Amigos protectores de Letras-Uruguay

Hombres de bien
Carlos Martín Briceño

Para Artemio Espínola, i. m.

Muchos años he tratado de olvidar lo ocurrido en el sótano del Colegio Español durante mi adolescencia. Todavía despierto cada madrugada con una opresión en el pecho que me impide volver a conciliar el sueño. Entonces, con delicadeza, para no perturbar a mi esposa, me levanto, salgo de la habitación y camino hasta la recámara de mi hijo para observarlo de cerca mientras escucho el apacible ritmo de su respiración.

Iba a cumplir trece años cuando mi padre me llevó por primera vez al edificio gris de aquella escuela para varones. El director, viejo y enjuto, traje negro, monóculo y reloj de leontina, nos recibió en su despacho. Luego de escuchar las quejas de papá a causa de mi mala disposición para el estudio, se me quedó viendo con sus ojillos cenizos, colocó sus manos de largos dedos sobre mi cabeza, y dijo: No se preocupe, ingeniero, aquí vamos a hacer de su vástago un hombre de bien.

 

Aquello sonaba absurdo en los labios de ese individuo cuyo rostro era la viva imagen de una rata, pero preferí mantener la boca cerrada. Salí de la oscuridad de esa oficina con la sensación de haberme convertido en un conejillo de indias entregado a un laboratorio dirigido por un demente.

Esa noche mi padre estuvo de muy mal humor. Casi se corta un dedo al rebanar un trozo de pescado para la cena.

Si tu madre viviera, dijo, en tanto se chupaba la sangre de la herida para detener la breve hemorragia, estaría de acuerdo conmigo en llevarte a ese colegio.

No contesté. ¿Para qué? En esa época yo hubiera hecho cualquier cosa por no pasarme otra temporada recluido en la empacadora destripando huachinangos. De sólo pensar en el cansancio producido por las fastidiosas jornadas, las espinas en mis palmas y la fetidez de las vísceras podridas, tuve basca. ¡Y de encima estaban las cucarachas pululando en las mesas de trabajo! Aborrezco la textura brillante de sus carapachos, la lenta y cautelosa oscilación de sus antenas; me asusta la forma inteligente en que se desplazan de un lado a otro cuando se ven en peligro; sería capaz de acariciar un perro sarnoso antes que tocar a uno de esos bichos.

No fue cosa fácil la supervivencia en aquella escuela dominada por extrañas leyes impuestas por alumnos rebeldes. ¿Cuántas veces no encontré escupitajos en el interior de mis cuadernos, o cadáveres de insectos en mi mochila? ¡Cómo olvidar las risas de hiena de mis compañeros cuando, al dirigirme hasta mi sitio en el salón, azuzados por Gorocica, el cabecilla del grupo, me tanteaban las nalgas!

Tengo muy presente algo que sucedió poco después de mi llegada al colegio. Compartía el pupitre conmigo un niño obeso y tímido. Entre clase y clase, el muchacho sacaba de su mochila un frasco de cajeta. Una mañana, no bien había comenzado a saborear la primera cucharada, cuando se le desencajó el rostro. Enseguida vomitó manchándome la camisa. Iba a caerle a golpes cuando vino hasta mis narices el olor de la mierda. Las burlas de aquellos desgraciados confirmaron mis suposiciones.

Y luego sigues tú, espetó Gorocica, delante de todos.

Estuve a punto de soltarle un golpe en el estómago, pero en ese momento entraba el director y opté por permanecer quieto en mi lugar, rumiando el coraje.

Así transcurrió el tiempo hasta el día en que trataron de meterme una cucaracha en la boca; quedó en intento, porque les resultó imposible: durante el forcejeo, la angustia me llevó a hundirle a Gorocica la punta de mi compás arriba del pecho, muy cerca del corazón.  La clase entera se quedó en silencio, no daba crédito: el nuevo, el no-me-meto-con-nadie, el pendejito, se había rebelado. Gorocica mentaba madres, corrió hacia los baños dando alaridos, tuvo que acudir el mismísimo director para tranquilizarlo, y el prefecto Espadas, un viejo sudoroso que acostumbraba cortarse el pelo a rape, le vendó con cuidado la herida.

Estaba harto de él, le dije a Espadas cuando, furioso, me mandó llamar a su cubículo. ¿Sabes que puedo hacer que te expulsen?, dijo, apretando mi garganta con una de sus manazas como si fuera a ahorcarme. Imposible olvidar la cara de satisfacción del prefecto al contestarle que estaba dispuesto a aceptar cualquier castigo.

La salida del colegio significaba pasarme el resto del año con los trabajadores de papá en la empacadora, idea que me produjo un repentino ardor en la boca del estómago. Entonces, inesperadamente, sucedió algo que en ese momento no comprendí del todo: el hombre retiró su mano húmeda de mi cuello, acarició mi pelo y, al tiempo que sonreía, respondió: Quizá la sanción tengamos que discutirla más tarde, después de la última clase, en el sótano, ¿qué te parece la idea?

Volví al aula con el corazón retumbando.

Esa fue la primera vez que me sentí de verdad importante en el colegio. Corría el rumor de que en el sótano, de cuando en cuando, se llevaban a cabo unas juergas formidables. Se hablaba de cigarros, whisky, revistas para adultos. Y sólo asistían ciertos allegados al prefecto. Todos, aunque luego hayamos dicho lo contrario, nos moríamos de ganas de ser invitados. Decidí, como siempre, mantener la boca cerrada y esperar a que dieran las seis de la tarde —no obstante, las reiteradas preguntas de mis compañeros.

Un murmullo confuso me recibió en la puerta del sótano. Nervioso, bajé la escalera de hierro que crujió con cada uno de mis pasos. Había en el ambiente del subterráneo un olor agrio y penetrante, similar al del pescado podrido, que me transportó por unos segundos a la empacadora. Fijé bien la vista: en medio de la estancia, bajo la débil luz de una bombilla eléctrica, un grupo bebía y jugaba cartas. Así que era cierto lo que se rumoraba; no lo podía creer. Allí estaba, ya repuesto, Gorocica. Dirigió la mirada hacia mí y me observó con furia.

Ven aquí, acércate, dijo el prefecto, señalando un lugar vacío a su lado.

Bebí aprisa el licor que me pusieron enfrente.

Así me gusta, como los machos. Y ahora dale la mano a Gorocica; esta noche se terminan las rencillas entre ustedes.

Contra mi voluntad extendí el brazo y apreté esos dedos regordetes.

Las risas comenzaron a hacer eco en mi cerebro; estaba tan angustiado que tardé un buen rato en descubrir la presencia del hombre rata. Caí en la cuenta cuando, en  la oscuridad, descubrí el destello de su monóculo. Llené de nuevo el vaso y hasta me atreví a brindar con él en voz alta. El alcohol me aflojó la lengua y por fin aplacó mi nerviosismo.

Los días posteriores los percibo a través de una cortina de bruma. Es cierto que el lunes regresé al salón de clases como si nada, pero también es verdad que desde ese encuentro no pude ser el mismo. De un día para otro me había convertido en alguien taciturno y silencioso, un gato gris en una jaula de animales salvajes. Sorpresivamente obtuve una racha de calificaciones altas sin necesidad de abrir los libros. ¿Era posible? ¿Sería ese el pago a mi silencio? Opté por no decir nada y, como la mayoría, proseguir con el juego para sacar ventaja de la iniciación. Si ya había pasado la peor parte, era absurdo retirarse a esas alturas. Así aseguraba buenas notas y ya nadie, ni siquiera papá, volvería a tener pretextos para meterse conmigo.

De no haber sido por lo de Artemio, quizá nunca hubiera salido todo a flote. Siempre me he preguntado la razón por la cual sus padres lo metieron a esa escuela. Supongo que ellos, si es que aún viven, deben comenzar el día con el peso del remordimiento.

Artemio, un muchacho solitario con pretensiones de intelectual, pálido y de paso lento, no estaba preparado para esta clase de pruebas. Solía llegar temprano a la escuela para sentarse en el pupitre de adelante. Pasaba el tiempo absorto en sus libros, jugueteando con el crucifijo de oro que pendía de su cuello. Imagino que recurría a su aire de suficiencia y a la cercanía de los maestros para protegerse de nosotros, los esbirros del  prefecto.

Ese viernes apareció tarde, ocupó un sitio cerca de mí. Sentí lástima por él. Sabía que era el siguiente; me hubiera gustado advertirle, pero faltaba muy poco para las vacaciones de verano, y aunque no quisiera aceptarlo, yo formaba parte de los elegidos. A eso del mediodía, Espadas nos avisó que estuviéramos pendientes, habría reunión del club y Artemio iba a ser el invitado especial. Fue la única juerga que estuvo con nosotros. El lunes nos  enteramos que se había colgado de una viga del  techo de su cuarto.

Cuando recreo en mi mente la escena del interrogatorio, lo primero que me viene al cerebro es la mirada opaca de mi padre. Cómo es posible, cómo es posible, repite cabizbajo, dando vueltas de un lado a otro en la sala de espera de esa Delegación maloliente a la que hemos sido requeridos. El ruido de las máquinas de escribir amortigua el eco producido por los zapatos de papá al chocar contra los desalineados ladrillos del piso.

Si tu madre viviera…, suelta de repente y hunde el rostro entre sus manos arrugadas. Para no escucharle, me distraigo observando un cuadro que pende de las paredes. Es una de esas pinturas en donde siempre hay un riachuelo, grandes pinos y altas montañas cubiertas de nieve. Intento hallar paz en la quietud del paisaje. ¿Cómo habría sido mi vida de haber nacido en un sitio parecido? En ese instante abren la puerta de la oficina y lo veo: en medio de la habitación, acompañado por los judiciales, está el mismísimo hombre rata fumándose un cigarro con tranquilidad.

Me pongo de pie para decirle a papá que, enfrente del director, no declararé nada. No hace caso. Me toma con firmeza de los hombros y me conduce al interior. Comprendo que es inútil insistir; si deseo contar con la ayuda de mi padre voy a tener que revelarlo todo. Tendré que confesarles que yo también pasé por lo mismo, que esa tarde no bebí mucho, pero sí lo suficiente para desinhibirme, sobre todo después de haber mirado la película que proyectaron en la pared carcomida del cuarto; jamás había visto una así: esas pieles lechosas en movimiento, el pubis sin vello de la actriz, el sexo sobrado del protagonista en aquel vaivén sin tregua..., y que era tal mi excitación que hubiera sido capaz de masturbarme delante de todos, y que por eso, cuando Gorocica y los otros se acercaron a mi asiento para llevarme hasta el camastro, ya la noche inundaba mi cerebro y no opuse resistencia: aturdido por las copas, cedí ante esas manos que manipularon con violencia mi cuerpo.

Por la noche, al volver a casa,  mi padre se puso a preparar como si nada una sopa de pescado. A pesar del penetrante olor que saturaba la cocina y que el apetito me había abandonado, opté por sentarme a la mesa para no desairarlo. Cenamos en silencio, uno frente al otro, dirigiéndonos la palabra únicamente para lo indispensable. Cada vez que me llevaba una cucharada a la boca sentía la amenaza del vómito en la tráquea. Sentí pena por él. Era un hombre de principios y le obligaron a firmar un documento en el que se desistía de cualquier reclamación en contra del colegio. Gracias a eso me libré del reformatorio, pero no del insomnio que habría de acompañarme desde entonces.

En las madrugadas, cuando voy en busca de un vaso de leche a la cocina, me quedo paralizado ante la visión de las cucarachas que se escabullen con sagacidad al iluminarse la estancia. Mi esposa dice que es cuestión de tiempo, que hay cosas que no debieran recordarse nunca. Yo no pienso igual. Sobre todo cuando observo dormir a mi hijo y caigo en la cuenta, por el fino vello que le brota en la entrepierna, que está a punto de convertirse en un hermoso adolescente.

Carlos Martín Briceño
Los mártires del Freeway

Editorial Ficticia, México, DF, 2006

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