De Rafael Alberti a Federico García Lorca

ensayo de Francisco Martínez Negrete

Federico García Lorca y Rafael Alberti

                                                                                (Verano)

                                                                                                                             A Federico García Lorca

Sal tú, bebiendo campos y ciudades,

en largo ciervo de agua convertido,

hacia el mar de las albas claridades,

del martín-pescador mecido nido;

 

que yo saldré a esperarte amortecido,

hecho junco, a las altas soledades,

herido por el aire y requerido

por tu voz, sola entre las tempestades.

 

Deja que escriba, débil junco frío,

mi nombre en esas aguas corredoras,

que el viento llama, solitario, río.

 

Disuelto ya en tu nieve el nombre mío,

vuélvete a tus montañas trepadoras,

ciervo de espuma, rey de! monterío.

                                                                               (De Marinero en tierra)

No soy erudito en el tema, apenas entusiasta diletante, y esta nota pretende evidenciar lo que para muchos podrá ser una obviedad: la consistencia de una forma, a través del tiempo devenida en manera que podríamos llamar andaluza de hacer poesía.

Si de entre los enormes poetas andaluces (Luis de Góngora, Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio y Manuel Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti...) la germinal, indeclinable cima es Luis de Góngora —el príncipe, por principal: primero en excelencia—, este poema de Rafael Alberti a Federico García Lorca no niega su progenitura, la cruz de su parroquia, su clara estirpe gongo riña y evidente plasticidad barroca en el juego de transformaciones de la imago que los poetas del 27 retomarían de don Luis para llevarlo —pienso especialmente en el Lorca de Poeta en Nueva York, en el primer Cernuda y en Aleixandre—hacia el más libre juego de asociaciones tan cercano al surrealismo.

Pero volvamos al soneto, que arranca —cinematográficamente: mester de fanopeia— afirmado ya como poiesis (acción) precisamente desde su primer vocablo (el imperativo Sal) con dos espléndidos versos:

Sal tú, bebiendo campos y ciudades,

en largo ciervo de agua convertido,

En este poema de Rafael Alberti el poeta Federico García Lorca, tornado en río claro como un ojo de ciervo —porque ¿qué puede ser un ciervo sino todo ojos?—, va viendo y bebiendo y refractando en los versos los campos y ciudades que a su paso captura. Pasión de la mirada —poesía como ese modo particular de ver que resulta en/del reflejo de ciertas palabras en su precisa ars combinatoria—pareciera que la imagen —autónoma/autófaga— se genera y alimenta de sí misma. Por supuesto, Alberti se declara en este sentido portador del carbunclo gongorino que transforma —a trescientos diez años de distancia— por pura entrevisión a Lorca en río que a su vez no es sino un largo ciervo de agua, tal como Góngora en sus Soledades transformase a Zeus —mentido robador de Europa— en el toro que, a su vez —media luna las armas de su frente /y el sol todo los rayos de su pelo / luciente honor del cielo / en campos de zafiro pace estrellas—, el maestro cordobés proyecta en la constelación correspondiente. Así, tendríamos los siguientes trinomios.

Zeus-toro-constelación de Tauro

Lorca-río-largo ciervo de agua

Dejémoslo ahí un instante. El primer cuarteto prosigue:

hacia el mar de las albas claridades,

del martín-pescador mecido nido;

¿Cuál es este mar, destino —aparentemente— final del travelogue lorquiano? El tercer verso de este cuarteto enceguece a fuerza de deslumbrar en su apoderamiento; mar de las albas claridades en el que el agua casi desaparece vuelta luz, mar de luz, mar total que nos hace pensar en Manrique, en el mar de Manrique en el que la vida-río del poeta Lorca irremisiblemente habrá de desembocar. Mar del tao, fin y destino de todo, de cuya refulgencia parece surgir, haciéndose visible como trofeo o regalo, el siguiente verso que seguramente Góngora habría aplaudido no sólo por la certera felicidad de la metáfora, sino porque ésta, amén de su belleza visual, reproduce con su intencional rima interna (martín... mecido nido) —materializándolo— el preciso vaivén del océano.

Si la persona del primer cuarteto es la segunda del singular, el con el que amorosamente Alberti se refiere a su amigo, en el segundo cuarteto ésta cambiará a la primera del singular, al yo de Alberti que, apenas enunciado, comienza también a transformarse:

que yo saldré a esperarte amortecido,

hecho junco, a las altas soledades,

Si toda transformación implica una especie de muerte, aquí el yo que significa la persona del poeta Rafael Alberti literalmente se “amortece” (desvanece, desmaya, desaparece) para tornarse en junco y esperar a su amigo no en el mar al que éste se dirige, sino en sus antípodas, en las altas soledades de la cima donde el río se origina. Aunque también cabría la posibilidad de que el adjetivo sustantivado amortecido pudiera referirse al mismo Lorca a quien la muerte ha transformado de río en océano y de océano en nube para poder así ulteriormente manifestarse como sola voz entre las tempestades que bañan a las altas soledades donde se origina de nuevo como río. En tanto Alberti es ahora junco...

herido por el aire y requerido

por tu voz sola entre las tempestades.

La cima agreste, tempestuosa en la soledad de su altura parece ser el marco del encuentro, de la comunión, entre ambos poetas. El primer terceto abunda en el cómo éste se lleva a cabo:

Deja que escriba, débil junco frío,

mi nombre en esas aguas corredoras,

que el viento llama, solitario, río.

El encuentro, evidentemente, se da —y aquí el homenaje— en ese torrente de poesía visionaria que fue, que es, Federico García Lorca, al que Alberti busca, con magistral humildad —débil junco frío—, sumarse, inscribirse, constituyendo así un trinomio más que sería:

Alberti-junco-pluma

que escribe sobre

Lorca-río-ciervo

Independientemente de su plausible connotación erótica que podría presuponer a Lorca bajo Alberti, Alberti, que yo sepa, no fue gay, pollo que más que un encuentro de cuerpos éste lo sería de sensibilidades puras en el estricto terreno de la poesía contenida en el vaso del soneto. Si en este primer terceto se mantiene la primera persona del singular, en el final, ésta cambiará de nuevo a la segunda, equilibrando así al soneto como encuentro de dos voces, como lugar del diálogo:

Disuelto ya en tu nieve el nombre mío,

vuélvete a tus montanas trepadoras,

ciervo de espuma, rey del monterío.

Imagen del ouroboros —de la serpiente que se muerde la cola (“sierpe de don Luis”, diría José Lezama Lima)— el soneto, venero de incesante transmutación, es redondo y termina ahí donde comienza, en el mismo lugar de la alabanza, con ese magnífico verso final que seguramente habría sonrosado a don Luis, ya que parece enteramente salido de su dedicatoria al duque de Béjar, al inicio de las Soledades. Cabría tan sólo añadir que el soneto en su totalidad cumple cabal y literalmente con una de las premisas esenciales del cánon gongorino: que la persona del poeta desaparezca en el poema para dar, así, lugar a la poesía.

 

ensayo de Francisco Martínez Negrete

Publicado, originalmente, en Periódico de Poesía - Nueva época No. 13 / Invierno 2006 - número especial: Andalucía

Link de la publicación (pdf): http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/2674

Periódico de Poesía es una publicación trimestral de la Dirección de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural (unam).

 

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