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Guindado 
Relato de Rubén Lucero

Paseo por el centro, de la noche - La ciudad por la noche se transforma. Las veredas y los bares envueltos por la luz del sol no son los mismos en las horas nocturnas; los transeúntes y comensales tampoco lo son. Este relato, a través del narrador personaje, nos invita a pasear por esa ciudad en la que el frío se extrema y la oscuridad deja al descubierto el vacío existencial. En el centro, por la noche, se escuchan y se acoplan las voces de los perdedores.

La caminata melancólica y reflexiva de 'Guindado' toma un giro hacia el final en busca de un "paseo" más cálido y placentero, sin renunciar a la íntima profundidad. "Hay quienes piensan que escri bir es un hecho inútil, sin embargo lo encuentro absolutamente necesario. Escribir es una forma de batallar contra la finitud de la vida, es mitigar la angustia existencial, es buscar el camino de la salvación aún sabiendo que jamás lo vas a encontrar", sostiene el autor de 'Guindado' respecto a su labor con la escritura.  

El frío congela los sueños de los que andamos esta ciudad de cartón y vino tinto. No hay comensales en los resto bar. Sobrará comida esta noche, todos se han quedado en casa. Los que trabajan festejan la miseria, el patrón ha propuesto salmón: hace más de dos meses que está en el frezzer, cómanlo ustedes. 

Roque cerrá, hacé una salsita, ya son las doce de la noche. Cenemos, trae un vino. Esta noche no hay clinck caja. Hay que morir con dignidad, dice Roque. 

Los remiseros viajan eternamente en la ciudad de los hielos ventosos. Tiempo de crisis, de artimañas y de privaciones. El campo aguarda presuntuoso. La soja descansa en los silos bolsa y el patrón no va a pagar los sueldos en tiempo y forma. Ya votaremos grita la pared amarilla, detrás una chimenea muda claudica entre los hierros retorcidos. Los vagones descansan, no escuchan los pitazos de Pino Solanas. Los durmientes duermen, nadie podrá rescatarlos, ni el maquinista de la boina fogonea sus sueños en una locomotora del museo.

La ciudad fría es in memoriosa, vacía. Quedan los eternos perdedores. Los que buscan el bar solitario para sentirse más acompañados. La piedad del mozo servirá para armar un diálogo de sordos. Tan desesperados se los ve.

Descartarán la televisión cuando Tinelli los llame a la noche. Van a buscar los sonidos de sus pasos dispersos en esa incansable locura para encontrar el laberinto caótico que los acerque a la felicidad. Están tan solos los tipos. Alguna puta en discordia con su jefe natural besará sus manos con inmenso placer. Los solitarios son solidarios dice el poeta, como los pobres agrega el político. Egoístas y altaneros afirmará el psicólogo. 

No me gustan las noches frías. No se ven las hamacas ni las calesitas, no hay subibajas ni pica piedras. Los juegos están ociosos y nadie hace el amor temblando en la penumbra. 

En el paseo del Ángel, los hermanos Pérez fuman sin piedad, la galería cobija su escondite clandestino. Esperan que la noche duerma para salir a robar. Conviene saludarlos, aunque son ladrones de poca audacia. Se aseguran que los hogares estén desiertos antes del abuso. Saltan muros, rompen persianas y esta noche tienen el dato de una familia que ha viajado. La casa está en Bimaco. Buena zona dicen los Pérez, clase media, dos o tres televisores, la primera computadora y algún dinero escondido en el taparrollo del comedor o en el depósito del agua del baño. Otro domingo les cuento como les fue en Bimaco. Los Pérez narran sus andanzas luego de dos fernet con coca, es el peaje obligatorio para recoger el material del próximo e irremediable cuento.

Me gusta el aliento de Emma después del licor de guindado. Me gustan sus manos de brazas cuando le digo que me voy a dar una vuelta, ella debe pensar como yo: quien afirmaría que voy a volver dentro de un rato. 

Aterra la crisis, el desconcierto de los votantes y las botas puntiagudas que se ponen las niñas en la mañana del sábado para recorrer la sede del mundo. 

Es tan dispar el poblado de mi Río Cuarto angelical. Venga señor un sábado a la mañana a las calles del centro. En una esquina le venderán pan casero y verdura para enfermos y perros y perras abandonados a su suerte. La suerte de los que ahora te lo regalan en un acto de misericordia manifiesta. Esa misma gente, ¿dónde está ahora que la noche vibra por el frío? Lo preguntará Roque en el comedor de la calle Sobremonte. 

Nadie sabrá dar respuestas, salvo que Bukowski se pare en la plaza Roca y me diga que está harto de encontrar cerrojos y gatos desmembrados que nunca serán regalados. Cerrojos que prohiben creer en esta democracia de anuncios porque hay elecciones. Voy a obviar la puteada de Bukowski. El frío me inhibe de andar por la ciudad. Sólo se ven niños, ellos siguen, van montados en sus carros de fuego para competirle a Gamsur, recogen las sobras del descalabro social. 

David, se agazapa en su fiel R-12, acelera por Rivadavia, saluda sin convicciones, está cansado de su remis interminable. Ha salido un viaje, va hasta El Andino, una elegante mujer, desesperada en años, lo espera apoyada a la estatua de Gardel. El remisero ha aprendido a callarse, su discreción le permite realizar esta travesía todos los miércoles por la noche. Es buena plata. La dama pide que la lleve a un hotel transitorio de poco lujo y menos luces. Siempre la acompaña Carlitos, que en su entusiasmo el tipo a veces hasta se olvida del chambergo. David jamás confirma si es cierto que cada día canta mejor. Lo intolerable, es esa rutina extravagante, debe recoger a la pareja a las tres de la madrugada, cuando la soledad y la gripe chancha acechan en esta noche de glaciares y cenizas. A esta hora, Juan Manuel, tomará su Jack Daniels, besará los pelos de su perra asesina mientras Eric Clapton balbucea el atroz encanto de otra sobredosis. Ayer hablamos con Juan Manuel, el afirma que gracias a Charly García conoció el mejor whisky del mundo. Lo invitó en el bar del hotel Opera, cuando el músico aún hacía giras por el interior de su interior. Mi amigo no admite que Charly ha dejado de gustarme, hace veinte años que no hace nada le digo, luego lo saludo y lo dejo en su cómodo sillón de pana verde. Juan Manuel debe estar sentado, pegado a la estufa, su perra asesina (detesto la furia contenida de los dogos) sigue mirando con sus dientes de diamante. 

Cruzo por calle San Martín, me ando buscando hasta llegar a San Juan al ochocientos. Y allí, parado en la vereda decidiré. Voy a creerme menos andariego, volveré a casa y le diré a Emma que tengo ganas de quedarme junto a ella. Meterme en sus brazos y sentir el calor de su alma trascendente.

Voy a llegar justo, debe haber tomado su copita de guindado. Y en su boca, como un enólogo, voy a descubrir el sabor de los finitos rojos. Entonces comenzará otro paseo. Que tengan buenas noches.

Rubén Lucero
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
9 de agosto de 2009

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