Conocí a Blimunda por José Saramago. Él me enseñó también a mirar
una Lisboa en tiempos donde los hombres se amaban sin letras. Sencillo,
profundo, sin vacilaciones. Conocí a José Saramago por Blimunda. Ella me
enseñó que no hay hombre capaz de evadir el silencio ni el peso de sus
palabras. Él me encendió Sietesoles en los ojos y juntos me mostraron
que “nadie puede huir de su destino”, porque el destino de la humanidad
(esto lo aprendí solo) está lleno de palabras.
El mundo nos sale al paso todos los días sin importar qué suceda. Y en
este siempre correr, que es la existencia humana, olvidamos contemplar
el entorno que nos muerde el corazón todos los días. Situación común en
una era donde la velocidad desplaza a la calidad y el silencio es un
pájaro escandaloso. Pero el sonido no cesa.
A través de los sonidos escuchamos la vida latiendo aprisa la mayoría de
las veces. Incesante y por momentos necia. (La necedad también cuenta
con su propia belleza, tan sólo mírese el terco giro de las estrellas
siempre encima de nosotros, inagotables fuegos.)
Con esa misma insistencia, los sonidos vuelven nuestros ojos a mirar lo
ignorado hasta ese momento. De la misma forma, las voces inmersas en la
obra literaria del único Nobel en lengua portuguesa, José Saramago, se
desprenden del mundo para mostrarnos la vida como un vitral de escenas
múltiples donde la insistencia es el color de la vida: existir es
insistir. Si bien la insistencia no corresponde a la descripción de los
sentidos, es imposible afirmar que cada sentido no posee una fracción
distinta de insistencia. Es decir, no se trata únicamente de mirar,
escuchar, oler, saborear o tocar; se trata de insistir el tacto, el
oído, la vista, el olfato y el gusto. Significa golpear la puerta de la
realidad cuantas veces sea necesario e incentivar la imaginación, porque
distinta es la realidad en la insistencia pero no ilógica: no hay error
en lógica distinta.
Bajo esta tónica, Saramago se yergue como un fino orquestador de
situaciones llenas de matices, capaces de trazar galaxias enteras de
besos, conversaciones y paisajes. Todo un conjunto de acontecimientos
donde la materia prima es la humanidad y sus demonios. La contradicción
y su belleza.
La lectura es un diálogo. Todo ejercicio de lectura supone, además, un
momento de abandono. Y es justo en ese momento cuando la inquietud o la
desaprobación del lector se dirige no al autor del texto, sino al rostro
y la figura de los personajes que nutren la historia en cuestión.
Por ejemplo, ahora mismo alguna Lidia está temblando en la habitación
201, en cualquier parte del globo, frente a un Ricardo Reis que no
entiende de quién son los interminables temblores que avanzan por su
pecho y le bajan hasta las rodillas, ahora inmóviles por el encuentro.
¿Quién podría, rotundamente, negarnos lo contrario? ¿Quién sería el
salvaje?
De alguna u otra manera, todos conocemos a una Lidia, a un Ricardo Reis,
o hemos estado dentro de alguna habitación 201 con los sentidos al filo
del derrumbe, y los ojos a la altura del pecho porque el corazón quiere
mirar lo que sucede pero no alcanza el techo de la vista. Todos hemos
sido, alguna vez, un Baltasar Sietesoles cegado por una Blimunda de
carne y hueso, porque todos somos un corazón en ayunas.
El universo saramaguiano está lleno de música. ¿Por qué habría de ser
diferente la labor de un escritor a la de un músico? ¿No tienen sonido
las letras, no silba el silencio dentro de nosotros cuando se apaga el
bullicio del mundo? Escribir significa escuchar y ser escuchado,
despabilarse. Escribir es hacer música, tener en insomnio los sentidos.
Octavio Paz, otro Nobel de literatura, habla en el ensayo “Los reinos de
Pan” acerca de un saber más profundo fincado en el saber poético.
Un conocimiento adquirido en los sentidos y, por esa razón, muy valioso:
“Los sentidos, sin perder sus poderes, se convierten en servidores de la
imaginación y nos hacen oír lo inaudito y ver lo imperceptible.” Sentir
significa crear. Es posible conocer un mundo a través de la música; en
ese mundo la imaginación resuena.
El artista es un ser despabilado. En
su trabajo deja, sin importar la naturaleza de éste, un pedazo de sí
mismo reflejado en cada una de sus creaciones. En ese instante el autor
se convierte en un personaje. Bajo esta lógica, la obra literaria de
José Saramago está llena de fragmentos de él mismo y la obra es el
rostro de su propio autor. Ya sabemos que todos los creadores hacen, de
manera inevitable, su obra a imagen y semejanza. No debería
sorprendernos, entonces, si, tiempo después, nos enteramos de las gafas
usadas por la esposa del doctor para no quedarse ciega. Quién
sabe.
El reflejo de José Saramago es extraño (llamo reflejo a la obra del
autor, que más que obra es una antología de ojos: imágenes y sonidos
empleados por el novelista para aprehender el mundo durante toda su
vida), porque la incertidumbre se cuela entre las páginas de las novelas
y jamás terminamos de saber qué sucedió con María de Magdala, María Sara
o la propia Blimunda después de rencontrarse con Sietesoles. No importa
cuántas veces se acuda a sus libros, el desasosiego siempre tendrá un
lugar en las páginas de Saramago.
Juan Gelman, poeta argentino, señaló que “la inteligencia y el instinto
encienden fuegos en la noche”. Con razón, cuando era un niño, Saramago
dormía a la sombra de una higuera en compañía de su abuelo. Años más
tarde nos recordaría que también la sensibilidad ilumina la noche, y no
hay distancia posible aun en las tinieblas. Blimunda es una muestra de
lo dicho: era más oscura la noche de sí misma cuando perdió a Sietesoles;
diferente es el caso de la Muerte enamorada a oscuras de un
violonchelista. Un amor que le cerró los ojos a la Muerte e hizo que,
aquel día, no muriera nadie.
Para hablar de un novelista bastaría con escuchar a sus personajes.
Nadie mejor que ellos conoce las peripecias experimentadas por la mano
que los trazó. La inquietud de la idea, el bochorno de la hoja vacía
dejando en blanco al autor, el domar las palabras para que ninguna salga
fuera de la foto.
Así fue y así continúa siendo la obra de José Saramago: un crisol de
posibilidades narrativas, técnicas, literarias, pero sobre todo humanas,
que develan la última palabra en manos de los actores, no del escritor.
Porque los sucesos jamás han sido como deberían, sino como son. Y ya
duelen bastante o vivifican según sea el caso.
La muerte nada logra contra la memoria de la vida. José Saramago fue,
antes que un escritor, un ser escrito. Desde muy temprano se mostró
sensible a los susurros de su entorno inmediato, mismo que, más tarde,
influiría y determinaría las diversas historias de sus libros. A cada
uno de sus personajes; los rostros, los cuerpos, los besos, los temores,
incluso los nombres, cobran sentido y pulso en el pasado de un hombre
que gustaba de andar descalzo para sentir el lodo de su aldea, en
Portugal.
Contra todo pronóstico, la humanidad se sobrevive con el paso de los
días. Y es en esta existencia, breve por los siglos de los siglos, donde
florecen las voces de José Saramago. Donde se escucha el poder de sus
palabras —musicales siempre—, y hasta el silencio en él es un pájaro
escandaloso.
Ahora mismo dejo aquí a María de Magdala, a Joana Carda, Marta, Isaura,
Blimunda, Lidia. Dejo aquí a las mujeres de Saramago para que sea su
música quien hable por él, porque no ha nacido el hombre capaz de huir a
su destino, y mucho menos al peso de sus palabras. José Saramago no ha
muerto, aún está cantando bajo la inmensidad de la noche donde a más de
uno encendió Sietesoles en los ojos… Ojos repletos de palabras, las
suyas, las tantas, las todas.
El autor:
Alfonso Meza (Ciudad de México, 1990). Estudia Ciencias de la
Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la
UNAM. Ha publicado en Glow!, Líbido, Vida Funky y
Escrutinio. Formó parte del taller de poesía experimental
dirigido por el poeta Raúl Renán en el Centro de Creación Literaria
Xavier Villaurrutia. Es colaborador de la revista electrónica
Contratiempo. |