Los niños en el cine iraní
por Julio Martínez Molina (Cuba)

jmjuliomolina3@gmail.com

 

A despecho de la famosa reconvención de Hitchcock sobre la virtual imposibilidad del cine hecho con niños, tal como en su día puntualmente la ignorasen Chaplin, Truffaut, Klímov, Erice, Armendáriz, Tornatore, Yimou, Salles, Benigni, Cremata y tantos otros, el cine iraní de los tres lustros que corrieron de 1985 a 2000, no en masa pero sí en buen parte de su corpus, se valió de ellos para componer relatos fílmicos perdurables al paso del tiempo.

Uno repasa estas películas, años después de todo -o casi, porque continúan haciéndolas; si bien en niveles bastante menos ostensibles-, cuando el aceite emotivo de los apuntes a pie de filme ya tomó su lugar en la caja del sistema apreciativo, cuando la moderación que otorga la perspectiva permite canalizar la razón de forma más orgánica, para en tanto espectador corroborar la a la larga sospechada pero no por ello menos grata realidad de que entonces -a desemejanza incluso de lo creído tras algún encuentro cercano de fase indeterminada con la conciencia- no cayó gratuitamente presa de aquella buena leche acunadora de las olas de una marea crítica harto proclive a espumarajos ditirámbicos a la pantalla persa.

Por tanto, no me arrepiento ahora de aquellas mis reseñas de los años mozos sobre Kiarostami y el resto de la tropa; claro, si echo a un lado algún exceso de candor ocasional.

Es cierto que hubo o pudo haber de todo en esta comunión espiritual entre buena parte de los críticos del planeta y la filmografía nacional, en lo básico durante un largo segmento de la década de los noventas, de manera que cualquier razonamiento posterior no se libraría de las muletillas al uso para aclarar la cuestión: que si el exotismo se premiaba en festivales interesados en demostrar por alguna vía a Hollywood -en tiempos donde política e intelligentzia estaban asegurando que el modelo de pensamiento vencedor de la Guerra Fría era superior a cualquier antagonismo ideológico posible- la existencia de válidas contrarrespuestas alternativas de narración fílmica a nivel mundial y hasta en las mismísimas cinematografías emergentes; que si por caso del todo contrario el oro negro de los mecanismos imperiales se movía entre las sombras para “empinar” en círculos selectos de exhibición del séptimo arte (esto es Cannes, Venecia, Berlín, San Sebastián y otros festivales clase A) a nombres y obras de una pantalla que al menos en presunción se oponía al credo político de un Teherán tan huraño como nada sensible a las tablas de la ley santificadas por Occidente; que si el fenómeno Kiarostami encandilaba las pupilas más difíciles de prendar, a la caza siempre del enfant terrible de turno, de preferencia proveniente de oscuros rincones del planeta (“el cine terminó con él”, sostuvo un venerado maestro, aunque raudo se desdijo); que si aquello, lo otro, tal o más cual cosa.

Una cosa sí me queda clara ahora. Por arriba de determinadas concesiones y estrategias for export de aquella producción; olvidándome de películas lastradas por complementos redundantes, subrayados innecesarios, morosidad groenlándica, poesía de cajón, búsquedas a ultranza de un esteticismo impostado e inesperadas ralentizaciones, que las hubo, sea justo decirlo; o más allá de cualquier indefinida dubitación supratextual en torno al boom del Nuevo Cine Iraní o Cinema Motefäve -ese que dio comienzo para 1985 mediante El corredor, de Amir Naderi, y se extendió por más de quince años para tener como puntos de máxima iridiscencia Palmas de Oro en Cannes (El sabor de las cerezas, Abbas Kiarostami, 1997) y Leones de Oro en Venecia (El círculo, Jafar Panahi, 2001) sin soslayar los centenares de premios de peso o medianos en el contexto artefestivalero mundial: representará obra ineficaz por lo reductiva e ingrata por la constatación de su incompletitud apartarse de la ejecutoria fílmica de la nación del Medio Oriente a la hora de pergeñar el mínimo amago de historia del cine mundial contemporáneo en lo adelante.

Imposible hacerlo con una pantalla paradigmática en el sentido de construir desde la austeridad, a reserva total de los efectos del discurso hegemónico de la superproducción, el ABC de laboratorio del guión comercial, en fin del avasallamiento del Modelo de Representación Institucional en boga. No habría razón para no concordar pues con el criterio de Alberto Elena, en su libro Los cines periféricos al sostener que “(…) el cine iraní se revela verdaderamente apasionante y merece ser tenido en cuenta por cuantos se interesen de una forma u otra por las condiciones de posibilidad de un auténtico cine nacional en la era de Titanic”.

Compusieron allí melodías cinematográficas de timbres y tonos inmarcesibles que legaron para la posteridad historias e imágenes feraces en su fecundidad cinemática, las cuales bendijeron la pregnancia de las segundas sin que la cualidad cuasi mínima de la anécdota argumental menguase el rotundo alcance poético, semántico, ideológico de las primeras. Y, de cierto, tales opus tuvieron en no pocos casos una fecunda palanca de apoyo para mover sus tramas: personajes infantiles abocados a peripecias dramáticas signadas en base común por la búsqueda, la añoranza, el anhelo…

No existe resquicio para perder en la desmemoria cinematográfica a estos infantes que procuran, casi siempre, algo: ya sea el hogar de Nemadzaré por Ahmad, el compañerito de clases, para devolverle el cuaderno escolar que confundieron (¿Dónde está la casa de mi amigo?, Abbas Kiarostami, 1987); el pececito de colores de Razieh (El globo blanco, Jafar Panahi, 1995); la senda de vuelta a su domicilio de Mina (El espejo, Panahi, 1997)o el afecto negado a Mohammad por el padre (El color del paraíso, Majid Majidi, 1999)… Héroes imperdibles que a partir de la, en ese sentido primigenia y antes mencionada El corredor hasta Buda explotó por vergüenza (Hana Makhmalbaj, 2007), pasando por disímiles títulos, se recortan sobre un entorno social donde deben interaccionar (enfrentarlo sería un término más justo) a menudo desde las condiciones menos favorables.

Fundan los pilares ideoestéticos de esta parcela de cine con niños (en ningún momento digo infantil, porque en verdad sería constreñirlo en demasía, habida cuenta de su mucho más amplio marco de recepción y de su lejanía de las fórmulas melifluas de este tipo de piezas, o de su rechazo al melodrama o el happy end) la sedimentación de la tradición narrativa literaria, oral del área en su textura parabólica lindante entre lo lírico y lo mágico, pero en expresión mayor la capacidad para configurar apuestas dramatúrgicas sustentadas en la apelación a la sencillez (muy probablemente derivada de ese mismo precedente), los pequeños detalles, como recurso más caro de explanación de un discurso delimitador frontal de certezas telúricas, humanas, culturales, políticas…

Son relatos de connotaciones universales pese a su carácter local, de tal que una de sus principales aportaciones es situar sus enfoques desde perspectivas ecumenistas que atraviesan -a veces con la sutileza de la filigrana-, cualquier frontera moral, social, religiosa, ideológica en cuanto a evidenciar su posicionamiento en contra de la intolerancia, la mentira, el dolor, la humillación, mal que varios críticos occidentales tendieron a manifestar su desilusión por el “tímido” o “nulo” mensaje político de dichas películas.

No solo subyace tras sus líneas de diálogo o sus encuadres (esos primeros planos bien locuaces al rostro de criaturas tan elocuentes ellas como la cámara que los toma), sino aflora, y más, los determina, la baza de la honestidad en tanto herramienta de legitimación de una voz crítica sustentada en la presentación de la verdad, sin ambages, pese a la cuerda simbólico-fabular en que a veces precisan sostenerse.

El finado crítico español Ángel Fernández-Santos, desde su eterna lucidez, consideró que constituyen “filmes construidos con recursos de documento, mediante una escrupulosa selección de intérpretes naturales, que en su mayor parte son espejos de sí mismos, lo que da una fortísima verdad a la imagen”. Otra característica coincidente la advierte Jonathan Rosembaun, renombrado crítico del Chicago Reader, autor de un libro sobre Kiarostami, conocedor y estudioso de la pantalla persa: “Creo que la principal lección que le ha dado el cine iraní al mundo es ética. Es el cine más ético y también nos enseña cómo hacer filmes a partir de una simplicidad de medios. No son películas caras, muy pocas de ellas fueron hechas en estudio, no usan actores profesionales, etc. Y hay algo más, algo que los críticos no hablan mucho pero que creo muy importante: tenemos muy pocas oportunidades de saber sobre Irán como país fuera del cine. Esto solo, convierte al cine iraní en algo muy importante (…) Se puede ver un filme iraní y aprender más cosas sobre la cultura y la gente que vive en ese país que lo que se aprendería mirando noticieros, por lo tanto es un medio para acceder a su gente y a su vida”.

A fuer de sinceros, tanto la propensión antropológica como el registro factual, social, histórico de sus fotogramas marcan una seña identitaria tan fuerte o igual a como lo pudiera ser su estilo formal, su arquitectura narrativa que fabrica desde esos los mismos postulados -o por lo bajo con varias analogías- del cine pobre cuya supervivencia igual defienden en lares bien distantes.

La metodología iraní erigida en cuño de fábrica de la casa acude de forma recurrente a la transparencia en la puesta en escena, a escenarios reales y abiertos donde la naturaleza eventualmente se enseñorea del cuadro con su gama de sonidos -por lo general directo en pantalla- y luminiscencias, a imágenes copiadas justo mediante el plano necesario sin más dado la economía con la cual se trabaja, limitados parlamentos, guiones preoriginalmente concebidos pero en la práctica sobrescritos sobre las urgencias anunciadas en el set, apreciable sentido del ritmo, secuencias que destilan savia emocional e innegable capacidad de sugerencia …

Poesía fílmica y literaria para nada se escabullen de textos fílmicos definidos además por la convicción y la coherencia, con independencia de su sesgo alegórico; obras que sacan trigo del color local sin postalizar ni perder camino en afanes didácticos una vez prescinden, al revés, de muchas explicaciones narrativas o de otra índole… Películas que suelen bordear la línea que cruza entre la ficción narrativa y el texto etnográfico, están armadas a partir de anécdotas mínimas, premisas argumentales de apariencia simple pero que la larga portan, concentran, gravitan, fecundan e implosionan o estallan a ojos del espectador.

Devinieron obras artísticas en cuyas capas de sentido se reflejaron las expectativas, deseos, añoranzas, miedos, angustias de esos los niños que representaron los antecedentes de las generaciones de un futuro que ya pronto llega, activas ahora y en posición de entregar a su sociedad la cosecha de sus nuevas vivencias, ángulos de percepción… Fueron aquellos chiquillos -una relectura hoy de este cuerpo fílmico lo indica en primer caso, a no dudarlo-, instancia de esperanza, motivo generador de optimismo del mañana en ciernes.

La explicación del auge mayor del cine con niños a partir de la premiada El corredor tiene muchos exégetas de diversa postura. Por ejemplo, Mamad Haghighat, crítico e historiador iraní, razona que “Desde entonces se convirtieron en los actores fetiches de este cine. El tema está de actualidad, pues en Irán se registra una explosión demográfica espectacular. En veinte años, la población casi se ha duplicado y cerca de la mitad de los iraníes tiene menos de 20 años. Los realizadores parten del adagio que asegura que la verdad sale de boca de los niños para abordar la realidad a través de sus ojos”.

No pocas tesis suscriben la idea de apreciar la tendencia cual mecanismo de escape a una censura que nada quiere saber de cintas sobre violencia, sexo o política. Incluso, los propios realizadores la confirman. En entrevista con la revista chilena Mabuse, Jafar Panahi, discípulo de Kiarostami -de quien sería asistente- y autor de la excepcional El globo blanco, hombre de siempre obsesionado con la espontaneidad e inocencia de los pequeños cual ha declarado más de una vez, reflexiona: “Esta sociedad está compuesta de muchos niños que están en una especie de enclaustramiento y quiero resaltar eso. También las mujeres están sufriendo y trato de reflejar la energía que tienen para combatir ese estado de las cosas. Tenemos real esperanza que serán ellas quienes tomarán la antorcha de la libertad. (…) Yo empecé haciendo cine con niños, luego con las mujeres y ahora pienso en ocupar otros segmentos de la sociedad. Pero hace un tiempo estaba de moda que los niños aparecieran en la mayoría de las películas por una razón práctica: a los niños los cortan menos, los censuran menos que a los adultos. A los niños no los toman en serio. Los niños traspasan los parlamentos que dirían los adultos. Pero son testimonios espontáneos. Yo trato de no exteriorizar mis pensamientos a través de lo que dicen ellos, sino a través del ambiente por el que se desplazan”.

Valíase Kiarostami de la más nueva generación en la parcela inicial de su trabajo: “Me gusta trabajar con niños. Me acerqué a ellos por casualidad, y luego aprecié su presencia. Están a sus anchas frente a la cámara. No piensan ni en la gloria ni en el dinero. Están disponibles”, dijo. Antes de ¿Dónde está la casa de mi amigo?, atendió al universo infantil en varios documentales.

Él, como otros directores, estuvo adscrito al Departamento Cinematográfico del Instituto para el Desarrollo Intelectual de Niños y Jóvenes Adultos (Kanun), creado en1965, por iniciativa de la esposa del shah Reza Pahlevi. Uno de los investigadores de creador/contexto epocal observa que “(…) tras la Revolución de 1979, y a pesar del correspondiente cambio de régimen, continuó funcionando esta institución, síntoma inequívoco del  interés propagandístico; por otro, el Kanun logró mantenerse al margen de la censura, lo que dio cierta libertad a los directores, aunque sin olvidar las evidentes limitaciones temáticas: la intención era crear un cine de claro carácter pedagógico, pero sin  la necesidad de imponer las directrices del régimen. Pero sin duda,  la importancia del Kanun se encuentra en su indiscutible contribución al cine iraní: en primer lugar, fue clave en los primeros pasos del Nuevo Cine iraní el embrión de la actual relevancia e importancia de esta cinematografía en el cine contemporáneo; en segundo lugar, Abbas Kiarostami, el mejor director iraní, y por extensión, uno de los mejores de la historia del cine, empezó su carrera dentro de esta institución; por último, y en tercer lugar, el Kanun perfiló el tema fetiche de esta  cinematografía: el cine con niños”.

“De ser un cine de ensueño inspirado en parte en las series B egipcias o indias, el cine iraní se ha lanzado por un camino que se halla entre el neorrealismo italiano y la nueva ola francesa -señalaba el con anterioridad citado Haghighat, a inicios del actual siglo. Hace tabla rasa de los tabúes y dice lo que no anda bien en Irán. 1990 marcó una nueva etapa. Occidente descubrió con sorpresa, en los festivales, otra imagen de Irán. Su cine habla de cosas sencillas: la amistad, la tolerancia, la solidaridad. Y así se inició el periodo de las distinciones y los honores. Antes Irán explotaba petróleo, alfombras y pistachos. Ahora hay que añadir películas. Irán exporta su cultura, y eso es bueno, declaró Kiarostami. En Irán existe hoy una auténtica cantera. Unos veinte cineastas de talento, como Kiarostami, Makjmalbaj, Jalili, Mehrjui, Beyzai, Forozesh, Naderi, Panahi…, realizan 15 por ciento de las sesenta películas que produce anualmente el país y aprovechan las divergencias entre los distintos organismos estatales para ganarse un espacio de libertad. Con dificultades, las realizadoras han conquistado también su lugar detrás de la cámara para tratar de la condición femenina: así, Rajshan Banni-Etemad, Tahminé Milani y otras diez más se afirman en esta sociedad macho-islamista. Irán ha adoptado esta imagen contemporánea que es la imagen cinematográfica. Documental o de ficción, la imagen se ha liberado y forma parte de la vida cotidiana de la población. Todo iraní siente el hechizo de la imagen”, complementa.

En la zona introductoria de El espejo, la pequeña Mina se angustia porque su madre no ha ido a recogerla al colegio, e intenta hallar el camino de vuelta a casa. Durante el segundo tiempo del filme la niña-personaje se desdobla en niña-real y les espeta a los realizadores de la película que está rodándose y de la cual ella forma parte que la dejen en paz, y abandona el plató, cansada de filmar. De aquí en más, la cámara rastreará cada paso de la enojadita actriz, abandonando el artilugio dramático para trasfundirse en el magma de la narración documental, muy en el carril de interconexiones realidad-ficción de largometrajes al corte de A través de los olivos. Reparemos en la lectura, nada prescindible, de su director, Jafar Panahi: “El Espejo es una película que quiere decir a las nuevas generaciones que seguían actuando con una máscara puesta que se quitaran la máscara y cambiaran la sociedad.  Ella ha escuchado una y otra vez no es bueno para las niñas observar a los encantadores de serpientes, a lo cual ella responde que sólo quería ver qué es aquello que es bueno que vea. Mina lo hace porque tiene la valentía de hacerlo”.

En El color del paraíso, Mohammad, un niño ciego -discapacitados también eran Jordish, protagonista de El silencio (Mohsen Makhmalbaj, 1998) y Madi, uno de los cinco hijos del padre viudo de El tiempo de los caballos ebrios (Bahman Ghobadi, 2000) dotado de inusual inteligencia y sensibilidad para sus años, constata la hermosura, la perfección natural de un mundo acaso inadvertido en su real dimensión por los que ojean sin ver pese a no tener la pupila perdida en lo oscuro.

Es una criatura que consigue la increíble, dicótoma, binariamente legitimable virtud de arredrarte el espíritu de momento para luego proveerlo de una santísima potestad de inmunización contra lo sórdido e injusto. Él espera en una escuela especial de la capital la llegada del padre, quien lo deja allí por meses, tras prácticamente renegar de sí por su condición de invidente y la vergüenza, el dolor que ello le causa a su campesina dignidad maltrecha a causa de los prejuicios y los díctums “morales” sentados a través de generaciones. Una vez más en el cine iraní la figura del padre entrevista desde atalayas donde se interponen el temor, el respeto, la distancia, la incomprensión, motivo recurrente en esta pantalla. El progenitor viene a erigirse aquí como la figura argumental idónea a efectos de representar el viejo orden, su cerrero rechazo a cuanto no entra dentro de los moldes preestablecidos.

El muchacho forma parte de las semas que apuntan hacia la atestiguación de la diferencia, ese Otro cuya vindicación viene emergiendo en tanto cine de todos lados. La confrontación queda más que demarcada, potenciada, justo a partir de la fractura que en el terreno de las ideas le supone a este hombre sinonimia de un status quo exclusivista aceptar la idea de la existencia del chiquillo, cuya imagen traduce en pantalla el voto por el inclusivismo que es esta parábola fílmica toda.

Razieh, la niña personaje central de El globo blanco, hace caso omiso de las prohibiciones de la madre; con su carácter fuerte, resuelto, cuestionador está diciendo a las claras que ni entiende ni comparte sus temores, engendrados no más nacer en un sistema patriarcal que todavía la sigue identificando únicamente con el rol hogareño, reproductor: de burka adentro todo, sin ningún asomo de desvelación, exteriorización de cualquier género. Esta niña, tenaz, arrojada es una sutil representación de la nueva mujer que en algún momento terminará por, si no imponerse ojalá aceptarse, en la sociedad islámica de esa nación, lo cual sería un grandísimo paso allí.

En ¿Dónde está la casa de mi amigo?, la cinta de Kiarostami que abrió su famosa Trilogía de Koker, un niño busca afanosamente la casa de su compañero de aula para darle el libro escolar que se llevó por equivocación, desoye a su madre y va al pueblo del chiquillo, tránsito de Koker a Pohsteh, sitio donde vuelve a la mañana siguiente una vez más tras resultar infructuosa la búsqueda de la víspera.

La convicción en conseguir su deseo -a tono con sus principios, no por el hecho caprichoso de sucumbir ante sí-, la certeza de que sí resulta posible lo que a los mayores pudiera parecerle soberana locura, tamaña audacia o injustificado trabajo, trazan el cuadro taxonómico del muchacho: por inteligible extensión prototipo de un retoño esquivo a respaldar la convención, generoso por naturaleza hacia la irrupción de nuevas formas de apreciar fenómenos y esencias. De caminos a casa y equivocaciones también versa la reflexiva, contestataria, ríspida, impactante La manzana (Samira Makhmalbaj, 1998), mirada nada tímida al tratamiento de los adultos para con los infantes, a las rígidas normativas de la organización familiar, como igual son otras piezas de la década.

Antes de la corriente iraní, no existió en la historia del séptimo arte una tendencia tan marcada dentro de ninguna cinematografía en trabajar de forma sistemática con niños en tanto leit-motiv de los planteos dramáticos de los filmes, como tampoco en visionar el presente y barruntar el futuro desde los prismas de estas criaturas.

Ellos, los pequeños personajes estelares de semejantes filmes, establecen un puente comunicacional con el narratario, no solo con el objetivo de trasladarle sus cuitas o anhelos, sino a fin de dialogar en torno al ser humano, a nuestra especie, con el propósito de hablarles sobre características vitales que nos podrían hacer permanecer en tanto raza superviviente de cara al futuro. Y varias de ellas, explícitamente aupadas en tal cuerpo fílmico, serían las que con tanto fervor defienden sus imágenes: la ternura, el amor, la comprensión cual trinidad curativa contra desdenes, dogmas, desclasificaciones o arrebatos de lesa estulticia. Retrógradas posturas que no deberían seguir viendo ni los ojos de estos niños, ni los de nadie en parte alguna, por nunca jamás.

Introducción a EL SABOR DE LAS CEREZAS - Filmoteca de Sant Joan - EL CINE DE IRÁN - MARZO 2017

Publicado el 6 mar. 2017

 

¿Dónde está la casa de mi amigo? Trailer en español.

Publicado el 26 oct. 2013

Trailer de la película ¿Dónde está la casa de mi amigo? Dirigida por el cineasta iraní Abbas Kiarostami. Año 1987.

 

por Julio Martínez Molina (Cuba)

jmjuliomolina3@gmail.com
 

Publicado, originalmente, en el diario 5 de setiembre (Periódico de Cienfuegos, Cuba) http://www.5septiembre.cu/

Link del artículo: http://www.5septiembre.cu/los-ninos-en-el-cine-irani-i-parte/ - 3 enero, 2018

                         http://www.5septiembre.cu/los-ninos-en-el-cine-irani-ii-parte/ - 4 enero, 2018

                               http://www.5septiembre.cu/los-ninos-en-el-cine-irani-iii-parte/  - 5 enero, 2018

                               http://www.5septiembre.cu/los-ninos-en-el-cine-irani-iv-parte/ - 6 enero, 2018

                               http://www.5septiembre.cu/los-ninos-en-el-cine-irani-v-parte/ -  7 enero, 2018

                               http://www.5septiembre.cu/los-ninos-en-el-cine-irani-vi-parte-final/  -  8 enero, 2018

 

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