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Una larga estación de felicidades
Carlos Martín Briceño

Nada más atravesar la puerta, Adolfo se topó con los ojos cafés, vivos y grandes, de una joven de tez oscura y sonrisa fácil que lo miró de arriba abajo y con tono complaciente soltó buenas tardes, siéntese, el doctor lo recibirá en unos minutos. En ese momento, como si esa voz abriera un dique que liberara un río dentro de su organismo, el corazón le comenzó a bombear con fuerza, haciendo que la sangre fluyera, rápida, por sus venas.                                                        

Nunca fue de su gusto ir al médico, menos ahora que el fantasma de una enfermedad aparecía terco, amenazante, presto a carcomerle el organismo, listo para acabar con ese cuerpo que comenzaba a parecerle distante y que solía cuidar desde que tuvo uso de razón porque detestaba los cráneos afeitados para disimular calvicies, las mejillas flácidas y los vientres hinchados que, casi con orgullo, exhibía la mayoría de los hombres de su edad.

Tomó asiento, cruzó la pierna y mientras se secaba con un pañuelo el sudor de la frente, paseó la mirada por ese consultorio decorado con muebles modernistas, plantas artificiales y reproducciones baratas de Monet, hasta detener la vista en una mota de polvo que opacaba la superficie de uno de sus nuevos florsheim. Molesto, frotó la mancha con el pulgar buscando recuperar el brillo de su zapato, pensando en lo fácil que se estropean las cosas buenas en estos tiempos, y en Mirbela, o más bien, en que, maldita sea, por culpa suya se encontraba sumido en esta intolerable espera.

—Condiloma acuminado —había dicho con voz seca el ginecólogo la tarde de ayer, cuando acompañó a su esposa a la cita.

Nervioso, la mano derecha en el mentón y la izquierda en el bolsillo,  sintiendo como la cara se le llenaba de vergüenza, Adolfo escuchó con atención el diagnóstico.

—Es una de esas venéreas que se pueden contraer en cualquier inodoro público. Hay que quemar las pústulas y dar inicio a un largo tratamiento.

Mirbela —ojos verdes turbios, ceño fruncido, boca ligeramente torcida— sobre la cama metálica de sábanas blancas, con la vulva expuesta, movió la cabeza buscando a Adolfo, como pidiendo permiso antes de preguntar.

—Y esta enfermedad, doctor... ¿tiene secuelas?  

—No le quiero mentir, señora. Este tipo de virus, lamentablemente, queda latente en el organismo. Pero no se preocupe, el paciente puede llevar una vida normal... siempre y cuando reciba la medicación adecuada.     

—Respecto a usted, Adolfo —agregó el galeno, buscando en él la mirada cómplice—, aunque se sienta sano, pida cita mañana con el urólogo. Ah, y no deben tener relaciones hasta estar seguros de que ambos estén limpios.  

De vuelta a casa no podía sacarse de la mente el rostro complaciente del ginecólogo, esa media sonrisa que parecía decirle me debe una, Adolfo, a mí no me engaña, sé bien como se dan estas cosas. Pero, sobre todo, le era absolutamente imposible asimilar el silencio total de Mirbela, su reticencia a hablar del tema, a ahondar en las posibles causas. Tuvo que soportar el viaje de regreso escuchando el compacto de Piazzola. Luego, la cena breve, sin mayores pretensiones que una ensalada fría de pechuga de pollo, la televisión encendida y el cócker rondando debajo de la mesa. Al termino del café, antes de subir a acostarse, se dirigió al estudio para rastrear el condiloma en el ciberespacio.

Nombre técnico con el que se conocen las verrugas genitales y se vinculan, por lo general, con el virus del papiloma humano. Se transmiten por contacto sexual, instrumentos médicos no esterilizados o juguetes eróticos. Su período de incubación es muy variable. Habitualmente de dos a tres meses.

Leyó y releyó la definición tratando de hallar entre líneas una justificación que disipara sus desconfianzas, pues de algo estaba seguro: él no tenía la culpa, él era un hombre precavido, acostumbrado a cuidarse. Y, desde que conoció a su mujer, cada vez necesitaba menos de otro cuerpo. Inclusive en sus ocasionales viajes de trabajo a la capital, cuando solía visitar en compañía de su jefe algún lujoso prostíbulo donde se suponía que las mujeres estaban limpias, procuraba protegerse. Y a veces se limitaba a pedir vodka tras vodka y a besarles los senos a las bailarinas mientras les colocaba billetes de cien pesos entre los delgados amarres del bikini.   

Enseguida se dirigió a la recámara decidido a enfrentar a su esposa, pero se abstuvo al ver que Mirbela iba y venía por  el cuarto con el recién nacido en los brazos, intentando, acaso, utilizar al bebé como escudo protector de sus desgracias. La oyó cantar y repetir una y otra vez esos arrullos de cuna que nadie más que ella, él y el nene conocían, haciendo tiempo para evadir cualquier posible intimidad, tratando de alargar los minutos para que se volvieran horas, hasta que a ella no le quedó otro remedio que dejar al niño entre las sábanas, lavarse los dientes, apagar la luz y acostarse a su lado. Fue entonces cuando él decidió seguir el camino de la ternura. Hizo el intento de abrazarla, y surgió el rechazo.

—Déjame —soltó ella con un timbre de voz diferente, una entonación que no era la suya, o tal vez sí, pero que él nunca había tenido la desdicha de escuchar durante el año que tenían de vivir juntos. —Te odio —remató antes de liberar un llanto que intentó ahogar hundiendo el rostro en la almohada. ¡Cómo si él fuera el culpable!

Repentinamente, triste y enardecido por el recuerdo, sin importar la mirada de la secretaria, Adolfo se levantó y, como animal enjaulado, se puso a caminar de un lado al otro de la sala de espera. Estuvo inquieto largo rato, fingiendo interés en el descolorido Desayuno en la hierba que colgaba de la pared central del consultorio, hasta que regresó a su asiento, entrecerró los ojos y volvió a escuchar el molesto llanto del niño a mitad de la madrugada y los pasos de la mujer atendiéndolo. La muy puta, la muy puta, pensó, sintiendo cómo su alma comenzaba oscurecerse por la sombra de los celos. Y sin poder evitarlo, imaginó a Mirbela sonrojada, saliendo chorreante de la regadera, cubriéndose la desnudez con las manos, tal como lo hiciera la primera ocasión que tuvo sexo con él.

¿Me permite ayudarla, señorita? ¿O es que están cayendo ángeles del cielo y yo no me había dado cuenta? Esa frase, deliberadamente cursi, fue la única que se le ocurrió cuando la vio aparecer por la puerta trasera del teatro llevando entre las blancas manos unas enormes y pesadas alas de utilería. Y ella, que no pudo contener la risa, lo miró largamente con esos ojos claros y brillantes, permanentemente húmedos, que daban vida a un hermoso rostro,  en el que destacaba la nariz grande y recta, antes de aceptar el ofrecimiento, adivinando, quizá, que ése sería el inicio de una larga estación de felicidades.

Acabaron bebiendo cerveza fría en un bar con terraza al aire libre que se anunciaba como “un lugar inolvidable en el corazón de la ciudad” y que presentaba un show afroantillano. Al ritmo de un son que a la gente se le antojó interminable, pero que ellos recordarían como una canción que apenas duraba un instante, empezaron a descubrir que eran compatibles. Era agosto y hacía un calor sofocante. Un calor, como el de ahora, que invitaba a emborracharse y a liberar inhibiciones.

—Qué vas a pensar de mí —comentó ella, al día siguiente, cuando Adolfo la despertó con el desayuno en la cama.

Dos meses después, ella quedó preñada.

La muy zorra, la muy zorra, se dijo, sonriente por un momento.

—Adelante, puede pasar —la voz melosa de la secretaria lo sacó de sus cavilaciones.  

Lo despertó el  llanto lejano del niño. Le dolía la cabeza. Aún tenía en la boca el sabor amargo del vodka y en el cerebro una fuerte dosis de coraje. Por las ventanas abiertas, un sol tibio iluminaba la estancia.            

Recordó haberse soñado desnudo, caminando por callejuelas sucias,  cargando un pesado libro con el cual intentaba cubrir su miembro flácido. El frío de la madrugada sólo era soportable porque miraba a lo lejos, al final del la calle, una luz cálida que prometía refugio. Cada cierto tiempo se detenía, asentaba el libro en el suelo, veía su rabo colgante y frotaba profusamente sus palmas una contra la otra.

Cuando por fin llegó al sitio, se trataba de una especie de teatro vacío. Tomó asiento en la fila primera. Una ráfaga de aire helado le caló hasta los huesos. Fue cuando apareció en escena aquella secretaria de tez oscura y ojos vivos. Estaba desnuda, recostada en un diván, fumando con languidez. Adelante, Adolfo,  puede entrar, y la vio abrir fugazmente las piernas dejando al descubierto una vulva húmeda y roja. Se arrojó sobre la mujer con la intención de poseerla, pero al acercársele descubrió, horrorizado, cientos de gusanos brotando de la entrepierna. En ese mismo instante despertó.

Había caído, una vez más, en una de esas extrañas pesadillas que venían atormentándolo desde su visita al médico.

Imposible. Eso fue lo primero que Mirbela dijo, después de casi veinte horas de silencio, cuando él le extendió el resultado. Adolfo esperó unos segundos antes de contestar, pero cuando quiso abrir la boca, ella le soltó una sarta de blasfemias:

—Escúchame bien, hijo de puta, porque al terminar vas a preferirme callada. ¿Quién te crees para dudar así de mí? ¿Qué clase de mujer imaginas que soy? Nueve meses llevé a tu hijo comiendo de mi cuerpo. Nueve meses que transcurrieron con una lentitud espantosa. Y al nacer el niño, cuando pensé que ya había pasado lo peor, me encuentro con que debo ocuparme día y noche de alimentarlo y, además, de responder a tus reclamos. Por tu culpa, Adolfo, por tus malditas dudas, he estado a punto de estrellar a este niño contra el piso para ver si así te compadeces. Y te juro que soy capaz de hacerlo si no dejas de señalarme con el dedo como si yo fuera una cualquiera.        

Adolfo no pudo responder nada. Su actitud era dubitativa a pesar de todos los esfuerzos que hiciera para aparentar lo contrario. No quería parecer débil ante ella, pero tampoco podía contestarle de igual manera. Sintió lo mismo que ante los manteles manchados cuando su padre lo reprendió por haber devuelto el estómago en aquel lujoso restaurante en donde lo obligara a comer trufas. Contra la lógica, se sentía culpable de algo que iba más allá de su razón y voluntad. Era como tratar de detener el flujo ácido que, en ese momento, recorría velozmente su esófago. Pero lo peor fue darse cuenta que ya nada, ni siquiera las palabras hirientes de su esposa, podía alejar de su cerebro las interrogantes que comenzaron a machacarle el día en que, justo al iniciar el cunnilingus, descubriera aquellos racimos malditos en el sexo de Mirbela.

La noche de ayer, al igual que en las dos últimas semanas al volver de la oficina, había estado bebiendo vodka en el estudio hasta tarde, repasando en su mente cada detalle de su vida con Mirbela, escudriñando los instantes de felicidad que tuvieron juntos. Habían sido una pareja fuertemente unida, atados por algo más que el apareamiento. ¡Si al menos quedara alguna esperanza! Pero no, el urólogo fue muy claro.

Subió las escaleras y fue directo a la habitación. De reojo vio que Mirbela se acercaba a la cuna para ocuparse del pequeño y creyó descubrir en los movimientos torpes del niño, una ansiedad por el pecho tan parecida a la suya, que tuvo vergüenza. Fue cuando vinieron hasta él los últimos desplantes de la mujer: el ramo de rosas rechazado, la ríspida evasiva a la hora de las caricias, las cenas sin servir; todo parapetado detrás de esa rígida muralla de silencio.

Ella levantó el rostro y, con  un gesto de hielo, dejó escuchar su voz:

—¿Cuándo te vas?          

Él salió del cuarto reprimiendo el coraje, arrastrando los pasos hacia la escalera como un condenado a muerte. Ya en la seguridad del estudio bebió con lentitud, recostado en el reposet, sin dejar de pensar en que alguna vez llegó a considerar a Mirbela la compañera perfecta.  

Dos horas después, sin permitirse ningún titubeo, Adolfo subía a su automóvil abandonándolo todo.

Carlos Martín Briceño

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