Thomas Mann y la música
Ensayo de Blas Matamoro |
Thomas Mann y Sigmund Freud se entre leyeron apenas, se escribieron unas pocas cartas muy institucionales y se encontraron dos veces en Viena: en 1932 y 1936. Sin embargo, no hay obras paralelas más vinculadas entre sí. Vale, además, pensar en otros desarrollos contemporáneos: la pintura expresionista, la música serial, Gusta Klimt y la disolución del sujeto en la experiencia erótica. La obra de Mann ilustra, mejor que ningún otro corpus, la problemática que el psicoanálisis sugiere respecto al fenómeno musical. Prescindo aquí de los escritos ensayísticos dedicados a la música y a Freud, y paso una rápida ojeada a la tarea del narrador, poniendo a un lado las narraciones cortas (Kunstnovelle) y a otro, las novelas mayores. Las primeras desarrollan un sistema propio a lo largo de toda la vida del escritor, desde la temprana Caída (1894) hasta la senil e impecable La engañada (1953). Un sistema bipolar Las dos instancias —la paterna y la materna— forman, en Thomas Mann, un sistema bipolar, conflictivo, que se resuelve, a veces, dialécticamente, en una conciliación que une al sujeto y el mundo a través de la ley (triunfo de lo paterno, del principio de realidad), en tanto que, en otras, lleva a la orgía, la disolución y la muerte (principio del placer triunfante a través de la madre). La música, asociada a la madre, se vincula con el oído y con la noche, en un complejo romántico. Las letras son visuales y se reclaman de lo clásico y la claridad del día. Confusión y participación mística señalan lo dionisiaco de la madre, en tanto la distancia y la lucidez critica distinguen lo apolíneo-paterno. Ambos extremos se intentan sintetizar en un tercer término, el arte, que es como la emergencia de la palabra del abismo suculento y sombrío de la música. Así lo explica Mann en Horas difíciles (1905): «¿No había nacido un poema en su alma como una música, como una pura imagen primordial del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias su semejanza y su ropaje'? (...) Palabras, conceptos, su patria estaba en las profundidades órficas: unos toques apenas, dados por su arte, haciendo resonar las notas de un oculto cordaje...». El trasfondo tenebroso de este doble mundo es, en nuestro esquema, el incesto, es decir la recuperación prohibida de aquella unidad primordial que desaparece al interferir el padre entre el hijo y la madre. Puesta en escena de esta frontera es El ropero (1899), historia «llena de enigmas» como Thomas Mann la subtitula, en que un hombre se baja del tren en una ciudad sin nombre y sin relojes (fuera del espacio y del tiempo, fuera de la historia, en pleno mito) y alquila un cuarto en una pensión, de cuyo ropero surge una hermosa mujer que le cuenta unas historias «maravillosas y tristes», cuyo contenido siempre ignoraremos. Historia oculta por o exterior a la palabra, el decir del incesto invoca la música. |
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La madre tiene, pues, una doble faz, según se la mire desde su instancia, en cuyo caso es la fantasía de todo lo deseable, o desde la instancia paterna, en que representa el modelo de las abominaciones, lo incestuoso. El arte traduce y filtra estas fantasías y así vemos, en Gladius Dei (1902) al asceta fanático que destruye un cuadro de la Virgen al descubrir, en él, la imagen de la tentadora incestuosa. Esta dicha prohibida y desplazada a la música tiene, en estas obras de Mann, una escena privilegiada: el niño que se queda a solas con su madre en el salón, mientras ella toca el piano. El mismo autor ha evocado a su madre, que era brasileña y morena (o sea: oscura y del sur, de abajo) tocando a Chopin y cantando Lieder románticos en la patricia casona de Lübeck. El piano y la mujer El piano se vincula a la mujer (oblicuamente a la madre). Es el instrumento que se apoya en la tierra, tiene aspecto de ataúd y compromete a la mitad inferior del cuerpo, donde están los órganos del placer genital y la reproducción. Por el contrario, el violín es masculino: se apoya en la cabeza, está en lo alto, lo aéreo, como dirigiéndose al cielo paterno. Esta dicotomía se advierte claramente en la secuencia amorosa de El pequeño señor Friedemann (1897), historia de un violinista contrahecho que se enamora de una bella pianista. Emblema del mundo terciario del arte, cuyo héroe es un andrógino, es el personaje de El niño prodigio (1903), un pianista infantil de aspecto intersexual (en alemán Kind es sustantivo neutro), del cual se sugiere que es amado, al tiempo, por su madre y por su empresario, un señor muy cariñoso y algo pederasta. |
Mechtilde Curtius, en sus
Fantasías eróticas en Thomas Mann (1984) ha mostrado cómo, en nuestro escritor, el modelo último e inalcanzable de la dicha amorosa y erótica es el incesto, del cual los
los amores normales son infinitos sustitutos, que se desplazan
los unos sobre los otros. La opción por la música es, también, la asunción de la identidad del artista como el hijo no querido de la burguesía, representada por el padre. Esta dicotomía es central en la obra de Thomas Mann y no podemos tratarla aquí, pero sí señalar que, al asumirse como el hijo excluido de la familia burguesa, el artista asume, al tiempo, la infelicidad como forma de vida, teniendo la imagen de la dicha como la cotidianeidad burguesa, en que todas las necesidades están codificadas y se ven satisfechas por los bienes disponibles. El artista es el payaso de la ópera, según lo denomina el padre burgués (El payaso, 1897). Tiene todo lo que quiere y no es feliz, porque la felicidad es la satisfacción de un deseo innominado e infinito, por lo tanto, insaciable. A veces, se confunde con el deseo de morir, ya que la muerte es, también, un objeto infinito. Así, en La voluntad de dicha (1896). La música es la cifra de esta impertinencia arte/vida burguesa. Si el pintor es el modelo del artista adaptado a la existencia normal, el artista de lo aparente y lo Kitsch, el retratista de la buena sociedad, el músico y el aficionado a la música son lo contrario. El punto de encuentro y de disidencia entre ambos es, en el sistema narrativo de Mann, el teatro de la ópera, templo del arte y, a la vez, de la vida mundana. |
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La vida burguesa En la ópera, el artista contempla la vida burguesa en todo su esplendor y siente que no puede participar en ella. Al mismo tiempo, se identifica místicamente con el mundo de la dicha total e inasible que le promete la música. La vida burguesa consume una parodia del arte, una música placentera y trivial, que sirve de fondo a sus ceremonias hedonistas: bailes, cenas, veladas de gala. En Los hambrientos (1903) asistimos a un baile en la Opera, en que una orquestina toca un vals sobre motivos del Triscan wagneriano. Desde luego, es Wagner una presencia dominante en este mundo de conflicto y conciliación entre arte y burguesía. La música wagneriana, sobre todo Tristán, es un código amoroso y erótico constante para los personajes de Thomas Mann. En Airada (1899) el galán se aproxima a la amada tocando Tristán a cuatro manos. En Tristán (1903), un escritor decadente y enfermo seduce a una burguesa convaleciente con el mismo truco. Ello sirve a Mann para hacer una larga glosa del segundo acto de la ópera wagneriana, ejemplo de la seducción erótica de la muerte y del poder del débil sobre el fuerte: la ira del espíritu y la palabra. La mujer, hija de un violinista, terminará recayendo en su enfermedad y muriendo. Frente a la idea ilustrada de que la dicha del hombre es posible en la Tierra, el romanticismo señala lo trasmundano, inalcanzable y, finalmente, mortífero de toda imagen de felicidad. Para ser feliz hay que morir, pues sólo la muerte acaba con todo deseo y, de tal manera, borra la distancia entre el anhelo y su objeto, culmen de la dicha. Wagner sirve de Celestina al incesto de Sangre de welsas (1906). Es la historia de dos gemelos, Sigmund y Sieglinde, que han estado juntos en eJ seno materno y que se parecen no sólo físicamente, sino en su gusto decadente por vestirse con ropas caprichosas y suntuosas, enjoyarse y perfumarse. Son como dos mitades de un solo ser intersexual. Ella está prometida a un hombre de negocios y, antes de casarse, concurre con su hermano a una representación de La Walkiria. De vuelta a casa, se insinúa, al final del relato, que habrán de consumar el incesto. El retorno a la madre por medio de la música es evidente. |
En Buddenbrooks (1901), su primera novela larga, la decadencia de la gran familia patricia está dada por la introducción de la música de Wagner (la madre, Gerda) y la filosofía de Schopenhauer (el padre, Thomas) en la casa. De ellos surge Hanno, el héroe que muere en plena adolescencia, tras sufrir las alternativas de la enfermedad y el impacto de Lohengrín. Otro adolescente, Kai, llega a su velatorio a besarlo, en un acto de erotismo transgresivo y romántico (necrofilia, nocturno amor a la muerte). Gerda toca al piano, desde luego, arreglos de Wagner e incita a su hijo a hacerlo, ante las alarmas del profesor de música, que considera a Wagner «inmusical y caótico». Gerda sostiene, de otra parte, la amoralidad del arte, similar a la naturaleza. Cosa de diosas y de artistas, el arte se sitúa fuera del universo de la ley. Thomas adopta el pesimismo schopenhaueriano y cae en la dulce embriaguez de contemplar la muerte como una dicha, la resolución de toda tensión, el fin de toda restricción: la liberación verdadera. Pierde la noción de futuro y sale de la historia, dejándose morir. Tiniebla y luz son las figuras de este dualismo mito/historia (madre/padre). Este padre que no quiere perpetuarse en el hijo, vuelve a plantear el tema del artista como el hijo repudiado de la burguesía: hijo, en fin, del deseo materno, que lo convoca al placer, la transgresión y la muerte, que lo lleva, por la música, al incesto que hace imposible la historia. En La montaña mágica (1924) hay un capítulo dedicado a las aficiones musicales del héroe, Hans Castorp: Pleno de armonía. Está situado hacia el final, cuando Hans ha vivido las enseñanzas de los maestros y la experiencia del amor. Ha aprendido las letras (lo paterno) y está en condiciones de entrar en la música, lo materno, sin peligro. No puede hacer consciente el objeto de su amor, pero ya identifica la fantasía de la satisfacción total: la muerte. Se la sugiere la canción de Schubert, El tilo, el árbol sedante junto al cual se halla la calma. Cantando estos versos habrá de morir Hans cuando regrese a la llanura y la encuentre en la guerra. Amor y muerte |
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Vuelve, en esta escena, la bivalencia de la madre, por medio de la música. Si es simpatía por la muerte, el abismo y la tiniebla, es, desde su fondo, la vuelta a casa, la simpatía por lo orgánico y la perpetuación de la vida. Tumba y útero, la madre lo es todo. El gramófono es comparado con un ataúd (cf. el piano) en que se produce la «alquimia de los sentimientos», el Eros y el Thánatos del psicoanálisis. Por fin, es en Doktor Faustus (1947) donde Thomas Mann pone en escena a un músico, Adrián Leverklühn, cifra de lo demoníaco y lo musical, hombre frío y solitario, que seduce a los demás como una tumba, llevándolos a la muerte por medio de la música, ese «lenguaje otro, quizás interior e inarticulado». De nuevo aparece la dicotomía madre/padre: ella es identificada con el canto (tiene una bella voz de mezzo) y él es un hombre de ciencia, un naturalista, pero inficionado de brujería y magia, que le habla de «la música visible». Adrián deberá aceptar el desafío de salir del caos que simboliza el mundo materno de la música y someterlo a la ley de la conciencia y el raciocinio, por medio de la armonía. Pero, en definitiva, hará lo contrario, disolviendo la armonía en la atonalidad. Como Fausto, dirá que ha pactado con el Demonio, el cual, a cambio de la eternidad de su vida orgánica, le exige que renuncie al amor, es decir que no reconozca al otro. Un hombre eterno no necesita hijos. Estos encuentros se dan en el mundo de la enfermedad, tan caro a la narrativa de Mann. Adrián dice haberse contagiado de sífilis en un burdel, con una prostituta las letras de cuyo nombre, convertidas en notas (según la nomenclatura alemana) y colocadas en un cuadrado mágico, dan la serie atonal. El Demonio seduce por medio del incesto, traducido a música caótica. El instrumento de seducción es das Weib (la hembra, que en alemán es neutro y no equivale a die Frau, la mujer y esposa), lo corporal del hombre y de la mujer. Cuerpo anterior al sujeto, no sujeto a las normas, es la promesa incestuosa de la libertad, que lleva a la disolución y a la aniquilación. Adrián, finalmente, cae en el delirio demoníaco, por efecto de una sífilis real o supuesta, y termina embobado y paralítico, al cuidado de su madre y de la dueña de su pensión. |
La novela es, entre otras cosas, una meditación sobre el destino de la cultura, pues la música de Adrián tiende a recuperar lo sagrado del sonido, profanizado por la razón a través de la ciencia matemática. Deseo, impulso (Treib), música y religión se confunden en un retorno al origen, al matriarcado. De paso, se reflexiona sobre el destino de Alemania, la nación dominada por el espíritu demoníaco y materno de la música (la Madre-Patria) frente al Occidente europeo, dominado por el espíritu paterno de la letra, la ciencia humanista y un ideal de humanidad bella y libre a través de la ley, que permite al sujeto liberarse de la tiranía del impulso. Cerrada como una casa materna, Alemania es provincial e incapaz de universalidad, oscura y protectora, omnipotente y delirante de un mesianismo que intenta superar la pálida civilización moderna por medio de la colorida barbarie. Desde luego, Thomas Mann evoca los antecedentes del nazismo y la narración se desarrolla por medio de un personaje que conoció a Adrián, mientras la Alemania nazi se derrumba al final de la guerra. Sin este complejo cultural romántico, musical y luterano, habrían sido imposibles el psicoanálisis, la obra de Thomas Mann y el dodecafonismo. Crítica y, a la vez, emergente de él, nuestras dos aficiones nos llaman al diván, donde nos tendemos, como sobre la alfombra mágica que nos despega de la tierra, a escuchar la música y a oír, de vez en cuando, la voz misteriosa del otro que nos promete la dicha total y la aniquilación feliz. |
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El universo musical de Thomas Mann (II): Doktor Faustus | Miguel Ituarte
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Ensayo de Blas
Matamoro
Publicado, originalmente, en: Scherzo revista de información y de investigación musical Año IV nº 37 pág. 74 setiembre de 1989
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