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Dilemas entorno a la muerte. Apuntes para una reflexión
Lic. Ana Méndez Mariño

La muerte fue un evento reverenciado por los antiguos que consagraron divinidades a su culto como el Osiris de los egipcios, el Hades de los griegos, el Plutón de los romanos. Hija de la noche y hermana del sueño, enemiga implacable del género humano y odiosa a los mortales.

La muerte es el precio que paga la vida por el incremento de su complejidad, pero de todos los seres que habitan la biosfera el hombre es el único en darse cuenta de su finitud existencial, de ahí el interés marcado hacia ella. La cavilación entorno a la muerte se basa en primer lugar en la experiencia que poseemos, tanto cuando presenciamos el fallecimiento de otros y a la vez cuando estamos vivenciando nuestro propio envejecimiento.

 La vida en su devenir constante conduce ineludiblemente al fin, de ahí que consideremos a la muerte como uno de los fenómenos donde con frecuencia se tejen un sin numero de argumentaciones polémicas, reflejando lo difícil y a su vez  temible que nos resulta saber que hemos de morir, que la muerte ya arrastró a innumerables generaciones, de tal forma que todo ser humano podría en cierta forma repetir el gesto de Jerjes, el emperador persa que lloró contemplando su gigantesco ejército al pensar que ninguno estaría vivo cien años después.

La percepción en torno a la muerte depende en gran medida de la cosmovisión que tengamos del mundo; el argumento aporético de la muerte fue enunciado por Epicuro como un intento para conjurar el temor que aquella nos inspira. La muerte no existe para nosotros, en cuanto vivientes: mientras vivimos, no estamos muertos. Tampoco es nada para nosotros, en cuanto difunto: una vez fallecidos no tenemos la menor experiencia de ella[1] ; en Platón[2] la muerte es una mera apariencia, una puerta para trascender a otros mundos, para los filósofos existencialistas como Sastre es, sin lugar a dudas, un absurdo.

Aunque hay muchas formas de morir; (se puede perecer por enfermedad, accidente, de manera intencionada, de vejez o decrepitud), a su vez,  existen muy variadas maneras de desentrañarla, en algunas religiones morir es sólo el tránsito hacia una vida mejor, en otras es considerada una pausa para la reencarnación y a través de vidas y muertes sucesivas se alcanza el Nirvana; por tanto, la percepción que se tenga de ella, determina, en gran medida como afrontamos los estados comprometedores con la existencialidad humana, en algunas culturas el sufrimiento asociado a la enfermedad, la resignación y la entereza con que se afronte, implica trascendencia, para otros es importante mitigar el sufrimiento y el dolor por que no son sinónimos de buena muerta.

El sentido de la muerte también pudiera considerarse incongruente. Por un lado  la muerte elimina el sentido de la vida, por otro lado le otorga último y auténtico valor; saber que nuestra existencia tiene límites confiere significado de exigencia a las prioridades que nos establecemos, de modo que nuestro estado de finitud, resulta condición de posibilidad en nuestro proyecto de la vida. En esta línea de pensamiento, Engels sostiene que: “Ya hoy debe desecharse como no científica cualquier filosofía que no considere a la muerte como elemento esencial de vida, que no incluya la negación de la vida como elemento esencial de la vida misma, de tal modo  que la vida se piense siempre con referencia a su resultado necesario, la muerte, contenida siempre en ella en estado germinal. Esto es la concepción dialéctico de la vida[3]

La muerte es el enigma fundamental de la vida, Schopenhauer, rememorando a Platón, dijo que sin la muerte el hombre nunca hubiera comenzado a filosofar. La muerte es aquello que no puede pensarse ni comprenderse por que es lo que acaba con nuestro pensar. De esta forma al medirse la filosofía con la muerte podríamos decir que es un saber del no saber. Adorno afirma que la muerte es un escándalo para el pensamiento. Según Unamuno, los hombres vivimos juntos, pero cada uno se muere solo y la muerte es la suprema soledad. Para Rilke, no es la muerte la privación de la vida sino más bien el secreto de la vida, su sentido y su culminación.

¿Puede la muerte ser un mal? , ¿Hacia donde nos lleva?, la muerte, a pesar de sus múltiples interpretaciones, no deja de ser el más profundo misterio de la existencia humana. 

A decir del Dr. Pérez Gallardo: “Aunque la muerte es quizás, junto al nacimiento, el hecho más natural del mundo, como preocupación humana siempre se renueva: “todos los hombres son mortales” pero ni individual ni genéricamente nos habituamos a nuestra mortalidad. El sentimiento de la muerte domina la condición humana, el hombre es un animal mortal- en el sentido de que se ha de morir-; toma de conciencia trágica que define a la vez nuestro privilegio esencial y nuestra inquietud fundamental.”[4]

Sin embargo es un hecho indiscutible que en tiempos postmodernos  la muerte  ha cambiado su escenario espacio temporal, se muere cada vez a edades mas avanzadas, sus escenarios son muy distintos a los de otros tiempos, y han surgido estatus ontológicos no pensados tiempos atrás; esto nos induce a meditar que aunque estamos aparentemente ante un mismo fenómeno, esencialmente a cambiado su comportamiento, no por que dejemos de ser mortales, sino por que los límites de la muerte se han extendido, la tecnología como parte componente de nuestra vida ha contribuido a que las barreras entre la vida y la muerte se dilaten, produciéndose entonces dilemas y conflictos asociados a estos hechos no antes vistos, hoy día nos pronunciamos ante la llamada muerte digna de una manera diferente a como los primeros sabios se proyectaron, el escenario de la muerte no es el mismo, por lo que nos obliga a estudiarla y valorarla a la luz de nuevos acontecimientos.

Pero si controversial y difícil ha sido conceptualizar la muerte como fenómeno, mucho mas polémico ha resultado encontrar el límite, la determinación del instante de “no retorno” que marca el momento del cese irreversible de la vida humana.

Se cuenta que en las sociedades mas primitivas era el hedor del cadáver uno de los signos significativos que evidenciaban la presencia de la muerte en la persona, mas adentrada la humanidad se consideró la respiración con el elemento determinante para diagnosticar la muerte. En la Biblia, en el libro de Génesis, se puede leer: “Formó pues Dios Padre al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el soplo de la vida, y fue el hombre un ánima viviente[5]

Sin embargo, no se encuentran referencias en escrituras religiosas que permitan inferir que las antiguas civilizaciones relacionaban los latidos cardiacos con la vida. Esto ocurrió sobre todo a partir del descubrimiento de la circulación sanguínea por William Harvey, cuando se le comenzó a dar también gran importancia o no a la presencia de signos cardiocirculatorios para delimitar la vida de la muerte.

Entre los siglos XVI y XVIII existió gran desconfianza en cuanto al diagnóstico de la muerte, la pérdida de la confianza en el diagnóstico de la muerte atendiendo a criterios cardiorrespiratorios perduró hasta 1819, cuando el francés René T.H. Laennee inventó el estetoscopio, instrumento que ya permitía evaluar eficientemente la función cardiaca y respiratoria.

Con la entrada del siglo XX, paradigmático por lo revolucionario que resultó al poner en duda y cuestionar todo el saber constituido y legitimado hasta ese momento, proclamando la urgencia de nuevas formar de pensar sobre el hombre y el mundo para poder enfrentar los nuevos dilemas que el desarrollo social imponían, hasta el propio concepto de lo que entendíamos por ciencia comenzaba a desmoronarse ya no se podía comprender como algo aislado, producido por científicos individuales en laboratorios distantes y sombríos, ya formaba parte de la vida cotidiana, la vida no podía entenderse sin la ciencia y la tecnología, y era esa propia vida la que imponía los desafíos al conocimiento científico, por tanto, comenzaba a ser pensada como un fenómeno social.

Ese desarrollo impetuoso de la ciencia y la tecnología, conocido como revolución científica tecnológica resultaría uno de los íconos mas importantes de la pasada centuria, hasta tal punto que puso en crisis no sólo los epistemas del conocimiento sino rediseñó conceptos y valoraciones en torno al hombre como único sujeto moral y su relación con la naturaleza, es a partir de este momento que el medio natural comienza a ser valorado como sujeto moral, como fin no como medio, e inicia una cultura donde se valora al medio natural como aquello con lo que convivimos no que utilizamos, ese sentido de utilidad y apropiación desmedida de los recursos del medio fueron la resultante del deterioro de nuestro ecosistema y por supuesto de la necesaria interpretación y  valoración de la relación hombre mundo bajo nuevos conceptos y saberes.

Es así que surge la Bioética como nuevo saber para “dotar a la cognición científica de contenido valorativo de cara a la sociedad y al futuro”[6]

Este desarrollo científico tecnológico invadió todas las esferas del conocimiento y por su puesto, tuvo un gran impacto en el desarrollo de las ciencias biomédicas, la medicina contemporánea no puede valorarse al margen de la tecnología, gracias a la fusión de la ciencia y la técnica hoy contamos con  técnicas reproductivas, con la genética clínica, la trasplantología, surgen nuevas especialidades médicas como la terapia intensiva a partir de la cual es posible  suplir funciones reconocidas hasta el momento como vitales, creando una verdadera revolución en la determinación de la muerte, cuando la atención se desplazó hacia definiciones basadas en criterios neurológicos.

En Lyon, en el año 1959, Jouvet y Wertheimer, descubrieron una condición que ellos llamaron: “muerte del sistema nervioso”. Meses más tarde, Mollaret y Goulon, descubrieron la misma condición bajo el término de coma depassé (coma sobrepasado)[7]

Uno de los primeros intentos en proponer un grupo de criterios para el diagnóstico de la muerte humana sustentado sobre bases neurológicas, tuvo lugar en Londres en 1966, en medio de una euforia generalizada acerca de las posibilidades ilimitadas de los transplantes de órganos.

En agosto de 1968, se produjo la conocida declaración de Sydney que planteó formulaciones que indicaban un cambio histórico y radical en el concepto de la muerte, paralelamente se publica en la Revista de la Asociación Médica Americana (JAMA) los criterios de Harvard para el diagnóstico de la muerte, fundamentado en formulaciones neurológicas.

El Dr. Acosta Sariego al respecto considera: “Desde entonces hasta el presente se han realizado innumerables investigaciones sobre el tema y muchos países han elaborado sus propios criterios. Se han desarrollado tres grandes escuelas en este tema: la que se sustenta en la pérdida de atributos que identifican la naturaleza humana; la que prioriza la pérdida de las funciones integrativas del organismo como un todo; y aquellas que tratan de establecer la localización del encéfalo cuya afectación irreversible provoque la muerte de una persona, esta última a su vez ha generado varias tendencias de acuerdo a la consideración del papel jugado por las diferentes estructuras del sistema nervioso superior”.[8]

En Cuba desde la década del noventa se define la muerte sobre criterios neurológicos, aproximadamente una década transcurrió, hasta que en agosto del 2001, se rubricara la Resolución 90 en la que se contienen los “Principios para la Determinación y Certificación de la Muerte en Cuba” fue el Dr. Calixto Machado, quien se erigió en el principal propulsor de la citada norma.

La definición dada por el Dr. Machado entrelaza las tres tendencias anteriormente citadas, centrándose en el atributo esencial que distingue al hombre del resto de los seres vivos: la conciencia.

Por tanto, la definición de la muerte humana que se propone toma como elementos fundamentales ambos componentes de la conciencia, los cuales, en primer lugar, proveen los atributos  esencialmente humanos y también integran el funcionamiento del organismo como un todo.[9]

Considera la muerte humana como la pérdida irreversible de la capacidad (activación o vigilia) y contenido (conocimientos, sentimientos, voluntad, etc) de la conciencia, cuyas bases neuronales se encuentran en la unidad “formación reticular/corteza”, que provee los atributos esenciales humanos y a la vez integra al organismo como un todo.

Es precisamente en las formas de diagnosticar la muerte hoy día donde tiene sus orígenes uno de los principales dilemas bioéticos de la actualidad.

La práctica clínica diaria ha obligado a legisladores, filósofos, bioeticistas, políticos, médicos, a enfrentar una nueva situación de la muerte en la persona, como declarar muerto a seres humanos en los que persisten funciones homeostáticas básicas.

Comenta el Dr. Acosta: “La definición adoptada y el diagnóstico certero de la muerte son esenciales no solo para la transplantología sino a su vez para la consideración de si se está cometiendo eutanasia al desacoplar a un paciente en estas condiciones de los mecanismos de sostén artificial de sus funciones biológicas”.[10]

Todo lo antes expuesto nos lleva a plantear que si el diagnóstico certero de la muerte hoy día es uno de los dilemas apremiantes que existen en la práctica médica asistencial, igual resulta controversial en los conflictos que se tejen alrededor de la muerte la definición de persona.

Severino Boecio (480-525), influenciado por Aristóteles enunció una definición bastante precisa sobre persona, que se hizo después clásica, y dice que “persona est naturae rationalis individua substancia”, la persona es una sustancia individual de naturaleza racional. Sustancia en el sentido aristotélico significa un ser-en-sí, es decir, que no está inherente a otro. De ahí que consideremos que la esencia de la persona se encuentra en su ser, en su existencia, diríamos que es su elemento constitutivo, por eso el concepto de persona ha sido considerado como un nomen dignitatis, es decir, con una clara connotación axiológica.

En los tiempos modernos este concepto pasó a ocupar un papel hegemónico a la hora de fundamentar los derechos inherentes a la personalidad (vida, integridad corporal, nombre, entre otros), sin embargo, el escenario moderno daba paso al surgimiento de un nuevo enfoque cognoscitivo y valorativo de la realidad y el hombre, surgía un nuevo método de conocimiento, una nueva concepción del mundo, que tenía por centro y por eje el pensamiento racional, Descartes en su Discurso del Método declaraba cogito ergo sum,  la persona comenzó a identificarse no con su existencia sino con su razón, por tanto, a partir de ese momento y mucho mas adentrada la modernidad comienzan a delinearse interpretaciones que solo consideran como persona los seres humanos que tiene conciencia de si y de su entorno, o sea, que presentan la capacidad de racionalidad, de reflexión, de socialización, y de lenguaje. La idea de que los humanos, por el mero hecho de serlo, poseerían algo así como derechos frente a sus iguales  comienza a desmoronarse.

Hasta antes de la década de los setenta los pacientes que presentaban daños encefálicos agudos graves, rara vez prolongaban su vida por más de dos o tres semanas, permanecían hasta su muerte en estado de coma, posteriormente y debido a los avances tecnológicos se observó que pacientes que lograban sobrevivir por más tiempo pasaban del coma a nuevos estados clínicos.

Es a partir de entonces que comienzan a suscitarse grandes conflictos alrededor de estados que ponen en situaciones límites y comprometedoras la vida humana, se necesitaba de una ética médica diferente a la que existía hasta el momento, las relaciones sanitarias cambiaban, el espectro era otro, la contradicción entre el poder de la ciencia y el deber ser, ocupaba un lugar determinante, la práctica médica se tornaba cada vez mas resolutiva pero al mismo tiempo invasiva de la vida de las personas, el hombre no podía ser considerado como un animal de experimentación y ser tratado exclusivamente por lo que puede aportar a la vida y al progreso y no por su condición de persona.

Con la introducción de las técnicas de reanimación y soporte vital, las fronteras entre la vida y la muerte se tornan movedizas,  surgen estados ontológicos jamás imaginados en la práctica médica, ¿cual será el proceder ante ellos? ¿Qué tenemos ante nosotros vivos o muertos?

Surgen entidades gnoseológicas como los Estados de Mínima Conciencia, el Síndrome de Bloqueo, que son por ejemplo aquellas personas que después de un trauma o daño cerebral no puede comunicarse con el medio, presentando un cuadro de total aislamiento, están otros, aquellos que no muestran conciencia de sí ni de su entorno, pero presentaban apertura ocular que se organizaba en ciclos de sueño-vigilia, síndrome que en 1972 Jennetty y Plum proponen llamarlo   Estados Vegetativos Persistentes.

En la literatura consultada se puede apreciar que no existe un total consenso en relación a dicho estado ontológico, hay quienes diferencian los Estados Vegetativos Permanentes de los Persistentes, para otros es una misma entidad, esto resulta de singular importancia  por las consecuencias médicas que se pueden derivar, de ahí que definir los atributos esenciales que distinguen este estado ontológico es primordial.

En ocasiones se ha traducido del inglés persisten como “permanente”, según nos comenta el profesor Hodelín, es bueno tener presente que la búsqueda de la precisión sintáctica puede llevarnos a la imprecisión semántica.[11]

Diego Gracia suscribe que el estado vegetativo comienza siendo persistente, pero, o es reversible, o acaba haciéndose permanente.[12], al estado vegetativo permanente le es consustancial la irreversibilidad, cosa que no sucede en la fase de estado vegetativo persistente.

El grupo de trabajo de la Multisociety Task Force on PVS ha tratado de definir el uso de los términos persistentes y permanentes, para ellos persistentes se refiere a una condición de trastorno funcional y no tiene un pronóstico definido, mientras que permanente denota irreversibilidad, esclarecen que un estado vegetativo persistente se convierte en permanente cuando el diagnóstico de irreversibilidad se puede establecer con un alto grado de certeza clínica.

El tiempo de observación en el estado vegetativo para declarar el denominador de persistente ha cambiado, para algunos es necesario esperar 12 meses después de haber acontecido un trauma, así como manifiestan los 3 meses después de un daño hipóxico como el tiempo indicado para declaración del término. Otros defienden la tesis de 1 a 3 meses después de un daño hipóxico y de 3 a 6 meses después de un trauma.

Sin embargo, no todos los neurocientíficos hacen distinción entre persistentes y permanentes, prefieren calificarlos como persistentes, ya que aceptan la posibilidad de una recuperación neurológica total o parcial, emplear el término de permanente implica aceptar la irreversibilidad del proceso hecho que a ciencia cierta no siempre sucede y además conlleva a que los declaren como muertos por el mero hecho de no tener racionalidad. En el estado de muerte esto cobra gran relevancia  ya que las obligaciones derivadas del principio de no maleficencia son muy distintas a las que existen en otras situaciones.

No obstante considerar a los estados vegetativos permanentes como muertos resulta irreverente, ya que no cumplen los criterios de muerte al mantener la capacidad de activar la conciencia, con períodos de sueños y vigilia realizando sus funciones biológicas de manera autónoma. Si entendemos que la vida es el estado de actividad de los seres organizados, y la máxima representatividad de este estado es el sistema nervioso, no hay vida cuando no existe actividad nerviosa superior registrada, en los estados vegetativos permanentes si hay registros de actividad nerviosa, el tallo encefálico y el hipotálamo mantienen sus funciones.

Sin embargo, estos nuevos acontecimientos han conllevado a que resurjan conceptos como los de “muerte digna” o eutanasia, y que determinados sectores sociales respalden y apoyen iniciativas legislativas y ordenamientos jurídicos donde se ampara y legitima el llamado derecho a morir. El tema de la eutanasia, sin lugar a dudas, vuelve a invadir el discurso ético, y en muchos espacios y contextos  realmente existe una aceptación, que a priori no podemos declarar como mayoritaria, pero alarma el saber que va teniendo más adeptos, por lo merita ser estudiada y valorada.

La eutanasia es un fenómeno cristalizado en el mundo antiguo, asociado a un pensamiento naturalista donde se rinde culto a un ideal que a decir de Diego Gracia es juvenil, aristocrático y saludable,[13] por tanto, todo aquello que significara sufrimiento y dolor debía ser superado.

En la civilización judeo – cristiana estos ideales cambian, según Javier Gafo, reconoce que en las Sagradas Escrituras no existen referencias directas de esta cuestión aunque es evidente que la cultura judeo – cristiana confiere alto valor al sufrimiento y la solidaridad con los enfermos, discapacitados y menesterosos. A diferencia de los antiguos griegos y romanos, para judíos y cristianos el anciano es una figura socialmente reconocida, y la muerte un proceso que debe vivirse cuando la divina providencia lo disponga.[14]

Bien entrada la modernidad con la llegada del pensamiento liberal y autonomista burgués, comienzan a trascender nuevos ideales con respecto al hombre a su sentido de la libertad, a su compromiso existencial, la vida empieza a dibujarse a través del prisma de la utilidad, por lo que renace el concepto de la eutanasia y el derecho que tiene todo hombre a decidir su muerte.

Sin embargo en el caso de personas que se encuentran en estados límites de la vida humana, que no tiene conciencia de si ni de su entorno, ni siquiera pueden decir sobre sus vidas, ni siquiera pueden ejerceré el derecho a morir dignamente.

Por tanto, volvemos al dilema central  ¿Cual será nuestro deber hacia ellos? ¿Su cuidado y alimentación es un deber a cumplir a partir del principio de beneficencia o se debe considerar como un tratamiento?

Hay quienes piensan que en estos estados ontológicos comprometedores y límites de la vida, las personas que se encuentran en ellos son dignas de cuidado, de respeto, de una adecuada alimentación, estos son los que identifican a la persona en tanto ser, en tanto existencia, donde la vida cobra un valor sagrado y alcanza un matiz de  absoluto  respeto, el hombre es digno por antonomasia, por tanto debe ser tratado por igual a su semejante, al contrario a quienes sustentan que no son seres humanos o que aún siéndolo se encuentran en un estado tal que la vida para ellos no merece ser vivida, pues la vida tiene un sentido positivo, de utilidad, considerando que no es obligatorio brindarles una asistencia sanitaria, estiman que se les pueden suspender de todo tratamiento e hidratación, dado que todo tratamiento supone la intención de un beneficio y la prolongación de una vida que de esa forma no puede ser considerada como tal, cayendo en posiciones reduccionistas al identificar la vida con la presencia de la voluntad y la inteligencia.

En la época en que se proclaman los derechos humanos y se afirma públicamente el valor a la vida como el primer derecho subjetivo, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado por quienes identifican la vida con lo pensando, por los que la consideran un absurdo en estos eventos comprometedores y límites de la existencia humana.

¿Qué hacer como sociedad antes tales conductas? ¿Cómo ajustar los derechos humanos con el rechazo del más débil, del más necesitado, del más desvalido? ¿Es que acaso solo los que nos socializamos tenemos derecho a existir? ¿Es que quizá negamos la máxima kantiana  "Obra de tal manera que trates al hombre, en tu propia persona como en la de los demás, como un fin, y nunca como un medio".[15]

En la Evangelium Vitae el papa Juan Pablo II afirmaba: “El valor de la vida puede sufrir hoy una especie de “eclipse”, aún cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible”.[16]  

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Notas:   

[1] Según Mainetti, José A., Estudios Bioéticos, Quirón, La Plata, 1993. p. 33, la propia muerte mantiene separadas la muerte y la conciencia, disyunción del no-ser y el pensar, pues lo mismo es el pensar y el ser. Sostiene el propio autor que la muerte no es nada para el viviente, pues mientras somos ella no está y cuando ésta yo no somos. Desencuentro total entre el hombre y la muerte, del que se desprende la incuria filosófica proclamada por Epicuro  y Lucrecio  frente al problema. Estamos vivos, y esa es la única certeza cuando pensamos en la muerte. La certeza de la autoconciencia (cogito sum) no está absolutamente en relación comprensible con el no-ser de esa misma autoconciencia. Cit pos. Pérez Gallardo, Leonardo B. Un enfoque filosófico y jurídico en torno a los criterios para la determinación y certificación de la muerte, con especial referencia al criterio neurológico. Universidad de La Habana, 2001.

[2] En la concepción filosófica cuyo origen se la atribuye a Platón, quien en el diálogo “El Fedón” lo plantea así; al separarse, con la muerte, irreversiblemente el cuerpo del alma, estando libre ésta para navegar por otros mundos:

¿Creemos que es algo la muerte?

-Sin dudas alguna le replicó Simmias.

-¿Y que no es otra cosa que la separación del alma del cuerpo? ¿Y qué el estar muerto consiste en que el cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado sólo de sí mismo, y el alma a otro, separada del cuerpo, y sóla en sí misma? ¿Es acaso la muerte otra cosa que eso?

-No respondió-; es eso. Platón, Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1974, p 615. Cit. pos. Ídem

[3] Engels, F., Dialéctica de la naturaleza en Selección de textos, Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p. 256.

[4] Pérez Gallardo, L. B. op. cit

[5] Gén. 2: 7. La Biblia Latinoamericana. Editorial Verbo Divino, Navarra. 2004

[6] Delgado Díaz, Carlos Jesús. Revolución Científica y Bioética, Editorial Félix Varela, La Habana 2008 p. 3

[7] Machado Curbelo, Calixto. “Muerte encefálica”, en Criterios diagnósticos del Instituto de Neurología y Neurocirugía (1994)  8: 1-24.

[8] Acosta Sariego, José Ramón. “¿Es la vida un valor absoluto?”, en Avances Médicos de Cuba. 1996; 7: 53

[9] Vid. Machado, C. “Una nueva definición de la muerte”, en Sariego Acosta et al. Bioética desde una perspectiva cubana. Editorial Félix Varela. 3ra Edición p. 669

[10] Ídem. p. 56

[11] Hodelín Tablada, Ricardo. “Muerte encefálica y estado vegetativo persistente. Controversias actuales”, en Sariego Acosta et al. Bioética desde una perspectiva cubana. Editorial Félix Varela. 3ra Edición p. 685

[12] Gracia, Diego. “El estado vegetativo persistente y la ética”, en Jano, 1994;47 (1106): p. 29-31

[13] Gracia, D. Fundamentos de Bioética, p 26

[14] Gafo, Javier. “La Eutanasia y la Iglesia Católica”, en La Eutanasia y el arte de morir. Dilemas éticos de la Medicina Actual Nº 4. Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas. Madrid, 1991: 114

[15] Kant, Crítica a la Razón Práctica, Instituto del Libro, Pág. 107

[16] Juan Pablo II. Carta Encíclica Evangelium Vitae

Lic. Ana Méndez Mariño

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