Desde México para Corea: 
Entrevista a Cristina Rivera Garza
Claudia Macías Rodríguez y Jung-Euy Hong

En junio de 2006, gracias al apoyo del Instituto de Estudios Iberoamericanos de la Universidad Nacional de Seúl, tuvimos el privilegio de recibir en Seúl a Cristina Rivera Garza (México 1964). Pero el contacto con la escritora había iniciado meses atrás. Había llegado a nuestras manos una novela con tres premios literarios: Nadie me verá llorar, ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2001, otorgado a la mejor novela escrita por mujeres en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; en 2000, Premio IMPAC-CONARTE-ITESM, y antes que estos dos, Premio Nacional de Novela en 1997. Nadie me verá llorar, novela que retrata el principio del siglo pasado mexicano, la época de la Revolución Mexicana, con un tema cliché transformado en una narración que fluye tomando una ruta extraordinaria, cautivó nuestra atención desde el primer momento. El punto de vista de la autora anima la nueva visión de ese hecho histórico. Imaginamos una historia dentro de la Historia. Y la lectura de la novela fructificó en tres direcciones en el ámbito académico de la Universidad Nacional de Seúl: despertó el interés por conocer más de la autora y del proceso de escritura de la novela, invitó al reto de su traducción al coreano, y dio vida a varios ensayos críticos recientemente publicados.  La distancia parecía un obstáculo, pero sin importar las barreras del tiempo y la lejanía de nuestros países, Cristina Rivera Garza respondió a nuestro llamado por Internet, en octubre de 2005. Con la difícil y extraordinaria combinación que supone la frescura de una respuesta espontánea y la profundidad de sus respuestas, Rivera Garza nos permitió conocer su mundo como escritora y su aventura al escribir Nadie me verá llorar. Cristina Rivera Garza cree en el valor de los medios modernos de comunicación y más allá de la sola experiencia en su weblog, quiso compartir con los académicos, con los estudiantes del postgrado de la Universidad Nacional de Seúl y con los lectores en Corea esta entrevista realizada a través de Internet, que ahora compartimos en este espacio de comunicación entre Oriente y Occidente.    

PREGUNTA: ¿Cuáles considera usted que son los patrones literarios, las líneas de la nueva generación de narradores mexicanos? 

CRISTINA RIVERA GARZA: El único patrón literario de la nueva generación de narradores mexicanos es que no hay patrón literario alguno. Quiero decir que el único patrón literario, de haberlo, es la diversidad. Hay poco terreno en común entre el realismo sucio de Guillermo Fadanelli, por ejemplo, y la escritura de trazos delta de Daniel Sada. Hay un vínculo muy leve entre los mundos fronterizos de Eduardo Antonio Parra y el cosmopolitismo exquisitamente neurótico de Javier García-Galiano. Entre las visitaciones eróticas de Ana Clavel y la experimentación formal, y por demás austera, de Mario Bellatín hay bastante trecho. Como lo hay entre las apropiaciones históricas signadas por la melancolía de Héctor de Mauleón y la violencia lingüística en tiempo presente de Elmer Mendoza. Lo que estos y otros narradores nacidos en los años sesenta comparten, sin embargo, es un contexto de creciente proceso de “profesionalización” (y anoto esta palabra sin ánimo alguno de valoración; anoto la palabra como quien atestigua un “hecho”) al que sin duda han contribuido las becas que otorga el Estado mexicano tanto a jóvenes creadores como a los no tan jóvenes a través del Sistema Nacional de Creadores artísticos. Esta generación también ha tenido acceso, en mayor o menor medida, a agentes literarios, publicaciones en editoriales con presencia tanto en México como España (signo de la persistente subordinación que vincula a los centros y periferias culturales, por otra parte), y traducciones a diversos idiomas. Estamos, en todo caso, ante una generación pujante, arrojada, vociferante incluso; una generación con proyectos sólidos y pasiones largas. Si me da tiempo al rato contesto la #2. Un abrazo. 

P. A Corea han llegado los nombres de “Crack” (Manifiesto del Crack) y del “Boom al Boomerang” (Carlos Fuentes), ¿se considera usted miembro de alguno? Y si no, ¿dónde se ubica usted en el panorama de la literatura mexicana actual? 

CRG: Esto lo he dicho varias veces, incluso en presencia de los miembros del Crack a quienes considero mis amigos y cuyo trabajo respeto: el Crack tiene una historia que no es mía. Y esta frase ha de tomarse de manera literal. Veamos: mientras los integrantes del futuro Crack se encontraban compartiendo salones de clase, y ganando premios, en una preparatoria de la Ciudad de México, yo andaba de la mano de unos padres de ánimos más bien gitanescos recorriendo el norte del país, tomando clases en escuelas del gobierno y leyendo, como saben, Ana Karenina debido al optimismo de jóvenes profesores sin mucha experiencia didáctica pero con muchos ganas de propagar su amor por la lectura. Luego estudié, también en una universidad pública, la UNAM de la Ciudad de México, no la carrera de literatura, sino de sociología porque, según lo indicaba el objetivo de la carrera, y esto lo cito de memoria, la sociología estaba encargada de “cambiar el mundo”. Más tarde, después de escribir mi primer libro y ganar un premio nacional (el San Luis Potosí de cuento en 1987), me fui del país –un  viaje de 15 años del que, por cierto, acabo de regresar. Eran los últimos años de la década de los ochenta, y yo dejé, como tantos otros, un país en perpetua crisis con unos cuantos centavos en las bolsas (lo que recibí del premio por cierto), el Incurable del poeta mexicano David Huerta, y la convicción de que estudiaría un posgrado en historia porque eso me ayudaría a escribir los libros que sabía (con esa certeza que sólo se tiene, y esto a veces, en la adolescencia) terminaría escribiendo.   

Hay, como es visible aquí, una historia de desarraigo tanto vivencial como intelectual, de buscados puntos-de-fuga, de estar-en-el-fuera-de-lugar, de una gozosa (aunque también sufrida y a veces violenta y violentada) autonomía, que me gusta mucho, con la que me identifico profundamente y a la cual no voy a dejar escapar. Para ser honestos, con frecuencia llego a la conclusión de que yo no me pertenezco ni a mí misma. Así están las cosas.   Va otro abrazo.  

P. ¿A qué escritores se siente cercana? 

CRG: La respuesta a esta pregunta varía con el tiempo –algunos autores llegan bombásticos y desaparecen, luego, de la misma manera (mientras tanto uno no hace otra cosa más que hablar de ellos, por supuesto), otros llegan con gran recato y terminan acompañándome en cada una de las mudanzas de mi vida. De cualquier manera, me gustan, sobre todo, los autores para quienes escribir un libro es escribir dos libros. Quiero decir que me resultan muy interesantes los libros que no se plantean únicamente el desarrollo de una anécdota. Me siento cercana a aquellos libros que producen y siguen sus propias reglas (que es la mejor definición de la escritura experimental, que le oí, por cierto, a Jen Hofer, poeta y traductora norteamericana). Pienso en Juan Rulfo, en Julio Cortázar, en Marguerite Duras, en Virginia Woolf, en David Markson, en Micheal Ondaatje, en Georges Perec, en Michael Palmer, en Leon Tolstoi, en Amparo Dávila. Por citar algunos. 

P. ¿Qué ‘peso’ tiene en su escritura el ser mexicana? ¿La nacionalidad influye en los escritores de hoy en día? 

CRG: Yo no creo en las escrituras puras, ni en angélicos autores sin adjetivos. Creo, de hecho, en las escrituras contaminadas de todo (que es otra manera de llamar, por cierto, a las escrituras colindantes): de clase social, de nacionalidad, de género, de edad, de etnicidad, de geografía, de todo lo demás. Sin embargo, esto no quiere decir que yo crea que la escritura es un acto de expresión (del yo, de la experiencia, de lo real, del referente). De hecho, estoy convencida de que la escritura es un proceso de producción (de lo real sobre todo). A ese proceso (al proceso de escritura como producción) uno va con todo lo que sabe de sí, con todo lo que uno cree que sabe de sí, pero fundamentalmente con todo lo que uno no sabe ni de sí ni del mundo. Uno va a la escritura para desconocer el sitio de partida y para producir el descubrimiento que es todo lugar (efímero) de llegada. El lugar de transición que es todo libro. En todo caso la nacionalidad, como uno de esos muchos elementos, es, de ser del todo, un lugar de partida (el recuerdo o la invocación de cierto paisaje, el ritmo de una lengua, un aroma) no una definición ni mucho menos una cárcel. –crg  

P. Hemos encontrado que hay cierta relación entre su obra y la otros escritores que se ubican ‘en la frontera’ de México con los Estados Unidos. ¿Podría hablar un poco de ello? 

CRG: Donde hay diferencia hay frontera, y ese es el concepto que me interesa de lo fronterizo –el lugar umbroso, flexible, fluido, paradójico, donde confluye lo disímbolo. Creo que esto lo dije mejor en un post que subí a mi bitácora electrónica No Hay Tal Lugar (www.cristinariveragarza.blogspot.com) un 10 de julio del 2004:   

"En la vida como en la escritura, lo verdaderamente interesante ocurre en las colindancias –esos espacios volubles donde lo que es no acaba de ser y, lo que no es, todavía no empieza. Lejos de tratarse de espacios armónicos donde lo distinto se intercambia, creando la posibilidad de una síntesis, estas colindancias son espacios de choque donde, como diría Slavoj Zizek en Organs Without Bodies. On Deleuze and Consequences, sólo se escucha “el eco del impacto traumático”. 

Me interesa, en todo caso, la conmoción del encuentro, la tensión que lo genera y que lo sostiene, más que le resolución, siempre ficticia, con la cual se trata de disminuir el peso de lo diferente, lo disármonico e, incluso, lo incompatible. En tanto concepto, luego entonces, la colindancia no es semejante a la hibridación. La colindancia no es una combinatoria. No es una nueva forma de fijación. No salva.   

Una escritura colindante no ocurre, no puede ocurrir, en un género literario específico. Justo como los “ilegales” que cruzan fronteras fuertemente vigiladas, las escrituras colindantes ponen de manifiesto la extrema porosidad de los límites establecidos por los así llamados poderes literarios. Una escritura colindante es, en este sentido, una lectura (en tanto práctica interpretativa) política de lo real.   

La producción de líneas de fuga, que son en realidad agujeros por donde se extravía el sentido original de las cosas, se lleva a cabo a través de la utilización de elementos propios de un género dentro de la silueta o demandas de otro –una utilización (que es una forma de agencia social y cultural) ciertamente tergiversada y por necesidad lúdica, es decir, crítica. Hay una colindancia, por ejemplo, cuando un verso se inscribe dentro de la estructura de una novela o cuando un párrafo juega funciones importantes dentro de un poema, pero siempre y sólo antes de que la primera se vuelva una prosa poética o el segundo un poema narrativo. Hay una colindancia, luego entonces, mientras se escuche el eco de ese “impacto traumático” cuya mera existencia es señal de que la resolución o síntesis redentora, el nuevo orden, la nueva reorganización del territorio y sus sistemas de vigilancia, no ha llegado.   

Las escrituras colindantes son la osteoporosis de un esqueleto literario al que le falta calcio. En un juego de identificaciones sucesivas sería necesario admitir que lo más interesante (y lo más interesante siempre es más decisivo que lo más correcto o lo más verdadero) de la poesía ocurre en la narrativa. Lo más interesante de la narrativa ocurre en la poesía. Lo más interesante, en suma, como se sabe, es siempre lo otro.   

Una escritura colindante titubeará, como alguna vez lo dijo Kafka, con la mayor contundencia posible. Dice Deleuze: Hay que escribir de una forma líquida o gaseosa, precisamente porque la percepción normal y la opinión ordinaria son sólidas, geométricas.   

Una osamenta pluvial. Una estructura arenosa. Una osteoporosis. Una enfermedad. Una fuga permanente. Una manera de no estar.   

Creo que todo esto quiere decir que, de la frontera, lo que me resulta más interesante es el cruce –el cruce antes de que éste se transforme en una epopeya o una fuente de victimización. –crg  

P. ¿Qué le atrajo del nombre Nadie me verá llorar

CRG: La historia tiene poco glamour, a decir verdad. Confesión tristísima: soy muy mala para poner títulos. El manuscrito de la novela tuvo varios nombres antes de adoptar este último se llamó, por mucho tiempo, “Yo, Matilda Burgos”, pero terminé desechándolo porque resonaba con fórmulas semejantes que habían utilizado importantes libros testimoniales escritos por mujeres latinoamericanas del siglo XX. Se llamó “Agujeros luminosos”, un título con el que yo quería aludir a la estructura del libro, pero que fue rechazado por el primer editor que entablé negociaciones debido a su alto contenido “intelectual” (sic). Creo que tampoco me gustaba tanto, porque igual lo dejé ir. También se llamó, pero esto por poco tiempo, “La enferma habla mucho” (parte del epígrafe con que da inicio la novela y descripción sucinta que hace una maestra del Depto. de sarapes de la protagonista), pero éste ni siquiera llegó al papel. El Nadie me verá llorar, una frase que a mí todavía no acaba de gustarme del todo, se lo debo a alguien cuyo nombre e identidad desconozco. 
Ese Alguien Desconocido notó que la frase se repetía a lo largo del texto y, a su ver, tenía, como se dice, “clinch”. No sé a ciencia cierta qué sea el “clinch”, pero supongo que fue por eso precisamente que no me gustó mucho. Sonaba, además, melodramático. Sonaba, quiero decir, como bolero de mitad del siglo XX. Lacrimoso. Pero en esas época yo estaba embarazada (y tenía cosas más imporantes en qué pensar, por supuesto) y era más bien novata en el asunto de las negociaciones editoriales. En todo caso recuerdo el día en que llegué, exhausta, a casa y, justo antes de abrir la puerta de la entrada, tiré el manuscrito sobre el piso del porche mientras enunciaba mi juicio final: ya estuvo. Después de eso no volví a pensar más en el título.

P. ¿Cuáles fueron los motivos para seleccionar a una protagonista como Matilda, qué simboliza su marginalidad y su enajenación? 

CRG: Los personajes no representan nada. No simbolizan nada. Si son personajes, entonces son. Nada más. A Matilda la encontré en una fotografía cuando yo realizaba mi investigación (de corte académico, aunque también de corte muy personal) en los expedientes del Manicomio General La Castañeda que se encuentran en el Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, ubicado en el centro de la Ciudad de México. La novela es el resultado, entre otras tantas cosas, de ver esa fotografía, y luego del deseo de seguirla viendo. El rostro, ah, el rostro. El rostro que parecía sugerir que la locura no era más que una travesura. O que podía serlo. Dentro de su expediente también estaban, por cierto, sus letras (copiadas textualmente al final de la novela). Desde el primer momento sentí que al abrir ese atado de hojas frágiles y viejas estaba desviando la trayectoria original de la misiva, que era, como se sabe, una trayectoria hacia el olvido. ¿Tenía derecho a hacerlo? ¿Era mejor la escritura que el olvido? La disyuntiva me atosigaba y me atosiga. Matilda es ese desvío. Ese desvarío. Ese atosigamiento. –crg  

P. La novela tiene una estructura muy compleja que parece encerrar un enigma. La combinación de historia y poesía en la novela misma, y la diversidad de temas y formas que maneja le dan la imagen de un universo particular. ¿Cuál sería la intención de esa estructura? ¿Fue difícil mezclar la ficción con la historia que ahí se comprende? 

CRG: Una novela puede prescindir de todo, excepto de una postura acerca del lenguaje y de una estructura. La estructura de Nadie me verá llorar responde, creo, a dos urgencias: la urgencia de hacer contemporáneo el pasado (en lugar de hacer-como-si fuera posible llevar al lector hacia el pasado en un viaje lleno de nostalgia o, peor, sentimentalidad didáctica) y la urgencia de no usurpar las voces de un mundo que me inquietaba pero que no era, ni es, mío. El principal enigma de esta novela está ahí, entre esas dos urgencias: ¿Cómo contar una historia que dude de sí y que no quiera, de manera por demás imperial, someter lo desconocido a lo conocido? Lo que trato de decir desde el punto de vista muy limitado del autor de la novela, es que el enigma de esta novela es el enigma de toda novela: su propio ser. Su propio contarse. –crg  

P. El amor se da en términos peculiares y el lector parecería estar esperando que Matilda encontrara la felicidad en el amor. ¿Por qué se le niega el amor? 

CRG: Algunos lectores muy puntillosos de Nadie me verá llorar y de las otras dos novelas que he publicado con Tusquets (La Cresta de Ilión y Lo Anterior), me han hecho saber que la figura que domina las relaciones interpersonales en estos textos es el triángulo: Matilda-Cástulo-Diamantina; Matilda-Joaquín-Diamantina; Joaquín-Alberta-Matilda; el doctor-Amparo Dávila falsa-Amparo Dávila verdadera, entre otras. Yo los he mirado con asombro, he guardado silencio y, luego, de esa nada que de acuerdo a Novalis es azul, he dicho: ¡pero si el triángulo es una figura divina! –crg  

P. Llama la atención el tratamiento de los personajes masculinos. No hay ninguno que aparezca como ‘modelo deseable’. Todos tienen algún defecto (a veces grave) que nos hace rechazarlos, al igual que Matilda los rechaza. ¿Existe alguna razón para haberles dado ese tratamiento? 

CRG: De los personajes (tanto textuales como de carne-y-hueso) lo que siempre me interesa más es su vulnerabilidad –esos vericuetos o grietas o fracturas o heridas por donde entra (o sale) el sentido más profundamente humano y, por ello, más profundamente nuestro. Supongo que de ahí parte mi interés por la enfermedad, la locura, las situaciones imposibles: es ahí, en ese quiebre, que emerge algo vivo. Y lo vivo no siempre es lo más amable. Por lo demás, tampoco creo que mis personajes femeninos sean “modelos deseables”. Pueden ser, espero, modelos-de-deseo, es decir, espacios de identificación que parten de la falta, pero no modelos deseables. –crg  

P. ¿Qué buen recuerdo le queda del proceso de elaboración de Nadie me verá llorar

CRG: Escribí el primer borrador de Nadie... justo cuando llegué a Greencastle, Indiana –un pueblito universitario de aproximadamente 10 mil habitantes en el corazón del medio oeste norteamericano. Puesto que ahí obtuve mi primera posición como profesor en el sistema educativo estadounidense, trabajaba (literalmente) como un burro de lunes a jueves, preparando mis clases. Lo único que me permitía hacer eso era pensar que de viernes a domingo dedicaba todo mi tiempo (y eso también es literal) a escribir mi libro. En esos días, quiero decir, no salía de casa, no contestaba el teléfono, no me bañaba, apenas si comía. Sé que fui escribiendo esta novela (y éste es mi buen recuerdo) con la urgencia de quien sabe que ésa y no otra es la única posibilidad de estar en el Ahora y el Aquí. Espero no sonar dramática (o peor: melodramática) pero escribir, que no salva, produce una relación de tal intensidad con el mundo que ahí y sólo ahí es tolerable. –crg  

P. Qué lugar ocupa Nadie me verá llorar en el resto de su obra? 

CRG: Nadie me verá llorar es en realidad la tercera novela que escribí, aunque fue la primera publicada (las otra dos permanecen y permanecerán inéditas). Nadie me verá llorar que fue y es, en muchos sentidos, un conjunto de puntos de partida también fue, en sus inicios, el cierre de un ciclo largo –ahí  quedaron años y más años de escritura en solitario y en silencio. Creo que no sería erróneo decir que con Nadie... me convertí en escritora. De todo lo demás no tiene la culpa Nadie... por supuesto. –crg  

P. ¿Con qué aspectos considera usted que se debe tener especial consideración en su obra al momento de ser traducida a otros idiomas? 

CRG: Si algo aprendí en el proceso de traducción de Nadie me verá llorar al inglés y de la traducción, también del español al inglés, del poemario intitulado Tercer Mundo, fue que yo no soy traductora y que le tengo bastante respeto a un oficio tan arduo. De mi experiencia en traducción con la poeta norteamericana Jen Hofer aprendí, por ejemplo, que un buen diálogo, una línea de comunicación abierta entre traductor y traducido siempre le ayuda al texto (y ni qué hablar de las relaciones humanas en general que, bien vistas, no son más que procesos de traducción in-situ, ¿no es así?). De ahí en fuera, y aunque a veces no me guste, sí creo que la traducción es la lectura más puntual que pueda tener un libro y, en cuanto tal, es una lectura que no me pertenece y sobre la cual no tengo poder de veto. –crg  

P. ¿Qué páginas (de 2 a 3) de Nadie me verá llorar nos recomendaría para traducirlas al coreano? (No queremos cometer ‘el error’ de Piglia con Ana Karenina...

CRG: Ah, veo que leen el No Hay Tal Lugar, eh? Creo que el inicio es siempre un lugar por donde empezar, ¿cierto? –crg  

P. En Corea está de moda la ciberliteratura. Escritores jóvenes para lectores (en su mayoría) también jóvenes. Lo que hemos leído de usted en Internet es muy interesante. ¿Piensa seguir escribiendo en weblog?¿Podríamos esperar una obra suya como ciberliteratura, una blogsívela? 

CRG: Empecé a escribir mi primer blog para responder el reto que me lanzaron algunos de los integrantes del taller de escritura que impartí en la ciudad de Tijuana en el 2003. Casi todos ellos ya habían abierto su blog e insistían, con denodada determinación, en que yo hiciera lo mismo. Yo había esgrimido ya varias razones para no hacerlo, hasta que una noche, después de una fiesta, dos de mis alumnas me preguntaron: ¿le da miedo el blog? y esa, como se imaginarán, es una pregunta que uno tiene que responder no con palabras sino con acciones. En ese mismo momento le pedí la computadora a la anfitriona y abrí, como a eso de las 2:30 de la madrugada, mi primer blog: Words are the Very Eyes of Secrecy. Lo demás fue pura adicción. No hay manera que un adicto a la escritura, teniendo un blog, no escriba. La única comparación que se me ocurre: es como darle su droga favorita al adicto en cuestión.    

La ciberescritura, por otra parte, me ha enseñado cosas importantes. Que en el escribir lo que cuenta es escribir, por ejemplo, siempre, a todas horas, en todo sitio. Que el proceso de publicación que se salta, digamos, olímpicamente al editor sí cuestiona y pone a temblar estructuras jerárquicas casi transparentes de lo establecidas. Que el sentido de fragmentación de lo narrado, que ya constituía un elemento de mis ejercicios escriturales, forma parte de un modo-de vida-en-pantalla. Que la escritura no tiene porque ser ni solitaria ni silenciosa –la comunidades blogueras son también infinitas. Finalmente: que por ser escrito en un blog no es necesariamente bueno o contemporáneo o indispensable o ameno.   

Sobre lo último: creo que aunque decidiera lo contrario, no podría dejar mi blog. Ahí van las cosas que publico en suplementos o revistas especializadas, y el comentario de última hora o la ocurrencia que deja en paz a los sentidos. Ahí va esa forma de escritura pública que cubre, a veces perfectamente bien, el otro proceso de escritura que se sucede por debajo de todo esto. Ahí va la respuesta rápida o el comentario en flamas. Ahí está el foro que convoca y comunica. Creo que la respuesta es definitiva: Long live the blog! –crg     

Les dejo a todos aquí un gran abrazo. –crg  

* Esta entrevista se publicó originalmente bajo el título “Entrevista exclusiva con Cristina Rivera Garza”, Literatura joven de México. A partir del Crack, Posgrado en Lengua y Literatura Hispánicas, Universidad Nacional de Seúl, 19 de octubre de 2005. URL: http://cafe.naver.com/elcrack.cafe

Claudia Macías y Jung-Euy Hong, “Desde México para Corea. Entrevista a Cristina Rivera Garza”, Espéculo. Revista de Estudios Literarios, (Universidad Complutense de Madrid), núm. 35, marzo-junio 2007, ISSN 1139-3637, URL: http://www.ucm.es/info/especulo/numero35/crisrive.html

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