Existe la idea de que el cine de Weerasethakul se caracteriza por la mezcla de géneros cinematográficos. La anécdota que guía las múltiples posibilidades de La leyenda del tío Boonmee parece inspirarse en el cine de terror porque explora el temor a lo desconocido. Si bien el realizador ha explorado el documental con la polifonía de Objeto misterioso al mediodía (2000) y el musical como pastiche del cine de Serie B en La aventura de Iron Pussy (2003), el viaje nocturno a lo largo de una selva —que como en Malestar tropical (2004) es metáfora de libertad— no es un encuentro con lo extraño. Las apariciones de los familiares perdidos no corresponden con los relatos de fantasmas de Occidente, sino con el hecho de que en la concepción de la cultura tailandesa aquí recreada todos los tiempos son un tiempo. El protagonista marcha hacia un encuentro con sus numerosos pasados. El símbolo del viaje espiritual encarnado por la Odisea, y que ha prevalecido en varias formas del cine fantástico, no ayuda a completar el sentido de un viaje cuyo fin no es la transformación moral, sino la conversión de una materialidad a otra, y la comunión de los episodios registrados en la memoria. En este filme no existen el horror, ni la muerte, ni el viaje emocional. Es una recreación de la coexistencia entre espíritus y hombres. Un fresco de la creencia en la transición entre almas y de las huellas mentales que produce. Esta fantasía a veces oscura es producto de una mezcla visual de mitos, material documental, novelas y hasta cómics que no puede leerse como un híbrido de géneros clásicos, sino como una películaexperiencia. La densidad semántica de las vidas de Boonmee es una suma abstracta de imágenes y de hechos que hereda más del arte contemporáneo, con su afición a crear espacios de experimentación, que a los cánones del cine de género. Acaso el único asidero occidental que puede indagarse en esta cinta es su capacidad de propiciar oposiciones. La aparición de la esposa y del hijo durante una cena es un episodio de felicidad, pero también contiene motivos de tristeza. La transmutación de Boonsong es indicio de decadencia. Justo cuando aparece el joven confiesa a su padre que en la selva hay muchos seres vivos que perciben su sufrimiento.

A pesar de la sobriedad de esta película-simulacro, cuya anécdota e imaginario parecen ofrecer una gama temática mínima en contraste con su atrevimiento estilístico, el director no se conforma con partir de la creencia en la reencarnación para crear un universo poblado de seres humanos enfermos, de animales y de criaturas míticas. Weerasethakul interpreta la tradición de su terruño. Filma como si tratara de situar al espectador en un sueño. Recurre a tonalidades oscuras y colores con textura para causar la impresión de que se está frente a una pantalla mental. El efecto último remite a un registro cotidiano que corre paralelo a la inmersión síquica y que no olvida, a pesar de la fantasía que reside en todo el filme, las articulaciones entre los rituales antiguos y el contexto más reciente. Si La leyenda del tío Boonmee es un canto sobre el acto de reencarnar, también constituye una advertencia sobre la enajenación de una cultura. En la cueva, el tío relata las visiones que tiene del futuro. Advierte una sociedad dirigida por autoridades mezquinas. Y es que los principios tibetanos, al igual que los protagonistas, viven una crisis de renovación de tal grado que los monjes jóvenes se despojan de sus hábitos para probar patrones culturales diferentes. Allí se encuentra la idea que mueve a este filme: el abandono de la memoria.

Aunque parezca improbable, existe un vínculo entre directores como Ingmar Bergman y Kenji Mizoguchi con Apichatpong Weerasethakul. Hay momentos en Cuentos de la luna pálida (1953) y El séptimo sello (1956) en donde estos dos maestros renuncian a los artificios tecnológicos —incluso a los excesos en los decorados— para recrear presencias sobrenaturales en sus relatos: el espíritu de una esposa fallecida en un caso y la muerte misma en el otro. A pesar de la sobrecarga semántica en su sexto largometraje, el cineasta tailandés ha aprendido a controlar el difícil arte de la verosimilitud cuando no se recurre a las capacidades técnicas por encima del dominio de la atmósfera fílmica. Tal vez eso explica por qué este realizador considera que el cine es una “herramienta para convertir lo efímero en eterno” (Nando Salvá, El periódico, mayo 2010). En la primera secuencia de La leyenda del tío Boonmee, un toro está sujeto a un árbol. Detrás hay un campo cuyo verdor es evidente a pesar de la semioscuridad. Una fogata cercana apenas ilumina al cautivo. El animal se libera de la atadura y comienza a andar por la espesura de hierbas como si estuviera huyendo. Parece feliz y liberado. Lo protege un intemporal crujido de grillos y su piel de petróleo sin texturas. Cuando logra internarse en la selva, un campesino lo llama por su nombre y lo captura para conducirlo nuevamente al cautiverio. La marcha del toro, al igual que la de su reencarnación en el atormentado Boonmee, es un instante cuya estampa fílmica le brinda la posibilidad de la permanencia.

Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Cursa la maestría en Comunicación en la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía (versión digital). En 2004 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Universitario Agustín Yáñez convocado por la revista Tierra adentro y el Conaculta. Recibió el premio de cuento del Concurso 35 de Punto de partida (2004). Un año después obtuvo el primer lugar en crónica del mismo certamen. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, corresponsal de la fuente cinematográfica para Radio Cosmos de la ciudad de Chicago y escribe ensayos sobre cine para la revista digital Punto en línea: www.puntoenlinea.unam.mx (rodrigomtzm@hotmail.com).