El mito en la literatura: un recorrido hacia su definición 
Claudia Macías Rodríguez

 I

Las distinciones entre razón y mito, y entre mito e historia –aunque fundamentales– nunca han sido absolutas. La discusión es antigua y podría remontarse a tiempos de Platón quien usaba los mitos como alegoría –por ejemplo, el famoso relato de la caverna–[1] frente a los sofistas que cuestionaban la interpretación tradicional de los mitos. Los primeros teólogos cristianos en un intento por comprender la revelación cristiana discutían sobre los papeles del mito y de la historia en la narración bíblica. Y aunque la ilustración acentuaba la racionalidad del pensamiento, dirig su atención a todas las expresiones humanas, incluidas la religión y la mitología. Los estudiosos ilustrados intentaron dar un sentido a los relatos míticos aparentemente irracionales y fantásticos. Sus explicaciones incluían teorías históricas evolucionistas que veían a los mitos como productos de las primeras épocas de ignorancia e irracionalidad o como resultado del evemerismo, una forma de interpretación mitológica que en un intento de racionalización hace de los dioses personas humanas elevadas a la categoría de dioses y héroes por sus méritos.[2]

Se desarrollaron también disciplinas sistemáticas dedicadas al estudio de la mitología. En campos como la antropología social y la historia de las religiones, los estudiosos se encontraron con mitos de los más antiguos periodos históricos fuera de la tradición occidental, y comenzaron a relacionar el estudio del mito con una comprensión más amplia de la cultura y la historia. El romanticismo encontró en los mitos indoeuropeos más antiguos una fuente intelectual y cultural. “No es arriesgado afirmar que, desde los griegos, nunca se había producido un cambio de tan vasto alcance en relación con la comprensión de esta compleja estructura del imaginario cultural que denominamos mito como el que tuvo lugar en los siglos XVIII y XIX”, dice Maite Solana.[3] La ilustración y el romanticismo fueron el escenario de un vertiginoso desplazamiento de la función del mito en cuanto realidad cultural, así como también de la aparición de nuevos mitos que cuestionaban la hegemonía que la mitología grecolatina había ostentado desde el renacimiento. El espíritu romántico sacó a la luz mitos enraizados en la Edad Media, la tradición cristiana o las culturas orientales, y tuvo lugar un resurgimiento y una reapropiación de determinadas figuras de la mitología clásica que tendrían una presencia persistente en la literatura y en las ideas estéticas.

En un extenso artículo, Jean Starobinski traza el recorrido que va desde el clasicismo y el racionalismo ilustrado hasta la sensibilidad romántica, a través del cual el crítico delimita la posición que ocupa la mitología en Europa desde el siglo XVII hasta principios del siglo XIX, en particular desde la perspectiva de su tratamiento literario y artístico, y de la función iconográfica y alegórica de la fábula entre las clases cultas. Starobinski afirma que cualquier investigador que pretenda definir el estatuto de los mitos antiguos en los siglos XVII y XVIII se encuentra con dos ámbitos extremadamente distintos. El primero “se sitúa en relación con todos los actos de cultura (poesía, teatro, ballet, pintura, escultura y artes decorativas) en donde los motivos mitológicos son identificables; el segundo está constituido por un conjunto de textos históricos, críticos y especulativos que intentan elaborar un saber sobre los mitos, una ciencia de los mitos”.[4]

El romanticismo proporcionó un nuevo tratamiento literario a algunas figuras míticas que procedían de la tradición –como es el caso de Prometeo en las tragedias de Byron y Shelley– y fijó literariamente a personajes que terminaron asumiendo un estatuto mítico, como el Fausto de Goethe o el Don Juan de Zorrilla.[5] Si desde el siglo XIX el estudio de la mitología se convirtió en una herramienta imprescindible para la comprensión de las culturas tanto antiguas como modernas, desde el romanticismo los mitos se utilizaron de manera privilegiada en la literatura y el arte para expresar el desconcierto que preside la modernidad.[6] Jean Richer dice que el romanticismo francés se nutrió esencialmente de mitos: “Y esta afirmación es especialmente cierta en el caso de la obra de Victor Hugo que domina la época (en especial los artículos sobre Job y Orfeo)”.[7] Por su parte, Goethe, cuya obra preludia en muchos aspectos el romanticismo en Alemania, condensa una gran cantidad de temas míticos. En su teatro, por ejemplo, Goethe trabajó con temas como los de Pandora e Ifigenia.

¿Por qué los escritores han elegido con tanta constancia, con tanta tenacidad la expresión por medio del mito? La respuesta tiene que ser compleja por fuerza. Jaume Pòrtulas ofrece como una posibilidad el que los mitos proporcionan al individuo el sentimiento de insertarse en una tradición muy vasta, que les trasciende de modo extraordinario, “de este modo es más factible intentar vencer la sensación de radial soledad.” Y agrega: “hallamos al intelectual, al poeta tomando el relevo de antiguos sacerdocios que han perdido su prestigio, y esforzándose para ser él mismo el creador de nuevos mitos y religiones.”[8] En este sentido, se encontrarían los estudios de John E. Jackson sobre la poesía de Hölderin, Baudelaire, Mallarmé, Rilke y T. S. Eliot, y de Michel Edwards sobre Eliot y Joyce.

Según Jackson, el reconocimiento de la muerte como presencia a la vez íntima y universal conduce a Baudelaire a intentar hacer de la obra el único lugar de su superación. Y agrega: “el que la muerte esté necesariamente vinculada a la posibilidad misma del mito es un hecho que, después de Eliot, pocos poetas han ignorado. […] Si nos volvemos hacia los poetas de Francia, Italia, Estados Unidos o América Latina, da la impresión de que, en todos los casos, se trata de una experiencia universal que con toda seguridad la Segunda Guerra Mundial […] contribuyó a convertir en más opresiva”. Y afirma basándose en Paul Ricoeur: “Para algunos, la creencia en los ritos ha dejado su lugar a la interpretación de los mitos y los modos de creencia que nos vinculaban a ellos”.[9]

Michel Edwards, por su parte, señala que el mito de Babel se sitúa en el centro de La tierra baldía (The Waste Land, 1922), y en el centro de toda la obra de Eliot. Pero señala que el intento de crear de nuevo el lenguaje resulta todavía más sorprendente en Joyce, cuyo empleo de los mitos parece querer alcanzar la complejidad enciclopédica: “Ulises, fundado en cierto modo en la Odisea, hace circular a sus personajes principales –Stephen-Telémaco, Bloom-Ulises y Molly-Penélope– en un mundo enriquecido con muchos otros recuerdos del relato de Homero, vinculándolos a una diversidad de mitos griegos, judíos y cristianos, y otros todavía”.[10]

En el siglo XX, los estudios críticos sobre mito y literatura se desarrollaron especialmente durante las décadas de los cincuenta y sesenta. En 1966, John B. Vickery recopila estudios clásicos publicados en este periodo sobre Kafka, Thomas Mann, Keats, Virginia Woolf y Faulkner, entre otros, en Myth and Literature. Contemporary Theory and Practice. Sin embargo, la primera aplicación formal de la mitología clásica en la literatura la realiza Gilbert Murray en 1914, sobre una lectura de Shakespeare “Hamlet y Orestes”.[11] Aunque Hyman señala como precursora a Jane Ellen Harrison, contemporánea de Frazer en Cambrigde, quien desde 1882 escribía sobre mitología griega y arte.[12]

En lo que se refiere al ámbito de las letras hispanoamericanas, la vuelta a los mitos se realiza por doble vía.

Por una parte se encuentran autores y críticos que reconocen y rescatan los valores míticos de las culturas prehispánicas en el continente y de la tradición vuduista que se incorpora tardíamente pero con singular fuerza especialmente en las islas del Caribe, la cual de alguna manera es equivalente a las prehispánicas por su posición respecto de la cultura de los colonizadores.

En cuanto a los estudios prehispánicos, destaca por su obra y su personalidad Ángel Ma. Garibay K., humanista, helenista y descubridor del legado literario de los antiguos mexicanos. En 1940 publica la primera edición de Poesía indígena de la Altiplanicie y, en el mismo año, la Llave del náhuatl, obra que serviría como instrumento para aprender la lengua de los antiguos mexicanos. En 1956 dirige el Seminario de Cultura Náhuatl dentro del Instituto de Historia de la UNAM. Su Historia de la literatura náhuatl aparece en dos volúmenes en 1953-1954. Y la primera versión de ‘otro lado’ de la historia en Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la Conquista, en 1959. Su interés no se limita sólo al ámbito mexicano ya que también cuenta con trabajos en donde compara la cultura hindú y la náhuatl, por ejemplo.[13]

Entre otros estudios en esta dirección se pueden contar el de Miguel León-Portilla, La filosofía náhuatl, estudiada en sus fuentes (1956); el de Natalicio González, Ideología guaraní (Inst. Indigenista Interamericano, 1958). Y el Fernando Díaz Infante sobre Quetzalcóatl (Ensayo psicoanalítico del mito nahua) (Universidad Veracruzana, 1963).

Como fruto de casi treinta años de estudios, Miguel León-Portilla clasifica la temática de los mitos en cinco apartados, atendiendo a la estructura del pensamiento mesoamericano derivado del análisis de los testimonios documentales y arqueológicos que se han descubierto a la fecha: 1) Mitos del tiempo-espacio de los orígenes cósmicos; 2) mitos sobre el ser y actuar de los dioses en el universo; 3) mitos y leyendas sobre los orígenes étnicos de los distintos grupos; 4) mitos actualizados a través del calendario en diversas fiestas y en la vida cotidiana, y 5) mitos en relación con la visión del mundo y con la especulación de los sabios.[14]

Simultáneo al interés académico por los mitos prehispánicos, los escritores comienzan a incorporarlos y a recrearlos en sus obras desde los años cuarenta. José María Arguedas publica Yawar Fiesta en 1941, y luego Los ríos profundos en 1956. Y en las letras mexicanas se pueden mencionar, entre muchos otros, a Rosario Castellanos con Balún Canán en 1957, a Carlos Fuentes y su personaje-guardián Ixca Cienfuegos en La región más transparente (1958), a Eraclio Zepeda que incorpora mitos prehispánicos en los cuentos de Benzulul (1959), y a Fernando del Paso con José Trigo en 1966.

En el ámbito del Caribe, la República Dominicana, vecina de Haití, vive un profundo sincretismo de la religión cristiana con la vuduista, producto de la cultura de los negros que llegaron como esclavos a América, que no es privativo de estas dos naciones. Puerto Rico, Cuba y Brasil, por ejemplo, dan cuenta del fenómeno que ha sido denominado en ciertos contextos como Santería o Regla de Ocha (Cuba), Candomblé (Brasil) o simplemente Vudú (Haití y República Dominicana).

Desde los años cuarenta, grandes poetas como Luis Palés Matos, Manuel del Cabral y Nicolás Guillén descubren a través de su lírica el mundo de los negros antillanos. En narrativa, Alejo Carpentier, inmortaliza la tradición vuduista en relación con la libertad de los esclavos negros en obras como El reino de este mundo (1949), en cuyo prólogo registra: “De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo, que aún se cantan en las ceremonias de Voudou.”[15] Más contemporáneamente, Ana Lidia Vega en cuentos como “Otra maldad de Pateco” de la Colección Encancaranublado y otros cuentos de naufragio (Casa de las Américas, 1982), rescata el valor de la oralidad y de los mitos de la cultura afroantillana. Y Edgardo Rodríguez Juliá, en su novela La noche oscura del niño Avilés (1984), presenta la búsqueda de una resignificación de la historia de Puerto Rico que intenta la posible instauración de un mundo utópico y sensual centrado en la negritud. En la República Dominicana conviene destacar la novela de Marcio Veloz Maggiolo, La biografía difusa de Sombra Castañeda (Monte Ávila, 1980), una obra en la que se integran “creencias mágico-religiosas del pueblo dominicano” que presentan “un mundo lleno de ritos, hechizos, galipotes, luases, ciguapas; un mundo donde las fuerzas desatadas del bien y el mal, del sexo y del deseo, generan la acción.”[16]

Por otra parte, se puede encontrar a críticos con formación helenística que interpretan las obras hispanoamericanas según los mitos de la cultura grecolatina, y autores que recuperan elementos míticos de la cultura clásica para reelaborarlos en sus textos, como el caso del laberinto. Julio Cortázar publica en 1949 su poema dramático Los reyes, en el que recrea el mito del Minotauro. En 1950, aparece la primera edición de El laberinto de la soledad de Octavio Paz. En 1953, algunas obras de Jorge Luis Borges se publican bajo el título Labyrinthes, con prólogo de Roger Caillois.

A inicios del siglo XX destaca la figura de Leopoldo Lugones quien en 1916, con sus conferencias de El payador, rescata el Martín Fierro calificándolo como canto homérico de la literatura argentina: “En el texto de Lugones, la desaparición del gaucho no es sólo un hecho histórico irreversible, sino también un acto necesario para completar su mitificación”, señala Rafael Olea Franco y agrega que para Lugones “la grandeza de una raza está patente en sus heroicos orígenes, por lo que esta parte del mito preside también una de las funciones del gaucho. […] Se trata pues de un acto heroico que constituye a la vez un sacrificio ritual: un rito de sangre, de virilidad, que proveyó al carácter argentino de los atributos y de la fuerza indispensables para aspirar a un destino de grandeza. Consumado el sacrificio ritual de los orígenes de la identidad argentina, petrificado ya el gaucho en un mito que lo sublima […] Debido a la desparición real del gaucho, Lugones plantea el espacio literario como el medio para su recuperación: el símbolo de las más altas virtudes del carácter argentino no existe ya, pero ha quedado plasmado en la literatura”.[17]

Durante la primera mitad del siglo XX destaca la figura de Alfonso Reyes, gran admirador de la cultura clásica. Reyes escribe su poema dramático Ifigenia cruel (1924) y publica Los trabajos y los días (1945), Estudios helénicos (1957), La filosofía helenística (1959), La afición de Grecia (1960), La crítica en la edad ateniense. La antigua retórica (1961), Religión griega. Mitología griega (1964) entre una vasta obra ensayística, además de traducir la Ilíada de Homero, en 1951.

Paralelamente, la literatura se enriquece con la publicación de la obra de Juan Rulfo, una de las más estudiadas desde el punto de vista mítico. Carlos Fuentes, en Valiente mundo nuevo (1990), ve en Juan Preciado a Telémaco, en Abundio Martínez a Caronte e interpreta la llegada de Juan Preciado según el mito de Orfeo.[18] En el mismo año aparece Juan Rulfo: del páramo a la esperanza. Una lectura crítica de su obra, en la que Yvette Jiménez de Báez estudia a profundidad y en diálogo con la crítica anterior la naturaleza simbólica del texto. En el tercero de los principios teóricos que sustentan su estudio señala “la idea de que el proceso de simbolización es fundante en los textos literarios.”[19] Jiménez de Báez toma el simbolismo del Centro para explicar la estructura de la obra: “Esta idea del Centro como el lugar donde se define el sentido es decisivo en el mundo de Rulfo. Lo mismo que en El llano en llamas, es el espacio que determina la organización textual en prácticamente toda su obra.” En una interpretación que combina símbolos míticos de la cultura clásica con símbolos religiosos de la tradición cristiana, Jiménez de Báez ofrece una visión de la obra de Rulfo abierta al futuro, una posibilidad “implícita en la complejidad dialéctica de los símbolos”. Una visión “universalista de la historia, centrada en la interpretación cristiana del Nuevo Testamento,” que conlleva “la liberación de todo sistema opresor histórico”, en lo que la autora ha llamado “la ética humanista de Juan Rulfo”.[20]

En este mismo periodo aparece la obra de Martín Lienhard, La voz y su huella. Escritura y conflicto étnico-social en América Latina (1492-1988). Lienhard inscribe su ensayo en la línea de los estudios sobre la cultura náhuatl realizados por Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla. El crítico se preocupa por los testimonios de carácter oral y escrito del pasado histórico cultural de los pueblos latinoamericanos, y señala que el prolongado diálogo “con la persona y la obra de Augusto Roa Bastos” contribuyó a convencerlo de la existencia de literaturas escritas alternativas en tres áreas del continente: Mesoamérica, área andina y área tupí-guaraní.[21]

Augusto Roa Bastos, por su parte, en “El texto cautivo (Apuntes de un narrador sobre la producción y la lectura de textos bajo el signo del poder cultural)”, especialmente en el tercer apartado sobre la experiencia simbólica, habla de la propiedad del lenguaje simbólico que se manifiesta no sólo en el lenguaje literario, sino en campos como las mitologías, cosmogonías, ciencias del hombre, de la naturaleza, del cosmos. Y señala que desde el punto de vista de la experiencia simbólica, cada texto es un hecho nuevo de relaciones y revelaciones.[22]

La literatura hispanoamericana ha dado muestra de la formación de nuevos mitos que surgen de la fusión del autor con su obra –la cual a su vez incorpora elementos simbólicos de carácter mítico– como es el caso de Elena Garro: “Ejemplo de ruptura y cambio, fabricante de insomnes, perseguidos personajes-mito, de los cuales ella misma fue el más logrado. Elena Garro-Garra, anti/paz/ifista, autora excepcional”. Al hablar de Testimonios sobre Mariana (1981), Luzelena Gutiérrez de Velasco destaca los “magníficos olores de la vainilla, el orégano, el chocolate donde se puede reencontrar la figura de la madre ‘sin ruido y sin palabras’, y la voz de la nana, esas voces preedípicas que en el relato la conducen entre las sombras hacia la muerte, pero que más allá de las páginas operan un movimiento que procede de la construcción de un personaje: Lelinca o Mariana, a la destrucción de una mujer: Elena Garro, la No-persona”.[23]

No faltan también estudios en esta dirección sobre la obra de Carlos Fuentes. Lauro Zavala revisa la forma y el mito en Gringo viejo; Pilar Sáenz combina en un ejercicio de semiótica el análisis de la estructura y la función del mito en Una familia lejana; Marc Nacht estudia la relación de la obra de Fuentes con la figura de la Malinche, y Julio Ortega revisa el carácter desmitificador de La muerte de Artemio Cruz en un ensayo que ha publicado en los años recientes en su página web.[24]

El mito y la literatura deben su cercanía, en gran medida, a las posibilidades del tiempo. Como señala Mircea Eliade, el hombre conoce varios ritmos temporales y no solamente el tiempo histórico: “Le basta con escuchar buena música, enamorarse o rezar para salir del presente histórico y reintegrarse al presente eterno del amor y de la religión. Le basta, incluso, abrir una novela o asistir a un espectáculo dramático para encontrar otro ritmo temporal que, evidentemente, no es el tiempo histórico”.[25] El tiempo mítico es un tiempo propicio que nos permitiría tener un diálogo con el autor preferido más allá de la muerte, una noche, en la banca de un parque en la ciudad de México, mientras transcurre “un tiempo que no se puede medir por minutos”, en un encuentro en el que Borges bien podría haber dicho al despedirse: “Sólo la literatura nos salva de la muerte; aunque sea por un instante, nos da la eternidad”.[26]

II

El mito siempre ha formado parte de los estudios clásicos y teológicos en el mundo occidental. Pero desde el neoclasicismo, el interés por el mito renace con nueva intensidad en casi todas las disciplinas –Antropología, Historia, Sociología, Psicología, Historia de las religiones, Lingüística– dando lugar a numerosas teorías que se han difundido ampliamente.

Entre los autores clásicos en los estudios sobre el mito se encuentra Friedrich Max Müller (1823-1900), lingüista alemán que desarrolló la teoría de que el lenguaje y el mito eran ‘hermanos gemelos’; fue el más famoso defensor del mito como ejemplo del desarrollo histórico del lenguaje. A Edward Tylor (1832-1917) se debe el concepto de ‘animismo’ y fue uno de los fundadores de la teoría del evolucionismo cultural. James Frazer (1854-1941) es famoso por sus doce volúmenes de La rama dorada publicados de 1890 a 1920, vasta obra sobre mitos, ritos, magia y tabús, aunque se limitó a recopilar etnografía de lugares que nunca visitó. Fue uno de los últimos exponentes del evolucionismo.[27]

La mayor aportación de Sigmund Freud (1856-1939) es el psicoanálisis y la interpretación de los sueños. En Totem y tabú publicado en 1912-1913 parte de la idea de que la vida primitiva es un estado ‘salvaje’ previo al desarrollo cultural y también de que la religión tiene su origen en las prácticas totémicas. Émile Durkheim (1858-1917), sociólogo y filosófo positivista seguidor de Comte, fue fundador de la escuela francesa de sociología. En su obra Las formas elementales de la vida religiosa (1912) estudia las formas totémicas de Australia para examinar la relación del mito con la sociedad.[28]

Gilbert Murray (1866-1957), lingüista inglés nacido en Australia, destacado profesor de griego en Oxford, traduce los dramas griegos y realiza la primera aplicación formal de la mitología clásica en la literatura. Ernst Cassirer (1874-1945), filósofo idealista alemán, en su Filosofía de las formas simbólicas (t.1, 1923; t.2, 1925; t.3, 1929) incluye los mitos en la teoría del conocimiento al relacionarlos con el lenguaje como forma de pensamiento. Cassirer considera que el mito y los modos míticos del pensamiento forman un profundo sustrato en las culturas científicas y tecnológicas de Occidente. Carl Gustav Jung (1875-1961), psiquiatra suizo que sigue los pasos de Freud aunque luego se distancia de él, estudia sobre el mandala, la alquimia, los arquetipos, la psicología y la religión. La psicología encontró en el mito material para delinear la estructura, el orden y los mecanismos tanto de la vida psíquica de los individuos como del inconsciente colectivo de la sociedad.

Bronislaw Malinowski (1884-1942), filósofo y antropólogo polaco, es el primero en viajar y en desplazarse para hacer trabajos de campo. Fundador de la corriente antropológica denominada ‘funcionalismo’, considera que el mito cumple en las sociedades arcaicas y tribales una función indispensable: expresar, incrementar y codificar la creencia, salvaguardar y reforzar la moralidad, y ofrecer reglas prácticas para la guía de los individuos en estas culturas. Georges Dumézil (1898-1986) estudió más de cuarenta lenguas y es famoso por sus estudios míticos comparados en las lenguas indoeuropeas. Llevó a cabo extensas investigaciones sobre el mito en las culturas india, griega, romana, alemana y escandinava, entre otras, y dedujo una estructura cosmo sociológica común a cada una de esas variantes míticas.

Joseph Campbell (1904-1987), antropólogo norteamericano interesado en el psicoanálisis de Jung, publica El héroe de las mil caras: Psicoanálisis del mito (1948). Mircea Eliade (1907-1986), filósofo rumano e historiador de las religiones, destaca por el rigor de sus estudios sobre el fenómeno religioso. Desde su interpretación, el mito revela una ontología primitiva, una explicación de la naturaleza del ser. El mito, por medio de símbolos, expresa un conocimiento que es completo y coherente; aunque los mitos puedan trivializarse y vulgarizarse a través de los siglos, la gente puede usarlos para volver al principio del tiempo y redescubrir y volver a experimentar su propia naturaleza. Claude Lévi-Strauss (1908) elabora un método original al combinar el análisis estructural y la aportación del psicoanálisis para el estudio antropológico de los mitos. Y para Paul Ricoeur (1913), el mito expresado en símbolos es necesario para una seria valoración de los orígenes, de los procesos y los abismos del pensamiento humano.

En diálogo con los estudiosos de las cuestiones míticas, es frecuente que los teóricos realicen evaluaciones de las propuestas anteriores para ubicar la propia en mejor contexto. Joseph Campbell, por ejemplo, resume:

Mythology has been interpreted by the modern intellect as a primitive, fumbling effort to explain the world of nature (Frazer); as a production of poetical fantasy from prehistoric times, misunderstood by succeeding ages (Müller); as a repository of allegorical instruction, to shape the individual to his group (Durkheim); as a group dream, symptomatic of archetypal urges within the depths of the human psyche (Jung); as the traditional vehicle of man’s profoundest metaphysical insights (Coomaraswamy); and as God’s Revelation to His children (the Church). Mythology is all of these. The various judgments are determined by the viewpoints of the judges. For when scrutinized in terms not of what it is but of how it functions, of how it has served mankind in the past, of how it may serve today, mythology shows itself to be as amenable as life itself to the obsessions and requirements of the individual, the race, the age.[29]

En esos mismos términos Paul Ricoeur se interesa en la mitología. Más que buscar definir lo que es un símbolo o un mito, se preocupa por estudiar cómo funcionan y como se manifiestan. En los tiempos modernos, señala Ricoeur, el mito ha perdido su valor explicativo, pero precisamente al perder esas pretensiones explicativas es cuando el mito “nos revela su alcance y su valor de exploración y de comprensión”; esto es, su función simbólica, la cual se define como el poder que posee el mito para descubrirnos y manifestarnos el lazo que une al hombre con lo sagrado. De esta manera, el mito se convierte en una dimensión del pensamiento moderno.[30]

Cerraremos nuestro recorrido con una cita de Günter Grass, tomada de “Literatura y mito”, recopilada en su libro Artículos y opiniones:

La literatura vive del mito. Crea y destruye mitos. Cuenta la verdad de una manera diferente cada vez. Su memoria guarda todo lo que nos conviene recordar. Esperemos que algún día no muy lejano seamos capaces otra vez de pensar en imágenes y signos, y le permitamos a nuestra razón creer en las fábulas, jugar con aparente necedad con cifras y significados, dar rienda suelta a la fantasía y darnos cuenta de que si estamos llamados a sobrevivir, sobreviviremos, como mucho, en mitos, aunque sea con ayuda de la literatura.

 

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Referencias:

[1] Cf. Platón, The Republic, trad. Tom Griffith, Cambridge University Press, Nueva York, 2001, libro VII.

[2] Cf. David Bidney, “Myth, Symbolism, and Truth”, en Myth and Literature. Contemporary Theory and Practice, John B. Vickery (ed.), University of Nebraska Press, Lincoln, 1966, pp. 3-13.

[3] Maite Solana, “Ilustrados y románticos frente al mito”, en Las mitologías de Europa: los indoeuropeos y los <<otros>>. El chamanismo asiático, Victoria Cirlot, Jaume Pòrtulas y Maite Solana (eds.), trad. Cristina Serna y Maite Solana, Eds. Destino, Barcelona, 1998, p. 33.

[4] Jean Starobinski, “La fábula y la mitología durante los siglos XVII y XVIII. Su posición en la literatura y la reflexión teórica”, en Las mitologías de Europa: los indoeuropeos y los <<otros>>…, op. cit., p. 493. Las cursivas son del texto.

[5] Vid. Francisco Ruiz Ramón y César Oliva (eds.), El mito en el teatro clásico español. Ponencias y debates de las VII Jornadas de teatro clásico español, Taurus, Madrid, 1988; especialmente las ponencias de Andrés Amorós, “Don Juan Tenorio, mito teatral”, pp. 15-25, y Marc Vitse, “Las burlas de don Juan: Viejos mitos y mito nuevo”, pp. 182-191.

[6] Cf. Maite Solana, “Ilustrados y románticos frente al mito”, art, cit., p. 46.

[7] Jean Richer, “Romanticismo y mitología. El recurso a los mitos en la obras literarias”, en Las mitologías de Europa: los indoeuropeos y los <<otros>>…, op. cit., p. 524.

[8] Victoria Cirlot, Jaume Pòrtulas y Maite Solana (eds.), Las mitologías de Europa: los indoeuropeos y los <<otros>>, op. cit., pp. 23 y 24.

[9] John E. Jackson, “Poesía y mito. La modernidad, un cuestionamiento del mito. Hölderin, Baudelaire, Mallarmé, T. S. Eliot y Rilke”, en Las mitologías de Europa: los indoeuropeos y los <<otros>>…, op. cit., p. 654.

[10] Michel Edwards, “Literatura y mitología. Otro ejemplo: la poesía inglesa en el siglo XX”, en Las mitologías de Europa: los indoeuropeos y los <<otros>>…, op. cit., p. 661.

[11] Cf. Gilbert Murray, The Classical Tradition in Poetry, Harvard University Press, Cambridge, 1927, pp. 205-240.

[12] Cf. Stanley Edgar Hyman, “The Ritual View of Myth and the Mythic”, Myth and Literature. Contemporary Theory and Practice, op. cit., p. 48.

[13] Cf. Miguel León-Portilla, “Ángel Ma. Garibay K.”, Estudios de cultura náhuatl, UNAM, vol. 4, 1963, [volumen publicado en homenaje al Dr. Ángel Ma. Garibay K.], pp. 9-26.

[14] Cf. Miguel León-Portilla, Toltecáyotl. Aspectos de la cultura náhuatl, FCE, México, 1980, p. 151.

[15] Alejo Carpentier, El reino de este mundo, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1984, p. 10.

[16] José Alcántara Almánzar, Narrativa y sociedad en Hispanoamérica, Instituto Tecnológico de Santo Domingo, Santo Domingo, 1984, p. 94.

[17] Rafael Olea Franco, El otro Borges. El primer Borges, El Colegio de México-FCE, Buenos Aires, 1993, pp. 53-54.

[18] Carlos Fuentes, Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, FCE, México, 1990, pp. 150-151. En otro capítulo del mismo libro, Fuentes califica como “la Ilíada descalza a la novela Los de abajo, de Mariano Azuela. Ibíd., pp. 174-193. La idea de Juan Preciado como Telémaco había aparecido antes en su ensayo sobre La nueva novela hispanoamericana, Joaquín Mortiz, México,1969, p. 16.

[19] Yvette Jiménez de Báez, Juan Rulfo: del páramo a la esperanza. Una lectura crítica de su obra, El Colegio de México-FCE, México, 1990, p. 8.

[20] Yvette Jiménez de Báez, Juan Rulfo: del páramo a la esperanza, op. cit., pp. 130, 268 y 270.

[21] Martín Lienhard, La voz y su huella. Escritura y conflicto étnico-social en América Latina (1492-1988), Casa de las Américas, La Habana, 1990, pp. 11, 14 y 19.

[22] Cf. Augusto Roa Bastos, “El texto cautivo (Apuntes de un narrador sobre la producción y la lectura de textos bajo el signo del poder cultural)”, Hispamérica, vol. 10, diciembre 1981, pp. 3-28.

[23] Luzelena Gutiérrez de Velasco, “Elena Garro. Entre la originalidad y la persecución”, Elena Garro: In memoriam. La Jornada Semanal, núm. 182, 30 de agosto 1998, p. 6. Vid también Luzelena Gutiérrez de Velasco, “Entre la originalidad y la persecución: la narrativa de Elena Garro”, Casa de las Américas, núm. 183, 1991, pp. 57-61.

[24] Cf. Lauro Zavala, “Forma y mito en Gringo viejo”, Nuevo Texto Crítico, vol. 1, 1988, pp. 123-131; Pilar Sáenz, “Mito y semiótica en Una familia lejana de Carlos Fuentes”, en Crítica semiológica de textos literarios hispánicos, Miguel Garrido Gallardo (ed.), CSIC, Madrid, 1983, pp. 659-663; Marc Nacht, “Carlos Fuentes and Malintzin’s Mirror”, Review of Contemporary Fiction, vol. 8, 1988, pp. 211-216; Julio Ortega, “La muerte de Artemio Cruz y el relato de la des-fundación nacional”, en La ciudad literaria de Julio Orteg@, en http://www.brown.edu/Departments/Hispanic_Studies/Juliortega/Principio.htm#Artemio%20Cruz

[25] Mircea Eliade, Imágenes y símbolos. Ensayos sobre el simbolismo mágico-religioso, op. cit., p. 36.

[26] Rafael Olea Franco, “Un encuentro inesperado”, La Jornada Semanal, México, 16 de junio de 1996, p. 9.

[27] La mayor parte de esta información y la subsiguiente la obtuve de los libros citados de los autores y para completar algunas referencias consulté John B. Vickery (ed.), Myth and Literature. Contemporary Theory and Practice, University of Nebraska Press, Lincoln, 1966; Milton Scarborough, Myth and Modernity. Postcritical Reflections, State University of New York Press, Albany, 1994; Edward N. Zalta (ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Winter 2002 Edition, y Nicola Abbagnano, Diccionario de filosofía, trad. Alfredo N. Galletti, FCE, México, 1987.

[28] Mircea Eliade critica la obra de Frazer por sus juicios sobre las sociedades arcaicas. Y critica también Totem y tabú al señalar que Freud universaliza sus conceptos a pesar de conocer las conclusiones a las que Frazer había llegado sobre la no universalidad del totemismo como fenómeno socio religioso. Censura igualmente Las formas elementales de la vida religiosa: “libro precioso en muchos aspectos, a veces casi genial, pero desgraciadamente carente de fundamento”, porque señala que Durkheim cae en el mismo error de Freud, al atribuir al totemismo el origen de las religiones. Mircea Eliade, Imágenes y símbolos. Ensayos sobre el simbolismo mágico-religioso, op. cit., p. 27, n. 8 y p. 30.

[29] Joseph Campbell, The hero with a thousand faces, Meridian Ed., Nueva York, 1956. [1a. ed. 1948], p. 382.

[30] Cf. Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad, trad. Alfonso García Suárez y Luis M. Valdés Villanueva. Taurus, Buenos Aires, 1991 [1a. ed. francesa, 1960], p. 169.

Claudia Macías Rodríguez, “El mito en la literatura: un recorrido hacia su definición”, Sincronía, primavera 2006, ISSN 1562-384X, http://sincronia.cucsh.udg.mx/cmaciasnov06.htm  

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