su lado Toubes. La imagen es surrealista –“patafísica”, se sigue riendo Toubes–, si se observan las fotos grises y se tiene en cuenta que los implicados llegaron a temer por sus vidas, y sobre todo por las de los obreros del depósito, que tras el procedimiento permanecieron presos varios días. 

“Había libros, fascículos, y también algunos discos. Eran los que sobraban del sistema de distribución en quioscos que había inventado Boris Spivacow, y que obligaba a tiradas que nunca bajaban de los diez mil ejemplares. Venían todos humedecidos del depósito y, encima, muchos estaban envueltos, encintados. No se iba a quemar así nomás”, sigue repasando Figueira. Toubes le agrega algo de poesía al relato contando que entonces pensaba: “¡Qué buen papel, qué buena encuadernación! ¡Qué buenos libros que hacemos!... En eso comienzan a salir obreros de las fábricas y también chicos de las escuelas: ¡queman los libros, queman los libros!, gritaban. Entonces yo les decía, bajito: Afánenlos. Afánenlos”...

Entre esas publicaciones pudieron estar colecciones como Documentos de Historia Integral Argentina, o la Historia del movimiento obrero, o enciclopedias de los más variados temas, o el recordado Atlas Total, o colecciones para chicos como los Cuentos de Polidoro o Los cuentos de Chiribitil. Se trataba de “material subversivo y peligroso”, que “atentaba contra la Constitución Nacional”, según había concluido el juez federal platense Héctor Gustavo de la Serna. Y por eso había decidido su inmediata quema. No sólo eso: para dar el marco necesario de “legalidad” a aquel procedimiento, y garantizar que su orden fuese cumplida y no que, por ejemplo, los libros fuesen robados o revendidos, ordenó que los propios damnificados por su sentencia fotografiaran el proceso.

“Chiquito, hay que mandar un fotógrafo”, cuenta Figueira que, como jefe archivista y documentalista, le pidió Spivacow. Como no quiso exponer a ninguno de los fotógrafos, cuenta también,  él mismo se hizo pasar por fotógrafo de la editorial, aunque en esta materia no era más que un aficionado. Amanda Toubes decidió acompañarlo: ella se hizo pasar por su asistente. “Para ver a la cara a los que quemaban nuestro trabajo”, explica hoy. 

Ambos aparecen en una de las fotos que integran la muestra Memoria en llamas. Toubes es la joven que se cruza en la escena intentado protegerse del frío con su chal, sin soltar su maletín de trabajo y algo que parecen carpetas bajo el brazo (¿colecciones que estaría emprendiendo, material para seguir corrigiendo?). De Figueira se ve la sombra, de su cabeza apenas, en el pasto.  

Libros y cuerpos

Como vecino de Sarandí, Alejo Moñino dice que siempre sintió cercano aquel episodio que ocurrió cuando él tenía tres años. Fue así como, cuando se cumplieron treinta y cinco años de la quema, ofreció a la Municipalidad de Avellaneda hacer unos micros documentales que concretó junto a Diego Varela y Diego Boulliet. Gracias a este trabajo conoció a Toubes y a Figueira, se enteró de que este último tenía guardados los negativos de la serie completa de fotos, que hasta entonces nunca había sido publicada en su totalidad. Y terminó convirtiéndose, dice, “en una suerte de curador improvisado de la obra de Ricardo, que va girando a medida que las instituciones se enteran y la piden”. 

–¿Qué encontró de particular en esta historia? 

Alejo Moñino: –Cuando comencé el trabajo, lo primero que encontré googleando fue una contratapa de Página/12 que escribió Mempo Giardinelli, de cuando se habían cumplido treinta años. Lo ubiqué y me contó su parte de la historia. Sin haberla vivido, con la mejor de las intenciones y con su prosa, él había armado en esa contratapa una historia épica, con todo un tono de marcialidad, con ribetes que remiten a la quema de libros del nazismo. Después encontré a Amanda y a Ricardo y, como periodista, se me podría haber caído toda mi hipótesis. Me encontré con una imagen totalmente diferente...

–¿Cuál era esa imagen? 

A.M.: –Una más parecida al Conurbano que yo conozco, de esos baldíos que yo conozco. Una historia gris, patética, triste, con unos tipos armados que no sabían ni prender un fuego. No había ninguna voz marcial que dijera “¡Procedan!”, como se había imaginado Mempo... La escena, periodísticamente, en un punto se me caía. Pero, en cambio, adquiría toda otra dimensión humana, mucho más terrible, como tan sabiamente dicen Amanda y Ricardo...

Eso que dicen se escucha en la voz de Amanda en uno de los micros documentales que pueden hallarse por Internet: “La desaparición, muerte, tortura, arrojo al río, quemazón de los cuerpos... eso era nuestro país. Por eso yo digo siempre que los libros se reponen. Los cuerpos no”. 

Está también en las dedicatorias y en los nombres que insisten en no olvidar, y que piden repasar también aquí: Daniel Luaces, trabajador del CEAL, asesinado por la Triple A en 1974. Wenceslao Araujo y su esposa, secuestrados en 1976; David Jacovkis, químico, marido de Miriam Polak, importante figura de Eudeba en los comienzos del CEAL, detenido y torturado junto a su hijo. Atilio Cattáneo, Ignacio Ikonicoff,  Marta Brea, Graciela Mellibovsky, Diana Guerrero, Conrado Ceretti, Claudio Azur, colaboradores externos desaparecidos. Los obreros Juan Campos Araujo, Benito Villamayor, Alberto Giovanoli, Alejandro Nicoletti, Aníbal Contizannetti, Roberto Gutiérrez, Jorge Cufre, Andrés Avelino Somer, Héctor López y el chofer Eugenio Florio, detenidos tras la sustracción de los libros y presos por varios días.