La cuarta

Cuento de Gilda Manso

A esa hora, a las cuatro de la madrugada, el mundo es una cosa rara. Despertarse a esa hora va contra la vida. El espíritu es más pesimista a las cuatro de la madrugada; todo resulta siniestro, distorsionado, algo tétrico.

Es invierno, además. En invierno, a las cuatro de la madrugada, el aire huele a quemado. Uno respira y siente que aquel que entra por la nariz fue previamente incinerado por una llama helada. A esa hora, lo malo, se potencia. Es la hora de los sicópatas, el momento ideal para que el manipulador convenza al hombre con autoestima dudosa de que es verdad, nadie lo quiere, es malo, feo y sucio, las mujeres se burlan de él, por lo tanto no tiene más remedio que agarrar el bidón de gasolina y salir a prender fuego al primer auto que encuentre.

Lo que salva a Orlando es que no posee un espíritu pesimista, ni le afecta el invierno, ni se deja llenar la cabeza por manipuladores criminales. Si no fuera así, tal vez no podría haber aceptado ese trabajo. No podría levantarse cada día a las cuatro de la madrugada, tomar el desayuno en silencio porque el resto del edificio duerme, saludar a su mujer casi sin hablar porque el cerebro aún no responde bien, ni salir con el camión hacia la ruta, una ruta que recién empieza a despabilarse; Orlando piensa que hay algo terrorífico en la ruta de madrugada. Algo demasiado quieto siempre, algo al acecho. Bestia y escondite al mismo tiempo.

Ese día en concreto no tiene nada de particular. Es un día más, similar a todos los días desde hace casi dos años, cuando Orlando empezó a trabajar con el camión. Manejará por la ruta, llegará a su destino pasado el mediodía, almorzará con los muchachos, y de regreso visitará un puterío. Es su rutina. Nunca visita el mismo puterío dos veces. Nadie lo cuestiona; cada uno tiene su fetiche, y todo indica que el de Orlando es no visitar el mismo puterío dos veces. Eso, y mirar. No hace nada, solo mira. No mira a otros cogiéndose a las pibas, mira a las pibas. Entra al lugar, pasea, mira a las pibas, se queda un rato y se va. Al principio llamaba la atención, a los dueños de los puteríos no les gustaba eso, pero Orlando paga una tarifa completa solo por mirar, y además va con el Ruso, putañero viejo, y eso le da una garantía. En los puteríos, los amigos del Ruso son bienvenidos. Si a Orlando le gusta mirar, que mire. Que pague y que mire.

Ese día llovía. No era mucha lluvia, pero igual molestaría. Siempre es mejor manejar sin lluvia, no es ninguna ciencia. Orlando se vistió despacio, fue al baño, cerró la puerta del dormitorio de Daiana, que estaba entreabierta, se sentó a desayunar. Miró a su mujer, que en ese momento le servía café; tenía puesta esa bata vieja que le quedaba tan horrible, el pelo pajoso y descolorido, y la piel reseca.

-¿Por qué no te ponés un poco de crema en la cara? -le preguntó en voz baja.

La mujer pareció despertarse recién ahí, al escuchar que su marido le hablaba.

-Después me pongo -contestó distraídamente.

Orlando no dijo nada más.

-Hoy te voy a llevar a uno de los mejores lugares de la provincia -le dijo el Ruso.

Almorzaban un choripán y un vaso de vino en un puesto berreta, al costado de la ruta. La lluvia había parado media hora antes; la madre de Orlando, mujer de campo, decía que cuando el cielo lluvioso se compone al mediodía, el buen clima será duradero. Si se compone a media mañana, por la tarde volverá a llover. Orlando pensó, recordando eso, que el resto del día sería bueno.

-¿Por qué es uno de los mejores lugares? -preguntó.

-Porque las pibas son más chicas y no están tan hechas mierda. Aparte les meten merca buena, el dueño no es boludo. Gasta más, pero gana más también. El del otro día era un desastre, ¿te acordás? Las minas están hechas concha ya, las tienen ahí hace como cinco o seis años, ya no dan más. En el de hoy las renuevan cada dos o tres años, cuando se ponen incogibles traen a otras. Está bueno, vas a ver.

El Ruso tenía razón, el lugar tenía bastante buen gusto para tratarse de un puterío de mala muerte. No había tanta mugre como en otros y parecía un poco más grande. Se notaba que habían hecho algún tipo de inversión.

Salió a recibirlos el dueño. Eso también le daba cierta categoría, es agradable cuando un negocio se molesta en demostrar que los clientes tienen importancia. Habló el Ruso, como siempre.

-Carlitos, cómo andás. Tanto tiempo, eh. Este es Orlando, un amigo. No vas a tener problemas con él, le gusta mirar a las minas, nada más, y paga bien. Vos dejalo adentro un rato y te vas a olvidar de que está ahí. ¿Para mí tenés alguna novedad?

Carlitos se llevó al Ruso -tenía una nueva, una de catorce, en su oficina- y dejó a Orlando en el salón central del puterío, para que se hartara de mirar, si eso lo calentaba.

El salón no era tan grande como parecía por fuera. Era más chico o las pibas eran demasiadas. Así, a simple vista, Orlando calculó veinticinco. Todas jóvenes. Por supuesto, para saber la edad exacta de cada una había que preguntarles, si es que se acordaban; era imposible adivinar edades. Ese tipo de vida altera todos los parámetros lógicos del tiempo. Todas estaban sentadas o tiradas en el suelo.

Orlando se acercó a la primera. Pelo rubio, ojos grandes, tetas inmensas, un lunar en el cuello.

La segunda también era tetona, pelo castaño, boca grande. Tenía un pie lastimado, le supuraba un dedo.

La tercera era delgada en extremo, pelo corto, también castaño, una cicatriz sobre la ceja derecha, expresión zombi. Parecía dormida con los ojos abiertos.

Cuando llegó a la cuarta, Orlando se agachó. Estaba dormida o desmayada. Orlando le agarró un brazo y la sacudió con suavidad, necesitaba verla despierta. La piba abrió los ojos, miró a Orlando y la boca le empezó a temblar. Orlando respiró hondo, le tapó la boca con una mano y se llevó el índice de la otra a sus propios labios. Silencio. Por favor, silencio. Se paró con lentitud mientras le hacía señas a la chica para que esperara ahí, que se quedara sentada, que no hiciera ruido ni se moviera. Sacó la pistola con silenciador que llevaba en la cintura, oculta por el pullover y la campera; una de las ventajas de ir de putas con el Ruso era que nadie te registraba. De dos tiros secos liquidó a los dos únicos clientes que tenía el puterío en ese momento. Fue hasta la oficina de Carlitos, abrió la puerta y disparó otras dos veces: en la frente a Carlitos, en la garganta al Ruso. La única reacción de la piba de catorce años fue taparse el pecho. No gritó.

-Vení, rápido -le ordenó Orlando. La piba obedeció, ya acostumbrada. La llevó junto a las otras y fue hasta la puerta. El quinto disparo entró por la nuca del guardia sin que este tuviera tiempo de enterarse. Orlando volvió al salón, cargó sobre su hombro a la cuarta chica -se había vuelto a desmayar, pesaba muy poco- y les hizo una seña a las otras: síganme.

Salió a la calle, subió a la cuarta adelante, junto al asiento del conductor, y miró a las demás:

-Van a tener que viajar en la caja del camión. Las voy a dejar en el hospital. Suban ya, apúrense.

Ninguna se opuso. Orlando se subió al camión y miró a la chica. Seguía desmayada, o eso parecía. Le tomó el pulso: latía. Arrancó el camión. Recién cuando llegó a la ruta, sacó su celular del bolsillo de la campera y buscó el número de su casa. Marcó. Atendió su mujer.

-Hola.

-Beatriz, la encontré. Encontré a Daiana. Está viva.

 

Cuento de Gilda Manso

 


Publicado, posteriormente en : Revista Casa de las Américas No. 289 octubre-diciembre/2017 pp. 83

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