Como un sol

Cuento de Marta Lynch

Casi no se habían sentido. Digamos que se entreveían. Un roce, la simple refracción de la mirada era una tarde sobre la que tendrían que recapacitar. Huían disparados como dardos; torcían, empecinadamente, rumbos disparatados por oposición. Se veían como en la planchada de un barco en el que secretos y modernos mecanismos ocultan al instante de partir. A las disparadas. Como un viento que cierra una ventana dando término al verano. Como una tarde de sol en los primeros días de marzo: luminosa, intensa y breve. Así es como vivían.

Durante algún tiempo jugaron a la normalidad; pero eran tan excéntricos los dos como para que el tablero con las fichas —blancas, negras— fuera rápidamente desechado. Y volvían a las entrevistas a las que se aferraban buscando una periodicidad tan constante como el bombeo del corazón. Lentamente, iban formando una pareja extravagante, casi invisible para los demás. Aquellos que advertían la maniobra, se enfurecían de celos o de temor. Porque hay palabras temibles: lo sabemos. Palabras como siempre o ciertamente o será o amor.

Y era tanta la ansiedad recíproca que al punto de encontrarse ya estaban como desesperados para concertar la cita del día siguiente, para asegurarse esa cuota casi mínima y siempre mágica en que recibían, uno de la otra, la alegría necesaria, un espacio de vida que era propio y siempre irrenunciable, que debía estar al margen de los caminos antagónicos y de los agravios de un contorno hostil. Como buceadores de las horas que faltaban hasta el nuevo encuentro, se precipitaban sobre lápices y cuadernos de citas, memorizaban encuentros y deberes, obligaciones divorciadas que llevaban sus vidas a lugares diferentes. Ya era un hola y adiós, nerviosos, mechados con sonrisas y ternezas más adivinadas que concretas; un revuelo de hojas de escritorio y un reflejo en la ventana a través de la cual Buenos Aires, vive, muchos pisos más abajo, risueña a veces, feroz casi siempre, extrañamente sumisa para ellos, como un inmenso gato doméstico que se acurruca para la caricia. Tras esos vidrios, se ponía el sol. Extendíase un cielo azul. Un par de estrellas visibles en el ángulo izquierdo de la primer ventana. Todo azul. Y también dorado: la tarde, el otoño, ambos. Y siempre, idéntica ansiedad para descontar la cita que les devolvería al mágico roce con que satisfacían una necesidad mucho más honda que su apresuramiento al saludarse, o al decirse adiós. Que no podía ser adiós sino hasta el día siguiente en que tampoco ocurriría el encuentro total por el que clamaban sus cuerpos con esa timidez con que suelen exigirse los hechos importantes. Una visión apenas. Una ráfaga como el vestido de gasa azul con que ella descubre sus hombros tostados por el sol y esa mueca risueña y varonil de un hombre atascado en sus obligaciones de vida, vida que es casi un frenesí. Un instante rapidísimo para verla hermosa como él la necesita y para verlo, tan seguro y tímido, tan receptivo que los deseos de correr y de abrazarse van licuándose en la prisa de llegar —curiosos, ávidos— hasta el día siguiente, al que quieren tener fuertemente tomado por las riendas, como una cuota nueva de presencia que es un sol.

Y acaso, ni siquiera conocían bien el desenlace. Confusamente deducían que si dos corren por caminos que en algún punto convergen, esos brazos fortísimos aprisionarán por ultimo la fragilidad del otro cuerpo.

Pero no es ni siquiera esa constancia lo que importa. Sólo comprobar que están, que puede llamarse a eso compañía, separados sólo por un par de metros sobre los cuales van y vienen miradas y ternezas, verdades que lentamente forman la historia de los dos, un cuento que alguna vez habrán de contarse o en versiones separadas. Y eso es lo peor. Los términos de una precariedad que ella teme más que él y de un tiempo frente al cual ella se echa a llorar. Lentamente van adquiriendo la costumbre de verse personas de una ciudad común en la que viven tan lejos como en dos galaxias apartadas; pero los motores poderosos están puestos a marchar de modo que las distancias son salvadas cada día. Antes de decir qué tal hay que asegurarse de mañana porque de alguna manera la felicidad es una ráfaga, toda voluptuosidad, tan viva como ese color de Buenos Aires que espera atrás. Asegurarse de que mañana será también como hoy o como anteayer cuando los ojos dijeron tantas cosas con tanta rapidez como un milagro de la cibernética, computadoras que concentraron palabras amorosas, caricias que arrastran los objetos de una mesa que se extiende como barricada. No hay vacío que no salven quienes se beben diariamente, transmitiéndose armonías, o coherencias fantásticas: un nombre arrastrado desde la infancia, un enemigo común, los ojos subversivos que atraviesan la gasa azul y las mangas de un saco de hombre, una camisa que oculta el pecho donde ella quiere reclinarse, un eco discretísimo de las voces con que se van confesando, rápidos, veloces como la época, un contorno de amor parecido a todo amor.

Exasperados, colmados o expectantes, no alcanzan casi al goce inmediato de esta tarde ante la urgencia de otra tarde que van ganando a un tiempo enemigo, a una naturaleza esquiva, glotona y vana que deja morir —casi siempre— lo que mas deseó. Sin degustar la complacencia mutua, exigen una fidelidad del día siguiente; si hoy ya sos parte de mi alegría, debo asegurarme otra cuota y las demás. Y este remolino de vida y de obsesiva dependencia los hace ponerse a trabajar encarnizadamente, combinando fechas imposibles, horarios encontrados, tachando intrusos, coincidiendo alegremente en la dosis a ingerir. Es un recreo. Una vacación cortísima que irrumpe en la vida de los dos y es apetecible y luminosa e intensa como el golpe de mar, como es el sol.

Y casi no llevan sobre sí experiencia alguna. Un beso ardiente escurriéndose frente a la hora marcada en el reloj y el nuevo libro de las citas. Una mano sobre otra que repite las mil y unas noches de la piel. Una piel que se responde. Que los combina bien (suponen) porque ellos no han hecho más que asegurarse el regalo que les trae una entrevista donde el hola depende de la hora en que se verán mañana y donde ambos saben que la hora y el hola de mañana significa una discreta fórmula de la eternidad.

 

Cuento de Marta Lynch

 

Publicado, originalmente, en Revista La Torre de Papel Nº 2 Octubre de 1980 (Buenos Aires, Argentina)

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/la-torre-de-papel-no-2/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Marta Lynch

Ir a página inicio

Ir a índice de autores