La invención de Morel: Anotaciones sobre el territorio y la obsolescencia[1]

ensayo de Camilo Lozano-Rivera[2]

camilo.lozano@ucaldas.edu.co

Universidad de Caldas. Manizales, Colombia

Resumen: En este trabajo se explora la densidad metafórica de la noción de “isla” y su utilidad para la conceptualización del territorio. Esto se realiza con base en algunas anotaciones inspiradas por el estudio de la novela La invención de Morel del escritor argentino Adolfo Bioy Casares, publicada en 1940. Se argumenta en favor de la pertinencia de la obra literaria en general y sus interpretaciones como fuentes de conocimiento académicamente válido, en particular, porque se presenta La invención de Morel como una pieza significativa de la intertextualidad necesaria en la producción de conceptos alusivos al territorio, sobre todo cuando contemplan la obsolescencia como una cualidad importante en la comprensión de las territorialidades y las formas de territorialización.

Palabras clave: Metáfora isla, conceptualización del territorio, heterotopías, imagen y obsolescencia, La invención de Morel.

Abstract: This paper explores the metaphorical density of “island” notion and it’s functionality to conceptualize territory. This is made by linking some notes inspired on the study of the novel La invención de Morel, written by renowned Argentinian author Adolfo Bioy Casares (1940). The paper argues for the appropriateness of lit-erary references in general and it’s several interpretations as a valuable source for academic knowledge. In particular because this paper presents La invención de Morel as a meaningful part of the required intertextuality for producing concepts about ter-ritory, especially when obsolescence is taken into account as an important quality to comprehend territorialities and ways of territorialisation.

Keywords: Island-metaphor, conceptualizing territory, heterotopies, image and obsolescence, La invención de Morel.

Introducción

Unos raros eventos que anidan replegados en la memoria de un náufrago[3] se reorganizan uno tras otro a medida que son plasmados en clave escrita. El náufrago compone durante días una reflexiva transcripción de sus recuerdos en la superficie de un diario estropeado. Estas transcripciones, arborescentes, se confabulan y juntas dan cuerpo a un relato que discurre en una atmósfera singular, una atmósfera que es húmeda, caliente, espesa y salina como el aire de una isla. Es la isla de La invención de Morel. Aunque este ensayo no busca hacer justicia literaria a la novela de Bioy Casares, sí busca emprender una pesquisa de ciertos simbolismos que concurren en ella. En la base de estos simbolismos se identifica uno en particular, edificado sobre un medio material muy concreto perteneciente a la dimensión inevitable del espacio: me refiero a la isla. En los límites de una isla recóndita se despliega toda la trama y en buena medida es la isla el eje que la articula, partiendo de la situación espacial contingente de la huida con que comienza la historia hasta la locación insólita del naufragio y las ficciones de virtualidad, fantásticas pero no sobrenaturales -como precisaría Borges al prologar el trabajo de Bioy- con que se desenvuelve la novela y que serán descritas más adelante.

Intentaré aprovechar la densidad metafórica de la noción de isla en el análisis ofrecido a continuación. La relevancia de este análisis estriba en que una lectura en clave espacial de La invención de Morel puede constituir una alternativa de interpretación sobre esta importante obra literaria, así como una participación en el repertorio creciente de las formas de con-ceptualizar el Territorio. Es necesario destacar que hay varias propuestas de gran calidad sobre La invención de Morel que anteceden esta. Un rasgo compartido entre las que revisé hasta ahora, es que tienen como finalidad ensayar puntos de vista interpretativos sobre esta obra en particular, lo cual pone de manifiesto su indiscutible fertilidad cuando se las lee conjuntamente. Esta novela ha sido históricamente un objeto de análisis abordado desde perspectivas diversas entre sí tales como la teoría literaria, la teoría de la imagen, la crítica cultural o la sociología del arte, entre otras (Meehan, 2006; Snook, 1979; Paz Soldán, 2007; Tamargo, 1976).

La isla como metáfora

Como punto de partida seleccionaré arbitrariamente para el desarrollo del ensayo dos rasgos representativos de la isla cuando se piensa en ella como una metáfora, a saber, el confinamiento y el aislamiento. El confinamiento enlaza con la idea de la isla-prisión sobre la cual hay suficientes materiales rastreables[4]. Esta idea refiere un enclave terrestre cercado y delimitado por un cuerpo de agua que lo excede y lo rodea, limitando así las posibilidades de la movilidad de quienes se hallan dentro del enclave en un momento determinado. El aislamiento por su parte remite, entre otras posibilidades, a la búsqueda de unas condiciones apartadas de la vigilancia, búsqueda que se orienta a fines de ejercer actividades conducentes al placer. Estas actividades no son necesariamente convencionales e incluso pueden estar decididamente apartadas de lo convencional. El entorno insular aparece como un contexto espacial atractivo según la laxitud de las formas de control sobre las formas del placer y los comportamientos socialmente reglamentados. El confinamiento y el aislamiento vistos de esta manera expresan un contraste entre el control absoluto y la absoluta libertad respectivamente, siendo ambas representaciones claras de la utopía (Bittner y Lozano, 2014).

La selección de estos rasgos aguarda también una utilidad imprevista con respecto a la conceptualización del territorio como entidad antropológica, caracterizada por la producción de sentido figurado sobre el espacio y por funcionar como un vehículo de la expresividad del deseo sobre esa dimensión de la existencia. Aunque un grado de arbitrariedad se reconoce de entrada en esta selección de rasgos, esto no se asume en contravía con la precisión conceptual. Por el contrario, como una defensa anticipada argumentaré que así como la similitud o la simetría entre dos objetos resulta o fracasa según los criterios empleados para definirla por parte de quien compara (Tversky, 1977; Reynoso, 2011), la selección de los rasgos de una metáfora que se definen como representativos, tienen un valor de acuerdo con el servicio que prestan para el análisis: por la utilidad práctica que comportan en el abordaje de un problema (Gaddini, [1976] 2005).

El confinamiento como uno de los rasgos de la isla insinúa en su prac-ticidad una connotación negativa. Esto se debe a su fácil asociación con el confinamiento como un producto negativo de técnicas espaciales específicas ejercidas sobre los cuerpos, por ejemplo las que describen la institucio-nalidad punitiva que es la prisión o, en todo caso, los estados de excepción sobre los que se funda un poder de orden absoluto que da forma al espacio político (Agamben, 1997). La isla-prisión no es así sólo una idea, si por ello se entiende una abstracción desprovista de vínculos con el mundo real; también es una concreción de determinada configuración del poder y una ilustración del modo como el poder se realiza a través del ejercicio de las distribuciones de los cuerpos en el espacio (Foucault, 2009). La asociación del confinamiento y la isla, en la imagen de la isla-prisión, corporiza una metáfora densa, una elaboración cultural robusta que se expresa en representaciones sociales variadas y que se hallan ampliamente distribuidas entre distintas poblaciones (Hay, 2006: 9), con el apoyo del uso que se hace de la metáfora en la cultura popular.

En La invención de Morel encontramos un viraje paradójico de la metáfora de la isla-prisión. Ya que huye desde tierra firme hacia la isla por una necesidad de conservación de la propia vida, el personaje principal de la novela es inicialmente un prófugo. La isla es desde su punto de vista una alternativa positiva, que en principio se concibe prácticamente como un símbolo de la propia capacidad de autodeterminación del sujeto: la isla representa para el prófugo un haz de libertad en la oscuridad de saberse perseguido. Aunque quepa prever los límites espaciales de la isla como límites existenciales, sólo en el marco de dichos límites es posible para el náufrago continuar existiendo y por ende esos límites, lejos de concebirse como obstáculos irrebatibles, devienen posibilidades de conocimiento a largo plazo. Producto de esta ilusión y en el diario que comienza a escribir, el prófugo expone al lector la llegada a la isla como el resultado de una fuga necesaria aunque ardua, que culmina en un arribo exitoso en último lugar. La necesidad extrema de la fuga tiene como motivo el desertar de una horrible vida, una vida tan execrable que la decisión del periplo es inmune a cualquier intento de disuasión, así el prófugo no sepa con qué va a encontrarse y se decida sobre la base movediza de la incertidumbre, sobre la base del riesgo ya que se dice de la isla que allí se halla dispersa una enfermedad mortal:

[...] remé exasperadamente, llegué a la isla (con una brújula que no entiendo; sin orientación; sin sombrero; enfermo; con alucinaciones); el bote encalló en las arenas del este (sin duda los arrecifes de coral que rodean la isla estaban sumergidos); me quedé en el bote, más de un día, perdido en episodios de aquel horror, olvidando que había llegado (Bioy Casares, 2009 [1940]: 17).

Esta viva descripción del tránsito desde tierra firme hasta la isla caracteriza el alto coste general de la experiencia del desplazamiento. La experiencia resulta tan intensa que incluso conlleva un cambio de estatus en el viajante que sale de tierra firme como prófugo y arriba a la isla como náufrago. La raíz etimológica per de origen indoeuropeo, admite considerar el efecto de la circulación en los territorios y la territorialización de las acciones que, por lo demás, producen sentido a partir de estos dinamismos. Así, el periplo, la experiencia, la experticia o el peregrinaje, aluden a la circulación y a los emplazamientos territoriales, que pueden comprenderse mejor al relacionar el acto de “poner” con la motivación que el deseo representa para la acción: el deseo que subyace la apropiación o la pertenencia[5].

El desplazamiento en un espacio que es además discontinuo admite una caracterización adicional. En este caso identificando la discontinuidad con la exigencia de la navegación en mar abierto como condición necesaria para llegar hasta la Isla, situación en la que ciertamente ese tránsito por mar abierto es una expresión sobrecogedora de la exposición y el peligro. La discontinuidad del espacio y su inherente lógica fragmentaria especifican una distinción considerable con respecto a la concepción euclidiana de la dimensión espacial; se aproxima a la idea de que no obstante el esfuerzo filosófico sostenido en el tiempo para dar cuenta de él, “el espacio ha seguido siendo un sinvergüenza y es difícil enumerar lo que engendra. Es discontinuo como un estafador” (Bataille, 2003: 64). En el espacio propio de la representación de la obra de arte[6] como es el caso en La invención de Morel, la elaboración de imágenes alusivas a lo fragmentario y la discontinuidad, impugna incluso a los preceptos realistas de representación fidedigna de lo real exterior[7].

El recorrido en La invención de Morel desde tierra firme a la isla y el subsiguiente cambio de estatus que produce, sugiere que la circulación y la movilidad tienen siempre un correlato simbólico eficaz en el devenir de la cotidianeidad del sujeto. También que los intersticios entre espacios fragmentarios no siempre pueden transitarse con el movimiento pedestre, sino que es necesaria una potencialización del alcance y la resistencia del cuerpo humano, alcanzables por medio de los artefactos, por ejemplo un vehículo que viabilice el desplazamiento. En el caso del prófugo de La invención de Morel ante los límites corporales del movimiento se acude a un bote robado. La figura del bote como mediador, articula con la transición espacial necesaria para ejecutar el desplazamiento entre dos fragmentos terrestres y sitúa la imaginación en lo que ocurre en el intersticio; el bote pasa a ser un medio finito de movilidad que aunque posee un inmenso valor durante el desplazamiento, al mismo tiempo impone una experiencia de confinamiento espacial que antecede a la experiencia de confinamiento de la isla y es diferente de ella, más extrema. El bote, además, se agota en su pura instrumentalidad, que está definida por la posibilidad que ofrece de entrar y salir de la isla casi a la manera de un servicio. A causa del confinamiento espacial extremo que impone la experiencia del bote incluso con un grado de consciencia de parte del prófugo sobre su función y utilidad instrumental, no admite una prolongación en el tiempo:

Sé el infierno que encierra ese bote. Vine de Rabaul hasta aquí. No tenía agua para beber, no tenía sombrero. A remo, el mar es inagotable. La insolación, el cansancio eran mayores que mi cuerpo. Me aquejaron una ardiente enfermedad y sueños que no se cansaban (Bioy Casares, 2009 [1940]: 25).

El prófugo de La invención de Morel en tránsito de convertirse en náufrago, recompone la premisa de que en tierra firme, navegando, soñando o en la isla, la existencia es inseparable de la experiencia del espacio (Casey, 1996; Raffestin, 1986). Cuando se consuma el tránsito entre la tierra firme y la isla el ahora náufrago se encuentra comprendido por esa isla, paradójicamente confinado en su convicción de haber alcanzado la libertad. Una vez inserto en la isla aunque sea por vías azarosas -como lo ejemplifica el que nunca antes había estado allí e incluso que el camino y los instrumentos para recorrerlo hasta llegar a la isla, le eran completamente ajenos- el náufrago no tiene más oportunidad que aceptar su inscripción en ese nuevo orden limitante del existir (Mudimbe, 2010). Confinado en la isla y al mismo tiempo libre en la medida en que la desconoce, el náufrago comienza a recorrerla con el objetivo de situarse en alguna parte dentro de ella y ejercer placentera y ampliamente su autodeterminación, al asumir que estar en un lugar es estar en una posición para percibirlo (Casey, 1996).

Esto es lo mismo que decir que el náufrago, abocado a un proceso de conocimiento sobre la base del aislamiento como circunstancia positiva, encuentra nuevas rutas en su búsqueda del placer. Así, el escrutinio progresivo de la isla; el sentido que esta actividad experimental adquiere para él; la exploración emprendida con el fin de habitar esa isla y la ilusoria libertad con la que sondea ese nuevo escenario de la vitalidad, convierten progresivamente ese fragmento espacial del confinamiento, la autodeterminación, la libertad limitada y la ignorancia, en el propio territorio. La presencia como un indicador sólido de la territorialidad es expresada por el náufrago cuando concluye para sí que “[...] no es imposible que toda ausencia sea, definitivamente, espacial.” (Bioy Casares, 2009: 73).

Una metáfora de segundo grado

Es notable que en una concepción autorizada de aquello en lo que consiste una metáfora, Lakoff (1992) haga alusión a una representación espacial: una metáfora -escribe Lakoff- consiste en el mapeado entre dos dominios de conocimiento. Esta concepción es importante porque señala que el proceso de comprensión de una cosa en términos de otra es un fenómeno que trasciende los límites de lo verbal e incluso del lenguaje y ocurre como un fenómeno del pensamiento[8]. En otras palabras, que el mapeado entre dominios de conocimiento diferentes entre sí es un fenómeno cognitivo que desborda los contornos del ámbito lingüístico. Un mapa por otra parte, consiste en una representación del territorio y, en ese sentido, constituye una abstracción sobre lo concreto, estableciendo así una cualificación crucial entre dos niveles que no deben confundirse, a saber, el mapa y el territorio (Bateson, 2011). Las implicaciones que tiene hacer un mapa de un mapa son inusitadas. Sin embargo, un lineamiento específico de la capacidad cognitiva humana radica precisamente en el potencial virtualmente ilimitado para crear representaciones sobre representaciones.

Este potencial, según lo expone Carrithers (1995), se encuentra relacionado con el hecho de que los humanos, como otros animales, tenemos una propensión a hacer “de ciertas situaciones un objeto de reflexión” (89) dando lugar con ello a la intencionalidad. Los niveles en los que la intencionalidad escala a medida que se afianza nuestra capacidad de representar sobre representaciones ya constituidas y representarnos las representaciones de otras personas, pueden ascender hasta los límites del absurdo: “Creo que te das cuenta que pienso que comprendes que la intencionalidad de orden superior es un asunto bastante corriente entre los hombres” (Carrithers, 1995: 90). Estas alusiones a la capacidad cognitiva que posibilita el uso de la intencionalidad y la representación, desplegadas en toda su amplitud y complejidad dentro de la vida social humana, nos introducen en la fuerza expresiva que ostentan las metáforas de segundo grado.

En La invención de Morel hay una profusión de metáforas de segundo grado. Por ejemplo, encontramos a la vez y en una coexistencia alucinada, a la isla y al aislado que cumplen el rol de ser simultáneamente constitutivos. René Magritte, en su cuadro de 1966 titulado “La vérité agréable”, pintó al óleo sobre la superficie de un lienzo una superficie sobre la cual algo más ya estaba pintado. La superficie que Magritte pintó sobre la superficie del lienzo bien podría ser el muro de una prisión. En este muro, en el que algo ya estaba pintado, se observa una mesa dispuesta con una cena frugal: unas cuantas manzanas, pan y vino[9]. Bioy Casares representa en La invención de Morel la dialéctica entre una isla y alguien seducido que está aislado en el confinamiento al que la isla le reduce, situación que como ya vimos es concebida por el náufrago como una expresión tan concreta como paradójica de la libertad. Esta situación esboza no obstante la relación complementaria y existencial entre un lugar y quien está emplazado en él (“ ¿enlugara-do?”). En este orden de ideas, el náufrago es náufrago únicamente en tanto está emplazado en la isla y, al mismo tiempo, la absorbe para sí y mutuamente se re-constituyen (Casey, 1996).

La isla como territorio

Ante la llegada inminente de un grupo de extraños a la isla, el náufrago pasa los días divisando a lo lejos esa nueva presencia que lo impugna y atemoriza:

Después de la fuga, después de haber vivido no atendiendo a un cansancio que me destruía, logré la calma; mis decisiones tal vez me vuelvan a ese pasado o a los jueces; los prefiero a este largo purgatorio. Ha empezado hace ocho días. Entonces registré el milagro de la aparición de estas personas; a la tarde temblé cerca de las rocas del oeste (Bioy Casares, 2009: 27).

Teme que lo que ha convertido en su territorio se desvanezca tanto en el espacio como en el tiempo. Al principio cree que alucina y entonces su temor crece a medida que la certeza de la unicidad de sí mismo escapa entre sus dedos, como la arena de la playa. El náufrago intuye y teme la obsolescencia: lo que creía bajo su propio dominio progresivamente deja de estarlo y el valor asignado a las cosas tendrá que comenzar a virar, a transformarse abrazando las restricciones que impone elaborar con otros una convención a propósito del entorno compartido.

De entre ese grupo de extraños una mujer se aparta cada tarde para sentarse frente al mar y contemplar el ocaso en soledad, la mujer del pañuelo que deviene imprescindible para él. El náufrago se oculta para observarla a ella, muy atento y siempre desde lejos. El temor que le supone al náufrago el ser descubierto por los visitantes le obliga, paradójicamente, a aislarse dentro de la isla, confinándolo a una zona baja y limítrofe en la cual para conciliar el sueño o entregarse a un simple descanso, tiene que sortear las intrincadas dificultades de las mareas, los insectos y el calor. Así, el náufrago se encuentra de repente en otra instancia de su situación dentro de la isla: aislado en el aislamiento, confinado en el confinamiento. Los extraños se han instalado en el único lugar de la isla donde hay una construcción útil para fines humanos, que consiste en una colección de edificios que el náufrago exploró durante la etapa de conocimiento de la isla y en los que halló sótanos en los que funcionan unos extraños motores, salas amplias y vacías en la parte alta, mobiliario sencillo en algunas habitaciones y una cocina. Ese fragmento de espacio humanizado de la isla donde los extraños se alojan cómodamente es además un claro. Esta característica lo convierte en una dimensión de la isla resueltamente impenetrable desde el punto de vista de quien no quiere ser descubierto.

Sin embargo, la enigmática mujer rápidamente se convierte para el náufrago en una ilusión que todo lo vale y que es necesario enfrentar, como un deseo que para anularse debe ser consumado. Decide ir a verla desarrollando una estrategia silenciosa, meticulosa. Sin embargo su sorpresa es infinita cuando dos o tres veces en presencia de la mujer e incluso frente a su rostro, el náufrago debe presenciar que ella se comporta inmutable exactamente como si él no estuviera ahí. Tras una serie de intentos fallidos que acrecientan en el náufrago la sospecha de haberse convertido en un ser espectral, obsolescente, decide una tarde anticiparse al horario de la mujer y disponer antes de su llegada habitual, un pequeño jardín en el lugar exacto en el que ella se sienta cada tarde. El náufrago confía en que esta alternativa podrá promover la interacción y es por ello que constituye para el náufrago, en palabras de Bioy Casares, “su último recurso poético”. Pero el recurso del jardín, no funciona.

El jardín como una producción particularmente vinculada con el uso del espacio, fue identificado por Michel Foucault con lo que él denominaba una heterotopía. La heterotopía tiene, según este autor, el potencial de impugnar los espacios convencionales ya que encarna una faceta de negatividad que da sentido por contraste a lo que se encuentra establecido. Es por esto que su función es la impugnación. Por otro lado, la heterotopía con esta función de impugnación permite la yuxtaposición e incluso la coexistencia en el mismo espacio de tipos de lugares que son excluyentes entre sí en términos funcionales, como bien expresa la diferencia entre el lugar que uno selecciona para sentarse a observar el ocaso y el que se elige para disponer un jardín. Por la relación que guarda con la figura espacial del jardín y el modo como ésta es elaborada por Foucault, vale la pena la reproducción in extenso de la referencia en la que se refiere específicamente a este tema:

[...] quizás, el ejemplo más antiguo de este tipo de heterotopías, en forma de ubicaciones contradictorias, viene representado por el jardín. No podemos pasar por alto que el jardín, sorprendente creación ya milenaria, tiene en Oriente significaciones harto profundas y como superpuestas. El jardín tradicional de los persas consistía en un espacio sagrado que debía reunir en su interior rectangular las cuatro partes que simbolizan las cuatro partes del mundo, con un espacio más sagrado todavía que los demás a guisa de punto central, el ombligo del mundo en este medio (ahí se situaban el pilón y el surtidor); y toda la vegetación del jardín debía distribuirse en este espacio, en esta especie de microcosmos. En cuanto a las alfombras, eran, al principio, reproducciones de jardines. El jardín es una alfombra en la que el mundo entero alcanza su perfección simbólica y la alfombra es una especie de jardín portátil. El jardín es la más minúscula porción del mundo y además la totalidad del mundo. El jardín es, desde la más remota Antigüedad, una especie de heterotopía feliz y universalizadora [...] (Foucault, 1997).

A causa del fracaso del jardín, este “último recurso poético”, el náufrago teme que sea la mujer quien en efecto exista como un ser espectral. Ella, en parte un deseo y así un territorio de pretendida apropiación, no cesa de mirar al horizonte, imperturbable. Ante el fracaso del jardín, cuando ya está comprobado que la mujer se halla incluso fuera del alcance de lo poético, la reiteración obsesiva de los mismos actos, las mismas palabras y los mismos gestos todos los días, incitan al náufrago a pensar que ella no es más que una imagen que se repite. Pero, ¿se esfuma ella, en calidad de objeto de deseo por el hecho de ser una imagen repetitiva?

El territorio duplicado

Ya he dicho que en La invención de Morel el referente espacial de la isla entorna el discurrir de toda la historia y que dentro de la isla hay un fragmento de espacio humanizado en el que se alza una colección de edificaciones que el náufrago exploró a su llegada. Vimos también que el fracaso del náufrago en sus acercamientos a la mujer hace que comience a poner en duda la condición de humanidad de ambos. Esta situación es por poco intolerable dado que se trata de un ser por el que el náufrago experimenta sentimientos muy fuertes, incluso amor. El único intento que le resta al náufrago, ya desdichado en este punto de la trama, es filtrarse entre el grupo de extraños visitantes que llegó a la isla con la mujer. Para ello, debe moverse con sigilo hasta las edificaciones donde los visitantes se alojan. Oculto, silencioso, con una persistente sensación de temor y ansiedad, el náufrago observa y observa empleando en ello el mismo método de aprendizaje que utilizamos todos durante la vida: el de la exposición a un contexto de socialización buscando establecer el principio de las conductas y sus invariantes dentro de un colectivo. De su estancia en esas condiciones de observador el náufrago deduce que no únicamente los movimientos y las palabras de la mujer son reiterativos sino que también lo son los de cada miembro del grupo y los de todo el grupo en su conjunto.

Los extraños motores encendidos en los sótanos de la edificación se le ofrecen como una explicación parcial a este desconcertante fenómeno. Esos motores tienen una función productiva: replican constante y repetitivamente una realidad pasada, actualizándola en la(s) forma(s) de una imagen dinámica tridimensional. En esta imagen se reproduce hasta el más mínimo e inestable de los detalles con total verosimilitud o, para decirlo de otro modo, con la intensidad exacta de la información que caracteriza la percepción que tenemos de lo real (Niiniluoto, 2011); así lo ejemplifican los olores que circulan en el aire de los salones por los que náufrago se mueve casi reptando. Esta virtualidad es, entonces una “utopía tecnológica”, una “complicada fotografía tridimensional que estamos en capacidad de observar desde su interior” (Niiniluoto, 2011: 26).

Dado que la mujer, su grupo y todos los detalles del entorno son reales sólo desde esta perspectiva de la virtualidad, como una imagen de tres dimensiones proyectada en el espacio y susceptible de ser vista desde dentro, la virtualidad en el espacio constitutivo de la isla en La invención de Mo-rel se plantea como un territorio duplicado, es decir, un territorio que por definición incluye la instancia de la humanización del espacio por vía de la significación, pero también un reflejo de sí proyectado en sí mismo por la mediación tecnológica. Esta proyección del territorio en el territorio mismo funge como una instancia alternativa para la experiencia del náufrago, que al desenmarañar el artificio se dedica a desear fervorosamente dejar de ser él y pasar a ser una imagen de sí y de este modo quedar habilitado para interactuar con la mujer que, en este punto podemos afirmarlo, es una entidad doblemente imaginada. También propone otro grado de reflexión para el análisis territorial ya que la ocupación del lugar de lo real efectuada por la imagen tomada como un constructo sociológico (Baudri-llard, 1993), constituye no únicamente un interesante caso de coincidencia en la dimensión del espacio entre lo real y lo virtual, sino también un punto de partida para interpretar aspectos de la conformación y transformación de las subjetividades contemporáneas, así como de las conductas en las plataformas virtuales y ubicuas de interacción social, constitutivas de la vida cotidiana de millones de individuos en el presente: el espacio de las plataformas virtuales como un territorio proyectado sobre sí mismo en el que la proyección individual por vía tecnológica encuentra un anclaje de sentido, de pertenencia, de apropiación.

Obsolescencia

La actividad deseante del náufrago para pasar a ser una imagen de sí se le convierte rápidamente en una fuente de perturbación. El saberse real él mismo y no una proyección de sí, lo ancla a una posición fija que no puede dirimir, situándolo en una perspectiva única para la observación de las imágenes repetitivas de la mujer virtual que observa el ocaso, sus atributos y sus compañeros. Aunque él mismo fuera una imagen, se trata en ese caso de una imagen obsoleta ya que no fue capturada al mismo tiempo ni es técnicamente producida por los mismos artefactos que producen la imagen de la mujer y los otros visitantes de la isla. Esta imposibilidad ontológica representada en el abismo que hace de la interacción con esa mujer una ocasión imposible, genera en el náufrago un proceso de degradación voluntario, de obsolescencia. Decide con una lógica de Quimera que sólo su desaparición purgará la frustración de hallarse separado por una distancia insondable del objeto de su amor.

La inminencia de la muerte del náufrago es expresada por Bioy Casares en el abandono del impulso de conservación de la vida que llevó al prófugo a la isla y lo hizo náufrago. La decisión de abandonar la conservación de la vida es tomada por el náufrago cuando enfrenta la inmanencia de la imagen tridimensional que descubrió proyectada en la isla cuando ésta dejó ya de ser su territorio. De cierto modo, se entiende que la fuerza de la obsolescencia golpea al náufrago cuando la certeza de que su experiencia de la proyección de la mujer y los visitantes será siempre una experiencia solitaria, en la cual no es posible desarrollar en vía doble un vínculo de orden social. Es decir, el náufrago no podrá estar nunca, paradójicamente, en el mismo territorio que los co-habitantes de la isla. La insuficiencia de su capacidad de proyectar emociones propias sobre la mujer que en este caso es un objeto virtual, se revela cuando el tormento individual tiene como causa que en tanto ella misma es una proyección técnicamente producida, no podrá devolverle jamás al náufrago ninguna clase de expresión retributiva, puesto que él para ella sencillamente no existe. La imposibilidad onto-lógica de la interacción con el objeto virtual de deseo se pone de manifiesto de otro modo, por último, cuando incluso la capacidad que el náufrago sí tiene de observar desde dentro la colección de imágenes tridimensionales proyectadas en su propio territorio, se revela humanamente incompleta en tanto no es mutua y, en consecuencia, no puede dar lugar a la cooperación.

El espacio y su duplicación se revela entonces como algo que desborda definitivamente la capacidad de experimentación: “¡Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!” (Bioy Casares, 2009: 14).

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Tamargo, M. (1976). La invención de Morel: lectura y lectores. Revista Iberoamericana, 42(96), 485-495.

Tversky, A. (1977). Features of similarity. PsychologicalReview, 84(4), 327.

Notas:

[1] Este ensayo es un avance del proyecto de investigación doctoral que desarrollo actualmente en el Doctorado en Estudios Territoriales (ICSH-Universidad de Caldas), con la dirección del Dr. Carlos Reynoso (UBA-Argentina) y el apoyo de una beca otorgada por COLCIENCIAS.

[2] Grupo de Investigación Filosofía y Cultura. ORCID: 0000-0002-2395-6684.

[3] En La invención de Morel el personaje principal creado por Bioy Casares es llamado siempre el fugitivo. Los apelativos de náufrago y prófugo que emplearé en adelante haciendo referencia a ese personaje, no tienen ningún objetivo distinto al de aportar claridad a la temática que se aborda dentro de los límites de este ensayo.

[4] Algunos ejemplos cargados de historia al respecto son Ushuaia en la Patagonia argentina, Gorgona en el pacífico colombiano o Alcatraz en la bahía de San Francisco, en los Estados Unidos de América.

[5] La posibilidad del vínculo entre la raíz etimológica per con la territorialización de las acciones, me fue entregada por el antropólogo Dr. Carlos Vladimir Zambrano en un seminario doctoral impartido por él en el año 2016 en la Universidad de Caldas, Colombia.

[6] Adorno (2004) traza una equivalencia entre el espacio de representación del arte y “el ámbito interior de los hombres”. Uno accede a través de esta equivalencia a una elaboración más sobre la discontinuidad espacial que se imbrica con la realidad, aunque la experiencia de lo real pueda presentársenos como continua.

[7] Un argumento contrastante es el que propone Byung-Chul Han, cuando define que la experiencia estética en la contemporaneidad se orienta al placer de lo liso y lo pulido (continuo por definición), ámbito de las texturas en las que convergen el IPhone 6, la superficie de un Ferrari o la depilación brasileña (Han, 2015: 12).

[8] Esta perspectiva cognitiva sobre la metáfora es opuesta a la que defiende Alvaro Cuadra en su ensayo “La invención de Morel: metáforas, imaginación y virtualidad”. Cabe decir que la concepción de la metáfora como un fenómeno que excede el plano lingüístico que se defiende aquí, cuenta con un amplio cuerpo de investigaciones soportado en evidencia recabada experimentalmente (cfr. Gick y Holyoak, 1983; Gentner, 1988; Bowdle y Gentner, 2005; Minervino, 2007).

[9] De ser una prisión, la mesa frugal sobre ese muro frío representaría bastante bien la idea lacaniana del deseo como una entidad bicéfala, que puede ser al mismo tiempo una fuerza (i.e, un motivo) o una ausencia.

 

Camilo Lozano-Rivera

camilo.lozano@ucaldas.edu.co 
Universidad de Caldas. Manizales, Colombia

 

Publicado, originalmente, en Acta Literaria 54 (143-158), Primer semestre 2017

Acta Literaria es una revista especializada en estudios literarios, adscrita a la Facultad de Humanidades y Arte de la Universidad de Concepción (Chile)

Link del texto: http://revistasacademicas.udec.cl/index.php/acta_literaria/article/view/626

 

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