Las vetas del adoquín [1]

por Nilda "Tununa" Mercado

1 Caja de escritura

Un día cualquiera, en un momento de mi escritura, enuncié: “Escribo mi caja", reuniendo sólo en tres palabras mi hacer y mi deshacer cotidiano, mi “artesanía” u “hosco arte”, como designaba su oficio Dylan Thomas. En esa caja hay un ancho por un alto, caras, profundidad, volumen, dimensiones, radios que se abren en haz desde un punto, perspectivas, puntos de mira, y yo voy desde el vértice más septentrional y terráqueo hacia el Norte más alto, el del firmamento, pasando por la línea de horizonte de la mirada, y de allí hacia el Este y el Oeste, tentando los muros de la caja hasta encontrar una saliencia que me indique que justo allí, en esa superficie, hay una piel, como un leve párpado, a partir de la cual se puede “despegar” algo, una imagen, un sentido, y eventualmente hasta una idea, que será escrita en ese deambular por la caja. La caja no tiene un carácter representativo, no es una casa, ni un útero, ni un féretro, ni una iglesia, ni una caverna de la especie, es un continente para el oficio único de la escritura, y se podría decir mucho más sobre todo lo que ella no es, como por ejemplo, no es un espacio con ventanas ni con puertas que faciliten el paso entre el adentro y el afuera, allí son otras las categorías para entender lo que sucede. Ni interior ni exterior, una instancia otra que se recorre hasta encontrar un grosor que se desprende al mismo tiempo que se fija en la serie de la frase y de la línea.

El sueño a veces sale del vértice más distante y a medida que asciende va lamiendo la realidad, recogiendo con su lengua nocturna la sustancia de la vigilia, hasta confundirse con ella; sube, llega hasta esa especie de cielorraso que el punto de mira ha hecho de uno de los planos de la caja y baja por las paredes, recuperando cúmulos de memoria de otros sueños y de otros textos, restos de la duermevela, impregnaciones de un inconsciente destabicado, que suelta sin mayor reparo su material en la caja. Recinto de captación y de resonancia, la caja se escribe en sucesivas concentraciones y nada es más suave que su manera de posarse sobre los desprendimientos que habrá de marcar y circunscribir para decir, ni nada es más violento que su trabajo de absorción y desasimilación de las cosas de este y otros mundos. El texto se condensa, como el vapor en rocío, en el punto de convergencia de las líneas del cubo, y se precipita e inunda, para seguir con la metáfora atmosférica, la caja autoportante escrituraria móvil. La caja no se abre, ni uno entra en ella. Quien escribe es la caja, es su caja y está en ella a designio.

2 Robar el texto

En los últimos años, quizás como consecuencia de la vocación obstinada del feminismo por ganar el uso de la palabra para las mujeres borrando un destino de mudez y confinamiento, la escritura apareció como el espacio más alto de libertad: no sólo había que hablar, sino que había que dejar por escrito la corriente que ahora se soltaba, inundando a borbotones cualquier madre o río-madre que ofreciera sus cauces.

Robar el texto fue como robar el fuego: el crepitar de la composición escrita a veces se extinguía en las nieblas del amanecer o lanzaba humaredas mortecinas bajo súbitas descargas de lluvia. Una mujer volvía a encender la lámpara y en el estremecimiento de ese poder conquistado reverberaba una remota, a veces vergonzante noción de lo sagrado. El acto, recomenzado cada vez con la misma y aparentemente rutinaria devoción, no podía ejercerse sino en reclusión, de incógnito y de manera furtiva.

Ese “protocolo" de escribanía no se escribía en primera persona, pero aun cuando se usara el subterfugio de un ella, el sujeto de la enunciación escamoteado bajo ordinales -tercera y hasta segunda en singular y plural- era un yo. El ella en el que se escondía el yo fue para mí una de las formas más inocentes aunque salvajes del sometimiento y, para ligar los términos con pertinencia, de la sujeción a un sujeto “literario" que la retórica sancionaba como modelo narrativo. Como esa dominación de la norma me repugnaba, llevándome a la rebelión, muchas veces traté incluso de eliminar toda persona y me interné en pasadizos oscuros y agenéricos, en reflexivos neutros que podían convertirse en cámaras heladas y al mismo tiempo quemantes por la energía que reprimían bajo la corteza del pudor.

3 Pensar una erótica

Anoche quería apresar, entre un sueño y otro, cuál era la molestia que me causaba estar “cobijada", como escritora, bajo la designación “literatura erótica". La cobija, si la hay, es como cualquier otra: pesa, da calor, pone techo y no deja mirar hacia arriba, produce, incluso, escozor y, sobre todo, aísla en una clasificación rutinaria. Igual asfixiarían otras cobijas: “usted es una novelista histórica", o “una costumbrista", o “una poeta lírica" o una “escritora feminista". Si la mera idea de los géneros como instrumento para encasillar y aun para marginar distintas prácticas puede provocar fastidio, por qué no ha de provocarlo una taxonomía que se le superpone en un mismo impulso de orden, rol o nómina cuyo designio, manifiesto u oculto, es demarcar y castigar al que se sale de las estructuras. Nunca he dejado de escribir que el máximo erotismo es precisamente escribir o, si se prefiere, solamente pensar o, aún más, contemplar. Pero, de noche, envuelta en cobijas, me esforcé en aislar una idea que diera cuenta, en ese momento de mi reflexión, de dos posiciones que de inmediato viví claramente separadas por un foso y, a medida que pasaban los minutos, por un abismo: literatura erótica y escritura erótica, que aparecían, cada una, en dos dimensiones diferentes, que de manera provisoria llamé sistema cerrado y fluido libre, respectivamente. Hacer literatura erótica sería aceptar un sistema con todo y sus normas, es decir un orden que promete o en el que se busca un determinado efecto mediante la combinatoria particular de ciertas figuras y con la voluntad de mantener una tensión que eventualmente habrá de dirimirse en un final triunfante. Apela a recursos, los dispone como valores, hace una economía anatómica basada en magnitudes, cuando no más pedestremente en medidas, y llega a proponerse como una pedagogía en la que alguien instruye a otro sobre el más alto rendimiento del placer, en posición de sometimiento o de dominación. Escribir erótica, o hacer escritura erótica “en fluido libre" implica más riesgos: la progresión se hace simultáneamente al avance del texto, y por eso mismo, por ser fluido, se distancia tanto de un futuro como de un pasado y capta la instancia amorosa en un continuo de las formas, en un devenir de esas figuras que obstinadamente se reúnen para separarse en la línea de la escritura. El acto de fusión es fuerte y desesperado el intento, porque pensar así una erótica, en ese lugar “otro" que es la escritura, es quitarse los ropajes -la cobija- y quedar abandonado(a) al máximo desafío: que las palabras extraigan y segreguen Eros, por la pura fuerza, ascética y desnuda, del acto de escribir. Esa sería la distancia entre premeditación (de literatura erótica) y meditación (de escritura erótica), interrumpiendo en dichos términos la corriente que los lleva, en un caso, a alevosía y, en el otro, a trascendental.

4 Adioses

No hay nada que hacerle. Por más que trate de evitarlo, hay un gesto que repito cada vez que me pongo a escribir: desde la mesa, acaso incluso entrecerrando los ojos, atisbo, o imagino atisbar, un horizonte más allá del espacio de mi caja, una suerte de línea que por su lejanía no puede sino ser un adiós, algo que ha estado y se ha ido pero que todavía reverbera y da señales de vida o de rescate, que vienen a ser lo mismo. No hay queja que valga, el gesto de escritura se funda en ese adiós y no hay variante posible: entrecerrar los ojos al borde de la página y a la altura de la mirada en posición de divisadero, es llamar al horizonte. La tarea es poblar la línea, traer ese adiós a la página, reconocer en él un objeto perdido y hacerle un refugio, incluso inscribirlo en un paisaje que lo cobije y en el que la naturaleza juegue a voluntad sus evoluciones. Si logro escribir, el paisaje se dibuja y casi podría decir que se traza como un escenario de utilería si no revelara en las frondas de sus árboles, o en sus nubes etéreas, para situar en un punto preciso su índole de paisaje, un terror arcaico que no se deja sondear, pero que está allí retador y pertinaz. Una vez que reconozco ese paisaje de fondo asentado en una primigenia línea de horizonte estoy en condiciones de cubrir el resto, desde luego, a partir de un trazado que va desde un punto de esa línea al centro productor de escritura, situado en un ángulo equidistante del horizonte propio de la caja.

Una tabla de escritura es la que sirve de base para todos los cálculos de perspectiva del texto, allí se deposita el yo disfrazado de otros sujetos verbales y la carga de subjetividades diversas, vestiduras todas cuyos dictados -pues nunca se visten gratis- aprietan el cuerpo de la escritura. El primer ceñidor que tendría que caer, para que ella fuera su único ropaje y pudiera andar con soltura, es el del género, que es no sólo una clasificación retórica que obliga a definirse, sino una suerte de condición social y hasta mercantil con un alto poder de modelación del perímetro y consistencia de la mentada caja. Nada es más difícil que desprenderse de la noción de género cuando se han entrecerrado los ojos para ver el horizonte del texto, y hay gente que libra verdaderas cruzadas en contra de esa supuesta tiranía. Pero, cuando cree haberse liberado, la caja, instalada en una cómoda iconoclasia, y en una altanera heterodoxia, empieza a girar en el vacío, centrifugada en el caos, atravesada súbitamente por la incógnita de la pertenencia y abandonada a un en sí del texto tan temerario como solipsista. Con todo respeto entonces tendrá que admitir por lo menos dos cosas: que eligió salirse de la norma pero que todavía la codicia cuando narra su solitario verso en medio de esferas desconocidas, y que tal vez por su estructura (en cuadratura de círculo), no pueda, sin traicionar su especie, entrar con su caja de escritura en el molde de otra caja de escritura.

5 Escritura a ciegas

Si no me hubiera sentado ante una máquina de escribir nunca habría escrito. Fue el paso de la pluma a la tecla, ese tipeo torpe sobre el blanco lo que estableció el circuito entre un adentro estancado y latente que se quería decir y un afuera que el acto mismo instauraba. Todo lo que antes había podido salir en cuadernos, cartas, diarios de adolescente, apuntes y notas escolares, dejó de existir en ese mismo instante. El principio ordenador fue tecnológico, su mecánica ruda plasmó una simultaneidad del pensar y el escribir y la incorporó como un mecanismo a mi persona. Pero antes de que el puente se tienda y aún mientras la tecla pone en acción el martillo y el martillo golpea e imprime en negro, la oscuridad es total. Trato de ver allí una señal antes de arrojarme o de cruzar. No veo porque está oscuro, no veo porque estoy ciega al pensamiento y a la palabra. El paso a la escritura no se deja captar ni se recuerda, se ha desplazado la carga desde el querer decir hacia el decir por escrito, se ha anulado el cero de la palabra y en la cadena que va a sucederse junto al cero se ha quebrado también el sonido. No sé si podré explicarlo: puedo ver lo que escribo, pero la escritura, el desencadenamiento, padecerá otra ceguera, la que se proyecta a partir de una imprevisión. No sabrá donde ir, pero finalmente irá, sucederá. Escribir no es hablar. Si pensar es el máximo erotismo, escribir es el máximo poder. A esta altura, es ese poder el que queremos lograr o medianamente preservar cuando la tecla martilla y vuelve a martillar. Sólo ese poder, que es la voluntad de forma -como sostenía Goethe- puede salvar a la especie humana de su destrucción.

6

Es tentador, aunque ocioso, establecer, en un puro ejercicio especulativo, la analogía entre bordar y escribir; poder realizar, mediante argumentaciones, la metáfora: la escritura es como un bordado, la labor es como el texto. De izquierda a derecha, al menos en nuestra lengua, la letra va mordiendo el blanco, paulatinamente se clava en él como garrapatas a la piel, en secuencias absolutamente regulares a medida que la máquina rueda y laten sus carbones interiores, o a medida que la pluma deja sus huellas como patas de gallina, que no de gallo, ni de punto pata de gallo, en el renglón imaginario sobre el papel. El efecto que se logra es de ojo de perdiz o de ojalillos que se alinean y que, si perforaran la superficie sobre la que se inscriben, harían encaje. Espacialización buscada tanto como cuando se hace texto lineal como cuando se hace texto poético buscando formar figuras mediante la disposición de los versos, las codas y las estrofas. En todos los casos, el sentido se amarra a la letra, la idea a la frase, el esquema a la sintaxis, y así siguiendo hasta formar una red en la que ningún elemento está solo. La tecla imprime, la pluma traza; muy cerca, imperceptible, acecha la mudez, la parálisis atisba, atentas al menor descuido de la tensión para interrumpir la letra.

El flujo de la escritura no se ha detenido, pero, de pronto, un silencio se interpone y busca estar allí, alineado también en la secuencia; obliga a la pausa. El dictado de la máquina de producir escritura y, más atrás o más lejos, de la máquina de producir imaginario y, más atrás, de la máquina de producir deseo, y así quizás hasta la última desolada fronda del inconsciente, el dictado, pues se interrumpe, como si el dictador se ausentara y dejara todo, irresponsablemente, en blanco, o todo en negro, en tinieblas.

El texto ha quedado apresado; la letra busca salir, el hilo se ha roto por lo más delgado, y la estructura muestra su vacío. Huérfana de información y sin móvil, la escritura se desespera. Busca créditos, se dispone a enajenarse. Tiene que cazar sus puntos de referencia fuera de la estructura, en otro orden que le preste su cauce para seguir o que contenga su desborde. Como un amante que, cuando se distrae, trae en vuelo rápido, en un ida y vuelta vertiginoso, al tercero ausente, el gran prohibido, el texto convoca a la palabra fuera de su lecho madre.

7

Con igual afán de perfección que el bordado o el cosido, el texto vuelve a hilvanarse y progresa. La tachadura una vez, la sobretachadura otra vez, nada lo detiene cuando se ha lanzado sobre el riel: múltiples agujeros se abren a un espacio cuya naturaleza es indefinible. Quien mira por los huecos de la escritura no encuentra el ordenamiento de las cosas que esperaba, ni las clasificaciones que preservaban su inocencia: lo que ve tiene el fulgor de lo que se acaba de conocer pero que sigue siendo desconocido, un aura que ha sabido aprovechar la transparencia que le es propia para iluminar zonas que nadie advertía. Lo que ve a través de la trama de los deshilados, desde la pequeñez en que permanece, alerta y temeroso por el objeto que sucesivamente lo colma y lo abandona, es una escena reflejada, sometida a los reiterados trasvasa-mientos de la luz y la sombra, de la palabra y el silencio que se poseen y se pierden en un juego de ocultamientos. A través de la trama hay que mirar con otros lentes, otras disposiciones y otros dispositivos. Si se insiste, si la paciencia no se agota, el horizonte que aparece, como a través de un velo o una celosía, tendrá la cercanía más próxima imaginable, la de la letra, entre el renglón y la mirada, quizás mucho más acá, adentro de la pupila, en la yema del máximo dedo tabulador, en el plexo que recoge, con la ansiedad del enamorado, la palabra de la amada.

8

Después de estas citas llego al momento del cero. Mi título para esta sesión fue inicialmente “Las vetas del adoquín”. Es lo que se me figuró como el objeto inasible e inexpugnable de la escritura, una pieza de granito, gris, rugosa, con una resistencia incomparable a los golpes, encerrada en su densidad. Una piedra ladrillo o un ladrillo de piedra. Imperturbable, lapidaria. Piedra escuadrada, del árabe ad-dukkan, sobre su superficie trepidan las ruedas y resuenan los cascos de los caballos, la lluvia se escurre en sus estrías y el sol calcina sus grietas. Es una piedra muda, sin embargo. Sin vetas. Sin rajadura para la gubia, sin caladura de inserción. Sólo basamento. Cuando la condición de la escritura, su “cero” está encerrado en su interior, es inútil acercar el oído para darle sonido, rozar el áspero lomo o palpar los ángulos imprecisos para darle tacto. El adoquín no es la página en blanco, es la negación del blanco. No rueda, no se desplaza, no tracciona. Si el adoquín no se ha desplegado en el damero para ser manto de la calle, que es su función y su único sentido, si en su pura dimensión singular obstaculiza desde su cero impenetrable el tránsito y poco a poco ocupa el espacio del hacer, ha triunfado sobre el deseo, ha obturado la pulsión primigenia. Se nos ha superpuesto, nos ha adoquinado en la impotencia.

Allí está, la miro, no se discierne su interior, habrá quienes puedan saber su constitución y quien haya fijado el origen de su uso en siglos remotos, doscientos, trescientos. No será piedra rodante, rollinganddukkam, pero en su encierro y en la cripta en que me encierra hay una estable gravedad que me ha dejado depositarla sobre esta mesa.

Nota:

[1] Leído en la Maestría en Escritura Creativa de la UNTreF, el 13 de mayo 2015, Centro Cultural Borges. Antes de leer el texto la autora colocó un adoquín sobre la mesa.

El fantasma. Una cita imprevista - Tununa Mercado

Publicado el 15 may. 2012

Una cita a ciegas programada por una celestina tan especial como Silvia Hopenhayn que une a cada escritor con su lector imaginado.

 

por Nilda "Tununa" Mercado

Publicado, originalmente, en Revista Zama /7 (2015)

Revista del Instituto de Literatura Hispanoamericana - Filo: UBA (Argentina)

Link del texto: http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/zama/article/view/2200/1931

 

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