Más allá del montaje de contrastes entre campo y ciudad o de la ubicuidad gentil de la voz (in y off) de Varda, que incluso canta un par de líneas de rap para repetir la experiencia musical que antes intentó en La ópera Mouffe (1958), Los espigadores y la espigadora es una exploración profunda de una de las propiedades más significativas de su cine: la posibilidad de lo metafílmico. En una secuencia todavía inicial, vemos un detalle de la pintura intitulada La espigadora (1879), de Jules Breton, en el Museo de Bellas Artes de Arras. El plano abre y muestra la obra completa mientras la directora carga una espiga de trigo para emular la postura de la muchacha del cuadro. Varda arroja el trigal al suelo y levanta su cámara como si filmara al público. Ella es la espigadora que aparece en el título de la película y que juega con las distintas instancias de representación en una secuencia de unos cuantos planos y cortes que incluyen el movimiento de una handycam sobre su propio manual de uso.

La cámara y el cuerpo de la directora de la película bicolor Cleo de 5 a 7 (1962) no sólo representan el óleo de Breton de dos maneras diferentes; de algún modo, el encuentro con la pintura también es una representación de la representadora o, al menos, de la impresión que tuvo frente a una pieza que antes vio recreada en el diccionario. Aparte de mirar el cuadro que ella representa y que la representa, la imagen incluye el medio al que, por supuesto, también ha representado a través de la palabra y de la imagen. La "fantástica" tecnología digital que, dotada de "efectos narcisistas e hiperrealistas", revela el papel recolector de tres instrumentos de trabajo: la mirada, las manos y la cámara. Además de una anticipación del hábito de la selfie, este segmento es una suerte de representación en abismo por la que descubrimos que un tema profundo de este filme es la poética de su autora.

Los espigadores y la espigadora es una película llena de imágenes y testimonios de personas que levantan cosas: los pobladores que rescatan las papas que le sobran a la industria; el desempleado que busca alimentos casi caducos que las familias pudientes no necesitan; el artista que convirtió su casa en escultura al reutilizar los desechos de alguien más; la cineasta que recoge girasoles líricamente con la cámara o algún óleo aficionado con las espigadoras. Todas esas personas no sólo son rostros, sino que también son manos. Entre su necesidad y sus recolecciones hay manos. Sus manos espigan para vivir, sobrevivir, crear o recrear. Mediadoras entre las personas y sus entornos, esas manos encuentran alimentos del día, materiales para expresar, memorias y relaciones humanas.

Entre la mirada y la cámara también hay una mano. El dorso de una mano. Las arrugas de una mano. Una mano que deviene casi protagonista. Una mano creativa empapelada de una dimensión simbólica. Un leitmotiv con arrugas donde Varda advierte "que el fin se acerca" más allá de que, en plena "vejez amiga", sus manos niñas tratan de atrapar camiones en la carretera. Si espigar es un hecho manual, la película sobre la espiga es el seguimiento de una mano autoral que evoca un ciclo de vida individual y que traza un paralelismo con el tiempo social. Primero, es signo íntimo de lo que la directora es y del tiempo que resta. Luego, es signo público donde el acto de recolectar ha vivido periodos diferentes como hábito colectivo de la cosecha, modo de sobrevivir la contingencia de la guerra o necesidad de pepenar para vivir en la era del desempleo.

Entre las películas más personales de Agnès Varda se encuentran los homenajes a Jacques Demy —su segundo esposo—, las exploraciones de su genealogía (Tío Yanco) y sus ejercicios de autorrepresentación (Las playas de Agnès). En ellas hay una dialéctica entre el tiempo íntimo y el tiempo social, pero en todo su trabajo hay indicios suficientes de que la temporalidad es uno de sus intereses fundamentales. En las películas de la genuina pionera de la nouvelle vague el tiempo es multitemático. Desde los cortometrajes que abordan el tiempo histórico (Black Panthers), los largometrajes sobre condiciones de vida de una época (Sin techo ni ley, Mur murs) y los trabajos sobre los cambios en las relaciones humanas (La felicidad, Documenteur) hasta las innovaciones estilísticamente únicas sobre el tiempo de la mujer (Las creaturas, El león volátil, Una canta la otra no, Response des Femmes) que dieron lugar a una estética feminista, el tiempo está articulado como hechos, lugares e ideas, pero también como instrumentos, materiales o tratamientos de la imagen. Lo temporal existe como tema, como concepto, como figura e incluso como estilo fílmico de un periodo (su ópera prima tiene ecos de neorrealismo y anticipa las olas de renovación; su pieza final incluye mezcla de rodaje directo y animación).

En Los espigadores y la espigadora, las pinturas de Millet y Breton estás justificadas de muchas maneras. Ambos consignan, por ejemplo, el significado del vocablo espigar en épocas próximas, pero diferentes. Como objetos del tiempo, esas pinturas informan. Como objetos de montaje, adquieren nuevas significaciones en el trabajo colectivo de Jean-Baptiste Morin, Laurent Pineau y la propia directora en otra cualidad que atravesó prácticamente toda su filmografía: la interdisciplina. Este filme tiene un entramado por el que disciplinas artísticas diferentes se enriquecen mutuamente y dialogan en un ir y venir, en este caso, de la cultura pictórica a la cultura cinematográfica hasta aterrizar en una instalación hacia el final con una tercera pintura con el mismo tema. No es extraño que la propia creadora declarara a El Cultural (abril 11, 2019) que había tenido tres vidas: fotógrafa, cineasta y artista audiovisual. La interdisciplina como material o como tratamiento es un rasgo decisivo del cine contemporáneo que, en la obra de Agnès Varda, aporta sobre todo una interlocución entre fotografía y cine como hizo con las 8000 tomas de su viaje a Cuba en Salut les Cubains (1963) donde un magnífico homenaje a Beni Moré llega a fusionar estrategias del cine primitivo con el lenguaje del cómic.

En una entrevista con Ester Catoira (Diagonal, julio 2006), Varda confesó que se sentía más inspirada por la pintura y por los rostros de la gente que por la literatura. En el mismo diálogo enlistó los elementos de un método que ella denominó "cine-escritura" y que ponderaba el hábito de "hablar con la gente". Podría pensarse que Los espigadores y la espigadora está sostenida en estos principios. Hay un tema (el verbo espigar); seguimos la conversación con personas (no con personajes); descubrimos lugares (interiores y exteriores urbanos y rurales) en una cierta época del año (porque resultaba idóneo cerrar el filme con una tormenta); reconocemos el equipo (una handycam digital) y descubrimos un esquema que combina lo planificado (el motivo de las manos) con lo fortuito (papas con forma de corazón; incidente con la tapa de la lente; arte de reciclaje; perro con guante de box y tantos hallazgos más). Un método de trabajo en el que no existen los dominios de la ficción y del documental, sino que hay un intercambio de jerarquías entre ambas posibilidades de modo que los ejes del recorrido, generalmente objetivados en una pareja real o escenificada que deambula por los espacios y los temas, abren la mirada a universo humano de la gente común y de sus ideas y memorias.

En una de las reflexiones verbales de este filme-poética, Varda afirma que "espigar es un acto de la mente". También confiesa que ella recolecta objetos o los registra con la cámara porque tiene una pésima memoria. De ello es posible afirmar que espigamos datos o hechos para evocarlos tiempo después. Espigar es reconstruir. Sólo que no existe recreación donde la memoria prevalezca intacta. Toda memoria es un fragmento. Pedazos nada más de temporalidades que se disuelven unas en otras. Como dispositivo y suceso de la memoria, el cine es una deriva mental que intenta restituir lo memorable. Hacer una película es un intento nunca concluyente de rehacer una memoria. Filmar no es rememorar; más bien, es reelaborar aquello que seguramente hemos olvidado y que está allí, raíz de alguna cosa naciente, como imagen, impresión o emoción. En Los espigadores y la espigadora en particular, y en una filmografía que recorrió seis décadas y toda clase de formatos, la memoria es una materia esporádica, pero definitivamente viva, cuando se trata de adaptarla a los paseos de la cámara cinematográfica. Un ir y venir entre el recuerdo y la sensación íntima; un caminar entre el testimonio y el sentimiento ajeno. El bricolaje de aquellos trozos que reposan en el pensamiento y que pueden catalizar universos de significado totalmente diferentes cuando van del montaje a la pantalla.

Ficha técnica:

Los espigadores y la espigadora - Título original: Les glaneurs et la glaneuse - Año: 2000 - Duración: 82 min. - País: Francia - Dirección: Agnès Varda - Guion: Agnès Varda - Música: Joanna Bruzdowicz, Isabelle Olivier, Agnès Bredel, Richard Klugman - Fotografía: Stéphane Krausz, Didier Doussin, Pascal Sautelet, Didier Rouget, Agnès Varda - Reparto: Documentary - Productora: Ciné Tamaris - Género: Documental

Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es maestro en comunicación y doctor en ciencias políticas y sociales por la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho e Icónica. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM) y colaborador de la revista F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx). Actualmente prepara un libro colectivo sobre la noción de autor fílmico en la era del cine digital.