Amigos protectores de Letras-Uruguay

Manteca erótica
Cuento de Rubén Lucero

El muchacho se ve excesivamente flaco. Sin kilos extras. La vestimenta blanca lo supera, los hombros son dos puntas de un esqueleto ausente, en él se asienta una remera con el logo de la pizzería. Los pliegues cubren el inicio de un pantalón también blanco. No alcanzo a divisar cual es el calzado. Primera impresión: el uniforme le queda grande.

El hombrecito permanece inmóvil, lo detiene algún pensamiento, sucumbe ante el. Lo observo desde mi vehículo como quien mira la vida desde un ventanal indiscreto. Hace instantes estacioné frente a la vidriera. Con la ñata contra el vidrio me quedo observando la conducta del empleado. Emma está en la modista, acá a la vuelta, sé que ella se toma su tiempo. Debe estar hablando de su dolor de cervicales mientras se prueba el vestido que usará en la comunión de María Emilia. Los tiempos de Emma... 

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago



Sigo dentro del auto, vuelvo a poner mis ojos sobre la vidriera. La radio suena. Acaba de llegar otro muchacho, limpia la pala de madera, la que arrima la pizza en la fogata del diablo. Deduzco que intercambian palabras, hacen señas y hablan. Forman un equipo que en pocas horas será demandado. La tardecita le esta dando paso a la noche. El negocio se verá desbordado por el apetito insaciable que anuncia una cena con sabor a delibery. He estado en ese lugar, en esa espera donde nos miramos mirando el turno que nos ha tocado y saludamos apurados pensando en la mozzarela y el orégano. Se escuchan diálogos de compromiso, charlas que podrían hasta transformarse en interesantes sólo que, la pizza, la exigencia de mantener la temperatura, hace que expiren por la urgencia. Es una utopía pensar que alguien continúe el diálogo cuando ya tiene su caja en la mano. Es el momento de volar, de desaparecer y de cortar la conversación sin temor en caer en la descortesía.

Elaboro estas disquisiciones mientras prosigo con mi observación a través de la vidriera.

El flaco, el empleado que describí en los renglones del inicio ha vuelto a quedarse solo. De vez en cuando echa una ojeada hacia la calle, veo que no ha reparado en mí. Tal vez no me distinga, piensa que el vehículo está vacío. 

Ahora baja su mano, la derecha y se toma la raya del pantalón, hace un movimiento incomodo, le molesta el calzoncillo, se rasca durante unos segundos y regresa a su pausa. Me acuerdo de Marlon Brando, de Último Tango en París y de aquella porción de manteca que jamás imaginó un destino tan erótico. 

El hombrecito sigue allí. De perfil es notable su nariz prominente. Sospecho el pelo largo y desprolijo, un gorro cubre su cabeza. Camina hasta un tablón donde descansan las masas que, imagino, deben estar levando. Alza un trapo, mira y regresa. Vuelve a quedarse quieto. Luce relajado.

Emma se eterniza en la modista, ahora estará hablando de su gato Miranda, de las peleas que tengo con él. No tolero que haga pis dentro de la casa. La casa es de Emma, Miranda es de Emma. Estoy en desventaja. 

Espero, sólo espero. He aprendido a hacerlo. Y en las esperas busco personajes que me entretengan. En la radio alguien dice que los lectores saltean hojas para buscar descripciones de sexo, es lo único que interesa en la literatura actual. El entrevistado es un escritor joven. Coincido y recuerdo a Isidoro, mi amigo literario, él afirma que no se puede escribir hablando de vaginas, penes y tipos que se tiran pedos todo el tiempo. El mercado, también en este rubro, da directivas claras y sólo triunfan los que negocian. Cambio el dial, no me gustan los escritores jóvenes que juzgan con tanta liviandad y hasta se atreven a calificar a Borges. En otra radio, un funcionario sirve criollitos a los concejales, cuenta que hay una mano negra (¿o larga debiera decir?) y en la alcaldía policial alguien ha organizado una fiesta: hay estupefacientes, alcohol y sexo. La ciudad escucha asombrada. Mañana habrá fútbol, a la tarde, a la noche, al amanecer: fútbol, sólo fútbol. Y olvido. El domingo juega Atenas.

Regreso a la vidriera, el muchachito de la pizzería acaba de sentarse. Lleva su mano derecha al rostro, con el dedo índice hurga en su nariz de paquidermo. Se lo vé tranquilo. En su tarea, disfruta de los movimientos. El dedo se interna, busca en la fosa nasal, recorre su interior, hay un obstáculo, una petrificación, una estalactita, una roca, una molestia. Cambia de dedo, busca la ayuda del meñique. Es más pequeño y la penetración es menos forzada, tiene un recorrido más amplio. Lo retira, observa la presa, está en la punta, en la yema del meñique. Lo huele, lo acerca a su boca y después mastica imperturbable. Disfruta. Lame. Se regocija. Me dan ganas de vomitar. 

La llegada de su jefe o del superior lo saca del deleite inmediato. El muchachito entiende que ha terminado el recreo. Sus manos levantan un bollo de masa y acaricia, amasa, recorre, recoge y vuelve a expandir la pizza que alguien en minutos degustará en la cena.

Emma golpea el vidrio. Me pide que saque el seguro para poder abrir la puerta. Toma asiento. Se acomoda y dispara.

-Che ¿y si pedimos una pizza? Aprovechemos que hay poca gente, ¡dale!

-Ni en pedo- contesto y pongo el auto en marcha. 

Emma volverá a enojarse y pedirá explicaciones. Yo le hablaré de Marlon Brando, de Último Tango en París, de la manteca erótica y de la masa con estalactitas. Y por supuesto, esta noche comeremos pizza, será casera.

Rubén Lucero
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
11 de abril de 2010

Ir a índice de América

Ir a índice de Lucero, Rubén

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio