En la antesala del paraíso

Cuento de Kettly Mars

Traducido del francés por Laura Ruiz Montes

Gustave Doré Ilustración del Paraíso para la Divina comedia

En la avenida Máximo, al fondo de un callejón que no invita, se encuentra la puerta del Paraíso. O del Infierno. Un callejón como los cientos que hay en Puerto Príncipe en esos barrios abandonados por cierta burguesía desde hace cerca de medio siglo.

Así pues, la puerta del Paraíso está en uno de esos viejos barrios de Puerto Príncipe transformados en una mezcla de casas de viviendas, oficinas, escuelas, clínicas médicas, medianos y pequeños comercios. Y callejones. Barrios híbridos, de densa circulación de peatones y automóviles donde árboles centenarios resisten el paso del tiempo. Viejas calles de casas de ladrillos y madera calada, casi todas desfiguradas hoy por construcciones de hormigón armado que les salen como verrugas en la cara, que han devorado sus grandes árboles y sus jardines donde antiguamente crecían blancos coralillos, nomeolvides lilas y rosas rojas. Pero regresemos al callejón. Un callejón sin carácter particular, miserable más bien, con el asfalto en ruinas. Charcos de agua enfangados después de la lluvia. Algunos autos estacionados, una tienda de productos alimenticios en la esquina, un puñado de casas con cortinas abiertas sobre los portales y construcciones de dos pisos de hormigón armado.

Al fondo del corredor un muro elevado, no se ve nada detrás: en mitad del muro, una verja de hierro forjado herméticamente cerrada y, al lado, una puertecita de hierro, entreabierta. La puerta del Paraíso. O del Infierno. No hay presencia de fuerza disuasiva evidente y a priori, hostil. Ni de ángeles a tamaño natural con alas fosforescentes montando una guardia aérea. Sin embargo esa puertecita da acceso al Paraíso. O al infierno.

Zonas estratégicas por excelencia. Hay solo un guardia; primera posta fronteriza; primera etapa que zanja el camino al cielo.

Desde las seis de la mañana comienza delante del muro la ronda de solicitantes a la eternidad. ¿Un mes, seis meses, un año? Poco importa, el Paraíso es un sueño que se conquista con paciencia y perseverancia. Los negociantes también están allí. Representantes del Más Allá para proponer fotocopias, llenado y verificación de formularios, cambio de dinero, alquiler de sillas: la emoción debilita las rodillas. Esos representantes siembran la duda en el espíritu de algunos solicitantes inseguros y que, encima, vienen de pasar la noche en blanco. ¿La carta de invitación está legalizada? Un formulario V-4218/b debe ser llenado por cada solicitante menor de edad y firmado por uno de los padres o por el tutor legal. Se necesitan dos fotos de identidad, 6.5 cm x 6.5 cm, con fondo blanco y nada más.

Para sortear la puertecita en el muro, hay que enseñar todos los documentos habidos y por haber delante del guardia. Cita de entrevista confirmada, expediente completo con piezas justificativas, aunque ese pobre diablo lleno de buena voluntad no pinte nada allí. Una vez franqueada la puertecita, se pasa a un patiecito rectangular cubierto de una techumbre ligera que colinda con un edificio administrativo de aire anodino; nadie creería que es allí donde se confirman o se rompen tantos sueños. El entorno ya cambia, se olvida el callejón de colores imprecisos; un poco más adelante, ante las miradas asombradas se abre un gran jardín con profusión de verde, paredes blancas, sillas anaranjadas. Ya se está en la antesala de Dios.

La fila de sillas anaranjadas rodean la sala de espera; forzosamente los solicitantes tienen que verse las caras. Miradas a hurtadillas inevitables. El otro deviene objeto de exploración. Se comparan oportunidades. Se intenta adivinar el nivel de tensión que habita en ese hermano o hermana de infortunio que intenta también franquear las fronteras celestiales. Manos nerviosas, mandíbulas apretadas, suspiros a intervalos regulares, sobresaltos incontrolables de piernas. ¿Primer pedido o renovación? ¿Lo conseguirá? ¿No lo conseguirá? A veces la curiosidad arrastra y las conversaciones nacen.

-¿Es... es tu primera vez?

-No, mi hermano. es la cuarta.

-¿Cuándo fue la última vez que viniste?

-Hace seis meses. Cuando recibes una denegación, hay que esperar por lo menos seis meses antes de volver a presentarte.

-¡Ah, ¿sí?!... ¿Y tú vienes cada seis meses?

—¡Sip!... Esta es mi cuarta vez en dos años. Pero, ¿sabes qué, mi hermano? Yo voy a acabar logrando esa jodida visa para el Paraíso. Va a acabar tocándome el funcionario que me dirá que sí. Porque, mira lo que te digo, hermano, esto es una cuestión de alquimia. Si pasa la corriente, si el fluido se agita, ese día es tu día... Estoy convencido de eso. Nada más que una cuestión de alquimia. ¿Y tú, ya habías venido a probar suerte para el Más Allá?

-No, esta es mi primera vez.

-¿Tienes familia en el Paraíso?

-No. ejem.sí. pero no los conozco. Se fueron hace mucho tiempo.

-¿Tú estás estudiando?

-No... Pero terminé una licenciatura hace dos años.

-¿Tienes trabajo?

-No.

-¿Quién te invita entonces?

-Un amigo. es como si fuera mi hermano mayor. me mandó la carta de invitación y el dinero para pagar los trámites de mi expediente de esperanza paradisíaca.

-Hmmm...

La conversación se cierra con el Hmmm. Un suspiro dubitativo del reincidente hacia ese joven solicitante que viene a intentar la suerte por vez primera.

Una joven con dos largas trenzas está sentada, tranquila en apariencia, su carpeta plástica apoyada sobre las piernas. Anillos y pequeñas conchas ensartados dentro de algunas de sus trenzas. Una mochila cuelga de sus hombros hasta el suelo. Una artista casi seguramente. Algo inasible en ella la distancia del resto de los mortales. Debe dedicarse al teatro. Los monólogos son lo suyo. Sabe mantener el aliento durante más de una hora por el reloj con su voz y los gestos de su cuerpo. Con sus silencios. Cuando está en el escenario, es otra mujer, lo olvida todo, no teme a nada. Pero ese pequeño patio interior le mete un miedo increíble. Sin embargo, hace como si nada. Habla un momento sobre la planilla de estancia prolongada con su vecino de la derecha. Ella, probablemente, va al Paraíso a perfeccionarse. Pero un ojo avezado se da cuenta de que no está muy segura de sí misma. Probablemente le falta un documento importante en su expediente. ¿Será la carta de recomendación del Ministro de Cultura? Sostiene en la mano una revista que hojea distraídamente. A cada rato levanta los ojos, mira a la gente que la rodea, presta oído a sus conversaciones susurradas y suelta una risita nerviosa.

En la hilera de la izquierda hay sentada una gorda. La silla de hierro gime bajo sus nalgas con cada uno de sus movimientos. Está con dos muchachos jóvenes. Se nota enseguida un aire de familia entre los tres. Lleva una peluca de cabellos rojos y negros. Creyón de labios de un blanco con tono de escarcha. Su boca parece pintada con neón. Ojeras de un negro espeso. Chaqueta negra corta sobre una ajustada camiseta de tirantes muy corta, también negra y licra de encaje negro. Tacones altísimos. Los muchachos que están con ella tienen el mismo estilo en masculino pero menos ostentoso. La mujer es probablemente una yuma, vive en el Paraíso. Su perfume, su look, su aplomo no son de aquí. Los muchachos son seguramente sus hermanos más jóvenes para quienes ella había hecho desde hace diez años un pedido de residencia a las autoridades paradisíacas. Si sale todo como está previsto, ella regresará con ellos en el mismo avión. Pero no les ha dicho a sus jóvenes hermanos lo que es trabajar en una fábrica o en asilos de ancianos seniles o en discotecas de mala fama. Todos esos trabajos donde ha perdido, cada vez, un poco de su alma. No les ha hablado del desempleo, del frío inhumano, la droga, la delincuencia, el racismo sutil o violento, los octavos pisos sin ascensor. Hay también bajos fondos en el Paraíso. Pero ella tiene el coraje de trabajar, eso sí. En el Paraíso hay siempre una oportunidad cuando se tiene agallas. Una oportunidad para sus hermanos, para que hagan los estudios que ella no hizo, es todo lo que ella pide. En su país natal ella no había encontrado esa, su oportunidad. Esta vez podría ser la buena vez, la buena entrevista. Después de tantos años de espera. No falta el más mínimo documento en su expediente, todo está ahí, hasta el test de ADN de cada uno de ellos, para corroborar la filiación. Ellos cuchichean, ríen para relajar u olvidar la tensión. Pero la tensión está ahí, fuerte, precisa, no se va. Los escollos del camino al Paraíso son numerosos e imprevisibles. Una verdadera vía dolorosa.

Dos hombres pasan la mano sobre sus laptops mientras parlotean. Son jóvenes; llevan corbatas y camisas de mangas largas recientemente planchadas. No parecen ansiosos. Funcionarios. ONG o del Gobierno. Maestría en Ciencias políticas o gestión de proyectos. Ya lo tienen en el bolsillo. El Paraíso sin lucharlo. Viajan para hacer prácticas de formación o para seguir un curso de perfeccionamiento, con todos los gastos pagos. Una ganga. Invitación certificada y sellada como es debido desde los jardines del Edén. Los afortunados. Sacando bien sus cuentas, regresarán al país dentro de dos o tres meses con algunos ahorros, algunos conocimientos técnicos suplementarios que no les será fácil poner en práctica en su medio laboral y el recuerdo de un idilio breve y ardiente con una colega de las prácticas, vietnamita o malgache, que verán de nuevo en Facebook probablemente.

Aquellos tres de allá son músicos seguramente. Se sabe por la jerga que se escapa de sus murmullos. Hablan de música, festival, contrato, retribución. Sueñan con multitudes delirantes, iluminados de todos los colores que gritan, groupies excitadas. Sueñan también con trasmitir un mensaje planetario, decir que ellos existen y que están hartos de ser explotados, abusados, que lo quieren todo y que lo quieren ya. Posiblemente tres jóvenes músicos raperos. Les debe haber costado vestirse tan chic y con tanto tono esta mañana. Lo de ellos son los jeans a ras de las nalgas, la camisa abierta sobre el pecho, el bling blang en el cuello, muñecas y dedos, la gorra virada al revés, los tenis sobredimensionados. Se les nota que no están a gusto con esa ropa conformista de ocasión. Sus dreadlocks están prudentemente sujetados por cintillos elásticos. Hay electricidad alrededor de ellos y por todas partes por donde pasan. Son bellos. Son fogosos. Están como enjaulados en la antesala del Paraíso. Esto no es el escenario. Aquí no hay micrófono. Aquí uno no se coloca. Hay que calmar sus manos, refrenar los sueños que parten al galope. Hasta el último momento, hasta el veredicto. Para ir a tocar música en el Paraíso hay que esperar aquí, hacer horas nalgas en una silla tras otra. La angustia. Uno de los músicos jóvenes está particularmente nervioso. Todo ese trámite burgués y probablemente discriminatorio lo jode al máximo. Tiene ganas de darle un piñazo a cualquier cosa. No se aguanta en su lugar, se levanta de vez en cuando y va algunos pasos más allá a fumar.

Esa viejita y su hijo. Ella está seca. Tiene la mirada viva y todos sus dientes. Ha anudado un pañuelo amarillo alrededor de su cabeza. Lleva un traje de chaqueta verde de mangas largas, un poco grande y mocasines negros bien lustrados. Está sentada al lado de su hijo: no puede ser otro que su hijo ese hombre a inicios de su cuarentena, la misma piel, un tono cálido de naranja agria. Él usa pantalón caqui, camisa azul pálido y zapatillas deportivas. En general la gente de a pie viene elegante a la entrevista. Más que todo porque no se puede dar la impresión de estar en la miseria. Aproximadamente quince minutos después de llegar al patiecito de espera, ella saca una caja de fósforos de su bolso, la abre, se unta los dedos de algo grasoso que hay dentro y frota ligeramente la cara y los brazos del hijo. Enseguida, discretamente hace la misma operación para ella. Un golpecito dentro de la caja de fósforos, un golpecito sobre la piel. Saca al instante un pañuelo blanco del bolso y lo desliza sobre la cabeza del hijo, después sobre la suya propia. A renglón seguido lo dobla cuidadosamente y lo guarda en su mano izquierda.

De cuando en cuando, otro guardia invita a los solicitantes sentados en el patiecito a transferirse a una sala en el interior del edificio. Los que vienen a recibir su veredicto remplazarán a los que salen de allí. Pasaje jubilatorio al Paraíso, o de regreso al Infierno. Al desempleo crónico. A batir el agua para sacar mantequilla. Aquí no hay Purgatorio. Adentro el aire acondicionado ronronea. Sala desnuda, una fotocopiadora, un bebedero de agua potable, un buró y dos sillas contra una pared, avisos en las paredes. La antesala del Paraíso. O del Infierno. Ahí, otras hileras de asientos esperan por los solicitantes que van a jugar a las sillitas hasta que les llegue el turno delante de la empleada de los servicios edénicos. Tres mostradores estrechos, alineados a la izquierda, parecidos a las cabinas de las oficinas de votación. Es el destino final, la última etapa de la esperanza. Justo delante suyo, la empleada. Apenas se le distingue detrás del cristal que les separa. Hay un hueco para hablar a través de él. La tensión sube. El pecho se inflama en un largo suspiro.

Y cuando llega su turno, cada quien se levanta, desliza sus documentos por el espacio estrecho reservado al efecto. Responde a las preguntas. Hay que hablar alto, quizá alzarse sobre la punta de los pies para colocar la boca allí donde se debe para poder ser escuchado por la empleada. Esa empleada que no sabe que puede provocar un infarto en cualquier momento a ese hombre o a esa mujer que la esperan con los ojos, los oídos, la piel y todo su ser.

Todos han pasado delante de los empleados del Cielo. La actriz de los caracoles en el pelo que reía nerviosamente. El trío de los hermanos y hermana híper elegantes. Los dos funcionarios que tenían de antemano el Paraíso metido en el bolsillo. Los tres raperos con los reflectores llenándoles la cabeza. No se oyó casi nada de sus intercambios con la encargada de la felicidad. Salvo en el caso de los raperos. El más nervioso, el que fumaba un cigarro tras otro, ha estallado. No admitía la negativa. Sus papeles estaban en regla, con boletos de avión, invitación y todo. Hablaba alto, demasiado fuerte. Se movía sin cesar, incapaz de controlar su decepción. Pedía explicaciones. Aquí nadie da explicaciones. El Paraíso tiene criterios divinos, más allá de la comprensión humana. La empleada, por un momento, tuvo miedo de un gesto desesperado del joven. El guardia se acercó, silencioso, la mano apoyada sobre el arma que llevaba a su costado. Pero no sobrevino ninguna desgracia. El guardia los escoltó hasta la puertecita. Los demás se marcharon, intentando mantener una cara neutra. No mostrar su alegría por miedo a que ella sea raptada por las vibraciones negativas de quienes esperan afuera. No mostrar su pena, tragársela, porque eso no es cosa de nadie.

Los dos últimos solicitantes en pasar delante del tribunal celestial fueron la viejita del cuerpo reseco y su hijo del pantalón caqui y la camisa azul. La empleada estaba ya cansada. Tres horas de tensión muda o verbal de los solicitantes agota. Hablar detrás del cristal, alzar el tono a veces, articular bien para hacerse entender, durante toda una mañana, eso agota. Era solo una empleada cansada que intentaba hacer su trabajo. Después de algunos años de ejercicio, ya ella no tenía estados de ánimo. No podía tenerlos, de lo contrario, la depresión estaba asegurada. Nada podía hacer por el hombre de camisa azul y su madre anciana de traje de chaqueta verde parada dos pasos detrás de él. No era nada personal. Lo único que le importaba ahora era que ellos se fueran. Sus expedientes tenían problemas serios. Documentos de recomendación dudosos. Título de propiedad sospechoso. Cuenta bancaria reciente y evidentemente inflada. Nada, ella no podía hacer nada por ella y ya lo había dicho claramente en las dos lenguas oficiales del país. El hombre simplemente no llegaba del todo a creer las palabras que oía. No era posible, espiritual y técnicamente no era posible.

El hombre de camisa blanca y pantalón caqui no comprendía. El hombre no comprendía. Pero, ¿qué había pasado? Porque todo debía ir bien, según el pastor de su iglesia a quien él había dado una generosa contribución voluntaria. Paula había hecho el máximo y enviado una transferencia consecuente. Había gastado hasta el último centavo. Todo estaba seguro según la Mambo2 que le había entregado la pomada a la anciana para una unción mágica de último minuto y el pañuelo blanco «trabajado» para guardarlo en su mano izquierda todo el tiempo de la visita. ¡No puede ser! ¿Regresar en cero? Pero si en el templo, el pastor había rezado imponiéndoles las manos a él y a su madre, y había dicho delante de toda la congregación que el expediente estaba ya desbloqueado, que los malos espíritus, los espíritus retrógrados y celosos que le obstaculizaban el camino al interior mismo de la antesala del Paraíso ya habían sido neutralizados por la oración y el ayuno y por todo el poder de la Santa Biblia. ¡No puede ser! Debía estar soñando. Sí, estaba soñando. Iba a despertarse de esa pesadilla, tenía que despertarse. Él no había entrado todavía en la sala fatal; no había pasado la zona de seguridad, mostrado las piezas de identidad y los formularios correctamente llenos. No había esperado aquella larga hora, deslizándose de una silla a otra para finalmente presentarse delante de la empleada, una joven de rostro impasible, inmunizada contra la desesperanza, la incredulidad, los nervios que fallan. No había escuchado esas palabras asesinas, esas palabras condenatorias, esas palabras sin recurso, sin pasión, esas palabras caparazón, esas palabras duras como los muros que les niegan el Paraíso. Volvería a ver la misma película, volvería a comenzar. Su madre había venido con él. Paula lo esperaba allá; se habían hablado por teléfono la noche anterior. Se verían pronto. Volver a verse al fin. ¿Qué es lo que había salido mal? ¿Por dónde fue que pasó el Maligno para cortarle el paso una vez más?

Finalmente hace un signo a su madre de seguirlo, se va. Ella no entiende todavía. Es verdad que su hijo fue un poco rudo con la dama de detrás del cristal. Ella tenía cara de no entender lo que él le decía pero debió darles la visa. Su hijo iría pronto a reunirse con Paula del otro lado del charco. Y ella iría a estar con ellos en cuanto él pudiera enviarle el dinerito para el avión. Todos los papeles estaban en regla. Una pila de papeles que le habían llenado a precio de oro en el cibercafé del centro comercial Clercine. La madre caminaba detrás de su hijo hacia la salida, sin saber qué pensar, el pañuelo blanco en la mano izquierda, apoyado sobre los labios un poco temblorosos.

Nota:

Sacerdotisa de la religión vudú

 

Cuento de Kettly Mars

Traducido del francés por Laura Ruiz Montes

Este cuento, en su versión original («Dans l’antichambre du paradis»), apareció en Et tant pis pour la mort, C3 Editions, Pétion-Ville, Haití, 2014.

 

Publicado, posteriormente en : Revista Casa de las Américas No. 298 enero-marzo/2020 pp. 86-92

Revista Casa de las Américas es editada por la Casa de las Américas y promociona, investiga, auspicia, premia y publica la labor de escritores,

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