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La mujer
Porfirio Mamani-Macedo
pmamanimacedo@yahoo.fr

 
 
 
 

La mujer estaba allí, parada, mirando de reojo lo que hacían los niños. No era la primera vez que se le vía por el pueblo, ya la habían visto otras veces, no sólo en este pueblo, sino también en pueblos de los alrededores. Pensaban que era una loca. Aunque andaba desarreglada, el aspecto de la belleza de su cuerpo era notorio. Ningún hombre pasaba por su lado sin verla. Siempre se detenían a mirarla un instante, o pasan casi arrastrando los pies con la mirada perdida en alguna parte del cuerpo de la mujer. Lo extraño era que nadie se atrevía a decirle nada, quizá por el aire vagabundo que tenía, quizá por temor a la mirada violenta y fría con la cual ella los recibía, o tal vez, por algún encanto al cual no deseaban caer. Con el tiempo fue formando parte del paisaje del pueblo. Le gustaba merodear por donde jugaban los niños.

Al principio ni los padres ni los niños no le dieron importancia y ella se fue haciendo aceptar poco a poco, incluso por los perros, pues ya ni la ladraban. Ella los fue dominando con las migajas de pan que les daba, en ausencia de sus amos. Algunos de ellos se sentaban a su lado, mientras los niños se ocupaban en sus juegos.

Había llegado al pueblo en época de vacaciones, casi en la misma fecha que se instaló el circo ambulante que llegaba todos los años en verano. Nosotros pensábamos que formaba parte del circo y que era un personaje que se había disfrazado para atraer espectadores. Aún después que se fue el circo seguíamos creyendo que la mujer se quedaba en el pueblo por alguna nueva costumbre que inauguraba el dueño del circo. Ella se paraba delante de la puerta del circo y observaba a todo el que entraba, en particular a los niños. Los dueños seguramente la dejaban que se quedara ahí, pues no representaba ningún peligro ni cometía ningún desorden.

En carnavales no necesitó disfrazarse porque los harapos que tenía contrastaban con los disfraces que utilizaban los carnavalones. Cada tarde aparecía en el parque con el pelo desordenado. Algunas veces estaba mejor presentable que otras. La habían visto varias veces lavarse en el río, por eso ciertas tardes durante los carnavales, en medio de todo aquel mundo carnavalesco, ella también era un punto de atracción. Cuando se lavaba el pelo, le quedaba brillante y hermoso. Las mujeres del pueblo comenzaron a sentirle envidia, celos o temores ocultos. Ella participaba en esas fiestas como ti tuviera la costumbre de hacerlo. Iba siempre detrás del grupo, en medio de los niños que agitados seguían a los carnvalones de cerca. Los disfrazados asustaban a los niños, quienes huían aterrados, y cuando el carnavalón dejaba de perseguirlos, los niños volvían a agruparse tras la tropa que avanzaba cantando y bailando. A ella no le decían nada, quizá le tenían miedo de que reaccionara con violencia. Fue al final de esa fiesta que el pueblo comenzó a ocuparse de ella. El último día, el día de cenizas la mujer asistió al rito del entierro del carnavalón, vestida de negro. Nadie supo de dónde sacó ese vestido tan negro y tan bonito. Se había puesto una pañoleta de seda negra en la cabeza, y como tenía el pelo medio rubio, su aspecto adquiría un aire de verdadero funeral. 18

Desde entonces la mirada de la gente se había endurecido contra ella. Asistió de lejos al entierro y quema del carnavalón. Mientras los demás vivían el acto en pleno éxtasis y jolgorio, ella se había replegado y desde la distancia los observaba, envuelta en una extraña nostalgia, como si el muñeco que quemaban fuese un familiar suyo, con la única diferencia de que no lloraba, pues su sufrimiento se había interiorizado en su cuerpo. Cuando terminó la quema, ya entrada la noche, ella se quedó sola mirando las cenizas que quedaron en el suelo.

Al día siguiente, en el lugar donde quemaron al muñeco de paja, no apareció ninguna huella de la ceniza que dejaron. La mujer había recogido todas las partículas que quedaron en un pañolón que había llevado en su cartera. Se precipitó sobre las cenizas, aún tibias, antes que el viento frío de la noche la dispersara. Nadie la vio alejarse por el sendero más oscuro, por aquella quebrada donde vivían búhos, lechuzas y algunos murciélagos pequeños. Se fue como volando, llevada por el aire a través de las rocas y arbustos; arrastrando su larga cabellera rubia de donde se desprendió la pañoleta, arrancada por el viento. Tampoco nadie se dio cuenta, ni le dio importancia a las cenizas del muñeco quemado.

Demoró tres días en volver a aparecer por el pueblo. Entretanto había ocurrido una desgracia que llenó de tristeza a todos. Había muerto don Mariano, y el día que reapareció ella, se estaba realizando el entierro. Sin querer, asistía a un segundo entierro. Cuando la vieron acercarse, algunos habitantes quisieron atraparla, golpearla y echarla fuera del pueblo. Pero lograron controlarse, y se limitaron a lanzarle insultos que ella, al parecer, no oía, pues seguía caminando hacia el interior del pueblo sin sentir ninguna molestia. Se detuvo cerca de la casa del difunto donde lo habían velado. Vio sacar al féretro de la casa y depositarlo en un estrado que habían construido en el patio. Ella sólo miraba con esos ojos azules de pez muerto, indiferente a aquella ceremonia funeral dirigida por el cura de la parroquia. En ese pueblo todos se conocían, por ello nadie faltó a los funerales, incluso llegaron gente de otros pueblos, de todos aquellos por donde había trajinado el difunto, por los cuales había ido repartiendo el pan y las cartas que le pedían que recogiera de la oficina de correos. Como en aquel momento todos estaban ocupados, distraídos, envueltos en aquel aire ceremonial, ya nadie puso atención a su llagada, ni siquiera los perros que antes se le acercaban. No era el mismo ambiente que de costumbre. Quizá el aire de la muerte lo confundía todo, y hacía que ella se sintiera completamente excluida de aquella ceremonia que con mucha lentitud se realizaba. Dejó que el grupo de gente, precedido por el cadáver, se alejara del pueblo hacia el cementerio. Sólo cuando el grupo estuvo lejos de ella, comenzó a andar, sin vigor, como un ser inanimado que apenas empujaba el viento. Los acompañó un trecho desde lejos, luego se desvió por otro camino.

El día siguiente regresó muy temprano y se apostó en el parque, al lado de un árbol donde los niños tenían la costumbre de jugar, pero a esas horas no había ningún niño en el parque, tal vez dormían aún a causa del entierro de la víspera. Cuando el sol comenzó a llegar al parque, los habitantes fueron saliendo poco a poco de sus casas, aún amodorrados, confusos y agotados. Ella los vio salir como vio salir el féretro el día anterior. Los niños salieron advertidos de que nadie se le acercara, y tampoco dejaran 19

libres a sus perros que se habían acostumbrado a estar con ella. A los perros que más se le acercaban los dejaron amarrados en sus casas, a los otros los llevaban atados con una cuerda. De pronto se había establecido un orden estricto de rechazo, y ella se convirtió en un punto oscuro del cual debían huir todos. Se convirtió en un ser extraño y maléfico al que asociaban con la muerte. Allí pasó la mañana, mirando, pegada a la costra de aquel árbol donde solían apostarse algunos gallinazos por la mañana, cuando salía el sol, antes de enrumbar hacia los campos, hacia los cerros donde iban a buscar restos de animales muertos que abandonaban los halcones; hacia el río donde las aguas dejaban regados en las orillas innumerables restos de cadáveres de animales que la gente arrojaba a la corriente del río. En medio de ese batir de alas harapientas que tenían los gallinazos, permaneció parada frente al árbol que indeleble le brindaba su apoyo y su compañía, aquella que le estaban quitando los habitantes del pueblo. Ella, al igual que ellos, permaneció indiferente. Prefirió permanecer allí para ver lo que al fin decidían los del pueblo. No tenía ningún temor. En realidad ella no sentía nada, y le daba igual lo que resolvieran los del pueblo. Durante el tiempo que estuvo allí, logró comprender la conducta de cada uno de ellos, por eso se quedaba allí, esperando que llegara la tarde. Al pie del árbol había una piedra que le sirvió de asiento, una piedra que ella misma había recogido del camino. Por más que los niños jugaron alrededor del árbol, y varias veces tropezaran con ella, nunca la retiraron de ese lugar, quizá por cariño o respeto hacia ella.

En la tarde estuvo allí, viendo caer las sombras pálidas sobre las casas del pueblo. Ya cuando todos entraron a sus casas sin que nadie la mirara, decidió irse por donde vino, cansada, buscando con aquellos ojos vidriosos, la expresión vital del pueblo, pero de ningún lado le llegaba aquello que buscaba con tanto ardor. Saliendo del pueblo se encontró con un hombre, y se cruzaron las miradas. Este encuentro los impresionó a los dos. Y ella le dijo a boca de jarro:

-Caballero, ¿de que ha muerto el finado?

El hombre sorprendido por aquella voz cavernosa y seca retrocedió un poco y antes de responder, la observo con cuidado, como si buscara algo de extraño en su rostro. Sólo encontró aquellos ojos sombríos, gastados por el tiempo

-No sé –eso fue lo que le dijo el hombre-, usted debe saber mejor que yo, pues yo estoy llegando al pueblo. Sólo me dijeron que se había muerto, por eso vengo al entierro, si no fuera por mis hijos, no hubiera venido.

"-Vaya usted abuelo –me dijeron-, por más malo que haya sido, es su hijo también."

Se quedó callado un momento y luego continuó diciendo:

-Tuvieron que insistir mucho para convencerme, por eso estoy aquí, volviendo a este pueblo, después de lo que pasó en aquellos tiempos.

Mientras el hombre hablaba, ella se alejó de allí, discretamente, quizá para no seguir hollando en los recuerdos dolorosos del hombre. El hombre se dio la vuelta para verla, 20

pero ya no alcanzó a ver nada de aquella silueta fugitiva que se hundió en la bruma de la noche. Entonces siguió su dolorosa marcha hacia el encuentro con la muerte. Entró al pueblo jalando su cuerpo como una sombra más, y nunca más salió de allí. Cuando regresó la mujer, al día siguiente, vio una carroza que llevaba un ataúd hacia las afueras del pueblo. Era el cadáver del hombre que encontró en el camino. Murió de un infarto, porque el carnicero del pueblo le había revelado que la mujer que encontró en el camino, era su madre.

Para la gente del pueblo habían desaparecido las dudas. No era normal que en poco tiempo ocurrieran dos muertes tan seguidas, cosa que no había ocurrido jamás.

Un día se reunieron los del pueblo y decidieron expulsarla por las buenas o por las malas. A las primeras advertencias que le iban haciendo, ella las oía sin decir nada. Al fin se fueron cansando de tanto repetir las infinitas sugerencias para que no volviera al pueblo; sien embargo, ella los escuchaba sin escucharlos. Por eso decidieron pasar a la segunda alternativa. Decidieron atraparla y sacarla del pueblo. Ella se había preparado para tal circunstancia.

-¡Si me voy, alguien se irá conmigo! –eso les dijo.

A estas palabras, todos quedaron estremecidos sin poder darle la réplica, por eso ella continuó hablando.

-En este pueblo me arrancaron a mi hijo, y yo tuve que irme tan lejos para buscarlo. Han pasado tantos años, que ya ni me acuerdo en qué año fue eso. Caminé por pueblos hostiles, donde me trataron peor que una cosa. Fui vendida tres veces y tres veces pude huir utilizando artimañas que fui aprendiendo con los años. Hasta que al fin me dijeron que mi hijo nunca salió de este pueblo, como a mí me lo habían dicho. Por eso he regresado, por eso les digo que no me iré sola, tengo que irme con alguien.

Los habitantes la oían petrificados. Las palabras les entraban como clavos, y ellos sin encontrar respuestas que darle al espectro que oían. Se quedaron ahí, oyéndola, porque habían quedado bajo el encanto de las palabras que les estremecía el alma, hasta que la noche fue enterrando la sombra de la mujer. Agotados, casi desalmados, regresaron a sus casas como huyentes formas inmateriales a esperar el nuevo día.

Al día siguiente la mujer estaba ahí, recostada junto a un árbol, con los ojos abiertos, mirando al pueblo. Pero ya no estaba viva. Murió de la misma forma que su hijo. Sólo entonces la gente del pueblo tuvo piedad de ella, y la enterraron junto a su hijo.

París 8/10/05 21

De "El hombre del viento"
Porfirio Mamani-Macedo
pmamanimacedo@yahoo.fr

 

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