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El pensamiento lógico de Sherlock Holmes
Humberto R. Méndez B.
salmos408@hotmail.com

 
 

Introducción

El pensamiento lógico de Sherlock Holmes

Conclusión

Introducción

Esquilo he tenido como el creador de la tragedia griega, siendo anterior a Sófocles y Eurípides, siendo los tres los máximos representante de este género. Fue la calidad de su producción, que después de haber alcanzado la corona de la victoria en el año 484 A.C. su representaciones fueron premiadas año tras año, hasta que fue vencido por Sófocles en el año 468.

Se dice que escribió unas 82 obras, y por la calidad de las mismas, de haber vivido en nuestros tiempos, pudo haber sido galardonado con un Premio Nobel, de Literatura. Su trilogía de la Orestíada, compuesta por: AgamenónLas coéforas, y Las Euménides, es suficiente para alcanzar la inmortalidad en el mundo de las letras. Pero lo más importa, y es lo que deseo resaltar en esta introducción, es que

cuando Esquilo murió, él no quiso ser recordado por su vasta y laureada obra, sino que quería se recordara que fue uno de los Diez mil atenienses, que se presentaron descalzos, con los pechos desnudos, y empuñando una lanza o una espada. Este fue su epitafio:

‘Esta tumba esconde el polvo de Esquilo,
hijo de Euforio y orgullo de la fértil Gela
De su valor Maratón fue testigo,
y los Medos de larga cabellera, que tuvieron demasiado de él.’ 

Sir Arthur Conan Doyle, no quería que le recordara por ser el padre del famoso de todos los detectives que han conocido los anales del crimen, a Míster Sheldock Holmes. Pero ha sido tanta la gloria y la fama del hijo, que ha opacado el nombre del padre. En literatura conocemos a Doyle por ser el autor de Sheldock Holmes, teniendo la creación más fama que el creador.

Doyle escribió cincuenta y seis relatos, los cuales se reunieron en cinco tomos, y cuatro novelas, en los cuales el famoso detective es el protagonista. Antes de iniciar con los relatos cortos, escribió las novelas: Estudio en Escarlata, en noviembre de 1887, y el Signo de los Cuatro, en 1890; luego en julio de 1891 hasta junio de 1892, publica doce relatos, que se reúnen con el título de Las Aventuras de Sheldock Holmes.

De diciembre de 1892 hasta diciembre de 1893, salen a la luz otro once relatos, con son agrupados con el título de Las Memorias de Sheldock Holmes. Estas memorias tienen como colofón un relato titulado: “El problema final”, en el cual, el detective muera en Suiza, tras una lucha sostenido con su archienemigo, el Profesor Moriarty, y caer ambos en las Cataratas de Reichenbach, Meiringen es una comuna suiza del cantón de Berna. Con esta aventura, el padre piensa deshacerse del hijo, pero es tanta la insistencia, que nueve años más tarde de su desaparición, sale a la luz, en 1902, la novela: El Sabueso d los Baskerville, teniendo a Holmes como protagonista.

Cuando se ha producido un hiato de diez años, se inicia en septiembre del 1903, la publicación de trece relatos, han de finalizar en diciembre de 1904, y con son recopilados con el título de: El Regreso de Sheldock Holmes.

Pero Holmes vuelve a salir de escena, cuando el silencio dura cuatro años, en 1908, se publican dos relatos, entre agosto y diciembre, otro relato en diciembre de 1910; luego en 1911 se publican dos relatos más. En 1913 se publica un relato, y un último relato en el año de 1917. Estas ocho aventuras, se reúnen con el título de: Su Último Saludo.

Al mismo tiempo que se publican estas aventuras, de 1908 al 1917, Arthur Conan Doyle publica la novela: El Valle del Terror, que aparece entre septiembre del 1914 y mayo de 1915.

Los doce relatos que forman: El Archivo de Sheldock Holmes, se publican entre octubre de 1921 y marzo de 1927, siendo en el año de 1925, donde no se dio a la estampo ninguna aventura del mundialmente conocido investigador. Durante este período, la pluma de Doyle no estuvo ociosa, ya que salieron publicadas siete obras suyas, las cuales van, desde una historia del espiritismo, unas memorias y aventuras, relatos de terror, y una sobre el misterio de las hadas.

Doyle tenía cifrada su esperanza en ser reconocido por ser el autor de las novelas protagonizadas por el Profesor Challenger, unas seis novelas, que inician con el Mundo perdido.  

Se debe apuntar que Arthur Conan Doyle publico unos cien títulos, pero este trabajo está dirigido únicamente a mostrar el Pensamiento Lógico de Sheldock Holmes, y por esa razón vamos hacer la siguiente presentación taxonómica, en el cual la deducción es vista con antelación, lo que para otro es un proceso adivinatorio.  

1. En las Aventuras de Sherlock Holmes, tres, de las doce  aventuras no tienen el pensamiento lógico deductivo, este es el adivinatorio, lo que nos da un 25 % de los casos.

2. En las Memorias de Sherlock Holmes, cinco de las once aventuras a la que se enfrenta el detective no lo tienen, por lo cual nos da un 45% de todos los casos resueltos.

3. En El Retorno de Sherlock Holmes, compuesto por trece relatos, en siete de ellos no se encuentra esta forma de deducción, lo cual nos da 53 %.

4. En El Último Saludo, Sherlock Holmes tiene ocho casos, de los cuales tres no presentan el pensamiento lógico buscado por nosotros, lo cual arroja el 37.5 % de los casos.

5. El Archivo de Sherlock Holmes, manojo de aventuras que se escribieron con el cuenta gotas, entre 1921 y 1927, en nueve aventuras de las doce, no se encuentra lo buscado, por lo cual, el 75% no está provisto de esta manera de razonamiento. Y de las tres aventuras que lo tienen, en La melena de león, apena está presente por una pregunta, que Holmes le hace a Harold Stackhurst.

De lo ante dicho, se nos permite colegir, que de los cincuenta y seis relatos, veintisiete no tiene lo buscado por nosotros, lo cual nos dice que el 48% está desprovisto de esa forma silogística tan característica del pensador deductivo.  También es este el momento de decir que en solo cuatro aventuras, el doctor Watson no es el narrador, pero que interviene en dos de ellos, y estos son: El último saludo y La piedra de Mazarino. En ambos casos, el narrador es una tercera persona e omnisciente. En las otras dos aventuras: El soldado de la piel descolorida y La melena de león, el narrador es Holmes, y Watson no se encuentra.

Como dato curioso, y a manera de acotación, he de consignar, que la  más breve de todas las aventuras, es el titulado: La inquilina del velo, en el cual Holmes no hace ninguna investigación, sino que se limita a escuchar la confesión hecha por Eugenia Ronder.

Este trabajo está dirigido única y exclusivamente a mostrar el Pensamiento Lógico Deductivo de Sherlock Holmes a partir del estudio de un  objeto o de una situación, y en la cual, en la mayoría de los casos está presente su coinquilino, amigo y biógrafo, el doctor John H. Watson. Con esto no estoy diciendo que en los casos que no se encuentran citado aquí el razonamiento se ha aplicado con rigor, no, sino en todas las aventuras, el detective aplicar en la practica la deducción. Nuestra atención se encamina a la verbosidad, a la teorización nacida de la observación, y que encandila, y asombra, hasta el extremo de dejar estupefacto a cualquier oyente. Aunque esta antología no comprende las cuatro novelas, me he servido generalmente de ellas en esta introducción, de las cuales única y exclusivamente he tomado las presentaciones, ya que en ellas, como un relámpago en medio de una noche oscura, encontramos el luminoso pensamiento deductivo.

De aquí en adelante, amable lector, te invito a que sea testigo de una línea de pensamiento, que desde ya, han de formar parte del instrumento, del órgano, que al entender de Aristóteles, es una herramienta que nos ha de conducir al conocimiento de la verdad. Las citas que he tomado se encuentran en orden cronológico, y atienden  más al tiempo de su aparición, su orden es secuencial.

“—De ninguna manera —le contesté con viveza—. Es del mayor interés para mí, en especial después de haber tenido la oportunidad de observar la aplicación práctica que usted realiza de ello. Pero hace un instante habló usted de observar y deducir. Claro que, hasta cierto punto, lo uno comprende lo otro. [1]

—En absoluto —contestó Holmes, reclinándose cómodamente en su sillón y arrojando de su  pipa hacia lo alto espesas volutas de humo azulado—. Por ejemplo, la observación me hace ver que usted estuvo esta mañana en la oficina de correos de la calle Wigmore; pero la deducción me dice que, una vez allí, despachó un telegrama.

—¡Exacto! —exclamé—. ¡Acertó en ambas cosas! Pero confieso que no me explico de qué manera ha llegado usted a saberlo. Fue un súbito impulso, y no he hablado del asunto con nadie.

—Es elemental -dijo él, riéndose al ver mi sorpresa—. Tan absurdamente sencillo es, que toda explicación resulta superflua; sin embargo, puede servir para definir los límites de la observación y la deducción. La observación me hace descubrir que lleva usted adherido a su calzado un poco de barro rojizo. Delante de la oficina de correos de la calle Wigmore Street acaban de levantar, precisamente, el pavimento y sacado tierra, de un modo que resulta difícil no pisarla al entrar. Hasta donde llegan mis conocimientos, esa tierra es de un tono rojizo característico que no se encuentra en ningún otro lugar de los alrededores. Hasta ahí es observación. El resto es deducción.

—¿Cómo dedujo lo del telegrama?

—Veamos. Yo sabía que usted no había escrito ninguna carta, porque estuve toda la mañana sentado frente de usted. Observo también ahí, en su pupitre abierto, que tiene usted una hoja de sellos y un buen paquete de postales. ¿A qué, pues, podía usted entrar en las oficinas de correos sino a expedir un telegrama? Eliminados todos los demás factores, el único que aún resta tiene que ser el verdadero.

—En este caso, ciertamente lo es —contesté tras una breve meditación—. Como usted dice, es de lo más sencillo. ¿Consideraría impertinente que sometiese a una prueba más severa sus teorías?

—Todo lo contrario —me contestó—; con ello me evitaría una segunda dosis de cocaína. Me encantaría ahondar en cualquier problema que usted pudiera someter a mi consideración.

—Le he oído decir que es difícil que un hombre use todos los días un objeto cualquiera sin dejar impresa en el mismo su personalidad, hasta el punto de que un observador avanzado sería capaz de leerla. Pues bien: aquí tengo un reloj que ha pasado a mi posesión hace poco tiempo. ¿Tendría usted la amabilidad de exponerme su opinión sobre el carácter y costumbre de su anterior dueño?

Le entregué el reloj con cierta alegría en mi interior, porque, en mi opinión, era imposible semejante comprobación, y me proponía que constituyese un correctivo para el tono algo dogmático que de cuando en cuando solía adoptar Holmes. Este hizo oscilar el reloj en su mano, observó con fijeza la esfera, abrió la tapa posterior y examinó la maquinaria, primero a simple vista y luego con una potente lupa. Yo tuve que hacer un esfuerzo para no sonreírme viendo la cara alicaída que puso cuando cerró de golpe la tapa y me devolvió el reloj.

—Apenas si hay dato alguno —me dijo—. El reloj ha sido limpiado no hace mucho, y esto me priva de los hechos más sugerentes.

—Tiene usted razón —le contesté—. Fue limpiado antes que me lo enviaran.

Acusé para mis adentros a mi compañero por utilizar una disculpa débil e insuficiente con que tapar su fracaso. Pero, ¿qué datos esperaría sacar del reloj si hubiese estado sucio?

—Pero el examen del reloj, aunque insatisfactorio, no ha sido del todo estéril —comentó, mirando al techo fijamente, con ojos soñadores y apagados—. Salvo corrección de su parte, yo diría que el reloj pertenecía a su hermano mayor y que éste lo heredó del padre de ustedes.

—Lo ha deducido, sin duda, de las iniciales H. W. que tiene en la tapa posterior, ¿verdad?

—En efecto. La W recuerda el apellido de usted. La fecha del reloj es de unos cincuenta años atrás, y las iniciales son tan viejas como el reloj. De modo, pues, que fue fabricado para la generación anterior a la actual. Lo corriente suele ser que las joyas pasen al hijo mayor; suele ser muy probable, además, que lleven el nombre del padre. Creo recordar que el padre de usted falleció hace muchos años; de modo, pues, que el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.

—Hasta ahí va usted bien —le dije—. ¿Algo más?

—Este era hombre muy poco limpio y descuidado. Tenía muy buenas perspectivas en la vida, pero desperdició sus posibilidades, vivió durante algún tiempo en la pobreza, con cortos intervalos aislados de prosperidad y, por último, se dio a la bebida y falleció. Es todo lo que puedo deducir.

Me puse en pie de un salto y cojeé con impaciencia por la habitación, lleno de amargura en mi interior.

—Holmes, eso es indigno de usted —le dije—. No le hubiera creído capaz de relajarse hasta ese punto. Usted ha realizado investigaciones sobre la vida de mi desgraciado hermano, y ahora pretende haber deducido de alguna manera fantástica esos conocimientos que ya tenía. ¡No esperará que yo vaya a creer que usted ha leído todo eso en el viejo reloj de mi hermano! Lo que ha hecho usted es poco amable y, para hablarle sin rodeos, tiene algo de charlatanismo.

—Mi querido doctor, le ruego que acepte mis disculpas —me contestó con amabilidad—. Yo, considerando el asunto como un problema abstracto, olvidé que podía resultar para usted algo personal y doloroso. Sin embargo, le aseguro que jamás supe que usted tuviera un hermano hasta el momento de entregarme su reloj.

—¿Cómo entonces, y en nombre de todo lo más sagrado, llegó usted a esos hechos? Porque son exactos en todos sus detalles.

—Pues, ha sido una cuestión de buena suerte, porque yo sólo podía hablar de lo que constituía un mayor porcentaje de probabilidades. En modo alguno esperaba ser tan exacto.

—Pero ¿no fueron simples suposiciones?

—No, no; yo nunca hago suposiciones. Es ese un hábito repugnante, que destruye la facultad de razonar. Eso que a usted le resulta sorprendente, lo es tan sólo porque no sigue el curso de mis pensamientos, ni observa los hechos pequeños de los que se pueden hacer deducciones importantes. Por ejemplo, empecé afirmando que su hermano era descuidado. Si se fija en la parte inferior de la tapa del reloj, observará que no sólo tiene dos abolladuras, si no que muestra, también, cortes y marcas por todas partes, debido a la costumbre de guardar en el mismo bolsillo otros objetos duros, como llaves y monedas. Desde luego, no es una gran hazaña dar por supuesto que un hombre que trató así tan magnífico reloj de cincuenta guineas tiene que ser un descuidado. Ni es tampoco una deducción traída por los cabellos la de que una persona que hereda una joya de semejante valor haya recibido también otros bienes.

Asentí con la cabeza para dar a entender que seguía su razonamiento con atención.

—Es cosa muy corriente, entre los prestamistas ingleses, cuando toman en prenda un reloj, grabar en el interior de la tapa, valiéndose de un punzón, el número de la papeleta. Resulta más seguro que una etiqueta, y no hay peligro de extravío o trastrueque del número. En el interior de esta tapa, mi lupa ha descubierto no menos de cuatro de estos números. De esto se deduce que su hermano se veía con frecuencia en apuros. Otra deducción secundaria: gozaba de momentos de prosperidad, pues de lo contrario no habría podido desempeñar la prenda. Por último, le ruego que se fije en la chapa posterior, la de la llave. Observe los millares de rasguños que hay alrededor del agujero, es decir, las señales de los resbalones de la llave de la cuerda. ¿Puede un hombre sobrio hacer todas estas marcas? Jamás encontrará usted reloj de un beodo que no las tenga. Le dan cuerda por la noche y hacen estos arañazos por la inseguridad de su mano. ¿Ve usted ningún misterio en todo esto?

—Está claro como la luz del día —contesté—. Lamento haber sido injusto con usted. Debí tener una fe mayor en sus maravillosas facultades. ¿Puedo preguntarle si tiene actualmente en marcha alguna investigación profesional?”[2]

Estudio en escarlata, es el primer escrito de Arthur Canan Doyle, en el que interviene el detective Sherlo Holmes. En el primer capítulo de esta novela, que data de noviembre de 1887, encontramos que  cuando Stamford, amigo del doctor Watson, se encuentra con este, después del regreso de Watson de Afganistán, Stamford le presenta al médico amigo, Holmes, en el departamento de química, donde el investigador realiza algunos experimentos. Al momento de la presentación, Holmes le dice:

“-Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes -anunció Stamford a modo de presentación.

-Encantado -dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía-. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.

-¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? -pregunté, lleno de asombro.

-No tiene importancia -repuso él riendo por lo bajo-. Volvamos a la hemoglobina.

Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel.

-Por cierto -pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford-, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?

Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.

-He ahí una peculiaridad de nuestro hombre -dijo-. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.”[3]

En el segundo capítulo de la misma obra, cuando ya ambos amigos se encuentra instalados en sus habitaciones del 221B de Baker Street, surge esta conversación entre los dos coinquilinos:

“-¿Pretende usted decirme -atajé- que sin salir de esta habitación se las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con las cosas, e impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?

-Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es menester ponerse en movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted que he atesorado una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en Afganistán.

-Alguien se lo dijo, sin duda.

-En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios. Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí puestos en orden: «Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo. Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico, porque la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo natural, como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento rostro ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán». Esta concatenación de pensamientos no duró el espacio de un segundo. Observé entonces que venía de la región afgana, y usted se quedó con la boca abierta.”

“Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi compañero, de manera que juzgué conveniente cambiar de tercio.

-¿Qué tripa se le habrá roto al tipo aquél? -pregunté señalando a cierto individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento recorría la acera opuesta, sin dejar al tiempo de lanzar unas presurosas ojeadas a los números de cada puerta. Portaba en la mano un gran sobre azul, y su traza era a la vista la de un mensajero.

-¿Se refiere usted seguramente al sargento retirado de la Marina? -dijo Sherlock Holmes.

«¡Fanfarrón!», pensé para mí. «Sabe que no puedo verificar su conjetura.»

Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que espiábamos percibió el número de nuestra puerta y se apresuró a atravesar la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo largo de la escalera.

-¡Para el señor Sherlock Holmes! -exclamó el extraño, y, entrando en la habitación, entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle a éste los humos! ¡Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada en el vacío, que iba a verse de pronto en el brete de hacerla buena!

Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:

-¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?

-Ordenanza, señor -dijo con un gruñido-. Me están arreglando el uniforme.

-¿Qué era usted antes? -inquirí mientras miraba maliciosamente a Sherlock

Holmes con el rabillo del ojo. -Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor.

Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra vista.”[4]

En el primer caso que se le presenta a Holmes, y en el cual pide a Watson que le acompañe, al momento de dejar la escena del crimen, Holmes dice:

“-Venga, doctor -añadió-; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre... En cuanto a ustedes -dijo volviéndose hacia los policías-, les haré saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda.

Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.

-Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser ejecutado? -preguntó el primero.

-Veneno -repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la puerta-. Otra cosa, Lestrade -añadió antes de salir-. «Rache» es palabra alemana que significa «Venganza», de modo que no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre.” [5]

Acto seguido salen ambos amigos en busca del policía que había encontrado el cadáver, y en el trayecto se desarrolla este  dialogo:

“-La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano -observó mi amigo-; yo tengo hecha ya una composición de lugar, y aun así no desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca.

-Me asombra usted, Holmes -dije-. Por descontado, no está usted tan seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato.

-No existe posibilidad de error -contestó-. Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba -al menos tal asegura  Gregson- por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos.

-De momento, sea... -repuse-; ¿pero cómo se explica que obre en su conocimiento la estatura del otro hombre?

-Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para poner a prueba esta primera conjetura... Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños.

-¿Y la edad?

-Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y deducción que usted pudo leer en aquel artículo. ¿Tiene alguna otra curiosidad?

-La longitud de las uñas y la marca del tabaco -dije.

-La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice, untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no había sido recortada. Recogí una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y como formando escamas: este residuo sólo lo produce un cigarro tipo Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del tabaco, llegando a escribir incluso un trabajo científico. Me precio de poder distinguir todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un vistazo a sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective hábil de los practicones al estilo de Lestrade o Gregson.

-¿Y la faz rubicunda? -pregunté.

-Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su verdad. De momento, permítame callar semejante punto.

“   -Otra cosa voy a confiarle -dijo-. El que gastaba bota acharolada, y su acompañante, el de las botas de puntera cuadrada, llegaron en el mismo coche de alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad, probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro, recorrieron varias veces la habitación -mejor dicho, las botas de charol permanecieron fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente la estancia-. Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude apreciar también que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el nerviosismo. La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento. Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de la conjetura. Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora, apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al concierto que en el Hall da Norman Neruda! ”[6]

El doctor Watson, que en todas las aventuras se encuentra completamente despistados, y cuyo pensamiento lógico no presenta ninguna coherencia, en El Sabueso de Baskeville ya empieza a dar unos atisbos de poder elucubrar en forma ordenada y ordenada. En el primer capítulo de esta novela, acicateado por el perspicaz amigo, es capaz de hacer algunas brillantes conjeturas, la cuales como se verán, están diametralmente en oposición a la realidad:

“El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde, excepto en las ocasiones nada infrecuentes en que no se acostaba en toda la noche, estaba desayunando. Yo, que me hallaba de pie junto a la chimenea, me agaché para recoger el bastón olvidado por nuestro visitante de la noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y con un abultamiento a modo de empuñadura, era del tipo que se conoce como «abogado de Penang»[7]. Inmediatamente debajo de la protuberancia el bastón llevaba una ancha tira de plata, de más de dos centímetros, en la que estaba grabado «A James Mortimer, M.R.C.S.[8], de sus amigos de C.C.H.», y el año,« 1884». Era exactamente la clase de bastón que solían llevar los médicos de cabecera a la antigua usanza: digno, sólido y que inspiraba confianza.

-Veamos, Watson, ¿a qué conclusiones llega?

-¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Voy a creer que tiene usted ojos en el cogote.

-Lo que tengo, más bien, es una reluciente cafetera con baño de plata delante de mí -me respondió-. Vamos, Watson, dígame qué opina del bastón de nuestro visitante. Puesto que hemos tenido la desgracia de no coincidir con él e ignoramos qué era lo que quería, este recuerdo fortuito adquiere importancia. Descríbame al propietario con los datos que le haya proporcionado el examen del bastón.

-Me parece -dije, siguiendo hasta donde me era posible los métodos de mi compañero- que el doctor Mortimer es un médico entrado en años y prestigioso que disfruta de general estimación, puesto que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su aprecio.

-¡Bien! -dijo Holmes-. ¡Excelente!

-También me parece muy probable que sea médico rural y que haga a pie muchas de sus visitas.

-¿Por qué dice eso?

-Porque este bastón, pese a su excelente calidad, está tan baqueteado que difícilmente imagino a un médico de ciudad llevándolo. El grueso regatón de hierro está muy gastado, por lo que es evidente que su propietario ha caminado mucho con él.

-¡Un razonamiento perfecto! -dijo Holmes.

-Y además no hay que olvidarse de los «amigos de C.C.H.». Imagino que se trata de una asociación local de cazadores[9], a cuyos miembros es posible que haya atendido profesionalmente y que le han ofrecido en recompensa este pequeño obsequio.

-A decir verdad se ha superado usted a sí mismo -dijo Holmes, apartando la silla de la mesa del desayuno y encendiendo un cigarrillo-. Me veo obligado a confesar que, de ordinario, en los relatos con los que ha tenido usted a bien recoger mis modestos éxitos, siempre ha subestimado su habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios poseen un notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo, que estoy muy en deuda con usted.

Hasta entonces Holmes no se había mostrado nunca tan elogioso, y debo reconocer que sus palabras me produjeron una satisfacción muy intensa, porque la indiferencia con que recibía mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos me había herido en muchas ocasiones. También me enorgullecía pensar que había llegado a dominar su sistema lo bastante como para aplicarlo de una forma capaz de merecer su aprobación. Acto seguido Holmes se apoderó del bastón y lo examinó durante unos minutos. Luego, como si algo hubiera despertado especialmente su interés, dejó el cigarrillo y se trasladó con el bastón junto a la ventana, para examinarlo de nuevo con una lente convexa.

-Interesante, aunque elemental -dijo, mientras regresaba a su sitio preferido en el sofá-. Hay sin duda una o dos indicaciones en el bastón que sirven de base para varias deducciones.

-¿Se me ha escapado algo? -pregunté con cierta presunción-. Confío en no haber olvidado nada importante. -Mucho me temo, mi querido Watson, que casi todas sus conclusiones son falsas. Cuando he dicho que me ha servido usted de estímulo me refería, si he de ser sincero, a que sus equivocaciones me han llevado en ocasiones a la verdad. Aunque tampoco es cierto que se haya equivocado usted por completo en este caso. Se trata sin duda de un médico rural que camina mucho.

-Entonces tenía yo razón. -Hasta ahí, sí.

-Pero sólo hasta ahí.

-Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque eso no es todo, ni mucho menos. Yo consideraría más probable, por ejemplo, que un regalo a un médico proceda de un hospital y no de una asociación de cazadores, y que cuando las iniciales CC van unidas a la palabra hospital, se nos ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.

-Quizá tenga usted razón.

-Las probabilidades se orientan en ese sentido.

Y si adoptamos esto como hipótesis de trabajo, disponemos de un nuevo punto de partida desde donde dar forma a nuestro desconocido visitante.

-De acuerdo; supongamos que «CCH» significa «Hospital de Charing Cross»; ¿qué otras conclusiones se pueden sacar de ahí?

-¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!

-Sólo se me ocurre la conclusión evidente de que nuestro hombre ha ejercido su profesión en

Londres antes de marchar al campo.

-Creo que podemos aventurarnos un poco más.

Véalo desde esta perspectiva. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciera un regalo de esas características? ¿Cuándo se habrán puesto de acuerdo sus amigos para darle esa prueba de afecto? Evidentemente en el momento en que el doctor Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su propia consulta. Sabemos que se le hizo un regalo. Creemos que se ha producido un cambio y que el doctor Mortimer ha pasado del hospital de la ciudad a una consulta en el campo. ¿Piensa que estamos llevando demasiado lejos nuestras deducciones si decimos que el regalo se hizo con motivo de ese cambio?

-Parece probable, desde luego.

-Observará usted, además, que no podía formar parte del personal permanente del hospital, ya que tan sólo se nombra para esos puestos a profesionales experimentados, con una buena clientela en Londres, y un médico de esas características no se marcharía después a un pueblo. ¿Qué era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse incorporado al personal permanente, sólo podía ser cirujano o médico interno: poco más que estudiante posgraduado. Y se marchó hace cinco años; la fecha está en el bastón. De manera que su médico de cabecera, persona seria y de mediana edad, se esfuma, mi querido Watson, y aparece en su lugar un joven que no ha cumplido aún la treintena, afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el que siente gran afecto y que describiré aproximadamente como más grande que un terrier pero más pequeño que un mastín.

Yo me eché a reír con incredulidad mientras Sherlock Holmes se recostaba en el sofá y enviaba hacia el techo temblorosos anillos de humo.

-En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco de medios para rebatirlas -dije-, pero al menos no nos será difícil encontrar algunos datos sobre la edad y trayectoria profesional de nuestro hombre.

Del modesto estante donde guardaba los libros relacionados con la medicina saqué el directorio médico y, al buscar por el apellido, encontré varios Mortimer, pero tan sólo uno que coincidiera con nuestro visitante, por lo que procedí a leer en voz alta la nota biográfica. «Mortimer, James, MRCS, 1882, Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a 1884 cirujano interno en el hospital de Charing Cross. En posesión del premio Jackson de patología comparada, gracias al trabajo titulado "¿Es la enfermedad una regresión?". Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología. Autor de "Algunos fenómenos de atavismo" (Lancet, 1882), "¿Estamos progresando?" (Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y High Barrow».

-No se menciona ninguna asociación de cazadores -comentó Holmes con una sonrisa maliciosa-; pero sí que nuestro visitante es médico rural, como usted dedujo atinadamente. Creo que mis deducciones están justificadas. Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si no recuerdo mal, afable, poco ambicioso y distraído. Según mi experiencia, sólo un hombre afable recibe regalos de sus colegas, sólo un hombre sin ambiciones abandona una carrera en Londres para irse a un pueblo y sólo una persona distraída deja el bastón en lugar de la tarjeta de visita después de esperar una hora.

-¿Y el perro?

-Está acostumbrado a llevarle el bastón a su amo. Como es un objeto pesado, tiene que sujetarlo con fuerza por el centro, y las señales de sus dientes son perfectamente visibles. La mandíbula del animal, como pone de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi opinión, demasiado ancha para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser..., sí, claro que sí: se trata de un spaniel de pelo rizado.

Holmes se había puesto en pie y paseaba por la habitación mientras hablaba. Finalmente se detuvo junto al hueco de la ventana. Había un tono tal de convicción en su voz que levanté la vista sorprendido.

-¿Cómo puede estar tan seguro de eso?

-Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro delante de nuestra casa, y acabamos de oír cómo su dueño ha llamado a la puerta. No se mueva, se lo ruego. Se trata de uno de sus hermanos de profesión, y la presencia de usted puede serme de ayuda. Éste es el momento dramático del destino, Watson: se oyen en la escalera los pasos de alguien que se dispone a entrar en nuestra vida y no sabemos si será para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el científico, desea de Sherlock Holmes, el detective? ¡Adelante!

El aspecto de nuestro visitante fue una sorpresa para mí, dado que esperaba al típico médico rural y me encontré a un hombre muy alto y delgado, de nariz larga y ganchuda, disparada hacia adelante entre unos ojos grises y penetrantes, muy juntos, que centelleaban desde detrás de unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su profesión, pero de manera un tanto descuidada, porque su levita estaba sucia y los pantalones, raídos. Cargado de espaldas, aunque todavía joven, caminaba echando la cabeza hacia adelante y ofrecía un aire general de benevolencia corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el bastón que Holmes tenía entre las manos, por lo que se precipitó hacia él lanzando una exclamación de alegría.

-¡Cuánto me alegro! -dijo-. No sabía si lo había dejado aquí o en la agencia marítima. Sentiría mucho perder ese bastón.

-Un regalo, por lo que veo -dijo Holmes.

-Así es.

-¿Del hospital de Charing Cross?

-De uno o dos amigos que tenía allí, con ocasión de mi matrimonio.

-¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad! -dijo Holmes, agitando la cabeza.

-¿Cuál es la contrariedad?

-Tan sólo que ha echado usted por tierra nuestras modestas deducciones. ¿Su matrimonio, ha dicho?

-Sí, señor. Al casarme dejé el hospital, y con ello toda esperanza de abrir una consulta. Necesitaba un hogar. -Bien, bien; no estábamos tan equivocados, después de todo -dijo Holmes-. Y ahora, doctor James Mortimer...

-No soy doctor; tan sólo un modesto MRCS.

-Y persona amante de la exactitud, por lo que se ve.”[10]

La cuarta y última novela de Doyle, es El Valle del Terror, escrita entre 1914 y 1915, y ambientada a principio de la década de 1880. En el primer capítulo, el pensamiento deductivo no están encaminado a prever los acontecimientos, ya que lo que tienen por delante es un mensaje criptográfico, y la deducción se encamina a un análisis de las circunstancia, teniendo en mente cual sería el razonamiento del autor del mismo.

“Otra vez Holmes aplastó el papel contra su plato intacto. Yo me levanté e, inclinándome hacia él, observé detenidamente la curiosa inscripción, que decía lo siguiente:

534 C2 13 127 36 31 4 17 21 41

DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE

26 BIRLSTONE 9 47 171

- ¿Qué saca de esto Holmes?

- Es obviamente un intento de transmitir información secreta.

- ¿Pero cuál es el sentido de un mensaje en cifras sin la clave?

- En este momento, no del todo.

- ¿Qué quiere decir con “en este momento”?

- Porque hay muchos números que yo leeré tan fácil como la apócrifa al final de una columna de avisos: Medios tan crudos entretienen a la inteligencia sin siquiera fatigarla. Pero esto es diferente. Es claramente una referencia a las palabras de la página de algún libro. Hasta que me diga qué página y qué libro no puedo hacer nada.

- ¿Pero por qué “Douglas” y “Birlstone”?

- Obviamente porque dichas palabras no están en la página en cuestión.

“- Veamos si lo podemos acortar. A la par que concentro mi mente en ello, éste se vuelve en algo un poco menos impenetrable. ¿Qué indicaciones tenemos acerca de este libro?

- Ninguna.

- Bueno, bueno, seguramente no es tan malo como eso. El mensaje comienza con un gran 534, ¿no es así? Podemos tomar como una hipótesis que el 534 es la página en particular a la que el cifrado se refiere. Así, nuestro libro se ha convertido en un gran libro, que ya es algo. ¿Qué otras indicaciones tenemos sobre la naturaleza de este gran libro? El siguiente signo es C2. ¿Qué saca de eso, Watson?

- Segundo capítulo, sin duda.

- Eso es muy difícil, Watson. Usted, estoy seguro, estará de acuerdo conmigo en que si se nos ha dado la página, el número del capítulo ya no tiene relevancia. También que si la página 534 recién está en el segundo capítulo, la longitud de la primera debe ser bastante intolerable.

- Columna – exclamé.

- Brillante, Watson. Está muy despierto esta mañana. Si no significa columna, entonces estoy completamente engañado. Ahora, ve usted, comenzamos a vislumbrar un gran libro, impreso en columnas dobles que son de considerable extensión, pues una de las palabras está indicada en documento como la doscientos noventa y tres. ¿Ya hemos llegado a los límites que la razón nos puede proveer?

“- Así, hemos reducido nuestro campo a un libro extenso, impreso en dobles columnas y de uso cotidiano.

- ¡La Biblia! – pronuncié triunfante.

- ¡Bien, Watson, bien! ¡Aunque no, si puedo decirlo, lo suficiente! No podría nombrar otro volumen que se asociara tan poco con los hombres de Moriarty. Además, las ediciones de las Sagradas Escrituras son tan numerosas que difícilmente supondrá que dos copias tendrán los mismos números de página. Éste es claramente un libro que está estandarizado. Da por seguro que su página 534 se corresponderá con mi página 534.

- Pero pocos libros tienen esas características.

- Exacto. He ahí nuestra salvación. Nuestra búsqueda se ha reducido a libros estandarizados que cualquiera puede tener.

- ¡Bradshaw!

- Hay ciertas dificultades, Watson. El vocabulario de Bradshaw es nervioso y lacónico, limitado. La selección de palabras vagamente se prestaría para enviar mensajes generales. Eliminaremos Bradshaw. El diccionario es, me temo, inadmisible por la misma razón. ¿Qué es lo que queda?

- ¡Un almanaque!

- ¡Excelente, Watson! Hubiera estado equivocado si no hubiera tocado con ese punto. ¡Un almanaque! Consideremos los servicios del Whitaker’s Almanac. Es de uso común. Tiene el número de páginas requerido. Está en dos columnas. Aunque reservado en su vocabulario al inicio, se convierte, si mal no recuerdo, en algo muy locuaz hacia el final – cogió el volumen de su carpeta –. He aquí, página 534, segunda columna, una substancial columna sobre las relaciones de estampados, me parece, con el comercio y recursos de la India Británica. ¡Apunte las palabras, Watson! El número trece es “Mahratta”. Me temo que no es un comienzo muy prometedor. Número ciento veintisiete es “Gobierno”, lo que al menos tiene sentido, aunque algo irrelevante para nosotros y el profesor Moriarty. Ahora, intentemos de nuevo. ¿Qué es lo que hace el Gobierno de Mahratta? La siguiente palabra es “cerdas”. ¡Estamos acabados, mi querido Watson! ¡Se terminó!

Había hablado en sentido burlón, pero la contracción de sus pobladas cejas anunciaba su decepción e irritación. Me senté sin poder ayudar y descontento, observando el fuego. Un largo silencio fue roto por una súbita exclamación de Holmes, que corrió al armario del que emergió con un segundo volumen color amarillo en su mano.

- ¡Pagamos el precio, Watson, por están tan al corriente con las fechas! – exclamó –. Lo estamos, y sufrimos los castigos usualmente. Siendo sólo el 7 de enero, hemos confiado a ciegas en el nuevo almanaque. Es muy probable que Porlock tomara su mensaje del anterior. No hay duda de que nos lo habría dicho de haber escrito su nota de explicación. Ahora veamos que nos aguarda la página 534. Número trece es “Hay”, lo que es mucho más prometedor. Número ciento veintisiete es “un”. “Hay un” – los ojos de Holmes brillaban de excitación y sus delgados y nerviosos dedos temblaban mientras pronunciaba las palabras. “Peligro”, ¡Ha, ha! ¡Importante! Ponga eso, Watson. “Hay” “un” “peligro” “puede” “venir” “muy” “pronto”“uno”. Luego tenemos el nombre “Douglas” “rico” “hombre del campo” “ahora” “en” “Birlstone” “House” “Birlstone” “confidencia” “es” “urgente” (“There” “is” “danger” “may” “come” “very” “soon” “one” “Douglas” “rich” “country” “now” “at” “Birlstone” “House” “Birlstone” “confidence” “is” “pressing”). ¡Lo tenemos, Watson! ¿Qué piensa de la razón pura y su fruto? Si el tendero tuviera algo así como una corona de laureles, debería enviar a Billy inmediatamente por una.

Me quedé mirando fijamente el mensaje que había garabateado, mientras él lo descifraba, en una hoja de papel oficio en mi rodilla.

- ¡Qué rara y enmarañada manera de expresar su significado! – dije.”[11]

Así es que aquí te dejo con el curso de Lógica que Holmes quiso escribir, pero que Watson embelleció para el gran público.

El pensamiento lógico de Sherlock Holmes

 

“Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez he oído que la mencione por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del sexo débil. No es que haya sentido por Irene Adler una emoción que pueda compararse al amor. Todas las emociones, y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero admirablemente equilibrada. Es, puedo asegurarlo, la máquina de observación y razonamiento más perfecta que el mundo ha visto; pero…

“Entonces se puso de pie frente al fuego y me miró con el detenimiento tan peculiar de él.

—El matrimonio le sienta bien —me dijo—. Creo, Watson, que ha aumentado unas siete libras y media desde que no nos vemos.

—Siete —contesté yo.

—Debí haber pensado un poco más antes de decir eso... Y veo que está ejerciendo de nuevo.

No me había dicho que intentaba dedicarse a su profesión.

—Entonces, ¿cómo lo sabe?

—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que se ha estado exponiendo mucho a la lluvia últimamente y que tiene una criada torpe y descuidada?

—Mi querido Holmes —protesté yo—, esto es demasiado. Si hubiera vivido hace unos siglos, habría muerto en la hoguera por brujería. Es cierto que el jueves salí a dar un paseo por el campo y llegué a casa empapado; pero me he cambiado de ropa y no puedo imaginarme cómo deduce esto.

En cuanto a Mary Jane, es incorregible y mi esposa la ha despedido; tampoco imagino cómo logró adivinarlo.

Holmes sonrió para sí y se frotó las manos largas y nerviosas.

—Es la simplicidad misma. Mis ojos me dicen que en la parte exterior de su zapato izquierdo, exactamente donde alumbra mejor la luz, la piel está raspada toscamente en seis lugares, trazando rayas paralelas. Obviamente esto ha sido causado por alguien que trató de quitar el lodo que cubría el zapato, pero lo hizo con positiva torpeza, sin cuidado alguno. De ahí mi doble deducción de que se expuso a la lluvia y de que tiene un espécimen en particular incompetente de la maligna servidumbre londinense. En cuanto al ejercicio de su profesión, si un caballero entra en esta habitación oliendo a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el índice derecho y una prominencia a un lado del sombrero de copa, mostrando dónde ha escondido su estetoscopio, necesitaría ser muy tonto para no declararlo miembro activo de la profesión médica.

Pude evitar echarme a reír por la facilidad con que explicaba sus deducciones.

—Cuando le oigo exponer sus razonamientos —comenté—, la cuestión me parece siempre tan ridículamente simple, que me siento seguro de que podría haber hecho fácilmente las mismas deducciones que usted. Sin embargo, a cada nuevo caso que se me presenta de sus aparentemente extraños poderes, me siento desconcertado hasta que me explica el proceso que siguió. Y no obstante, creo tener tan buenos ojos como usted.

—Es posible —contestó encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón—. Usted ve, pero no observa. La distinción es perfectamente clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia la escalera que conduce del vestíbulo a esta habitación.

—Ciertamente.

— ¿Cuántas veces?

—Bueno, varios centenares de ocasiones.

—Entonces, podrá decirme cuántos hay.

— ¿Cuántos escalones? No sé.

—¿Ahora comprende? Usted no ha observado, a pesar de haber visto. Eso es lo que quería decirle. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque he visto y he observado. ”[12] 

“La mirada despierta de Sherlock Holmes me sorprendió en mi tarea, y mi amigo movió la cabeza, sonriéndome, en respuesta a las miradas mías interrogadoras:

-Fuera de los hechos evidentes de que en tiempos estuvo dedicado a trabajos manuales, de que toma rapé, de que es francmasón, de que estuvo en China y de que en estos últimos tiempos ha estado muy atareado en escribir no puedo sacar nada más en limpio.

El señor Jabez Wilson se irguió en su asiento, puesto el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos en mi compañero.

-Pero, por vida mía, ¿cómo ha podido usted saber todo eso, señor Holmes? ¿Cómo averiguó, por ejemplo, que yo he realizado trabajos manuales? Todo lo que ha dicho es tan verdad como el Evangelio, y empecé mi carrera como carpintero de un barco.

-Por sus manos, señor. La derecha es un número mayor de medida que su mano izquierda.

Usted trabajó con ella, y los músculos de la misma están más desarrollados.

-Bien, pero ¿y lo del rapé y la francmasonería?

-No quiero hacer una ofensa a su inteligencia explicándole de qué manera he descubierto eso, especialmente porque, contrariando bastante las reglas de vuestra orden, usa usted un alfiler de corbata que representa un arco y un compás.

-¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y lo de la escritura?

-Y ¿qué otra cosa puede significar el que el puño derecho de su manga esté tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el izquierdo muestra una superficie lisa cerca del codo, indicando el punto en que lo apoya sobré el pupitre?

-Bien, ¿y lo de China?

-El pez que lleva usted tatuado más arriba de la muñeca sólo ha podido ser dibujado en China.

Yo llevo realizado un pequeño estudio acerca de los tatuajes, y he contribuido incluso a la literatura que trata de ese tema. El detalle de colorear las escamas del pez con un leve color sonrosado es completamente característico de China. Si, además de eso, veo colgar de la cadena de su reloj una moneda china, el problema se simplifica aún más.

El señor Jabez Wilson se rió con risa torpona, y dijo:

-¡No lo hubiera creído! Al principio me pareció que lo que había hecho usted era una cosa por demás inteligente; pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.

-Comienzo a creer, Watson -dijo Holmes-, que es un error de parte mía el dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como no ignora usted, y si yo sigo siendo tan ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar. ¿Puede enseñarme usted ese anuncio, señor Wilson?”[13]

“Mientras Holmes hablaba, dieron unos golpes en la puerta, y entró el botones para anunciar a la pequeña silueta negra detrás de aquél, a la manera de un barco mercante con todas sus velas desplegadas detrás del minúsculo bote piloto. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea amabilidad que lo distinguía. Una vez cerrada la puerta y después de indicarle con una inclinación que se sentase en un sillón, la contempló de la manera minuciosa, y sin embargo discreta, que era peculiar en él.

-¿No le parece -le dijo Holmes- que es un poco molesto para una persona corta de vista como usted el escribir tanto a máquina?

-Lo fue al principio -contestó ella-, pero ahora sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.

De pronto, dándose cuenta de todo el alcance de sus palabras, experimentó un violento sobresalto, y al  mirar con temor y asombro a la cara ancha y de expresión simpática.

-Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes -exclamó-. De otro modo, ¿cómo podía saber eso?

-No le dé importancia -le dijo Holmes, riéndose-, porque la profesión mía consiste en saber cosas.  Es posible que yo me haya entrenado en fijarme en lo que otros pasan por alto. Si no fuera así, ¿qué razón tendría usted para venir a consultarme?

-Vine a consultarle, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, el paradero de cuyo esposo descubrió usted con tanta facilidad cuando la policía y todo el mundo lo había dado por muerto. ¡Ay señor Holmes, si usted pudiera hacer eso mismo para mí! No soy rica, pero dispongo de un centenar de libras al año de renta propia, además de lo poco que gano con la máquina de escribir, y daría todo ello por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.

-¿Por qué salió a la calle con tal precipitación para consultarme? -preguntó Sherlock Holmes, juntando unas con otras las yemas de los dedos de sus manos, y con vista fija en el techo.

También ahora pasó una mirada de sobresalto por el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland, y dijo ésta:

-En efecto, me lancé fuera de casa, como disparada, porque me irritó el ver la tranquilidad con que lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso ir a la Policía, ni venir a usted y, por último, en vista de que él no hacía nada y de que insistía en que nada se había perdido, me salí de mis casillas, me vestí de cualquier manera y vino derecho a visitar a usted.

-Esta moza constituye un estudio muy interesante -comentó-. Ella me ha resultado más interesante que su pequeño problema, el que, dicho sea de paso, es bastante trillado. Si usted consulta mi índice, hallará casos paralelos: en Andover, el año setenta y siete, y algo que se le parece ocurrió también en La Haya el año pasado.

Sin embargo, por vieja que sea la idea, contiene uno o dos detalles que me han resultado nuevos. Pero la persona de la moza fue sumamente aleccionadora.

-Me pareció que observaba usted en ella muchas cosas que eran completamente invisibles para mí.- le hice notar.

-Invisibles no, Watson, sino inobservadas. Usted no supo dónde mirar, y por eso se le pasó por alto todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugeridoras que las unas de los pulgares, de los problemas cuya solución depende de un cordón de los zapatos. Veamos ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo.

-Llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color pizarra, con una pluma de color rojo ladrillo. Su chaqueta era negra, adornada con abalorios negros y con una orla de pequeñas cuentas de azabache. El vestido era color marrón, algo más oscuro que el café, con una pequeña tira de felpa púrpura en el cuello y en las mangas. Sus guantes tiraban a grises, completamente desgastados en el dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Ella es pequeña, redonda, con aros de oro en las orejas y un aspecto general de persona que vive bastante bien, pero de una manera vulgar, cómoda y sin preocupaciones.

Sherlock Holmes palmeó suavemente con ambas manos y se rió por lo bajo.

-Por vida mía, Watson, que está usted haciendo progresos. Lo ha hecho usted pero muy bien. Es cierto que se le ha pasado por alto todo cuanto tenia importancia, pero ha

Dado con el método, y posee una visión rápida del color. Nunca se confíe a impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las mangas de una mujer. En el hombre tiene quizá mayor importancia la rodillera del pantalón.

Según ha podido usted advertir, esta mujer lucía felpa en las mangas, y la felpa es un material muy útil para descubrir rastros. La doble línea, un poco más arriba de la muñeca, es donde las mecanógrafa hace presión contra la mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de coser movidas a mano dejan una señal similar, pero sólo sobre el brazo izquierdo y en la parte más alejada del dedo pulgar, en vez de marcarla cruzando la parte más ancha, como la tenía ésta. Luego miré a su cara, y descubrí en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas a presión, todo lo cual me permitió aventurar mi observación sobre la cortedad de vista y la escritura, lo que pareció sorprender a la joven.

-También me sorprendió a mí.

-Sin embargo, era cosa que estaba a la vista. Me sorprendió mucho después eso, y me interesó, al mirar hacia abajo, el observar que llevaba no eran de distinto número, sí que eran desparejas, porque una tenía la puntera con ligeros adornos, mientras que la otra era lisa. La una tenía abrochados únicamente los dos botones de abajo (eran cinco), y la otra los botones primero, tercero y quinto. Pues bien: cuando una señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha salido de su casa con las botas desparejas y a medio abrochar, no significa gran cosa el deducir que salió con mucha precipitación.

-¿Y qué más? -le pregunté, vivamente interesado, como siempre me ocurría, con los incisivos razonamientos de mi amigo.

-Advertí, de pasada, que había escrito una carta antes de salir de casa, pero cuando estaba ya completamente vestida. Usted  se fijó en que el dedo índice de la mano derecha de su guante estaba  pero no se fijó, por lo visto, en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con mucha prisa, y había metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió de ocurrir esta mañana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en el dedo. Todo esto resulta divertido, aunque sea elemental, Watson, pero es preciso que vuelva al asunto. ¿Tiene usted inconveniente en leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?”[14]

. “-Los hechos son tan evidentes que la solución del caso le reportará poca fama a usted-  le dije.

-No hay nada más engañador que un hecho evidente –me contestó riendo-. Además, tal vez tengamos la oportunidad de ver otros hechos evidentes que no le habrán resultado así al señor Lestrade. De sobra me conoce usted para creer que alardeo cuando digo que confirmaré o destruiré su teoría valiéndome de medios que él es totalmente incapaz de emplear e inclusive de comprender. Para citar el primer ejemplo que tengo a mano, percibo con claridad que la ventana de su dormitorio, Watson, está a su derecha y me pregunto si Lestrade se habría dado cuenta de algo tan evidente como eso.

-¿Cómo diablos...?

-Mi querido amigo, lo conozco a usted bien. Sé la pulcritud militar que lo caracteriza. Usted se afeita todas las mañanas y en esta época lo hace a la luz del día. Pero veo que el lado izquierdo de su cara está menos bien afeitado que el derecho, lo que significa que esa mejilla recibió menos luz que la otra. Lo digo a manera de ejemplo trivial de observación y deducción. En eso consiste mi oficio y es posible que pueda servirme de utilidad en la investigación que voy a llevar a cabo. En el informe policial hay uno o dos puntos de menor importancia que valdrá la pena tener en cuenta.

Demoramos unos diez minutos hasta llegar al coche, el cual nos condujo de vuelta a Ross. Holmes llevaba consigo la piedra que había recogido en el bosque.

-Acaso le interese esto, Lestrade -comentó, mostrándole la piedra-. Con ella se cometió el crimen.

-No veo ninguna marca.

-No las tiene.

-Entonces, ¿cómo lo sabe?

-Debajo de ella crecía aún la hierba; por lo tanto, hacía pocos días que estaba ahí. No había señal alguna del lugar donde fue recogida. Dada la naturaleza de las heridas, fue con una piedra así que se cometió el crimen. Además, no hay rastros de otra arma.

-¿Y el asesino?

-Es un hombre alto, zurdo, cojea del pie derecho, calza botas de caza de suela gruesa, usa capa gris, fuma cigarros de la India y lo hace con boquilla y lleva en el bolsillo un cortaplumas sin filo. Hay otras señales, pero éstas tal vez basten para nuestra pesquisa.

Lestrade lanzó una carcajada, y dijo:

-Sigo siendo incrédulo. Todas las teorías son buenas, pero nosotros tenemos que enfrentarnos con un jurado británico testarudo.

-Nous verrons -contestó con calma Holmes-. Siga usted sus propios métodos y yo seguiré los míos. Estaré ocupado esta tarde y posiblemente regrese a Londres en el tren de la noche.

-Vayamos entonces a nuestra expedición de hoy. Del examen que hice del terreno, saqué los insignificantes detalles que le di a Lestrade, en lo que a la personalidad del asesino se refiere.

- Pero, ¿cómo los obtuvo?

-Conoce usted mi método. Se funda en la observación de minucias.

-La altura pudo usted calcularla aproximadamente por el ancho de los pasos. También pudo deducir las botas que usaba por las huellas que dejó impresas en el suelo.

-Sí, eran unas botas muy especiales.

-Pero, ¿y su cojera?

-Las huellas del pie derecho se notaban menos que las del izquierdo, lo que significaba que se apoyaba sobre ese pie con menos peso. ¿Por qué? Pues porque era cojo

-¿Y cómo dedujo que era zurdo?

-A usted mismo lo sorprendió la índole de la herida, de acuerdo con el informe suministrado por el cirujano en la investigación. El golpe fue dado de cerca y por detrás, sobre el lado izquierdo. ¿Cómo podría haber sido así de no ser zurdo el atacante? El asesino se mantuvo oculto detrás del árbol mientras duró la entrevista entre padre e hijo. Inclusive fumó durante ese lapso. Encontré ceniza de un cigarro. Con mi especial conocimiento sobre tabacos, pude establecer que se trataba de un cigarro de la India. Como usted sabe, he dedicado cierta atención a este asunto y escrito una breve monografía sobre las cenizas de unas ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco para pipa, cigarros y cigarrillos. Después de haber encontrado la ceniza me fijé alrededor y descubrí la colilla que había arrojado. Se trataba de un cigarro de la India, de la variedad que se prepara en Rotterdam.

-¿Y lo de la boquilla?

-Vi que el asesino no se había puesto el cigarro en la boca; por lo tanto, usaba boquilla, la punta había sido cortada, pero el corte era disparejo, por lo que deduje que el cortaplumas no estaba afilado.

-Holmes -le dijo-, ha tejido usted una red en torno de este hombre, de la que no podrá escapar, y ha salvado una vida inocente. Es como si hubiera cortado la cuerda con la que iban a ahorcarle. Ya veo en qué dirección apunta todo esto: el culpable es...

-El señor John Turner -anunció el camarero abriendo la puerta de nuestro cuarto de estar y haciendo pasar al visitante.

El hombre que entró presentaba un aspecto extraño e impresionante. Su paso, lento y renqueante, y sus hombros arqueados daban la sensación de decrepitud. Sin embargo, las líneas de la cara, profundas y duras, y sus enormes miembros denotaban que poseía una fortaleza poco común tanto en lo físico como en su carácter. La barba enmarañada, la cabellera canosa y las cejas abundantes le daban un aspecto de dignidad y fuerza, pero la cara era de un blanco ceniciento mientras que los labios y los ángulos de las ventanas de su nariz adquirían un tono azulado. A simple vista me di cuenta de que el hombre estaba atacado por una enfermedad crónica y mortal.”[15]

“-Al razonador ideal -comentó-debería bastarle un solo hecho, cuando lo ha visto en todas sus implicaciones, para deducir del mismo no sólo la cadena de sucesos que han conducido hasta él, sino también los resultados que habían de seguirse. De la misma manera que Cuvier sabía hacer la descripción completa de un animal con el examen de un solo hueso, de igual manera el observador que ha sabido comprender por completo uno de los eslabones de toda una serie de incidentes, debe saber explicar con exactitud todos los demás, los anteriores y los posteriores. No nos hacemos todavía una idea de los resultados que es capaz de conseguir la razón por sí sola. Podríamos resolver mediante el estudio ciertos problemas cuya solución ha desconcertado por completo a quienes la buscaron por medio de los sentidos. Sin embargo, para alcanzar en este arte la cúspide, necesitaría el razonador saber manejar todos los hechos que han llegado a conocimiento suyo. Esto implica, como fácilmente comprenderá usted, la posesión de todos los conocimientos a que muy pocos llegan, incluso en estos tiempos de libertad educativa y de enciclopedias. Sin embargo, lo que no resulta imposible es el que un hombre llegue a poseer todos los conocimientos que le han de ser probablemente útiles en su labor, esto es lo que yo me he esforzado por hacer en el caso mío. Usted, si mal no recuerdo, concretó, en los primeros días de nuestra amistad, los límites precisos de esos conocimientos míos.

-Sí -le contesté, echándome a reír-. Hice un documento curioso. En filosofía, astronomía y política le puse a usted cero, lo recuerdo. En botánica, irregular; en geología, profundo en lo que toca a manchas de barro cogidas en una zona de cincuenta millas alrededor de Londres; en química, excéntrico; en anatomía, asistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia de crímenes, único; y además, violinista, boxeador, esgrimista, abogado y auto envenenador por medio de la cocaína y del tabaco. Esos eran, si mal no recuerdo, los puntos más notables de mi análisis.

Holmes se sonrió al escuchar la última calificación, y dijo

“-Digo ahora, como dije entonces, que toda persona debería tener en el ático de su cerebro el surtido de mobiliario que es probable que necesite, y que todo lo demás puede guardarlo en el desván de su biblioteca, donde puede echarle mano cuando tenga precisión de algo. Ahora bien: al enfrentarnos con un problema como el que nos ha sido sometido esta noche, necesitamos dominar todos nuestros recursos. Tenga usted la bondad de alcanzarme la letra K de esta enciclopedia norteamericana que hay en ese estante que tiene a su lado. Gracias. Estudiemos ahora la situación y veamos lo que de la misma puede deducirse. Empezaremos con la firme presunción de que el coronel Openshaw tuvo algún motivo importante para abandonar Norteamérica. Los hombres, a su edad, no cambian todas, sus costumbres, ni cambian por gusto suyo el clima encantador de Florida por la vida solitaria en una ciudad inglesa de provincias. El extraordinario apego a la soledad que demostró en Inglaterra sugiere la idea de que sentía miedo de alguien o de algo; de modo, pues, que podemos aceptar como hipótesis de trabajo la de que fue el miedo lo que le empujó fuera de Norteamérica. En cuanto a lo que él temía, sólo podemos deducirlo por el estudio de las tremendas cartas que él y sus herederos recibieron. ¿Se fijó usted en las estampillas que señalaban el punto de procedencia?”[16]

“-¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?

-Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas.

-¿Y qué hizo entonces Peterson?

-La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad.

-¿No puso ningún anuncio?

-No.

-¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?

-Sólo lo que podemos deducir.

-¿De su sombrero?

-Exactamente.

-Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?

-Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?

Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja, pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre del fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las partes descoloridas pintándolas con tinta.

-No veo nada -dije, devolviéndoselo a mi amigo.

-Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.

-Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero.

Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico.

-Quizás podría haber resultado más sugerente -dijo-, pero aun así hay unas cuantas deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente labebida. Esto podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarle.

-¡Pero... Holmes, por favor!

-Sin embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio -continuó, sin hacer caso de mis protestas-. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos son los datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.

-Se burla usted de mí, Holmes.

-Ni muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido?

-No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle.

Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente?

A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por completo la frente y quedó apoyado en el puente de la nariz.

-Cuestión de capacidad cúbica -dijo-. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro.

-¿Y su declive económico?

-Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda con remates y en la excelente calidad del forro. Si este hombre podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos.

-Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la regresión moral?

Sherlock Holmes se echó a reír.

-Aquí está la precisión -dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la goma

sujetasombreros-. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que desde entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que demuestra claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha perdido por completo su amor propio.

-Desde luego, es un razonamiento plausible.

-Los otros detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma física.

-Pero lo de su mujer... dice usted que ha dejado de amarle.

-Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su mujer.

-Pero podría tratarse de un soltero.

-No, llevaba a casa el ganso como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave.

-Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación de gas en su casa?

-Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. En cualquier caso, un aplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho?

-Bueno, es muy ingenioso -dije, echándome a reír-. Pero, puesto que no se ha cometido ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de energía.” [17]

“-No es el frío lo que me hace temblar -dijo la mujer en voz baja, cambiando de asiento como se le sugería.

-¿Qué es, entonces?

-El miedo, señor Holmes. El terror -al hablar, alzó su velo y pudimos ver que efectivamente se encontraba en un lamentable estado de agitación, con la cara gris y desencajada, los ojos inquietos y asustados, como los de un animal acosado. Sus rasgos y su figura correspondían a una mujer de treinta años, pero su cabello presentaba prematuras mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y agobio. Sherlock Holmes la examinó de arriba abajo con una de sus miradas rápidas que lo veían todo.

No debe usted tener miedo -dijo en tono consolador, inclinándose hacia delante y palmeándole el antebrazo

-. Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa duda. Veo que ha venido usted en tren esta mañana.

-¿Es que me conoce usted?

-No, pero estoy viendo la mitad de un billete de vuelta en la palma de su guante izquierdo. Ha salido usted muy temprano, y todavía ha tenido que hacer un largo trayecto en coche descubierto, por caminos accidentados, antes de llegar a la estación.

La dama se estremeció violentamente y se quedó mirando con asombro a mi compañero.

-No hay misterio alguno, querida señora -explicó Holmes sonriendo-. La manga izquierda de su chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las manchas aún están frescas. Sólo en un coche descubierto podría haberse salpicado así, y eso sólo si venía sentada a la izquierda del cochero.

-Yo había llegado a una conclusión absolutamente equivocada -dijo-, lo cual demuestra, querido Watson, que siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos insuficientes.”[18]

“-Ha sido un caso interesante -comentó Holmes cuando nuestros visitantes se hubieron marchado-, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No podríamos encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la serie de acontecimientos narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser más extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor Lestrade, de Scotland Yard.

-Así pues, no se equivocaba usted.

-Desde un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos. El primero, que la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había ocurrido durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haber hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada del novio. ¿Acaso había visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido alguien procedente de América, porque llevaba demasiado poco tiempo en nuestro país como para que alguien hubiera podido adquirir tal influencia sobre ella que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente de planes. Como ve, ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de que la novia había visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un marido. Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en condiciones poco normales. Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato de lord St. Simon. Cuando éste nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de humor de la novia, del truco tan transparente de recoger una nota dejando caer un ramo de flores, de la conversación con la doncella y confidente, y de la significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que en la jerga de los mineros significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con anterioridad, la situación se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un hombre, y este hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable parecía lo último.

-¿Y cómo demonios consiguió usted localizarlos?

-Podría haber resultado difícil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy importantes, pero aún más importante era saber qué hacía menos de una semana que nuestro hombre había pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de Londres.

-¿De dónde sacó lo de selecto?

-Por lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles más caros de Londres. No hay muchos que cobren esos precios. En el segundo que visité, en Northumberland Avenue, pude ver en el libro de registros que el señor Francis H. Moulton, caballero norteamericano, se había marchado el día anterior; y al examinar su factura, me encontré con las mismas cuentas que habíamos visto en la copia. Había dejado dicho que se le enviara la correspondencia al 226 de Gordon Square, así que allá me encaminé, tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja de enamorados y me atreví a ofrecerles algunos consejos paternales, indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que aclararan un poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simon en particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí que también él acudiera a la cita.

-Pero con resultados no demasiado buenos -comenté yo-. Desde luego, la conducta del caballero no ha sido muy elegante.

-¡Ah, Watson! -dijo Holmes sonriendo-. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si, después de todo el trabajo que representa echarse novia y casarse, se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que debemos ser clementes al juzgar a lord St. Simon, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque no es probable que lleguemos a encontrarnos en su misma situación. Acerque su silla y páseme el violín; el único problema que aún nos queda por resolver es cómo pasar estas aburridas veladas de otoño.”[19]

“Una vieja máxima mía dice que, cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser la verdad.”[20]

“-El hombre que ama el arte por el arte -comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja de anuncios del Daily Telegraph- suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado usted esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, debo decir que, embelleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia a las numerosas causes célebres y procesos sensacionales en los que he intervenido, sino más bien a incidentes que pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad.”

Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto.

-No, no es cuestión de vanidad o egoísmo -dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, a mis pensamientos más que a mis palabras-. Si reclamo plena justicia para mi arte, es porque se trata de algo impersonal... algo que está más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo que debía haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos.

-Psé. Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los matices más delicados del análisis y la deducción?”[21]

“Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en route hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos dejado ya muy atrás a Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su petaca.

-Llevamos buena marcha -dijo, mirando por la ventanilla y fijándose en su reloj-. En este momento marchamos a cincuenta y tres millas y media por hora.

-No me he fijado en los postes que marcan los cuartos de milla -le contesté.

-Ni yo tampoco. Pero en esta línea los del telégrafo están espaciados a sesenta yardas el uno del otro, y el cálculo es sencillo.[22] ¿Habrá leído ya usted algo, me imagino, sobre ese asunto del asesinato de John Straker y de la desaparición de Silver Blaze?”[23]

“Cierto día, en los comienzos de la primavera, llegó hasta el extremo de holgarse dando conmigo un paseo por el Park, en el que los primeros blandos brotes de verde asomaban en las ramas de los olmos y las pegajosas moharras de los castaños comenzaban a romperse y dejar paso a sus hojas quíntuples. Vagabundeamos juntos por espacio de dos horas, en silencio la mayor parte del tiempo, como cumple a dos hombres que se conocen íntimamente. Eran casi las cinco cuando nos hallábamos otra vez en Baker Street.

-Con permiso, señor -nos dijo el muchacho, al abrirnos la puerta-. Estuvo un caballero preguntando por usted.

Holmes me dirigió una mirada cargada de reproches, y me dijo:

-Se acabaron los paseos vespertinos. ¿De modo que ese caballero se marchó?

-Sí, señor.

-¿le invitaste a entrar?

-Sí, señor. El entró.

-¿cuánto tiempo estuvo esperando?

-Media hora, señor. Estaba muy inquieto, señor, y no hizo otra cosa que pasearse y patalear mientras permaneció aquí. Yo le oí porque estaba de guardia del lado de acá de la puerta.  Finalmente, salió al pasillo, y me gritó: «¿No va a venir nunca ese hombre?» Esas fueron sus mismas palabras, señor. «Bastará con que espere usted un poquito más», le dije. «Pues entonces, esperaré al aire libre, porque me siento medio ahogado -me contestó-. Volveré dentro de poco.» Y dicho esto, se levanta y se marcha, sin que nada de lo que yo le decía fuese capaz de retenerlo.

-Bueno, bueno; has obrado lo mejor que podías -dijo Holmes, cuando entrábamos en nuestra habitación-. Sin embargo, Watson, esto me molesta mucho, porque necesitaba perentoriamente un caso, y, a juzgar por la impaciencia de este hombre, se diría que el de ahora es importante. ¡Hola! Esa pipa que hay encima de la mesa no es la de usted. Con seguridad que él se la dejó aquí. Es una bonita pipa de eglantina, con una larga boquilla de eso que los tabaqueros llaman ámbar. Yo me pregunto cuántas boquillas de ámbar auténtico habrá en Londres. Hay quienes toman como demostración de que lo es el que haya una mosca dentro de la masa. Pero eso de meter falsas moscas en la masa del falso ámbar es casi una rama del comercio. Bueno, muy turbado estaba el espíritu de ese hombre para olvidarse de una pipa a la que es evidente que él tiene en gran aprecio.

-¿Cómo sabe usted que él la tiene en gran aprecio? -le pregunté.

-Veamos. Yo calculo que el precio primitivo de la pipa es de siete chelines y seis peniques. Fíjese ahora en que ha sido arreglada dos veces: la una, en la parte de madera de la boquilla, y la otra, en la parte de ámbar. Las dos composturas, hechas con aros de plata, como puede usted ver, le han tenido que costar más que la pipa cuando la compró. Un hombre que prefiere remendar la pipa a comprar una nueva con el mismo dinero, es que la aprecia en mucho.

-¿Nada más? -le pregunté, porque Holmes daba vueltas a la pipa en su mano y la examinaba con la expresión pensativa característica en él.

Holmes levantó en alto la pipa y la golpeó con su dedo índice, largo y delgado, como pudiera hacerlo un profesor que está dando una lección sobre un hueso.

-Las pipas ofrecen en ocasiones un interés extraordinario -dijo-. No hay nada, fuera de los relojes y de los cordones de las botas, que tenga mayor individualidad. Sin embargo, las indicaciones que hay en ésta no son muy importantes ni muy marcadas. El propietario de la misma es, evidentemente, un hombre musculoso, zurdo, de muy, buena dentadura, despreocupado y que no necesita ser económico.

Mi amigo largó todos estos datos como al desgaire; pero me fijé en que me miraba con el rabillo del ojo para ver si yo seguía su razonamiento.

-¿De modo que usted considera como de buena posición a un hombre que emplea para fumar una pipa de siete chelines? -le pregunté.

-Este tabaco es la mezcla Grosvenor, y cuesta ocho peniques la onza -contestó Holmes, sacando a golpecitos una pequeña cantidad de la cazoleta sobre la palma de su mano-. Como es posible comprar tabaco excelente a la mitad de ese precio, está claro que no necesita economizar.

-¿Y los demás puntos de que habló?

-Este hombre tiene la costumbre de encender la pipa en las lámparas y en los picos de gas. Fíjese que está completamente chamuscada de arriba abajo por un lado. Claro está que esto no le habría ocurrido de haberla encendido con una cerilla. ¿Cómo va nadie a aplicar una cerilla al costado de su pipa? Pero no es posible encenderla en una lámpara sin que la cazoleta de la pipa resulte chamuscada. Esto le ocurre a esta pipa en el lado derecho, y de ello deduzco que este hombre es zurdo. Acerque usted su propia pipa a la lámpara y verá con qué naturalidad, usted, que es diestro, aplica el lado izquierdo a la llama Es posible que le ocurra una vez hacer lo contrario, pero no constantemente. Esta pipa ha sido aplicada siempre de esa forma. Además, los dientes del fumador han penetrado en el ámbar. Esto denota que se trata de un hombre musculoso, enérgico y con buena dentadura Pero, si no me equivoco, le oigo subir por las escaleras, de manera que vamos a tener algo más interesante que su pipa como tema de estudio.

Un instante después se abrió la puerta y entró un hombre alto y joven. Vestía traje correcto, pero poco llamativo, de color gris oscuro, y llevaba en la mano un sombrero pardo de fieltro, blando y de casco bajo. Yo le habría calculado unos treinta años, aunque, en realidad, tenía alguno más.

-Ustedes perdonen -dijo con cierto embarazo-. Me olvidé de llamar. Sí, porque debí haber llamado. La verdad es que estoy un poco trastornado, y pueden ustedes atribuirlo a eso.

Se pasó la mano por la frente como quien está medio aturdido, y, acto continuo, se dejó caer en la silla, más bien que se sentó.

-Veo que usted lleva una o dos noches sin dormir -le dijo Holmes con su simpática familiaridad-. El no dormir agota los nervios más que el trabajo, y aún más que el placer. ¿En qué puedo servir a usted?

-Quería que me diese consejo. No sé qué hacer, y parece como si mi vida se hubiese hecho pedazos.

-¿Desea usted emplearme como detective consultor?

-No es eso sólo. Necesito su opinión de hombre de buen criterio..., de hombre de mundo. Necesito saber qué pasos tengo que dar inmediatamente. ¡Quiera Dios que usted pueda decírmelo!

Se expresaba en estallidos cortos, secos y nerviosos, y me pareció que incluso el hablar le resultaba doloroso, haciéndolo únicamente porque su voluntad se sobreponía a su tendencia.

-Se trata de un asunto muy delicado -dijo-. A uno le molesta tener que hablar a gentes extrañas de sus propios problemas domésticos. Es angustioso el discutir la conducta de mi propia mujer con dos hombres a los que no conocía hasta ahora. Es horrible tener que hacer semejante cosa. Pero yo he llegado al límite extremo de mis fuerzas, y necesito consejo.

-Mi querido señor Grant Munro... -empezó a decir Holmes.

Nuestro visitante se puso en pie de un salto, exclamando:

-¡Cómo! ¿Sabe usted cómo me llamo?

-Me permito apuntarle la idea de que cuando usted desee conservar el incógnito -le dijo Holmes, sonriente-, deje de escribir su nombre en el forro de su sombrero, o, si lo escribe, vuelva la parte exterior del caso hacia la persona con quien está usted hablando. Yo iba a decirle que mi amigo y yo hemos escuchado en esta habitación muchas confidencias extraordinarias y que hemos tenido la buena suerte de llevar la paz a muchas almas conturbadas. Confío en que nos será posible hacer lo mismo en favor de usted. Como quizá el tiempo pueda ser un factor importante, yo le ruego que me exponga sin más dilación todos los hechos referentes a su asunto.”[24]

“–Mi querido Watson –dijo Holmes, entrando en la habitación–, estoy sumamente encantado de verlo. ¿Se ha recobrado ya por completo la señora Watson de sus pequeñas emociones relacionadas con nuestra aventura del Signo de los Cuatro?

–Gracias. Ella y yo nos encontramos muy bien –le dije, dándole un caluroso apretón de manos.

–Espero también –prosiguió él, sentándose en la mecedora –que las preocupaciones de la medicina activa no hayan borrado por completo el interés que usted solía tomarse por nuestros pequeños problemas deductivos.

–Todo lo contrario –le contesté–. Anoche mismo estuve revisando mis viejas notas y clasificando algunos de los resultados conseguidos por nosotros.

–Confío en que no dará usted por conclusa su colección.

–De ninguna manera. Nada me sería más grato que ser testigo de algunos hechos más de esa clase.

–¿Hoy, por ejemplo?

–Sí; hoy mismo, si así le parece.

–¿Aunque tuviera que ser en un lugar tan alejado de Londres como Birmingham?

–Desde luego, si usted lo desea.

–¿Y la clientela?

–Yo atiendo a la del médico vecino mío cuando él se ausenta, y él está siempre dispuesto a pagarme esa deuda.

–¡Pues entonces la cosa se presenta que ni de perlas! –dijo Holmes, recostándose en su silla y mirándome fijamente por entre sus párpados medio cerrados –. Por lo que veo, ha estado usted enfermo últimamente. Los catarros de verano resultan siempre algo molestos.

–La semana pasada tuve que recluirme en casa durante tres días, debido a un fuerte resfriado.

Pero estaba en la creencia de que ya no me quedaba rastro alguno del mismo.

–Así es, en efecto. Su aspecto es extraordinariamente fuerte.

–¿Cómo, pues, supo usted lo del catarro?

–Ya conoce usted mis métodos, querido compañero.

–¿De modo que usted lo adivinó por deducción?

–Desde luego.

–¿Y de qué lo dedujo?

–De sus zapatillas.

Yo bajé la vista para contemplar las nuevas zapatillas de charol que tenía puestas.

–Pero ¿cómo diablos?... –empecé a decir.

Holmes contestó a mi pregunta antes que yo la formulase, diciéndome:

–Calza usted zapatillas nuevas, y seguramente que no las lleva sino desde hace unas pocas semanas. Las suelas, que en este momento expone usted ante mi vista, se hallan levemente chamuscadas. Pensé por un instante que quizá se habían mojado y que al ponerlas a secar se quemaron. Pero veo cerca del empeine una pequeña etiqueta redonda con los jeroglíficos del vendedor. La humedad habría arrancado, como es natural, ese papel. Por consiguiente, usted había estado con los pies estirados hasta cerca del fuego, cosa que es difícil que una persona haga, ni siquiera en un mes de junio tan húmedo como este, estando en plena salud.

Al igual que todos los razonamientos de Holmes, este de ahora parecía sencillo una vez explicado. Leyó este pensamiento en mi cara, y se sonrió con un asomo de amargura.

–Me temo que, siempre que me explico, no hago sino venderme a mí mismo –dijo Holmes–. Los resultados impresionan mucho más cuando no se ven las causas. ¿De modo, pues, que está usted listo para venir a Birmingham?

–Desde luego. ¿De qué índole es el caso?

–Lo sabrá usted todo en el tren. Mi cliente está ahí fuera, esperando dentro de un coche de cuatro ruedas. ¿Puede usted venir ahora mismo?

–Dentro de un instante.

Garrapateé una carta para mi convecino, eché a correr luego escalera arriba para explicarle a mi mujer lo que ocurría, y me reuní con Holmes en el umbral de la puerta de la calle.

–¿De modo que su convecino es médico? –me preguntó, señalándome con un ademán de la cabeza la chapa de metal.

–Sí. Compró una clientela, lo mismo que hice yo.

–¿De algún médico que llevaba mucho tiempo ejerciendo?

–Igual que en el caso mío. Ambos se hallaban establecidos aquí desde que se construyeron las casas.

–Pero usted compró la mejor clientela, ¿verdad?

–Creo que sí. Pero ¿cómo lo sabe usted?

–Por los escalones de la puerta, muchacho. Los de usted están gastados en una profundidad de tres pulgadas más que los del otro. Pero este caballero que está dentro del coche es mi cliente, el señor Hall Pycroft. Permítame que lo presente a él. Cochero, arree a su caballo, porque tenemos el tiempo justo para llegar al tren.”[25]

“»Una tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un vasito de oporto como remate de la cena, cuando el joven Trevor empezó a hablar acerca de aquellos hábitos de observación y deducción que yo ya había convertido en un sistema, aunque todavía no había reconocido el papel que habrían de desempeñar en mi vida. Evidentemente, el anciano creyó que su hijo exageraba en su descripción de un par de hechos triviales que yo había protagonizado.

»–Vamos, señor Holmes –me dijo, riéndose con ganas–, yo soy un excelente sujeto, si es que puede deducir algo de mí.

»–Temo que no haya gran cosa –contesté yo–. Pero podría sugerir que en los doce últimos meses ha temido usted algún ataque personal.

»La risa desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa.

»–Pues es la pura verdad –dijo–. Tú ya sabes, Víctor –añadió, volviéndose hacia su hijo–, que cuando dispersamos aquella pandilla de cazadores furtivos, juraron apuñalarnos, y de hecho sir Edward Hoby ha sido agredido. Desde entonces, yo siempre me he mantenido en guardia, pero no tengo la menor idea de cómo puede usted saberlo.

»–Tiene un bastón muy elegante, señor Trevor –respondí–. Por la inscripción, he observado que no hace más de un año que obra en su poder. Pero se ha tomado usted el trabajo de agujerear su puño y verter plomo derretido en el orificio, a fin de convertirlo en un arma formidable. He deducido que no tomaría tales precauciones si no temiera algún peligro.

»–¿Algo más? –preguntó, sonriendo.

»–En su juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.

»–¡Ha acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo desviada?

»–No –contesté–. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la hinchazón peculiares que delatan al boxeador.

»–¿Algo más?

»–A juzgar por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar.

»–Gané todo mi dinero en los campos auríferos. »–También ha estado en Nueva Zelanda.

»–De nuevo ha acertado.

»–Ha visitado Japón.

»–Cierto.

»–Y ha estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran J.A., una persona a la que después quiso olvidar por completo.

»El señor Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos azules con una mirada extraña, desenfocada, y acto seguido se desplomó, víctima de un profundo desmayo, sepultando la cara entre las cáscaras de nuez que cubrían el mantel.

»Puede imaginar, Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y a mí. Sin embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el cuello de la camisa y rociamos su cara con el agua de un vaso, dio un par de boqueadas y se incorporó.

»–¡Ay, muchachos! –dijo, esforzándose en sonreír–. Espero no haberos dado un susto. Pese a parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se necesita gran cosa para ponerme fuera de combate. No sé cómo se las arregla usted, señor Holmes, pero tengo la impresión de que todos los detectives de la realidad y la ficción serían como chiquillos en sus manos. Este es su camino en la vida, señor, y puede creer en las palabras de un hombre que ha visto un poco el mundo.

»Y esta recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades que la precedió, fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que me hizo pensar que cabía convertir en profesión lo que hasta entonces había sido mera afición. En aquel momento, sin embargo, a mí me preocupaba demasiado el súbito desvanecimiento de mi anfitrión para pensar en nada más.

»–Espero no haber dicho nada que le haya disgustado –murmure.

»–Desde luego, me ha tocado en un punto de lo más sensible. ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe y qué es lo que sabe?

»Hablaba en un tono como medio en broma, pero en el fondo de sus ojos todavía había una expresión de terror.

»–No puede ser más sencillo –contesté–. Cuando se arremangó un brazo para meter aquel pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las letras todavía eran legibles, pero se veía bien a las claras, a juzgar por su apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su alrededor, que se hablan hecho esfuerzos conducentes a su desaparición. Era obvio, pues, que en otro tiempo aquellas iniciales habían sido muy familiares y que, posteriormente, había querido olvidarlas.

»–¡Qué vista tiene usted, señor Holmes! –exclamó con un suspiro de alivio–. Es tal como usted dice, pero no hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los de nuestros viejos amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume tranquilamente un cigarro.

»A partir de aquel día, y a pesar de toda su cordialidad, siempre hubo una nota de suspicacia en la actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio cuenta. «Le diste tal susto al jefe –me dijo– que nunca más volverá a estar seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.»”[26]

“Una noche de verano, pocos meses después de casarme, estaba sentado ante mi chimenea, fumando una última pipa y dando cabezadas sobre una novela, pues mi jornada de trabajo había sido agotadora. Mi esposa había subido ya, y el ruido al cerrarse con llave la puerta de entrada, un rato antes, me indicó que también los sirvientes se habían retirado. Había abandonado mi asiento y estaba vaciando la ceniza de mi pipa, cuando oí de pronto un campanillazo.

Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse de un visitante.

Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.

–Vaya, Watson –dijo–, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía levantado.

–Adelante, por favor, mi querido amigo.

–¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diría yo! ¡Hum! ¿O sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga. ¿Puede darme alojamiento por esta noche?

–Con mucho gusto.

–Me dijo que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros en su perchero.

–Me complacerá mucho que se quede.

–Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario británico en casa. Los envía el demonio.

¿No sería un problema de desagües, espero?

–No, el gas.

–¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré una pipa con usted.

Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera abordarlo.

–Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente –comentó, dirigiéndome una mirada penetrante.

–Sí, he tenido un día atareado –contesté–. Tal vez a usted le parezca una necedad –añadí–, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.

Holmes se rió para sus adentros.

–Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson –dijo–. Cuando su ronda es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.

–¡Excelente! –exclame.

–Elemental –dijo él–.”[27]

“Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un brougham esperaba ante nuestra puerta.

-¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo -comentó Holmes-. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!

Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro sanctum.

Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.

-Buenas noches, doctor -le saludó Holmes afablemente-. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.

-¿Ha hablado con mi cochero, pues?

-No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.”[28]

“-Los dos hombres se sentaron junto a la ventana mirador del club-. Este es el lugar adecuado para todo aquél que quiera estudiar la humanidad -dijo Mycroft-. ¡Mira qué tipos tan magníficos!

Fíjate, por ejemplo, en esos dos hombres que vienen hacia nosotros.

-¿El jugador de billar y el otro?

-Precisamente. ¿Qué sacas en limpio del otro?

Los dos hombres se habían detenido frente a la ventana. Unas marcas de yeso sobre el bolsillo del chaleco eran las únicas señales de billar que pude ver en uno de ellos. El otro era un individuo bajo y muy moreno, con el sombrero echado hacia atrás y varios paquetes bajo el brazo.

-Un militar veterano, por lo que veo -dijo Sherlock.

-Y licenciado hace muy poco tiempo -observó su hermano-. Con graduación de suboficial.

-Artillería Real, diría yo -señaló Sherlock.

-Y viudo.

-Pero con un crío de poca edad.

-Críos, muchacho, críos.

-Vamos -exclamé yo, riéndome-, creo que esto ya es demasiado.

-Seguramente -repuso Holmes- no sea tan difícil decir que un hombre con este porte, una expresión de autoridad y una piel tostada por el sol es un militar, algo más que soldado raso y que ha llegado de la India no hace mucho tiempo.

-Que ha dejado el servicio hace poco lo demuestra el hecho de que todavía lleve sus «botas de munición», como suelen llamarlas -observó Mycroft.

-No tiene el paso inseguro del soldado de caballería y, sin embargo, llevaba su gorra inclinada a un lado, como lo demuestra la piel más clara en ese lado de la frente. Su peso no es el propio del soldado de ingenieros. Ha servido en artillería.

-Y, desde luego, su luto riguroso muestra que ha perdido a un ser muy querido. El hecho de que haga él mismo sus compras da a entender que se trató de su esposa. Observa que ha estado comprando cosas para los chiquillos. Lleva un sonajero, lo que indica que uno de ellos es muy pequeño. Probablemente su mujer muriera al dar a luz. Y el hecho de que lleve bajo el brazo un cuaderno para pintar denota que hay otro pequeño en el que ha de pensar.

Empecé a comprender lo que quería decir mi amigo al asegurar que su hermano poseía unas facultades todavía más notables que las suyas. Me miró de soslayo y sonrió. Mycroft tomó un poco de rapé de una cajita de concha y sacudió el polvillo caído en su chaqueta, con ayuda de un gran pañuelo de seda roja.”[29]

“Tras expresar su excéntrica protesta, Sherlock Holmes se arrellanó en su sillón, y estaba desplegando el periódico de la mañana con aire despreocupado cuando a ambos nos sobresaltó un tremendo campanillazo en la puerta, seguido de inmediato por un fuerte repiqueteo, como si alguien estuviera aporreando con los puños la puerta de la calle. Cuando ésta se abrió, oímos una ruidosa carrera a través del vestíbulo v unos pasos que subían a toda prisa las escaleras. Un instante después, irrumpía en nuestra habitación un joven excitadísimo, con los ojos desorbitados, desmelenado y jadeante. Nos miró primero al uno y luego al otro, y al advertir nuestras miradas inquisitivas cayó en la cuenta de que debía ofrecer algún tipo de excusas por su desaforada entrada.

 -Lo siento, señor Holmes -exclamó-. Le ruego que no se ofenda. Estoy a punto de volverme loco. Señor Holmes, soy el desdichado John Hector McFarlane.

 Hizo esta presentación como si sólo con el nombre bastara para explicar su visita y sus modales, pero por el rostro impasible de mi compañero me di cuenta de que aquello le decía tan poco a él como a mí.

 -Tome un cigarrillo, señor McFarlane -dijo Holmes, empujando su pitillera hacia él-. Estoy seguro de que, a la vista de sus síntomas, mi amigo el doctor Watson le recomendaría un sedante. Ha hecho tanto calor estos últimos días... Ahora, si se siente usted más tranquilo, le agradecería que tomara asiento en esa silla y nos contara muy despacio y con mucha calma quién es usted y qué desea. Ha pronunciado usted su nombre como si yo tuviera necesariamente que conocerlo, pero le aseguro que, aparte de los hechos evidentes de que es usted soltero, procurador, masón y asmático, no sé nada en absoluto de usted.

Habituado como estaba a los métodos de mi amigo, no me resultó difícil seguir sus deducciones y observar el atuendo descuidado, el legajo de documentos legales, el amuleto del reloj y la respiración jadeante en que se había basado. Sin embargo, nuestro cliente se quedó boquiabierto.

Holmes había recogido las hojas que formaban el borrador del testamento y las estaba examinando, con el más vivo interés reflejado en su rostro.

 -Este documento tiene su miga, ¿no cree usted, Lestrade? -dijo, pasándole los papeles.

 El inspector los miró con expresión de desconcierto.

 -Las primeras líneas se leen bien, y también éstas del centro de la segunda página, y una o dos al final. Tan claro como si fuera letra de imprenta -dijo-. Pero entre medias está muy mal escrito, y hay tres partes donde no se entiende nada.

 -¿Y qué saca de eso? -preguntó Holmes.

 -Bueno, ¿qué saca usted?

 -Que se escribió en un tren; la buena letra corresponde a las estaciones, la mala letra al tren en movimiento, y la malísima al paso por los cambios de agujas. Un experto científico dictaminaría en el acto que se escribió en una línea suburbana, ya que sólo en las proximidades de una gran ciudad puede haber una sucesión tan rápida de cambios de agujas. Si suponemos que la redacción del testamento ocupó todo el viaje, entonces se trataba de un tren expreso, que sólo se detuvo una vez entre Norwood y el Puente de Londres.

 Lestrade se echó a reír.

 -Me abruma usted cuando empieza con sus teorías, señor Holmes -dijo-. ¿Qué relación tiene esto con el caso?”[30]

“Holmes llevaba varias horas sentado en silencio, con su larga y delgada espalda doblada sobre un recipiente químico en el que hervía un preparado particularmente maloliente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho y, desde donde yo lo miraba, parecía un pajarraco larguirucho, con plumaje gris mate y un copete negro.

 –Y bien, Watson –dijo de repente–, ¿de modo que no piensa usted invertir en valores sudafricanos?

 Di un respingo de sorpresa. Aunque estaba acostumbrado a las asombrosas facultades de Holmes, aquella repentina intromisión en mis pensamientos más íntimos resultaba completamente inexplicable.

 –¿Cómo demonios sabe usted eso?– pregunté.

 Holmes dio media vuelta sin levantarse de su banqueta, con un humeante tubo de ensayo en la mano y un brillo burlón en sus hundidos ojos.

 –Vamos, Watson, confiese que se ha quedado completamente estupefacto.

 –Así es.

 –Debería hacerle firmar un papel reconociéndolo.

 –¿Por qué?

 –Porque dentro de cinco minutos dirá usted que todo era sencillísimo.

 –Estoy seguro de que no diré nada semejante.

 –Verá usted, querido Watson –colocó el tubo de ensayo en su soporte y comenzó a disertar con el aire de un profesor dirigiéndose a su clase–, la verdad es que no resulta muy difícil construir una cadena de inferencias, cada una de las cuales depende de la anterior y es, en sí misma, muy sencilla.

Si después de hacer eso se suprimen todas las inferencias intermedias y sólo se le presentan al público el punto de partida v la conclusión, se puede conseguir un efecto sorprendente, aunque puede que un tanto chabacano. Pues bien: lo cierto es que no resultó muy difícil, con sólo inspeccionar el surco que separa su dedo pulgar del índice, deducir con toda seguridad que no tiene usted intención de invertir su modesto capital en las minas de oro.

 –No veo ninguna relación.

 –Seguro que no; pero se la voy a hacer ver en seguida. He aquí los eslabones que faltan en la sencillísima cadena: Uno: cuando regresó anoche del club, tenía usted tiza entre el dedo pulgar y el índice. Dos: Usted se aplica tiza en ese lugar cuando juega al billar, para dirigir el taco. Tres: Usted no juega al billar más que con Thurston. Cuatro: Hace cuatro semanas, me dijo usted que Thurston tenía una opción para comprar ciertas acciones sudafricanas, que expiraría al cabo de un mes y que deseaba compartir con usted. Cinco: Su talonario de cheques está guardado en mi escritorio y no me ha pedido usted la llave. Seis: Por tanto, no tiene usted intención de invertir su dinero en este negocio.

 –¡Pero si es sencillísimo! –exclamé.

 –Ya lo creo –dijo él, un poco escocido–. Todos los problemas le parecen infantiles después de que se los hayan explicado. Pues aquí tiene uno sin explicación. A ver qué saca usted de esto, amigo Watson.”[31]

“Mi amigo, que valoraba la precisión y concentración del pensamiento por encima de todas las cosas, no soportaba que nada distrajera su atención del asunto que se traía entre manos. Sin embargo, so pena de incurrir en grosería, lo cual no hubiera sido propio de él, resultaba imposible negarse a escuchar la historia de aquella mujer joven y guapa, alta, simpática y distinguida, que se presentó en Baker Street a última hora de la tarde, solicitando su ayuda y consejo. De nada sirvió insistir en que se encontraba completamente ocupado, ya que la joven había venido absolutamente decidida a contar su historia, y resultaba evidente que sólo por la fuerza podríamos sacarla de la habitación antes de que lo hubiera hecho. Con expresión resignada y una cierta sonrisa de fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que tomara asiento y nos informara de aquello que tanto la preocupaba.

–Al menos, sabemos que no se trata de su salud –dijo, clavando en ella sus penetrantes ojos–. Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de energía.

La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera rozadura producida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal.

–Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver con esta visita que le hago.

Mi amigo tomó la mano sin guante de la joven y la examinó con tanta atención y tan poco sentimiento como un científico examinando una muestra.

–Estoy seguro de que me perdonará. Es mi oficio –dijo al soltarla–. Casi cometo el error de suponer que escribía usted a máquina. Pero se nota con toda claridad que toca un instrumento musical. ¿Se ha fijado, Watson, en que el aplastamiento de las puntas de los dedos es común a ambas profesiones? Sin embargo, el rostro expresa una espiritualidad –al decir esto, la hizo volverse hacia la luz– que la máquina de escribir no genera. Esta señorita se dedica a la música.

–Sí, señor Holmes, soy profesora de música.

–En el campo, deduzco del color de su piel.

–Sí, señor; cerca de Farnham, en los límites de Surrey.

–Una zona preciosa, llena de recuerdos interesantes. ¿Se acuerda usted, Watson, que fue cerca de allí donde agarramos a Archie Stamford, el falsificador? Y bien, señorita Violet, ¿qué es lo que leha ocurrido cerca de Farnham, en los límites de Surrey?”[32]

“-Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina del lápiz y, como usted ya había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es interesante, Watson. El lápiz era de marca, de tamaño más o menos normal, con mina blanda; azul por fuera, con el nombre del fabricante en letras de plata, y la parte que queda no tendrá más que una pulgada y media de longitud. Busque ese lápiz, señor Soames, y tendrá a su hombre. Como pista adicional, le diré que posee una navaja grande y muy poco afilada.

El señor Soames quedó algo abrumado por esta avalancha de información.

-Todo lo demás lo entiendo

-dijo-, pero, la verdad, ese detalle de la longitud...

Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras NN y un espacio en blanco detrás.

-¿Lo ve?

-No, me temo que ni aun así...

-Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros iguales. ¿Qué podrían significar estas NN? Están al final de una palabra. Como todo el mundo sabe, Johann Faber es el fabricante de lápices más conocido. ¿No resulta evidente que lo que queda del lápiz es sólo lo que viene detrás de

« Johann»? -inclinó la mesita de lado para que le diera la luz eléctrica y continuó-: Confiaba en que hubiera utilizado un papel lo bastante fino como para que quedara alguna marca en esta superficie pulida. Pero no, no veo nada. No creo que saquemos nada más de aquí. Veamos ahora la mesa del centro.”[33]

Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto  en papel. Lo desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetan solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando de sus extremos.

-Willoughby Smith tenía una vista excelente -prosiguió-. No cabe duda de que esto fue arrancado  de la cara o el cuerpo del asesino. Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la  máxima atención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de ellos, se acercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los inspeccionó minuciosamente a la luz de la lámpara y, por  último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y escribió unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a continuación entregó a Stanley Hopkins.

-No puedo hacer nada mejor por usted -dijo-. Quizás resulte de alguna utilidad.

El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente:

«Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico.

Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente numerosos, no debería resultar difícil localizarla.»

El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado y en mi cara, hizo sonreír a Holmes.

-Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la sencillez misma -dijo-.

Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las inferencias que un par de gafas, y más un par de gafas tan particular como éste. Que pertenecen a una mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las últimas palabras del moribundo. En cuanto a lo de que se trata de una persona refinada y bien vestida..., como ven, la montura es magnífica, de oro macizo, y no cabe suponer que una persona que lleva estos lentes se muestre desaliñada en otros aspectos. Si se los pone, comprobará que la pinza es muy ancha para su nariz, lo cual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy ancha en la base. Esta clase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen excepciones lo bastante numerosas como para impedir que me ponga dogmático e insista en este aspecto de mi descripción. Yo tengo una cara bastante estrecha, y aun así no consigo que mis ojos coincidan con el centro de los cristales ni de lejos. Por tanto, nuestra dama tiene los ojos muy juntos, pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que los cristales son cóncavos y de potencia poco corriente. Una mujer que haya padecido toda su vida tan graves limitaciones visuales presentará, sin duda, ciertas características físicas derivadas de su mala vista, como son la frente arrugada, los párpados contraídos y los hombros cargados.

-Sí -dije yo-. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, confieso que no entiendo de dónde saca lo de las dos visitas al óptico.

Holmes levantó las gafas en la mano.

-Fíjese -dijo- en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho para suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y algo gastada, pero la otra está nueva. Es evidente que una tira se desprendió y hubo de poner otra nueva. Yo diría que la más vieja de las dos no lleva puesta más que unos pocos meses. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la señora acudió al mismo establecimiento a que le pusieran la segunda.

-¡Por San Jorge, es maravilloso! -exclamó Hopkins, extasiado de admiración-.”[34]

“-Hopkins ha recurrido a mí en siete ocasiones, y en todas ellas su llamada estaba justificada -dijo Holmes- Creo que todos esos casos han pasado a formar parte de su colección, y debo reconocer, Watson, que posee un cierto sentido de la selección que compensa muchas cosas que me parecen  deplorables en sus relatos. Su nefasta costumbre de mirarlo todo desde el punto de vista narrativo, en lugar de considerarlo como un ejercicio científico, ha echado a perder lo que podría haber sido una instructiva, e incluso clásica, serie de demostraciones. Pasa usted por encima de los aspectos más sutiles y refinados del trabajo, para recrearse en detalles sensacionalistas, que pueden emocionar, pero jamás instruir al lector.

-¿Por qué no los escribe usted mismo? -dije, algo picado.

-Lo haré, querido Watson, lo haré. Por el momento, como sabe, estoy demasiado ocupado, pero me propongo dedicar mis años de decadencia a la composición de un libro de texto que compendie en un solo volumen todo el arte de la investigación. La que tenemos ahora entre manos parece ser un caso se asesinato.

-Entonces, ¿cree usted que este sir Eustace está muerto?

-Yo diría que sí. La letra de Hopkins indica que se encuentra muy alterado, y no es precisamente un hombre emotivo. Sí, me da la impresión de que ha habido violencia y que no han levantado el cadáver, en espera de que lleguemos a examinarlo. No me llamaría por un simple suicidio. En cuanto a eso de dejar libre a la señora..., parece como si se hubiera quedado encerrada en una habitación durante la tragedia. Vamos a entrar en las altas esferas, Watson: papel crujiente, monograma «E.B.», escudo de armas, casa con nombre pintoresco... Creo que el amigo Hopkins estará a la altura de su reputación y nos proporcionará una interesante mañana. El crimen se cometió anoche, antes de las doce.

-¿Cómo puede saber eso?

-Echando un vistazo al horario de trenes y calculando el tiempo. Primero hubo que llamar a la policía local, ésta se puso en comunicación con Scotland Yard, Hopkins tuvo que llegar hasta allí, y luego me hizo llamar a mí. Todo eso ocupa buena parte de la noche. Bien, ya llegamos a la estación de Chislehurst, y pronto saldremos de dudas.”[35]

“-Tenga la amabilidad de sentarse mister Scout Eccles -le dijo Holmes en tono tranquilizador.

Antes que nada, ¿puedo preguntarle cómo es que se ha dirigido a mí?

-Pues verá usted señor: el asunto no parecía como para llevarlo a la policía; pero, cuando usted se entere de los hechos, reconocerá que yo no podía dejar las cosas como estaban. Yo no abrigo la menor simpatía hacia los detectives particulares, considerados como una clase, pero como había oído

hablar de usted...

-Perfectamente. Y ahora, en segundo lugar, le pregunto: ¿por qué no vino inmediatamente?

-¿Qué quiere usted decir con esas palabras?

Holmes miró su reloj.

-Son las dos y cuarto -dijo -. Su telegrama fue puesto a eso de la una. Pero basta mirar sus ropas y su cabeza para darse cuenta de que sus dificultades arrancaron el instante en que usted se despertó esta mañana. Nuestro cliente alisó sus cabellos revueltos y se palpó la barbilla sin afeitar.

-Tiene razón, míster Holmes. Ni por un momento pensé en arreglarme. Lo que yo quería era salir a cualquier precio de esa casa. Pero antes de venir a usted he andado de un lado para otro haciendo averiguaciones, Fui a la agencia de alquileres y me contestaron que el señor García tenía pagados los de la casa hasta el día, y que todo estaba en orden en el pabellón Wisteria.

-Ea, ea, señor -exclamó Holmes, echándose a reír -. Se parece usted a mi amigo Watson, que acostumbra contar sus historias mal y en orden invertido. Por favor, ponga orden en sus pensamientos y expóngase en su debida secuencia los sucesos que le han impulsado a salir de casa sin peinarse ni arreglarse, con botas de paño y los botones del chaleco abrochados en ojales equivocados, para buscar consejo y ayuda.

Nuestro cliente bajó los ojos para contemplar con expresión lastimosa su extraordinaria apariencia exterior.

-Mister Holmes, estoy seguro de que produzco una impresión detestable, y no creo que en toda mi vida me haya ocurrido hasta ahora cosa semejante. Voy a contarle el rarísimo suceso y no me cabe la menor duda de que, cuando haya terminado, reconocerá usted que ha habido motivo suficiente para disculparme.

“-Bien detalladamente ha debido usted de registrar la casa para encontrar una bola de papel.

-Así es, mister Holmes. Es mi costumbre. ¿Quiere, mister Gregson, que la leamos?

El detective londinense asintió con la cabeza.

-La carta está escrita en papel corriente color crema y no tiene filigranas. Es de tamaño cuartilla y le han dado dos cortes con unas tijeritas. Le han hecho luego tres dobleces y la han lacrado con lacre rojo, extendido apresuradamente y aplastado con algún objeto plano y ovalado. Está dirigida al señor García, pabellón Wisteria, y dice así: «Nuestros colores son verde y blanco. Verde, abierto; blanco, cerrado. Escalera principal, primer pasillo, séptima a la derecha, bayeta verde. Buen viaje. D» Es letra de mujer, escrita con pluma de punta fina, pero el sobre escrito lo ha sido con otra pluma, o por otra persona. Como ven ustedes, la letra es más gruesa y de rasgos más enérgicos.

-Es una carta muy notable -dijo Holmes, mirándola de arriba abajo -. Le felicito, mister Baynes, por el cuidado del detalle que ha demostrado en el análisis que ha hecho de ella. Podrían quizás añadirse algunos otros detalles insignificantes. El sello ovalado es, sin diputa, de un gemelo de puño ¿qué otra cosa tiene esa forma? Las tijeritas son las de uñas. A pesar de los pequeños que son los cortes, se observa claramente en ambos la misma ligera curva.

El detective campesino gorgoriteo por lo bajo y dijo:

-Creí que había oprimido totalmente el jugo, pero veo que aún quedaba un poco más. No tengo más remedio que decir que lo único que yo saco de la carta es que se traían algún asunto entre manos y que, como es corriente, en el fondo de todo anda una mujer.”[36]

“Viendo que Holmes estaba demasiado abstraído para conversar, yo había echado a un lado el insulso periódico y, reclinándome en el sillón, me sumí en profundas meditaciones. De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis pensamientos:

-Lleva usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.

-¡De lo más absurda!- exclamé, y de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré perplejo.

-¿Cómo es eso, Holmes? -grité-. Supera todo cuanto pudiera haber imaginado.

Él se rió de buena gana al observar mi perplejidad.

-Recuerde usted -me dijo- que hace algún tiempo, cuando le leí el pasaje de uno de los relatos  de Poe en el que un minucioso razonador sigue los pensamientos no expresados de su compañero, usted se sintió inclinado a tratar el asunto como un mero tour de forcé del autor. Al advertirle que yo solía hacer eso constantemente, usted se mostró incrédulo.

-¡Oh, no!

-Tal vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin duda con las cejas. De modo que cuando le vi tirar el periódico al suelo y ponerse a pensar, me alegré mucho de tener la oportunidad de leerle el pensamiento, y finalmente de poder interrumpirlo, demostrando así mi compenetración con usted.

Aquello no me convenció del todo.

-En el ejemplo que usted me leyó -le dije- el razonador extrajo sus conclusiones basándose en la actuación del hombre al que observaba. Si mal no recuerdo, aquel hombre tropezó con un montón de piedras, miró hacia arriba a las estrellas, etcétera. Yo, en cambio, he estado sentado en mi sillón tranquilamente, por tanto ¿qué pistas he podido darle?

-Es usted injusto consigo mismo. Las facciones le han sido dadas al hombre para poder expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente.

-¿Quiere usted decir que leyó en mis facciones el curso de mis pensamientos?

-En sus facciones y sobre todo en sus ojos. ¿Es posible que no pueda usted recordar cómo comenzaron sus ensueños?

-No, no puedo.

-Entonces se lo diré yo. Después de tirar al suelo el periódico, acto que atrajo mi atención hacia usted, estuvo sentado durante medio minuto con ex

presión ausente. Luego sus ojos se clavaron en el retrato, recientemente enmarcado, del general Gordon y por la alteración de su rostro comprendí que había vuelto a sumirse en sus pensamientos. Más eso no le condujo muy lejos. Sus ojos contemplaron fugazmente el retrato sin marco de Henry Ward Beecher, que estaba encima de sus libros. Entonces miró usted hacia arriba a la pared, y era obvio desde luego lo que eso significaba. Usted pensaba que si el retrato estuviera enmarcado cubriría exactamente ese espacio desnudo de pared, y haría juego con el retrato de Gordon que allí estaba.

-¡Me ha comprendido usted a las mil maravillas!- exclamé yo.

-Hasta ahí era poco probable que me perdiera. Pero ahora sus pensamientos volvieron a Beecher, y usted le miró con severidad como si estudiara el semblante del personaje. Entonces dejó usted de entornar los ojos, aunque sin dejar de mirar, y su rostro se quedó pensativo. Estaba usted recordando los incidentes que jalonaron la carrera de Beecher. Me daba perfecta cuenta de que usted no podía hacer eso sin pensar en la misión que emprendió durante la Guerra Civil en favor del Norte, pues recuerdo que expresó su ferviente indignación por la manera en que fue recibido por los más turbulentos compatriotas nuestros. Lo sintió usted tanto que yo sabía que le sería imposible pensar en Beecher sin acordarse también de eso. Cuando, poco después, vi que sus ojos se apartaron del retrato, sospeché que ahora volvía usted a pensaren la Guerra Civil y, cuando observé que apretaba  usted los labios, que sus ojos echaban chispas, y que apretaba los puños, tuve la seguridad de que, en efecto, estaba usted pensando en el heroísmo demostrado por ambos bandos en aquella batalla sin cuartel. Pero entonces, de nuevo su rostro se puso más triste y dio usted muestras de  desaprobación. Hizo usted hincapié en la tristeza, el horror y la inútil pérdida de vidas humanas. Acercó usted la mano sigilosamente a su vieja herida y una sonrisa tembló en sus labios, lo cual me indicó que el aspecto ridículo de este método de dirimir las cuestiones internacionales había afectado a su mente. En ese mismo instante estuve de acuerdo con usted en que aquello era absurdo y me alegró comprobar que todas mis deducciones habían sido correctas.

-¡Sin lugar a dudas! -dije yo-. Y ahora que me lo ha explicado usted, confieso seguir tan asombrado como antes.

-Fue un trabajo muy superficial, mi querido Watson,se lo aseguro. No me habría inmiscuido si usted no hubiese mostrado cierta incredulidad el otro día. Pero tengo ahora entre manos un pequeño problema que puede resultar más difícil de resolver que este insignificante intento mío de leer el pensamiento. ¿No ha visto usted en el periódico un breve suelto que alude al extraordinario contenido de un paquete enviado por correo a la señorita Cushing, de Cross Street, en Croydon?” [37]

“La patrona sacó un envoltorio de su bolso; de él, sacudió dos fósforos quemados y una colilla de cigarrillo, y los hizo caer en la mesa.

– Estaban en su bandeja esta mañana. Los traje porque había oído que usted sabe leer grandes cosas en cosas pequeñas.

– Aquí no hay nada –dijo–. Los fósforos, desde luego, se han usado para encender cigarrillos. Eso se ve en lo corto del lado quemado. Encendiendo una pipa o un cigarro se consume la mitad. Pero ¡caramba!, esta colilla es verdaderamente notable. ¿Dice usted que el caballero tenía barba y bigote?

– Sí, señor.

– No lo entiendo. Yo diría que sólo un hombre afeitado del todo podía haber fumado esto. Bueno, Watson, incluso su modesto bigote habría sufrido quemaduras.

– ¿Una boquilla? –sugerí.

– No, no; el extremo está aplastado. Supongo que no podría haber dos personas en sus habitaciones, señora Warren.

– No, señor. Come tan poco, que muchas veces me extraña que pueda conservar la vida de una sola persona.

– Bueno, creo que debemos esperar a tener un poco más de material. Después de todo, usted no tiene de que quejarse. Ha recibido su renta, y no es un huésped molesto, aunque ciertamente es raro. Paga bien, y si decide vivir oculto, no es asunto que le incumba directamente a usted. No tenemos excusa para invadir su vida privada mientras no tengamos razones para pensar que hay un motivo culpable. Yo acepto el asunto y no lo perderé de vista. Infórmeme si ocurre algo nuevo, y confíe en mi asistencia si hace falta.

»Ciertamente hay algunos puntos de interés en este caso, Watson –observó, cuando se marchó la patrona–. Claro que quizá sea trivial, una excentricidad individual; o quizá sea mucho más profundo de lo que parece a primera vista. Lo primero que se le ocurre a uno es la posibilidad obvia de que la persona que está ahora en las habitaciones sea diferente de la que las tomó.

– ¿Por qué piensa eso?

– Bueno, aparte de esta colilla, ¿no resulta curioso que la única vez que salió el huésped fuera inmediatamente después de tomar las habitaciones? Volvió –o alguien volvió– cuando todos los testigos estaban alejados. No tenemos pruebas de que la persona que volvió fuera la que salió. Luego, además, el hombre que tomó las habitaciones hablaba bien el inglés. Este otro, en cambio, escribe «fósforo» cuando debía ser «fósforos». Puedo imaginar que sacó la palabra de un diccionario, que da el sustantivo, pero no el plural, el estilo lacónico puede ser para ocultar la falta de conocimiento del inglés. Sí, Watson, hay buenas razones para sospechar que ha habido una sustitución de huéspedes.”[38]

“—¿Pero por qué turcos precisamente? —preguntó Mr. Sherlock Holmes, clavando su mirada en mis botines. Yo estaba reclinado en una silla de respaldo de rejilla, y mis pies, que sobresalían, habían atraído su atención siempre activa.

—Ingleses —respondí, algo sorprendido—. Me los compré en Latimer’s, en la calle Oxford.

Holmes sonrió con expresión de paciencia tolerante.

—¡Los baños! —dijo—; ¡los baños! ¿Por qué los turcos relajantes y caros, en vez del estimulante artículo casero?

—Porque estos últimos días me he sentido reumático y viejo. El baño turco es lo que en Medicina llamamos alterante, un nuevo punto de partida, un purificador del sistema. >>Por cierto, Holmes —añadí—, no me cabe duda de que la relación entre mis botas y los baños turcos resulta perfectamente evidente para un cerebro lógico; no obstante, le agradecería mucho que me la explicase.

—El hilo de razonamiento no es muy oscuro, Watson —dijo Holmes, con un guiño malicioso—. Pertenece a la misma clase elemental de deducción que ilustraría si le preguntase con quien compartió el coche en su paseo de esta mañana.

—No admito que un nuevo ejemplo pueda servir de explicación —dije, con tono áspero.

—¡Bravo, Watson! Una reconvención digna y lógica. Veamos, ¿cuales eran los puntos? Empecemos por el último: el coche. Observará que tiene usted unas salpicaduras en la manga izquierda y la hombrera de su gabán. Si hubiera ido sentado en el centro de un cabriolé, probablemente no llevaría esas salpicaduras, y en el caso de que las llevase, serían sin duda simétricas. Así que está claro que ha ido sentado en uno de los lados, razón por la que queda igualmente claro que iba acompañado. —Eso es evidente.

—Absurdamente común, ¿verdad?

—¿Pero y los botines y el baño?

—Igual de pueril. Tiene usted la costumbre de abrocharse los botines de una forma determinada. En esta ocasión veo que los tiene atados con un elaborado doble lazo, que no es su método habitual de hacerlo. Por lo tanto, se los ha quitado. ¿Quién se los ha anudado? Un zapatero, o el mozo del salón de baños. Es poco probable que haya sido el zapatero, ya que sus botines están nuevos. ¿Qué queda? Los baños. ¡Que bobada! ¿Verdad? Pero en cualquier caso, el baño turco ha cumplido una finalidad.” [39]

“—Por favor, siéntese —dijo Sherlock Holmes—. Deberíamos, me imagino, tener un buen trato para discutir —tomó sus hojas de papel plegado—. Usted es, por supuesto, el Sr. John Garrideb mencionado en este documento. ¿Pero seguramente habrá estado en Inglaterra algún tiempo?

—¿Por qué dice eso, Sr. Holmes? —me pareció leer una sospecha repentina en esos expresivos ojos.

—Su completa vestimenta es inglesa. El Sr. Garrideb forzó una sonrisa.

—He leído sobre sus trucos, Sr. Holmes, pero nunca pensé que sería sujeto de ellos. ¿Dónde lee eso?

—Los hombros cortados de su traje, los dedos del pie de sus botas... ¿Podría alguien dudarlo?

—Bien, bien, no tenía idea de que era tan obvio un británico. Pero los negocios me trajeron aquí hace ya bastante tiempo, y entonces, como usted dice, mi vestimenta es aproximada a la de todo Londres. Sin embargo, me imagino que su tiempo es de valor, y no nos hemos encontrado para hablar acerca del corte de mis calcetines.

 —Me estaba preguntando, Watson, qué cosa sobre la tierra puede ser el objeto de este hombre para decirnos tal maraña de mentiras. Estuve cerca de preguntarle... porque hubo varias veces cuando un bruto ataque frontal es la mejor acción... pero juzgué que sería mejor dejarle pensar que nos ha engañado. Aquí hay un hombre con un traje inglés raído en los codos y pantalones abultados en la rodilla con una vestimenta añeja, y aún por este documento y por su propia cuenta él es un americano provinciano que posteriormente desembarcó en Londres. No hubo ningún aviso en las columnas del diario. Usted sabe que no me pierdo nada en esa sección. Son mi abrigo favorito para ofrecer un ave, y nunca he pasado por alto un faisán como ese. Nunca conocí un Dr. Lysander Starr, de Topeka. Lo toqué donde sabía que era falso. Creo que este compañero es realmente un americano, pero ha consumido su refinado acento con años en Londres. ¿Cuál es su juego, entonces, y que motivo yace detrás de esta absurda búsqueda por Garridebs? Vale la pena nuestra atención, porque, exceptuando que elhombre es un bribón, es también ciertamente uno complejo e ingenioso. Debemos encontrar si nuestro otro corresponsal también es un fraude. Sólo llámelo, Watson.”[40]

“Yo tengo por costumbre sentarme de espaldas a la ventana y hacer sentar a mis visitas en la silla de enfrente, de modo que les de la luz en la cara. Mister James M. Dodd mostró no saber cómo empezar la conversación. No intenté acudir en ayuda suya, porque su silencio me dejaba más tiempo para observarlo a él. He comprobado que resulta hábil despertar en los clientes una sensación de poder, y por eso le hice ver algunas de las conclusiones a que yo había llegado.

-Veo, señor, que viene usted de Sudáfrica.

-Así es, mister Holmes; usted es brujo.

-Del Cuerpo de Voluntarios de Caballería Imperial, si no me equivoco. Del regimiento de Middlesex, sin duda alguna.

-Así es, mister Holmes; usted es brujo.

Me sonreí al escuchar la expresión de su asombro.

-Cuando un caballero de apariencia varonil entra en mi habitación, con el rostro de un matiz que el sol de Inglaterra no podrá darle jamás, y a eso se agrega el detalle de que lleva el pañuelo dentro de la manga, en lugar de llevarlo en el bolsillo, no resulta difícil de establecer su profesión. Lleva usted la barba corta, y ese detalle da a entender que no pertenece usted al ejército profesional. Tiene todo el aspecto de un jinete. En cuanto a situarlo en el Cuerpo de Middlesex, ya su tarjeta me ha hecho saber que es usted corredor de bolsa en la calle Thorgmorton. ¿A qué otro regimiento podía usted agregarse?

-Lo ve usted todo.

-No veo más de lo que ven todos, pero me he adiestrado en fijarme en lo que veo. Bueno, mister Dodd, usted no ha venido esta mañana a visitarme con objeto de hablar acerca de la ciencia de la observación, ¿verdad? ¿Qué es lo que le ocurre en Tuxbury Old Park?

-¡Mister Holmes ... !

-No hay en ello misterio alguno, querido señor. Su carta estaba fechada en ese lugar, y como usted solicitaba esta entrevista en términos ¡muy apremiantes, resulta claro que había ocurrido algo importante de una manera repentina.

-Así es, en efecto. Pero yo escribí la carta por la tarde, y de entonces acá han ocurrido muchas cosas. Si el coronel  Emsworth no me hubiese echado de allí a puntapiés...”[41]

“Hacia finales del mes de julio de 1907 hubo una fuerte borrasca huracanada que agitó el Canal, lanzando su alto oleaje contra la base de los acantilados y dejando en la playa una laguna al retirarse la marca. En la mañana de que estoy hablando, el viento había amainado, y toda la naturaleza aparecía como recién lavada y fresca. Era imposible entregarse al trabajo con día tan delicioso, y yo salí paseando para disfrutar de aquella atmósfera exquisita. Avancé por el sendero del acantilado que desemboca en la playa después de una pendiente pronunciada. De pronto oí un grito a mis espaldas, y vi a Harold Stackhurst que me saludaba alegremente con la mano.

-¡Qué mañana, mister Holmes! Tuve la idea de ir a buscarle para que saliese a dar un paseo.

-Veo que va usted a darse un chapuzón.

-Ya vuelve usted a sus antiguas mañas -me contestó, dándose palmadas en su abultado bolsillo-. Sí, mister MacPherson salió temprano y espero encontrarle allí.”[42]

Conclusión

Hemos arribado al final de este trabajo de investigación, trabajo que fue un deleite, ya que ser guiado de la mano por el doctor John H. Watson, es tener como cicerone, a la persona que mejor conoció al mundialmente famoso detective Sherlock Holmes. De los caso del señor Holmes, fuimos pergeñando el pensamiento lógico, y los mismos retazos, estucamos las paredes de razonamiento, para presentar en la mente un esbozo de taracea, que nos permita tener, como en los mosaicos bizantinos, una idea policromada de la Ciencia de Deducción.

Cuando Aristóteles inventó la Lógica, de lo cual nos dejó constancia en sus Analíticos, nunca iba a imaginar, y sí que fue fecunda su imaginación, que un ser imaginario iba a embellecer el Organon, que tan qué tan árido y pesado se tornó a la sombra de muros de los conventos y monasterio en la Edad Media. Y es que en el silogismo aristotélico, donde después de dos afirmaciones, las cuales pueden ser negativas, se extrae de esas premisas una conclusión; es sacando conclusiones, haciendo deducciones, que nuestro amigo Holmes, es un verdadero maestro. Como hemos visto, por la efectividad de sus deducciones, sus conclusiones se asentaban sobre bases sólidas, ya que sus premisas se encontraban ligada a los hechos estudiados.

A manera de ejemplo, finalizamos con dos consejos dejados por el maestro de los detectives, para que de ahora en adelante, ante cualquier situación que se nos presente en la vida, no solamente sepamos cómo debemos pensar, que es el trabajo de la Lógica, sino que también hemos de ver que debemos pensar, como nos enseña la Psicología. He aquí los que nos dice Holmes:

“-A partir de una gota de agua -decía el autor-, cabría al lógico establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la perfección máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas elementales. Por ejemplo, cómo apenas divisada una persona cualquiera, resulta hacedero inferir su historia completa, así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo como encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.”[43]

“-Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo extraordinario constituye antes que un estorbo, una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento analítico.” [44]

Las últimas palabras que se leen en Estudio en Escarlata, es cuando Watson le cita a Holmes esta frase de Horacio Flaco:

“Pierda cuidado -repuse-. He registrado todos los hechos en mi diario, y el público tendrá constancia de ellos. Entre tanto, habrá usted de conformarse con la constancia del éxito, al igual que aquel avaro romano:  

"Populus me sibilat, at mihi plaudo.

Ipse domi simul ac nummos contemplar in arca."[45] 

Pero yo no puedo decir lo mismo, aunque  sí puedo citar al mismo Horacio  a mí favor y aseverar: 

Omne tulit punctum, qui miscuit utile dulci[46]

       
Notas:

[1] Esto lo dice Watson, porque un poca más arriba, Holmes había dicho refiriéndose a François le Villard, quien está al frente del servicio francés de Investigación Criminal: “—El valora en exceso mi ayuda —dijo Sherlock Holmes con despreocupación—. Es un hombre de capacidad notable. Posee dos de las tres cualidades necesarias al detective ideal: la facultad de observar y la facultad de deducir. Falla en cuanto a conocimientos, pero eso quizá le venga con el tiempo. En la actualidad, está traduciendo al francés mis pequeñas obras.”

[2] El signo de los cuatro, La ciencia de la deducción.

[3] Estudio en Escarlata, Míster Sherlock Holmes.

[4] Estudio en Escarlata, La ciencia de la Deducción.

[5] Estudio en Escarlata, El Misterio de Lauriston Garden.

[6] Estudio en Escarlata, El informe de John Rance.

[7] Bastón de paseo de cabeza abultada que se fabrica con el tallo de Licuala Acutifida, una palma de Asia oriental.

[8] Member of the Royal College of  Surgeons (Miembro del Real Colegio de Cirujanos). Holmes me daba la espalda, y yo no le había dicho en qué me ocupaba.

[9] La deducción de Watson se explica porque la inicial H sirve en inglés tanto para la palabra hunt, una de cuyas acepciones es «asociación de cazadores», como para «hospital».

[10] El Sabueso de Baskeville, Capítulo primero: El Señor Sherlock Holmes.

[11] El Valle del Terror, Capítulo uno: La Advertencia.

[12] Las Aventuras de Sherlock Holmes, Un escándalo en Bohemia.

[13] Las Aventuras de Sherlock Holmes, La liga de los pelirrojos.

[14] Las Aventuras de Sherlock Holmes, Un caso de identidad.

[15]  Las Aventuras de Sherlock Holmes, El misterio del valle Boscombe.

[16] Las Aventuras de Sherlock Holmes, Las cinco semillas de naranja.

[17] Las Aventuras de Sherlock Holmes, El carbunclo azul.

[18] Las Aventuras de Sherlock Holmes, La banda de lunares.

[19] Las Aventuras de Sherlock Holmes, El aristócrata solterón.

[20] Las Aventuras de Sherlock Holmes, La corona de berilos.

[21] Las Aventuras de Sherlock Holmes, El misterio de Copper Beechers

[22] Como en una milla hay 1760 yardas, Holmes notó que en un minuto recorrían 1, 569.333 yardas, o como es su calculo, 22.42 postes por minutos.

[23] Las Memorias de Sherlock Holmes, Estrella de Plata.

[24] Las Memorias de Sherlock Holmes, El rostro amarillo.

[25] Las Memorias de Sherlock Holmes, El oficinista del corredor de bolsa.

[26] Las Memorias de Sherlock Holmes, La Gloria Scott

[27] Las Memorias de Sherlock Holmes, El jorobado.

[28] Las Memorias de Sherlock Holmes, El paciente interno.

[29] Las Memorias de Sherlock Holmes , El interprete griego.

[30] El Retorno de Sherlock Holmes, El constructor de Norwood.

[31] El Retorno de Sherlock Holmes, Los bailarines.

[32] El Retorno de Sherlock Holmes, El ciclista solitario.

[33] El Retorno de Sherlock Holmes, Los tres estudiantes

[34] El Retorno de Sherlock Holmes, Las gafas de oro.

[35] El Retorno de Sherlock Holmes, La granja Abbey.

[36] Su último saludo, El pabellón Wisteria.

[37] Su último saludo, La caja de cartón.

[38] Su último saludo, El Círculo Rojo.

[39] Su último saludo, La desaparición de Lady Frances-Carfax.

[40] El archivo de Sherlock Holmes, Los tres Garrideb.

[41] El archivo de Sherlock Holmes, El soldado de la piel decolorada.

[42] El archivo de Sherlock Holmes, La melea del león.

[43] Estudio en Escarlata, capítulo 2: La Ciencia de la deducción.

[44] Estudio en Escarlata, capítulo 7 de a segunda parte: Conclusión.

[45] La gente me silba, pero yo me aplaudo a mí mismo en mi casa cuando contemplo el dinero en mi arca.

[46] Ha obtenido un consenso unánime quien ha integrado lo dulce y lo útil.

 

Humberto R., Méndez B.
salmos408@hotmail.com

Santiago, República Dominicana / 2014

 

 

 

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