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Escozor
del libro "Costuras sobre la lengua"

Lucy Maestre
milvia@tunet.cult.cu

Mercedes se tantea el sexo. Se lo acaricia con el  dedo índice. Hubiera preferido hacerlo con el del medio, pero tiene un uñero. Frota temblorosamente su entrepierna.

Hace un año vino a vivir a este infierno, que es la casa de Fela, la suya se la vendieron tan pronto el viejo cerró los ojos, la dejaron sin nada, como si la fallecida hubiera sido ella, suponiendo que así estaría mejor, que un viejo necesita las tres C, como dice el médico del consultorio: casa, cariño y comida.

Con la muerte del marido una parte de ella murió también, aunque otra había permanecido viva: aún era capaz de sentir la mano callosa de su hombre sobre los senos flácidos, y aquellos besos suaves en la boca sin dientes y sobre los escasos vellos canosos de un pubis aparentemente tumefacto.

Ya no podía hacer el café por las mañanitas cuando se levantaba, juntar el fogón de leña y poner el agua con azúcar a hervir mientras preparaba las cosas para el almuerzo. Lo que más le gustaba al viejo eran los boniatos asados, que ella doraba entre los rescoldos de la ceniza, en tanto cuidaba el sueño del marido, después de la guardia nocturna; y fregar las vasijas con jabón y ceniza hasta dejarlas relucientes.

Le gustaban las novelas de radio Progreso, aquellas historias de amor, donde los hombres eran galantes y las mujeres tan independientes. Su marido había sido infiel pero muy luchador, nunca pasaron hambre. Todavía recuerda que estando recién parida salió a buscarlo, con la niña en brazos, a la casa de citas donde estaba. Se le habían secado los pechos y por más agua de anís que tomó no tuvo leche, anís y casabe con pollo frito durante cuarenta días y eran pobres, pero las gallinas de la parturienta no podían faltar. Allá se fue a buscarlo. Es un tarambana le decían, pero ella lo quería así. Con el tiempo él se compuso un poco, le hizo una casita de tabloncillo que era un primor, el fogón se prendía todos los días y los muchachos crecían sanos, sin velas de mocos ni lombrices.

—Mima, ¿qué estás haciendo? —Fela la increpa desde la cocina.

—Nada, mija.

—Levántate a coger un poco de aire, hace tremendo calor.

—Estoy bien aquí.

Fela chasquea los labios.

—Calor, calor tiene ella por la «menopausia», por eso siempre está encendía —piensa Mercedes en silencio.

Fela sigue removiendo trastos en la cocina y vuelve a decirle:

—Pon el ventilador, te vas a asar.

—Tengo frío.

—Allá tú, verdad que llegar a tu edad es lo último —y grita—: Dios mío, ampárame de llegar a ser una vieja loca.

Mercedes hace ademán de levantarse. Fela la siente y vuelve a la carga:

—¿Adónde vas?, a coger aire, ¿no?

—No, voy a taparme—. Mercedes va hasta el closet con pasos vacilantes y coge la frazada.

Fela entra al cuarto y se la arrebata:

—Loca, dame acá eso. Mercedes se tambalea, casi pierde el equilibrio y se sujeta de la baranda.

—Déjame, suél..ta..me.

La nieta grita desde el balcón:

—Mami, ¿qué pasa ahí, qué le estás haciendo a abuela?

—Ven a ver, ahora sí que tu abuela se acabó de volver loca, quiere taparse con el calor que hace.

—Déjala, los viejos siempre tienen frío, ven para que veas lo que Mechi se compró.

Fela suelta la frazada. Mercedes se acuesta y se tapa hasta la cabeza.

Fela murmura antes de salir: loca, vieja loca. Mercedes tiembla y no contesta.

Al rato su dedo frota otra vez su entrepierna, el placer se confabula con el recuerdo del difunto, que en gloria esté, con esta hija, que le traía cortes de vestido, talco, jabones, esencia, medias y calzoncillos para el viejo. Regalos y más regalos pero con la boca amarga, con un rictus de envidia en la cara. Llegaba como un ciclón, le viraba la casa al revés, se lo criticaba todo, a veces ella hubiera preferido que no viniera.

Desde chiquita siempre tuvo celos con Pancholo, que si era más prieta que él, que si no la querían, que siempre le tocaba lavar o planchar o coser o lo que fuera; porque lo de ella era protestar, siempre fue inconforme, y Mercedes nunca supo qué hacer para complacerla, le tenía un odio a muerte al hermano, que si era un loco, que si se había metido a revolucionario para buscarle problemas a la familia, y todo lo que ella quería decir; cierto que Pancholo nunca le trajo más regalos que las flores que se robaba de jardines ajenos, ella como madre lo regañaba, pero qué iba a hacer, sabía que en el fondo era incapaz de cogerse nada que no fuera suyo. Pancholo la tumbaba con su sonrisa y ella era feliz de verlo como un cascabel —es un descarado —decía Fela, refugiándose en el regazo libidinoso del padre, a pesar de su edad —pero es mi hijo  —ripostaba Mercedes mientras tuvo fuerzas, las pocas que le quedaron las perdió al morirse el marido. Ahí fue la debacle.

No le preguntaron lo que quería, no contaron con ella, era por su bien dijeron, que una anciana de ochenta y un años no puede vivir sola teniendo hijos, quizás tuvieran razón, pero ella aún se sentía fuerte, con la mente clara, que los hijos le dieran vueltas y le ayudaran, ah, pero no, ¡quitarle lo que le quedaba!, se repartieron la loza, los vestidos, la ropa de cama, como si hubiera sido un muñeco pintado en la pared. —Mima ya la casa tiene comprador —no pudo ni chistar— te irás a vivir con Fela—. Y allí estaba.

Fue peor que matarla. Ella tenía su propia vida, sus matas, su fogón de leña, ¿por qué no contrataron a alguien para ayudarla?, a ver, ¿por qué?, con probar no perdían nada, ella era la dueña, y ahora qué, allí mandaba Fela. —Mima, báñate temprano —como si fuera un muchacho—, no  metas la mano en la comida, quita la caja de dientes de la mesa, que es feo —más feo es lo que ustedes han hecho, pensaba sin decir nada.

—Que callada está Mercedes siempre —decía la vecina de los bajos tremenda chismosa.

No me da la gana de hablar con nadie, métanse en sus vidas, murmuraba, y seguía tirada en la cama.

—Van a tener que llevarla al médico, yo la veo deprimida —opinaba otra vecina.

Comemierda, ocúpense de sus vidas, hubiera querido gritarles, pero nunca pudo. Lo único que sabía era obedecer. Las mujeres nunca se gobiernan, oyó decir siempre, primero las manda el padre y después el marido. Siempre obedeció, hasta el día en que después de un escándalo que le dio Fela se orinó del miedo, y al secarse el orine caliente, la felpa suave de la toalla rozó dulcemente su sexo. Se tocó. Esa noche soñó que iba del brazo del marido, desnudos los dos, la gente los miraba y ellos se reían y se besaban y eran felices. Su dedo tocó el pétalo lacio, apenas perceptible y que al contacto se engrosó ligeramente. Entonces empezó a frotarse.

Ahora Fela la ha dejado tranquila, puede oírla chachareando en la sala. Siente un calambre  y luego aquel estado de seminconsciencia, para ella esto es la gloria. Siente la respiración jadeante del marido en su oreja, ahora tiene treinta años y es opulenta y hermosa, con su hombre febril navegando en ella, hundiendo sus remos hasta el fondo. Su respiración es cada vez más entrecortada. Tiene la piel brillante de sudor. Juntos bogan en aquel mar de luces rojizas. Termina sin fuerzas. Una sonrisa de medio lado le ilumina el rostro, como en un estado de gracia. La voz de Fela se le pierde por los vericuetos del cerebro:

— Dale mima, levántate a comer.

Mercedes trata de incorporarse, al sentarse en la cama le dan mareos, espera unos minutos a que se le pase, después se va trastabillando hasta llegar al comedor. Come sola en la mesa, siempre le sirven a ella primero como hace uno con los muchachos.

—Ve a ver no botes el agua en el mantel, pon bien el vaso en el doyle— Fela no paraba de dar órdenes.

Mercedes dejaba el vaso afuera a propósito. Aquel doyle plástico de manzanas doradas no le gustaba. Comía con trabajo. Hubiera querido quitarse las cajas pero no tuvo valor. Fela la vigilaba. Recordó su mantelito blanco bordado a punto cruz, que sabe Dios dónde fue a parar, lo había bordado para su casamiento y le duró años. Sintió el agua fría sobre su regazo y después como le corría por las piernas, era un agua roja, derramada sobre el plato de carne en salsa.

—Mira lo que hiciste, te lo dije—.

Las manzanas doradas adquirieron un tinte rojizo, más brillante aún. A la bata de casa azul cielo se le hicieron unos manchones de grasa dándole un matizado de lo más original. Fela levantó a Mercedes de la mesa.

—Dale a lavarte las manos, so puerca, siempre estás pensando en las musarañas, me tienes más cansá…— La empujó hasta el baño. Le lavó las manos, estrujándoselas con un trapo, se las secó con la toalla, y después la sacó por un brazo hasta la sala.

—Siéntate ahí a ver la televisión—. Mercedes obedeció, estaba ausente como si no fuera con ella.

Se dejó caer en una butaca frente al televisor, le caía mal aquel aparato, tan distinto al radio, pero allí nadie lo oía, no les gustaba. Se hacía la que atendía, para que no le dijeran nada, casi siempre la digestión le daba sueño y dormitaba allí mismo, despertando sobresaltada, con temor de molestar a Fela, que se hacía la desentendida, con tal que estuviera allí.

—No la deje acostar después de las comidas—, había dicho la doctora del consultorio.

—¿Y echar un repelón, doctora? —No se preocupe Fela, eso es propio de los viejos—. Así estuvo hasta que la mandaron a acostar.

El día amaneció espléndido. Sería ya media mañana cuando Fela entró al cuarto de Mercedes, estaba durmiendo demasiado y después no la dejaba dormir por la noche. La nieta solo escuchó el grito. Cuando corrió a ver qué pasaba. Su madre estaba lela mirando por la ventana. Le habló pero Fela no le contestó. Entonces reparó en su abuela. Estaba desnuda sobre la cama con el cable del teléfono enrollado en el cuello y una mano en la entrepierna.

 

del libro "Costuras sobre la lengua"

Lucy Maestre
milvia@tunet.cult.cu

 

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