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Los duelistas
Cuento de Víctor Oscar Maldonado

Identidad que hace agua

Este cuento es un chiste, al tiempo que reflexiona en torno a una identidad nacional que diluye. La historia se enmarca en el comienzo del peronismo y la bravura de los dos personajes es alimentada por un fervor popular dividido. Con el correr de la historia los personajes -en sus perfiles y acciones-van tornándose extraños en tanto a la insipiente alusión de nuestras tradiciones literarias. Al final los personajes "caen" por completo -en clara referencia a una popular película norteamericana de la actualidad- para dejar al descubierto a una población que se regodea exclusivamente con el rumor y el chisme.

I

Hombre capacitado para la faca fue el tal Antenor Garmendia, al punto que los muchos testigos arribeños de sus filosas hazañas decían que cuando pelaba el instrumento la muerte nacía rápido, como una flor negra. Esa seguridad no le ahorraba las prepotencias, y más de uno lo escuchó decir, en aquel octubre riocuartense del '45, que los que habían encarcelado al General Perón eran "unos incapaces y pollerudos, que lo único que saben hacer es prepotear a la gente, pero de a muchos, porque no tienen güevos." 

Antenor Garmendia no era tan alto como su fama, pero tenía un cuerpo fornido que evocaba la musculatura y nervaduras de un toro; por lo demás, se trataba de un criollo típico: un hombre de pómulos abultados, tez oscura, frente estrecha, y cabellos y bigotes hechos de cerdas azabaches. Tenía fama de buen estibador y pialador, y a su mentada capacidad para el trabajo rural sólo la adelgazaba su inclinación por la bebida y la pendencia.

Nada se sabía de él a ciencia cierta, salvo que venía del norte. La corriente de aguas barrosas del Río Cuarto lo había hecho bajar hasta la Villa Heroica en el ´25, y desde entonces se abstuvo de buscar nuevos horizontes. Los chismosos, de puro leudantes, le atribuían una muerte en Córdoba y la consecuente persecución de la autoridad; los cuenteros acérrimos, en cambio, hablaban de tres muertes en una reyerta entre cuatreros allá por las sierras grandes; todos coincidían, eso si, en que sus manos estaban manchadas con sangre. 

Prilidiano Bazán era, por aquel entonces, el guapo de moda en Río Cuarto. Pese a lo acriollado del apellido, su mestizaje resultaba evidente: hijo de un abajeño y de una irlandesa, su estampa se aparecía alta y rojiza, y su ceño blanco y distante. Se decía de él que estaba debiendo la muerte de un estanciero en ocasión de un robo de ganado, pero que continuaba en libertad porque la policía nunca pudo probar su relación con el hecho. Sus admiradores de los bajos fondos contaban en los boliches y en las cuadreras que los milicos lo prendieron una noche, lo colgaron de los pies y lo aporrearon hasta casi matarlo, pero jamás largó prenda y el asunto había quedado en la nada. Los rumores enardecían las mentes ávidas de noticias, y al clamor popular no le quedaba otra opción que ratificar, como en el caso de Garmendia, que el irlandés andaba debiéndole un alma al Creador.


Antenor Garmendia y Prilidiano Bazán no siempre estuvieron enemistados. Río Cuarto alcanzaba y sobraba al principio para los dos: el primero pisaba fuerte en la Banda Norte, y el otro tallaba del lado sur. El río oficiaba de límite natural para sus andanzas. Las estrellas, que son muchas para repartirse, cobijaban por igual sus fechorías, y así vivían los dos, rondándose a la distancia, midiéndose de lejos, respetándose de soslayo. En la década del '30, con la llegada de la crisis, decidieron aunar fuerzas y delinquir juntos, convirtiéndose en una pareja inseparable que tenía en vilo tanto a los ganaderos como a las autoridades. En esa época la policía los bautizó con el mote de "lechuzas", por su costumbre de andar de a dos por las noches. La sociedad delictiva funcionó a las mil maravillas hasta que, a mediados de los años 40, cada uno volvió en silencio a su territorio, iniciándose entre ellos una enemistad cuya virulencia parecía estar en relación directa con el enigmático motivo de la ruptura. Lo predecible (lo prospectivamente lógico) no tardó en suceder. Todo Río Cuarto se agitó frondosamente a partir del día en que la noticia se derramó por las calles: Antenor y Prilidiano se andaban buscando. El asunto preludiaba un duelo de proporciones épicas con el acero y el odio como padrinos obligados. La excitación por el promisorio espectáculo tenía a todos alborotados; de buenas a primeras, Antenor y Prilidiano se convirtieron, en el imaginario popular, en una suerte de epónimos locales de Firpo y Dempsey y en todo lo que esa correspondencia significaba para los del país, donde, salvo juntar pelusa, nunca pasaba nada. Una suerte de vivificante electricidad iba ganando volumen en el aire, al tiempo que la promesa de la sangre fresca caldeaba los ánimos en los boliches de la zona; en cierto sentido, todos y cada uno de los riocuartenses contribuyeron -con sus chismes y sus ansias- a posibilitar lo que ocurriría después.

II

El rumor, como todos los rumores, apareció de golpe, sin previo aviso, como suelen operar las enfermedades: una noche alguien se acuesta sano, y se levanta al día siguiente con la noticia de que las cosas no son como ayer. La gente se enferma por enfermarse y se muere por la enfermedad. Eso es todo. Existe en el hecho un principio y un final y, en el medio, un ciclo. El origen de la enemistad entre Garmendia y Bazán no estaba del todo claro, pero la mecánica de los acontecimientos manejaba la misma lógica de las dolencias: con un inicio repentino y un final nebuloso, el ciclo de las especulaciones no se hizo esperar. 

Algunos decían (los neuróticos, quizá) que Antenor y Prilidiano actuaron su indiferencia desde el principio, mientras cuatrereaban juntos por la zona a espaldas de los giles, y ahora querían cobrarse una repartija mal hecha. Otros (los pragmáticos) aseguraban que la ciudad de Río Cuarto les estaba quedando chica para tanta fama, y ya tocaba a rebato la hora de aligerarse el peso que el otro significaba. En el amplio abanico de posibilidades que se abría entre ambos extremos, hipótesis de diverso pelaje se tornaron plausibles: odio, nombradía, traición y deudas se barajaron con picara intencionalidad, como las cartas del truco. Finalmente, y para economizar, la hipótesis que prevaleció resultó ser -por impulso de las mujeres, muchas de las cuales los anhelaban en secreto- la de un amor en disputa, donde tres son siempre multitud.


El duelo se concretó finalmente en septiembre de 1947, cuando los ánimos se habían encapotado lo suficiente como para volverse grises, a semejanza de un cielo tormentoso. Los duelistas se encontraron en el Parque Sarmiento (que acababa de cumplir 24 años de edad), una zona tranquila en la que Antenor Garmendia oficiaba de anfitrión. Los duelistas, cada uno por su cuenta, habían tomado las debidas precauciones con el fin de ser vistos por la mayor cantidad de gente posible mientras marchaban hac¡a la arena. La estrategia dio resultado: los chicos y un puñado de patronas se encargaron de hacer correr la novedad como reguero de pólvora por las venas del pago chico. 

Antenor Garmendia y Prilidiano Bazán, amantes de su rustico boato, pospusieron el choque hasta la inevitable llegada de los testigos. No se equivocaron: muy pronto comenzaron a congregarse en el lugar cientos de curiosos -entre ellos la policía- que llegaban en automóviles, motonetas, carros y caballos; en un santiamén, Antenor y Prilidiano se encontraban en el centro exacto de un anillo conformado por hombres, mujeres, críos y perros, todos expectantes.

-Para blanquear las cosas siempre es mejor contar con testigos -dijo Prilidiano, como reflexionando-. También hace falta coraje, ganas de ser distinto.

-La gente nunca va a entender nuestros motivos... Por algo la chusma siempre es chusma, mi amigo: nunca participa, se conforma con mirar -respondió Antenor con desprecio.

Antenor Garmendia, fiel al paisanaje que lo admiraba, había cubierto su cuerpo de roble con un poncho federal que acentuaba su deliberado criollismo; Prilidiano Bazán vestía ropas civiles, de hombre de ciudad. Los más avispados advirtieron a tiempo esa dicotomía y pregonaron el choque entre el campo y la urbe, entre lo nuestro y lo no tan nuestro, entre el pasado heroico y la petulante modernidad, y de esa manera consiguieron hacer más jugosas las apuestas. Como si se tratase de una pelea entre gallos de riña (y no del entrevero entre dos guerreros soberbios) los hombres, fogoneados por los voceros, se apresuraban a apostar "veinte al negro" o "cinco a uno al colorado."

Cuando el asunto cuadró para el desborde, las voces y las apuestas fueron menguando despacito, como sollozos de mujer. Algunos milicos repartieron porrazos aquí y allá para aquietar a los borrachos más ruidosos.

Prilidiano sacó a relucir un facón envidiable, pulido como las rocas expuestas a las aguas milenarias, con sus iniciales en filigranas de oro hermoseando el cabo de plata. Antenor, con parsimonia, echó el poncho sobre el hombro derecho y extrajo de la faja su popularísimo acero, tosco, pero probadamente efectivo. 

Los duelistas fueron acercándose poco a poco, con pasos cortos y estudiados. Sus diestras tensas preludiaban tajos certeros. Cuanto estuvieron prudentemente a tiro el uno del otro, comenzaron a rondarse en círculos sin decir una sola palabra, unidos sólo por las miradas. Esa danza ceremonial encogió el corazón de los presentes, como si desde el centro del círculo de la muerte estuviese a punto de desatarse una devastadora plaga bíblica.

La noche anterior había diluviado, y a lo largo de la mañana el sol se las había arreglado para cuartear la tierra. El barro descascarado se enrulaba en formas imposibles, únicas, que los contendientes no consintieron en respetar. Mientras giraban, sus botas daban cuenta de las figuras extraordinarias que la naturaleza había tallado con primor y, ajenos a los quejidos de la tierra, no advirtieron que estaban acabando con una obra irrepetible. Ése fue tal vez su mayor pecado aquel día, pues los hombres acceden a destruirse porque les cabe la posibilidad de defenderse, mas a la naturaleza le cuesta silabear ese privilegio. Ajenos a tales contemplaciones que, en cierto sentido, rayan lo metafísico, Antenor y Prilidiano detuvieron su marcha cóncava y se estudiaron minuciosamente. Había llegado el momento extremo en que debían saldar su deuda, arreglar sus asuntos, cobrar supremacía sobre el otro; después (razonaba la chusma) el que quedara en pie aflojaría el motivo que los llevó a destrozarse. La curiosidad de todos quedaría por fin satisfecha. El silencio se hizo infinitud. Los corazones dieron un nuevo vuelco. Los perros gimieron, presintiendo lo que se avecinaba. Los pájaros se abstuvieron de trazar arabescos en el cielo y corrieron a sus nidos tan rápido como se lo permitieron sus patas de aire. El climax de la función por fin había llegado.

Antenor Garmendia y Prilidiano Bazán hicieron algunas fintas de prueba, alzaron a dúo los aceros -como para darse un hachazo definitivo- e, inesperadamente, dejaron caer las armas al suelo. Sin perder tiempo, con la sangre barbullendo en sus venas, corrieron prestos a su encuentro, y todos los presentes casi murieron de la impresión cuando los vieron besarse apasionadamente y dejarse derramar sobre el suelo y girar sobre sí como cardos llevados por el viento, con sus ávidas bocas bebiendo hasta la última gota de amor del otro, definitivamente reconciliados.

Víctor Maldonado
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
20 de setiembre de 2009

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