Laureados Gabriel García Márquez
por Gabriela Massuh
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García Márquez no hubiera hecho literatura sin ser previamente un periodista en el mejor y más profundo sentido del término: compromiso, amor, oficio y un insólito deslumbramiento ante lo cotidiano. Su reciente intención de invertir los fondos del premio Nobel en un periódico integrado por gente menor de treinta años, ostenta un minucioso cariño por la profesión que no abandonó jamás. Cuando murió Eva Perón, García Márquez tenía una columna en un periódico de Cartagena. Rescatamos este deslumbrante testimonio —escrito en agosto del '52— como una manera de respetar a quien quiere ser fiel a sí mismo. El premio Nobel de literatura es un asunto que a los argentinos nos toca muy de cerca. Año tras año se asiste con desilusionado estupor a la unción de obras y nombres que hacen aún más patético el hecho de que la Academia sueca ostente su empecinamiento en no dárselo a Borges. Este año, la entronización de García Márquez trajo algo de alivio: quien ahora ingresa del todo a la eternidad es un sudamericano que le debe a la Argentina algo, un poco, de su gloria: cuando nadie quería publicar Cien años de soledad, Editorial Sudamericana se animó a lanzarlo impulsada por la nada escueta colaboración de la mítica Primera Plana. Además de eso, el colombiano confesó siempre venerar a nuestro Borges, veneración que lo convierte en un cuasi discípulo: como si los suecos se negaran a premiar a las viejas promociones en favor de las nuevas. Lo cual no deja de ser un estímulo para los jóvenes... Galimatías aparte, la gloria del colombiano no viene del Nobel. Obviando sus indiscutidos méritos literarios, sus novelas pululan en millones de ejemplares por todo el continente; sus artículos semanales son reproducidos casi al instante por seis periódicos americanos que han adquirido sus derechos y por más de quinientos que no los han adquirido. García Márquez puede ostentar una satisfacción que pocos del subdesarrollo han logrado: vivir opíparamente de sus derechos de autor, ser amigo personal de presidentes y caudillos, estar más allá del bien y del mal, integrar el jet-set internacional, comer con Coppola y al otro día con Margaux Hemingway, discutir con productores sus derechos en millones de dólares, inundar la prensa mundial con su imagen y sus declaraciones, hablar todos los domingos con su madre, tener nostalgias del olor a guayaba y, lo más extraño del caso, lograr que esa nostalgia sea creíble. Conocí a García Márquez a principios de 1981, un mes antes de su estrepitoso exilio. Apenas llegué a Bogotá, Juan Gustavo Cobo Borda (poeta, editor, escriba prolífico) me sugirió que, si queríamos ver al monstruo, debíamos desplazarnos de inmediato a Cartagena. La idea era tentadora, de manera que tomamos el primer avión hacia esa ciudad inverosímil al borde del Caribe, bellísima, sellada por África y penetrada por un indecible olor a mar y frutos. Con algo de timidez, Cobo Borda marcó desde allí el número del "maestro" (apelativo que en Colombia indica más cariño que veneración) y atendió la mítica Mercedes. Entonces es cierto, pensé yo, Mercedes existe realmente y todo esto no es una ficción urdida por el realismo mágico colombiano. No sólo existía Mercedes, sino también García Márquez quien de inmediato nos estaba invitando a su departamento con la condición de que, por favor, no habláramos de literatura. Me asombró la sencillez, la claridad y el ascetismo de la vivienda poblada por esos dos personajes que, de acuerdo con ella, mostraron una insólita calidez. García Márquez vestía rigurosa guayabera, jeans ajustados y botas de color suela que ostentaban un taco un poco más alto que lo normal. Más bajo de lo que suponía, pensé cuando estuve frente al autor de Relato de un náufrago. Y luego sentí: es tímido. Y, como siempre pasa con la timidez, me invadió un pavor casi ridículo. Por supuesto, se habló ante todo de literatura, de política, de poesía y de la Argentina. El maestro tenía recuerdos muy precisos de Buenos Aires: la ciudad donde siempre son las cinco de la tarde porque todo el mundo te invita a tomar el té. Me preguntó si las señoras seguían usando sombreros y ante mi negativa, confesó que en sus recuerdos, las atildadas señoras porteñas lucían capelinas y los señores, traje gris. Nunca he visto una ciudad más formal que Buenos Aires... tuve que darle la razón. Me encantaría volverá la Argentina para conocer Comodoro Rivadavia. Dicen que allí el viento es fuertísimo y que una vez logró llevarse a un circo completo. Al día siguiente, el mar estaba plagado de cadáveres de dromedarios, elefantes, tigres, equilibristas y payasos. Le prometí que la próxima vez que viniera a visitarnos le organizaría una expedición a Comodoro Rivadavia, ciudad que desconozco y que en mi imaginación era hasta entonces nada más que anodina. Durante esos días. García Márquez había entregado la Crónica de una muerte anunciada a la imprenta. La novela saldría al mismo tiempo en cuatro editoriales de Latinoamérica: un millón de ejemplares ya habían sido vendidos y el autor ya había contraído el compromiso de traducirla a. . . veintidós lenguas: sin duda, el escritor más leído del mundo. Semejante éxtasis comercial no impedía que su autor en guayabera dejara de hacer permanentes correcciones y enmiendas a través del teléfono. Como se trataba de una historia verídica, aún seguía recabando información perpetua sobre el crimen de Santiago Nassar. La primera versión del hecho, contada por Luisa Santiaga Márquez (su madre), había sido sustentada por testimonios de tías, primos, hermanos, sobrinos, conocidos y demás parentela del autor: Mientras haya una tía viva, la novela no habrá muerto. El otro día me contaron una penúltima versión de los hechos, pero ya la mía es mejor. Ante nuestra obvia curiosidad, le hizo un gesto a Mercedes quien con mucho titubeo y desconfianza nos entregó (con la obligación de devolverlo en veinticuatro horas) nada menos que una copia del manuscrito de la novela. Cualquier corrección es válida. acompañó García Márquez, a mis novelas las escriben mis amigos. Al día siguiente nos invitó a almorzar al mejor restaurante árabe del mundo. El ágape quería ser un doble homenaje: al apellido de Santiago Nassar y al mío propio. No cabía ninguna duda, yo estaba viviendo una ficción tropical. Después de comer interminables platitos de trigo, carne cruda, queso de cabra, berenjenas rellenas y aceitunas negras que le hacían honor a todas las abuelas del mundo, García Márquez propuso ir a casa de su madre. Ursula Buendía, pensé, todo esto no puede ser cierto, la casa de los Buendía está en Macondo y no en Cartagena. Al rato desembocábamos en un barrio de árboles, buganvilias, muchas flores y casas bajas con patios y jardines delante ("La Manga", creo). En una de esas casas habitaban los Buendía: una hermana monja que tocaba el piano, un hermano que vivía con un eterno destornillador bajo el brazo (porque siempre hay algo que arreglar), sobrinos silenciosos que cruzaban de un cuarto a otro, el conocido progenitor telegrafista (que contará de seguro las mismas vainas de siempre), y la pavorosa ternura de Luisa Santiaga (Ursula) quien, para mitigar los calores de la siesta, partió de inmediato a la cocina a prepararnos un jugo de tamarindos. La seguí porque, en tren de conocerlo todo, no quería perderme la oportunidad de conocer un tamarindo en persona. ¿En su país no hay tamarindos?, me preguntó mientras separaba pulpa de semilla y piel. Le contesté que no, tratando de descubrir el hilito de sangre que anunciaba la muerte de José Arcadio Buendía. Pisó la pulpa con un tenedor, la mezcló con agua, azúcar, hielo picado y se dedicó a revolver una mezcla que iba adquiriendo color carmín. Vertió el líquido en desiguales vasos de vidrio y le ayudé a llevarlos hasta la sala de baldosas y ventanas entreabiertas donde la comitiva se hamacaba en sillas de mimbre y bambú al ritmo lánguido de los cuentos de don Gabriel García, el telegrafista. Pensé que la ternura de esa siesta familiar tenía su íntima razón de ser, no porque había sido estampada en un libro, sino porque existía desde siempre y no necesitaba de la literatura. Quise llevarme esa imagen de Colombia, porque era íntimamente propia, y porque en ella estaba todo el paraíso americano: en su molicie, en su eternidad, en su casi absurda manera de oponerse a la historia. Poco tiempo después García Márquez volvía a asilarse en México sin que su columna semanal dejara de aparecer en El espectador, de Bogotá: Ante todo soy un periodista, y si no escribo me muero. Desde Buenos Aires tenemos la oportunidad de asistir a esas columnas que, a fuerza de ostentar un desmesurado narcisismo, sugieren que la literatura no es un arte tan incontaminado como suponen algunos ascéticos plumíferos de fuste. La Academia sueca premió una obra que sin duda es grande en el mejor sentido del término. Pero esa obra sola no habría sido bastante. Porque más allá de lo literario, los suecos premian una conducta, el compromiso de un arte que no concibe a sí mismo sin el dolor de la noticia y que por una segunda vuelta de tuerca, se vuelve otra vez literatura. ¿Quién si no un periodista podría haber escrito Relato de un náufrago? Soy un periodista lírico, dicen que dijo García Márquez, cuando me da la gana de soltar mi metáfora, la suelto. Hago periodismo porque eso me pone en contacto con la vida. Nosotros podríamos ampliar esa metáfora y hacerla propia en un momento donde el cierre de revistas está a la orden del día: cercenar al periodismo es instaurar la más sutil y pavorosa forma de necrofilia. Cuando nuestro mutismo sea perfecto, ¿seremos todos un cementerio viviente? |
por Gabriela Massuh
Publicado, originalmente, en: Vigencia. Tercera época nº 63, noviembre-diciembre 1982
Vigencia. Tercera época Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires - Fechas de publicación: abril 1981–enero 1986
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/vigencia-n-63/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Ver, además:
Gabriel García Márquez en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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