José Ángel Valente: La transparencia y la implosión del silencio

Ensayo de Román Luján

 

para Minerva Margarita Villarreal

La obra de José Ángel Valente (Orense, 1929-Ginebra, 2000) abre un camino hacia la transparencia. Mientras la mayoría de los poetas han sido atraídos por la luz o la oscuridad, en una suerte de autoconfirmación, Valente ha optado por transitar entre ambas sustancias, siguiendo el postulado de Rimbaud: iluminar la noche atravesándola. No buscó el salmo de Whitman ni encarnar al dios soñado por Huidobro; sin embargo, su poesía guarda una pulsión genésica, ante-natal, en la que el poema no se escribe> se alumbra, y su existencia se inicia desde el momento de su concepción. La certeza de esta ante-palabra nos llega en fragmentos o poemas breves, en los que la tiniebla y el destello son trascendidos por la sílaba esencial, recuperada del origen. La búsqueda poética de Valente reside en el desnacimiento, en la conversión en Nadie, en la implosión del silencio.

Valente escribió poesía en gallego y en castellano. Cantigas de alén (1996) recopila buena parte de su obra en lengua gallega. La obra lírica en castellano fue dividida por el propio poeta en tres fases: Punto cero (Poesía 1953-1979)> que en su segunda edición (1980), abarca sus diez primeros títulos[1]; Material memoria (1979-1992)y segundo ciclo poético (1992), que agrupa los seis volúmenes siguientes[2] y, finalmente,

Fragmentos de un libro futuro (2000), que reúne los poemas escritos en sus últimos diez años de vida, considerado por algunos como su testamento poético.

Al menos por filiación histórica, Valente fue ubicado dentro de la generación de los cincuenta, que agrupa a autores como Claudio Rodríguez, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Francisco Brines y Jaime Gil de Biedma. Los poetas de esta promoción manifestaron con fervor su antifranquismo y su rechazo a todo régimen autoritario, en un momento en que la poesía continuaba siendo un arma cargada de futuro. Al mismo tiempo, buscaban alejarse de las ideologías, regresando al individuo la armonía perdida, por lo que exaltaron, en un estilo conversacional, la realidad sensible del poeta, personaje al que le es dado compartir sus vivencias, expresar sus emociones sin riesgo de censura.

Aunque en la última fase de Punto cero lo ganarían otras motivaciones, en sus primeros libros el joven autor gallego hace evidente su compromiso histórico, denunciando la injusticia e invitando al lector a unirse a su reclamo. En ese momento, la poesía es vehículo de lo inmediato, capaz de convocar mareas y formar filas. El inicio de Cementerio de Morette-Gliéres, 1944 ilustra este aspecto:

No reconocieron

más privilegio que el del mártir,

para que el aire fuese

más libre en las alturas

y los hombres más libres.

                                     (de Poemas a Lázaro, 1960)

El canto es exógeno, se cierne con urgencia sobre un pasado que sólo puede extinguirse al ser recordado. El poeta no teme alzar la voz para reivindicar a los caídos que simbolizan la sangre sonora de la libertad. Hay que recordar que Valente siempre mantuvo una postura disidente, que en más de una ocasión le llevó a vivir lejos de España.[3]

Otro rasgo de su primera etapa es la presencia de cierto intimis-mo confesional, acorde —acaso sin desearlo— con los postulados de la poesía de la experiencia, corriente inaugurada por Jaime Gil de Biedma a partir de su interpretación del libro The poetry of experience (The dramatic monologue in modern literary tradition) de Robert Langbaum. “Al fin y al cabo —anota Jaime Gil de Biedma en el prólogo de Compañeros de viaje, 1959, su primer poemario—, un libro de poemas no viene a ser otra cosa que la historia del hombre que es su autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la vida de todos los hombres...”[4] Esta postura es advertible en “Ramblas de julio, 1964”:

Me pregunto qué queda de esta tierra

de ayer, de hoy mismo,

de hace un momento apenas,

de nuestra propia juventud a punto de no serlo

ya nunca más y para siempre.

                                        Aún veo

tu bello torso, si no libre airado

mi propio pecho a la sazón desnudo,

la hora de vivir por palabras iguales

un álamo o el aire

frío de la meseta en noches de esperanza.

                     [...]

Ahora la conversación urbana

sobre política y literatura

en un tórrido julio inanimado>

el ácido sabor de la ginebra

y el quebrantado hielo de los años más puros

deshaciéndose triste

al sol canicular de lo no compartido...

                                     (de La memoria y los signos, 1966)

El sujeto lírico que se pregunta y responde, la añoranza de los placeres simples, la evocación que devuelve su brillo a una vivencia, la complicidad susurrante de la enunciación, son rasgos visibles en un periodo —no muy duradero— en que el poeta convive con las tendencias practicadas por sus compañeros de viaje.

Sin embargo, la veta más desarrollada de su poesía, en sentido opuesto a las tentativas mencionadas, también se encuentra en sus inicios. Los versos que abren A modo de esperanza (1955), su primer libro, simbólicamente configuran su mejor poesía:

Cruzo un desierto y su secreta

desolación sin nombre.

El corazón

tiene la sequedad de la piedra

y los estallidos nocturnos

de su materia o de su nada.

El poeta se reconoce como el único viajante de un sendero impronunciable, que revela sus misterios al que se atreve a cruzarlo. Como en Rilke, aparece la conciencia de la creación solitaria, quizás incomprendida por las modas literarias, como condición de una poesía resistente al paso de las estaciones. No le interesa abrirse en canal para mostrar la textura de sus emociones, sino conservar una distancia pétrea consigo mismo, que le permita recibir la materia secreta del lenguaje.

En el curso de esta transición, Siete representaciones (1967), serie de poemas que aluden a otros pecados capitales, representa el primer momento en que el autor escribe sobre un tema hasta agotarlo. El poema se convierte en una forma de ejercitar el pensamiento conceptual o, como planteaba José Gorostiza, en una investigación de ciertas esencias. Por otra parte, surge la escritura fragmentaria como medio de disolución de la materia poética, rasgo que se acentuará hasta el límite en sus últimas entregas.

Si es verdad que los ciclos poéticos duran alrededor de quince años, a Valente bien puede aplicarse esta intuición, ya que, a principios de los setenta, la aparente abstracción de su propuesta comienza a situarlo como el gran solitario de la poesía española. La aparición de El inocente (1970) y su primer libro de ensayos, Las palabras de la tribu (1971), marcan la orientación ética de una escritura por vía iluminada, por inmersión en las aguas aéreas del fenómeno creativo. Valente se instala en el territorio de la evasión y su imantación seductora:

Escribo desde un naufragio

desde un signo o una sombra,

discontinuo vacío

que de pronto se llena de amenazante luz.

                                     (“Sobre el tiempo presente")

Ambos libros plantean acercamientos de diversa índole a los riesgos de la poesía contemporánea, atravesada por los ríos de la tradición y la vanguardia, en los que la palabra nace, se disgrega y reaparece, para entrar directamente en la memoria. El gran escritor cubano José Lezama Lima, que fue para el español un verdadero mentor, escribió de este doble momento creativo: “No creo que haya en la España de los últimos veinte años un poeta más en el centro de su espacio germinativo que José Ángel Valente, con la precisión de la ceniza, de la flor y del cuerpo que cae[5]”.

No es posible acceder al pensamiento poético de Valente, sin relacionar su obra lírica con sus exploraciones críticas. En el ensayo "Conocimiento y comunicación” de Las palabras de la tribu, el autor hace constar que “El poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia, sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador y es, a mi modo de ver, el elemento en que consiste primariamente lo que llamamos creación poética”. Así pues, para el orensano, el poema no comunica, significa; alberga conocimiento que rehuye a las evidencias, como la nuez guarda al fruto. Es labor del poeta desentrañar la revelación, extraerla de los reinos celestes y abisales. De ahí que la evocación de experiencias personales o ajenas sólo pueda generar, si acaso, la oportunidad del poema, mas no su materia perdurable. “La poesía no sólo no es comunicación; es antes que nada o mucho antes de que pueda ser comunicación, incomunicación, cosa para andar en lo oculto.”, ha asentado después[6]. Valente somete la palabra a una lenta destilación que la ennoblece, que separa el nigredo de la materia para liberar el azogue.

Mientras tanto, la mayoría de sus coterráneos había dejado trincheras y podios para instalarse en salas con chimenea, cultivando un intimísimo coloquial que en la trivialidad y el bajo tono buscaba la comunicación de experiencias pretendidamente sublimes. La postura iconoclasta de Valente, ante este panorama, le otorga la condena de buena parte de la crítica española y de los propios creadores, adormilados —desde entonces y hasta la fecha— por la recepción editorial de la poesía de la experiencia[7], y su consigna de volver cómplices al poeta y al lector, mediante la presentación de anécdotas livianas en verso masticable.

Es en el poemario Material memoria (1979), que entrelaza sus dos primeros ciclos, cuando opera verdaderamente la anunciada radicalización de su lenguaje poético. Incluso en primera persona, la voz es ocupada por una conciencia demiúrgica, sin memoria ni referentes. Los poemas titulados se tornan infrecuentes, dejando al primer verso la función de abrir el campo semántico. Surge una escritura cifrada, que linda con lo críptico, en la que el verso se convierte en un instrumento de excavación en el silencio. El lenguaje es sometido a una tensión que transforma a la palabra en su propio esqueleto:

Como el oscuro pez del fondo

gira en el limo húmedo y sin forma,

desciende tú

a lo que nunca duerme sumergido

como el oscuro pez del fondo.

                                       Ven

al hálito.

Material memoria traza el descenso hacia los fondos del espíritu, hacia una mística verbal por la contemplación, trascendida en acto. Arriba es abajo. No hay luz ni oscuridad sino saber primigenio que opera sobre el canto. El silencio es el vientre-deidad en que reposa la palabra enriquecida, territorio sin geografía donde el poema se eleva como una flor de transparencia diamantina.

En la misma línea de pensamiento, Mandorla (1982) testimonia uno de los momentos más lúcidos y emotivos del poeta. El encuentro erótico recibe el impulso místico y detona una enunciación ritual y estilizada. Nace el hueco, la almendra iluminada que acoge la voz en su centro nutricio. Al igual que en otras exploraciones como la del peruano José Eduardo Eielson, en su “Noche oscura del cuerpo", y el chileno Gonzalo Rojas, en poemas como “Oscuridad hermosa", el diálogo entre la Amada y el Amado establecido por el místico carmelita, es puesto al día por ese abandonarse en el otro que supone la entrega amorosa. La palabra se torna en carne expresada, usando un término de María Zambra-no. Muestra de ello es “Graal":

Respiración oscura de la vulva.

 

En su latir latía el pez del légamo

y yo latía en ti.

                   Me respiraste

en tu vacío lleno

y yo latía en ti y en ti latían

la vulvay el verbo, el vértigo y el centro.

Reencontramos al pez abisal, símbolo de la resurrección, esta vez para evidenciar la destilación de los cuerpos en una materia conjugada. Escuchamos el ritmo cardiaco y su desdoblamiento en el reflejo que el amante entrega a la voz poética. Hay una lógica espiral del sonido, una serpiente mordiéndose la cola. El poeta nos dice que la palabra existe al pensarse a sí misma, y se fecunda en el silencio amniótico: asunción del canto en la dispersión de los murmullos.

Otro aspecto revelador de esta fase creativa es el diálogo que Va-lente sostuvo con artistas plásticos de su tiempo, como Eduardo Chillida, Antonio Saura y, principalmente, Antoni Tapies. Para el poeta, todas las artes, mediante sus instrumentos específicos, parten y llegan al vacío, espacio fértil que sólo el símbolo puede colmar. De ahí su afinidad a la creación abstracciónista, que requiere la mirada interpretativa del espectador o el lector. Alexandra Ihmig, en un magnífico ensayo, ha identificado el simbolismo compartido del poema Mandorla con el cuadro Materia en forma de nou del catalán, detallando sus implicaciones místicas y herméticas[8].

El concepto de la Nada como espacio donde sucede el poema es o era clave para la comprensión de este momento. Basado en los cabalistas, sobre todo en Scholem e Isaac Luria, el poeta ha explicado que “...lo que crea dios es la Nada. Para que algo pueda ser creado, primero crea la Nada. Antes lo que había era el Todo, que era Él; Él crea un espacio de Nada, y ahí crea el Mundo”[9] Dicha visión de la ausencia como entidad receptiva es más que una postura estética, es una declaración de principios, una moral que exige la anulación del propio autor, la perfecta aniquilación. Habitar el lenguaje es, para Valente, deshabitarse, permitir que el vacío reluzca, al tiempo que reconcentra al verbo en su entropía:

Borrarse.

Sólo en la ausencia de todo signo

se posa el dios.

                                     (de Al dios del lugar)

Este poema, que Minerva Margarita Villarreal ha visto como “una flecha y a la vez un ala”,[10] en sus breves rasgos muestra la supresión del yo de la ecuación del poema. Se es intérprete o testigo, no protagonista del fenómeno poético; de ahí la necesidad de evitar toda alusión que entorpezca el signo. El poeta espera que el dios sobrevuele el silencio y se pose momentáneamente en él; el poeta espera, observa sin estar presente. En Mandorla se preestablece esta idea: “Escribir es como la lenta segregación de las resinas; no es acto, sino lenta formación natural. [...] Escribir no es hacer, sino aposentarse, estar”, lo que corrobora su insistencia de escribir por pasividad, por atención extrema de los sentidos a lo que las palabras van a decir.

Esta actitud contemplativa, de lúcida recepción o esencialista, como la ha definido Laura López Fernández[11], encuentra paradero en dos autores capitales en la formación del poeta gallego: San Juan de la Cruz y Miguel de Molinos, figuras emblemáticas del misticismo, de quienes escribió abundantemente, y a los cuales se refirió como influencias principales siempre que tuvo ocasión. Sin embargo, a diferencia de los escritores místicos, que reconocen en la experiencia del encuentro con Dios la imposibilidad de comunicación plena con los hombres —su no sé qué que quedan balbuciendo— para Valente esa imposibilidad reside en la palabra misma.

Con todo, es en el último ciclo de su obra poética, Fragmentos de un libro futuro (2000), donde Valente lleva al extremo este proceso de radicalización, a un tiempo contemplativo y disolutivo. Publicado en forma postuma, este libro-diario remite a la erosión que reemplaza el paisaje. Su carácter fechado le confiere un inevitable sentido de obra abierta, archivo de pérdidas y asombros. El fragmento ha dejado de ser pieza de una obra mayor, como lo fuera en Siete representaciones (1967), El fulgor (1984) y No amanece el cantor (1992). No hay progresión, sino estancia, instantes atravesados por una aguja de diversos que argamasan aristas con la armonía del electrocardiograma o el fractal.

La cercanía de la muerte, establecida de manera lateral en No amanece el cantor por el fallecimiento de su hijo, recrea nuevas posibilidades. Valente readmite la experiencia personal como motivo del poema. Al cohabitar en su voz el despojamiento del silencio con el ímpetu por denunciar el terror y amor que le acechan, su escritura llega a un colapso, que decanta el lenguaje —mitad esencialista, mitad experiencial— en la caricia elegiaca. Aparece la certeza de saberse extraviado, de no ser recibido tras arrojar nudillos a la puerta:

Qué dolor el morir; llegar a ti, besarte

desesperadamente

y sentir que el espejo

no refleja mi rostro

ni sientes tú,

a quien tanto be amado

mi anhelante impresencia

Pin el final de este poema, Elegía: fragmento, reconocemos al hombre que reclama los asideros que voluntariamente alejó de su alcance. Aquí está, también, su tono más elevado, la crispación que denuncia la pobreza de los sentidos y la supremacía de la ausencia. Si el poema es el lugar de la fulgurante aparición, lo que aparece ahora es el desconsuelo, la confirmación de haber buscado en vano. La nada que abrevó de Paul Celan se vuelve desgarramiento amoroso, como si el cuerpo, a punto de abandonar sus funciones sensuales, aún estirara sus débiles miembros para alcanzar el ánima deseada.

En la misma medida, el equilibrio entre experiencia, memoria y silencio, desemboca en un gozo diáfano, cuya sombra o esplendencia es imposible hollar. Ha operado una transmutación entre materia y ausencia: metamorfosis de una voz mineral, sin sobresaltos, en una conciencia esmerilada por el silencio:

Cima del canto.

El ruiseñor y tú ya sois lo mismo.

(‘Anónimo: versión")

Este haikú, elevado aliento final de una de las rutas poéticas que mayor resonancia tendrá en nuestra lengua, nos hace comprender que la disolución no sólo implica separar en partículas lo que una vez estuvo unido, dejando la materia en una forma latente de existencia, sino la auto-absorción del estallido y el estruendo, la entropía del canto, la desaparición sin evidencias de todo indicio vital que no sea la palabra imantada.

Leer a Valente es acceder al riesgo de la extinción por el lenguaje. Desaparecen fechas y rostros, nombres y recuerdos: queda la palabra incandescente. Queda también una certeza: el poema no es sino el tránsito de un silencio estéril a un silencio enriquecido. “No se ve impunemente en las tinieblas. No se extrae de ello enseñanza sin peligro”. En este binomio, Emil Michel Cioran sintetizó la condena del vidente, la cuota de aquellos que se han atrevido a entrar más adentro en la espesura, así se llamen místicos o iluminados. Y aunque los testimonios de San Juan, Blake o Hólderlin están al alcance, persiste la duda. ¿Es el poeta el poseedor de la flama o el que así la atraviesa y por eso la guarda en su pecho? ¿Qué es lo que espera después de atravesar la luz? ¿Qué hay del otro lado? La nada, el nadie. No la voz, sino su vibración; no la sombra, sino la memoria de su deslizamiento; no la luz ni la penumbra, sino la transparencia que entre las dos reposa.

Notas:

[1] A modo de esperanza (1955). Poemas a Lázaro (1960). La memoria y los signos (1966). Siete representaciones (1967). Breve son (1968). Presentación y memorial para un monumento (1970). El inocente (1970), Treinta y siete fragmentos (1972. incluido por primera vez en Punto cero). Interior con figuras (1976) y la primera versión de Material memoria (1979).

[2] Material memoria (1979). Esta versión incluye Cinco fragmentos para Antoni Tápies. a diferencia de la incluida en Punto cero), Tres lecciones de tinieblas (1980). Mandorla (1982). El fulgor (1984). Al dios del lugar (1989) y No amanece el cantor (1992).

[3] De hecho, fue sometido a Consejo de Guerra en 1972 por la publicación del cuento "El uniforme del general" (aparecido en Nueve enunciaciones. 1971) que fue considerado ofensivo por el ejército. Al tener su residencia en Ginebra, el poeta fue declarado en rebeldía.

[4] Jaime Gil de Biedma. Las personas del verbo. Barcelona, Lumen. 1998. p. 26.

[5] José Lezama Lima. “José Ángel Valente: un poeta que camina su propia circunstancia", en Quimera. núms. 39-40. julio-agosto. 1984. pp. 90-91.

[6] Prólogo de Material memoria. 1977-92

[7] Cfr. Miguel D'Ors. “Última poesía española: por el sentido común al aburrimiento”, en Nueva Revista de Política. Cultura y Arte. núm. 50. abril-mayo. 1997. Madrid, pp 120-128.

[8] Alexandra Ihmig. “El silencio de José Ángel Valente y Antoni Tapies", en Quimera, núms. 168 y 169, abril y mayo. 1998. pp. 14-25 y 59-64.

[9] Ana Ñuño. "El ángel de la creación. Entrevista a José Ángel Valente”. en Quimera, núm. 168, abril de 1998. pp. 8-13.

[10] Minerva Margarita Villarreal. "El lugar es la ausencia: José Angel Valente y el lenguaje de la disolución". en Paréntesis, año II. núm. 17. 2002.

[11] Laura López Fernández. “El escencialismo poético en José Ángel Valente", Espéculo, en Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid, noviembre de 2000-febrero de 2001./

 

Ensayo de Román Luján

 

Publicado, originalmente, en: Periódico de Poesía Nueva época No. 7 / verano del año 2004

Periódico de Poesía es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Lteratura,

Link del texto:  http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/3062

 

ver, además:

José Ángel Valente en Letras Uruguay

 

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