Los mártires del freeway (fragmento)
Carlos Martín Briceño

Para Rafael Ramírez Heredia

Ya no quiero las estrellas. Que las apaguen,
que empaquen la luna y desmantelen el sol.
Que sequen el océano y barran los bosques
porque ya nada de lo que venga habrá de ser bueno. 

W H Auden

UNO

Algo, quizá una garra, una mano —con fuerza de hierro— le aprieta la garganta, lo deja sin aire; la angustia le llena los segundos, siente que se le escapa todo; le gana la combinación de ira y tristeza; si se pudiera quedar un tiempo más: le falta tanto por hacer. Tiene deseos de llorar; dicen que cuando la muerte llega, la vida pasa en un instante dentro del recuerdo. La mano sigue apretando y, entonces, es cuando por fin jala aire y abre los ojos. ¡Carajo! Los malos sueños a veces son tan reales que uno queda temblando.

Mira el reloj del buró: van a dar las tres de la mañana. En la  pesadilla, él formaba parte de un grupo de cadáveres putrefactos y, su cuerpo —desnudo, sucio, lleno de coágulos y heridas—, estaba inerme sobre una mesa, a punto de ser destazado como res frente a las miradas obscenas de Barredo y el padre Menéndez.

Intentó gritar, pedir clemencia, pero su voz se deshizo en un gemido.

—No estoy muerto —alcanzó a balbucear Desiderio Grajales antes que le encajaran la primera cuchillada en el esternón.              

¿Había dormido tanto? Le parece que sólo transcurrieron unos minutos desde el momento en que cerrara el libro de Agatha Christie, se acomodara sobre un costado y se quedara mirando fijamente la pared hasta que, arrullado por el zumbido del ventilador, comenzó a sentir cómo le ganaba el sueño.

Suspira: es un fracasado, un looser como acostumbran decir los gringos; no ha podido hacer nada por impedir el último asesinato; de poco sirvieron sus estudios en criminología. Ya se lo habían comentado antes: quédate en los Estados Unidos; en tu país las cosas funcionan de manera diferente. Para qué tanta especialización, para qué tanto...

Entre el palpitar del eco de la pesadilla, los gritos de Barredo entran reclamando, culpándolo por el nulo avance del caso y, hasta ahora, lo único que sabe es que el asesino tiene sexo con sus víctimas y que les da de cenar magníficos platillos antes de drogarlas, quemarles el rostro con cigarro, sacarles los ojos y matarlas. Sabe eso pero no la edad del tipo, menos su ADN, ni siquiera el perfil de su cuerpo, algún rasgo que le diera una mínima pista en la maldita investigación que lo está volviendo loco.

Trata de volver a dormir. Inútil. El sueño le ha abandonado por completo. Como si las imágenes cayeran en cascada recuerda lo sucedido esa noche. Se topó con Enrique en el Freeway y éste, a pesar de que ya estaba bastante bebido, sin hacer caso al consejo de no seguir tomando —terco cual borracho necio que a gritos pide más tragos—, se empeñó en sentarse en la barra a continuar la fiesta, mientras a codazos instaba a que vieran bailar al Oso de Peluche.

Así, entre giros de tiempo y canciones idas, Grajales evocó su infancia: la escuela privada en la que habían estudiado, el equipo de beisbol que los llevó a conocer la capital del país, la novia compartida, los retiros espirituales de la parroquia, la intempestiva boda de Enrique por el embarazo de Marta.

El humo del sitio, la borrachera del amigo, los recuerdos que ponen los años en un tiempo cercano, las amistades invaluables y, en un instante, a Desiderio le pareció natural que el otro posara una mano sobre la suya mientras platicaban; la mano del recuerdo de una vida juntos. Entonces miró con afecto a Enrique que, con una sonrisilla ida —o quizá fingida—, lo invitó a bailar. ¿A bailar?, carajo, los años compartidos no tienen esta factura; el alcohol es perverso: hace rijosos a los pacíficos, corruptos a los ángeles. Por supuesto que no iba a bailar, que se había creído este cabroncito, y de un jalón se libró de la mano que lo detenía, que lo descontrolaba. Sin responder, Enrique se levantó de su asiento para perderse al fondo del sitio.

Al quedarse solo en la barra, Desiderio tuvo varias veces que rehuir la compañía de un hombre que se empeñaba en invitarlo a una copa. “Por eso nos buscan, están cansados de tanto problema”, retumbaron en su mente las palabras del afeminado que conociera en la calle. Cuando acabó su cuarta cerveza, pagó su cuenta y se fue sin siquiera hacer el intento de buscar a Enrique. Le disgustó mucho que hubiera confundido las cosas.

¿Cómo se imaginó que él iba a acceder a subirse a esa pista de luces? ¿Acaso le había dado motivos para pensarlo? ¿ No se daba cuenta de que, en estos momentos, sólo le importaba la resolución del caso? ¿Creía que, como en la infancia, él iba a seguir sus órdenes sin chistar?

Estaba hastiado de toda esta basura. Tenía ganas de irse a la cama a descansar y ordenar sus ideas sin saber que, a eso de las cinco de la mañana, otra pesadilla lo estremecería cuando Barredo le llamara por teléfono a su casa:

­—Vete de inmediato a Santa Lucía, Grajales. Tiraron a otro cabrón allí mismo, todavía está caliente el cuerpo.                 

No era la primera vez que el sacristán de la iglesia de Santa Lucía se encontraba con alguien dormido en los jardines del atrio. El barrio de la ciudad en donde se hallaba el templo se había convertido, en los últimos años, en el sitio preferido de “hombres que viven de alquilar sus cuerpos a otros hombres”, como decía el cura; esos mismos que, en algunas madrugadas, perdida la esperanza de atrapar a clientes, brincaban el muro del atrio para echarse a dormir sobre el césped, junto a la iglesia. Al amanecer, bastaba con arrojarles agua fría para despejar el área y, así, evitar que se toparan con los fieles de la misa de siete.

Pero esa mañana, cuando el sacristán intentó dispersar con una escoba a las palomas que revoloteaban alrededor de un bulto, el anciano palideció y llamó a gritos al padre Menéndez. El cura, al dar de lleno con el caído —quemaduras de cigarro en el rostro, vacías las cuencas de los ojos—, recordó, meneando la cabeza, el pasaje bíblico del arrasamiento de las pecaminosas Sodoma y Gomorra y, enseguida, llamó por teléfono al arzobispo: no había pasado un mes desde que descubriera en ese mismo jardín otro de los cuerpos.

—Es el castigo de Dios a la infamia —dijo como si hablara consigo mismo.

Carlos Martín Briceño
Los mártires del Freeway

Editorial Ficticia, México, DF, 2006

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