Más allá de la pared del sueño

Cuento de Howard Phillips Lovecraft ("H. P. Lovecraft")

Traducción de Jorge Velazco

A menudo me he preguntado si el común de los mortales se ha detenido nunca a reflexionar en el ocasionalmente titánico significado de los sueños, y en el oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayor parte de nuestras visiones nocturnas tal vez no son más que pálidos y fantásticos reflejos de nuestras experiencias del estado de vigilia (a pesar de Freud y su pueril simbolismo) quedan, sin embargo, algunas cuyo carácter extraterrenal y etéreo no permite ninguna interpretación ordinaria, y cuyos efectos, vagamente inquietantes y estimulantes, sugieren posibles atisbos fugaces de una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, pero separada de esa vida por una barrera infranqueable. De acuerdo a mi experiencia, no me cabe duda que el hombre, cuando se pierde para la conciencia terrenal, viaja realmente por una vida incorpórea de naturaleza muy distinta a la vida que conocemos y de la cual sólo subsiste el más leve y confuso recuerdo al despertar. De estos borrosos y fragmentarios recuerdos podemos inferir muchas cosas, pero probar muy pocas. Podemos suponer que en los sueños, la vida, la materia y la vitalidad, tal como son conocidas en la tierra, no son necesariamente constantes; y que el tiempo y el espacio no existen tal como los comprendemos cuando estamos despiertos. A veces creo que esa vida menos material es nuestra verdadera vida y que nuestra vana presencia en el globo terráqueo es el fenómeno secundario o puramente virtual.

De una juvenil ensoñación llena de especulaciones de ese tipo desperté una tarde del invierno de 1900, a causa del ingreso en la clínica psiquiátrica estatal donde prestaba mis servicios como interno, del hombre cuyo caso me ha obsesionado desde entonces. Su nombre, tal como aparecía en los archivos, era Joe Slater, o Slaader, y su aspecto era el del típico habitante de la región montañosa de Catskill; uno de aquellos extraños y repelentes vástagos de una raza de primitivos colonos campesinos, cuyo aislamiento de casi tres siglos en un distrito rural montañoso y solitario les había hundido en una especie de bárbara degeneración, en vez de avanzar con sus rnás afortunados hermanos de las regiones abundantemente pobladas. Entre aquella extraña gente, que coincide exactamente con los elementos decadentes de la “escoria blanca” del Sur, la ley y la moral no existen; y su nivel mental general está probablemente debajo del de cualquier otro sector del pueblo norteamericano.

Joe Slater, quien llegó a la clínica bajo la vigilante custodia de cuatro policías estatales, y que había sido descrito como un personaje sumamente peligroso, no mostraba, ciertamente, evidencia de su peligrosa disposición cuando le vi por primera vez. Aunque era de estatura bastante superior a la normal y de una complexión algo musculosa, tenía una absurda apariencia de inofensiva estupidez debida al pálido y soñoliento azul de sus acuosos ojillos, lo ralo de su descuidada y nunca rasurada mata de amarillenta barba y la fláccida caída de su abultado labio inferior. Su edad era desconocida, ya que entre los de su raza no existían archivos legales ni lazos familiares permanentes; pero de lo calvo de su cabeza en la frente y del cariado estado de su dentadura, el jefe de servicio lo registró ' como un hombre de unos cuarenta años.

Por los documentos médicos y judiciales nos enteramos de todo lo que pudimos compilar acerca de su caso: aquel hombre, un vagabundo, cazador y trampero, había sido siempre un poco raro a los ojos de sus primitivos compañeros. Habitualmente dormía por la noche más tiempo del normal, y al despertar hablaba a menudo de cosas desconocidas de un modo tan extraño que inspiraba temor aun en los corazones de aquel populacho carente de imaginación. Y no es que utilizara un lenguaje anormal, ya que sólo hablaba en la degradada jerga de su medio, pero el tono y contenido de sus aserciones eran de una extravagancia tan misteriosa que nadie podía escucharla sin aprensión. El mismo se mostraba generalmente tan aterrorizado y desconcertado como sus oyentes, y a la hora de haber despertado olvidaba todo lo que había dicho, o al menos todo lo que le había impulsado a decir lo que había dicho; y recaía en una normalidad medio amable y bovina como la de los otros moradores de las montañas.

A medida que Slater se hacía más viejo, al parecer, sus aberraciones matutinas iban aumentando en frecuencia y en violencia; , hasta que un mes antes de su llegada a la clínica había ocurrido la impresionante tragedia que motivó su detención por las autoridades. Una mañana, cerca del mediodía, después de un profundo sueño iniciado en una borrachera de whisky, a las cinco de la tarde del día anterior, el hombre se había levantado repentinamente profiriendo unos gritos tan horribles y tan inhumanos que atrajeron a varios vecinos a su cabaña; una inmunda choza que habitaba con una familia tan indescriptible como él mismo. Precipitándose fuera, a la nieve, había extendido los brazos hacia arriba e iniciado una serie de saltos dirigidos a lo alto, al aire, mientras gritaba su decisión de alcanzar cierta “enorme, enorme cabaña, con brillo en el techo, paredes y suelo y una extraña y fuerte música a lo lejos”. Mientras dos hombres de regular talla se esforzaban para sujetarle, había luchado con fuerza y furia maníacas, gritando su deseo y necesidad de matar a una cierta “cosa que brilla y se agita y ríe”. Al final, después de librarse temporalmente de uno de los hombres que le sujetaban por medio de un golpe repentino, se había lanzado sobre el otro con demoníaco éxtasis, sanguinario, gritando furiosamente que “saltaría muy alto en el aire y se abriría paso con fuego a través de cualquier cosa que quisiera detenerlo”.

Familia y vecinos habían huido, aterrorizados, y cuando los más valerosos regresaron, Slater había desaparecido, dejando detrás de él una irreconocible masa pulposa que tan sólo una hora antes había sido un hombre. Ninguno de los montañeses se había atrevido a perseguirle; y es probable que hubieran acogido con alivio la noticia de que había muerto de frío. Pero cuando varios días después oyeron sus gritos procedentes de una lejana quebrada, comprendieron que había logrado sobrevivir, y que sería necesario librarse de él de un modo u otro. Entonces se unieron en un equipo armado de búsqueda, cuyo propósito (cualquiera que haya sido originalmente) se convirtió en el de una partida de rescate del sheriff, después de que uno de los escasos policías montados estatales había observado accidentalmente a los participantes, los había interrogado y, finalmente, se había unido a ellos.

Al tercer día lo encontraron inconsciente en el hueco de un árbol y lo trasladaron a la cárcel más próxima donde unos psiquiatras de Albany le examinaron tan pronto como recobró el sentido. A ellos les contó una historia muy sencilla. Les dijo que una tarde se había acostado cerca del crepúsculo, después de haber bebido mucho licor. Al despertar se había encontrado delante de su cabaña, con las manos manchadas de sangre y el destrozado cadáver de su vecino Peter Slader a sus pies. Horrorizado, había huido a los bosques en un vago esfuerzo para escapar del escenario de lo que debía de haber sido su crimen. Aparte de esto no parecía saber nada, y el experto interrogatorio de los doctores no pudo arrancarle un solo hecho adicional.

Aquella noche, Slater durmió tranquilamente, y a la mañana siguiente se despertó sin aspecto peculiar alguno salvo una cierta alteración en su expresión. El doctor Barnard, que había estado vigilando al paciente, pensó que había visto en los pálidos ojos azules un cierto brillo peculiar, y en los fláccidos labios una casi imperceptible firmeza, como si tuviera una inteligente determinación. Pero cuando fue interrogado, Slater mostró la habitual vacuidad del montañés y se limitó a reiterar lo que había dicho el día anterior.

En la mañana del tercer día, el individuo sufrió el primero de sus ataques mentales. Tras mostrar cierto desasosiego durante su sueño, estalló en un frenesí tan poderoso que fueron necesarios los esfuerzos combinados de cuatro hombres para sujetarlo en una camisa de fuerza. Los psiquiatras escucharon con profunda atención sus palabras, ya que su curiosidad se había visto excitada en alto grado por los sugerentes pero contradictorios e inchorentes relatos de la familia y los vecinos del paciente. Slater se agitó furiosamente tratando de subir durante un cuarto de hora, murmurando en su dialecto montañés acerca de verdes edificios de luz, océanos de espacio, extraña música y umbrías montañas y valles. Pero la mayor parte de sus palabras trataban sobre un ente flamígero que lo sacudía, se reía y se mofaba de él. Aquella inmensa y vaga persona parecía haberle causado un terrible perjuicio, y matarla en triunfal venganza era su más anhelado deseo. Para conseguirlo, decía, se remontaría a través de abismos de vacío, quemando todos los obstáculos que surgieran en su camino. Asi transcurrió su discurso, hasta que cesó bruscamente. El fuego de la locura se apagó en sus ojos, y mirando con asombrado estupor a los doctores les preguntó por qué se hallaba atado. El doctor Barnard desabrochó el arnés de cuero, le quitó la camisa de fuerza y no volvió a ponérsela hasta la noche, después de convencer a Slater que la vistiera voluntariamente, por su propio bien. El hombre había admitido ahora que a veces hablaba de un modo algo raro, aunque no sabía •por qué.

En el espacio de una semana sufrió otros dos ataques, pero los médicos no sacaron nada en limpio de ellos. Especularon largamente sobre la fuente de las visiones de Slater, cuya exhuberante imaginación no comprendían, teniendo en cuenta que no sabía leer ni escribir, y que, al parecer, no había oído nunca una leyenda o un cuento de hadas. Que sus visiones no procedían de ningún mito o romance conocidos parecía ser particularmente claro, ya que el desgraciado lunático se expresaba únicamente en su propio y sencillo estilo. Desvariaba acerca de cosas que no comprendía ni podía interpretar; cosas que pretendía haber experimentado, pero que no podía haber aprendido a través de ninguna narración normal y coherente. Los psiquiatras llegaron pronto a la conclusión de que la base del desequilibrio se encontraba en sus sueños anormales; sueños cuya viveza podía dominar completamente, durante cierto tiempo, el estado de vigilia de la mente de aquel hombre básicamente inferior. Con la debida formalidad, Slater fue procesado por asesinato, absuelto por razón de su desequilibrio mental y recluido en la clínica donde yo prestaba mis servicios.

He dicho ya que soy un constante especulador en lo que respecta a la vida de los sueños, y de ello puede juzgarse la avidez con que me apliqué al estudio del nuevo paciente, tan pronto como pude aclarar los hechos de su caso, Slater pareció captar cierta simpatía en mí, debida sin duda al interés que yo no podía disimular y al modo amable con que le interrogaba. Nunca me había reconocido durante sus ataques, cuando me inclinaba conteniendo la respiración sobre sus caóticas pero cósmicas imágenes verbales, sin embargo me conocía en sus horas tranquilas, cuando permanecía sentado junto a su enrejada ventana tejiendo cestos de paja y mimbre, y quizás añorando la libertad montaraz de que nunca volvería a gozar. Su familia no iba nunca a visitarle; probablemente había encontrado otro jefe provisional, de acuerdo con las decadentes costumbres de aquellos montañeses.

Paulatinamente, comencé a sentir una abrumadora curiosidad acerca de las dementes y fantásticas concepciones de Joe Slater. El hombre era un ser lastimosamente inferior, tanto en mentalidad como en lenguaje; pero sus resplandecientes y titánicas visiones, a pesar de ser descritas en una bárbara jerga incoherente, eran cosas que sólo un cerebro superior, e incluso excepcional, podía concebir. ¿Cómo, a menudo me preguntaba, era posible que la impasible imaginación de un degenerado de Catskill pudiera conjurar visiones cuya simple posesión sugería la llama del genio? ¿Cómo podía haber adquirido un zafio campesino la idea de aquellos resplandecientes reinos de brillo y espacio sobrenaturales que Slater describía en su furioso delirio? Cada vez me sentía más inclinado a creer que en la despreciable personalidad que temblaba delante de mí se contenía el desordenado núcleo de algo que estaba más allá de mi comprensión, algo que excedía infinitamente a la comprensión de mis más expertos pero menos imaginativos colegas médicos y científicos.

Y, sin embargo, no podía sacar nada definitivo del hombre. El resumen de mis investigaciones fue que Slater, en una especie de semicorpórea vida onírica, vagabundeaba o flotaba a través de resplandecientes y prodigiosos valles, praderas, jardines, ciudades y palacios de luz, en una región sin fronteras y desconocida del hombre; que allí no era un campesino ni un degenerado, sino un ser de importante y vivida existencia, que se movía orgulloso y dominante, aunque acosado por cierto enemigo mortal, que parecía ser un ente de estructura visible pero etérea, que no tenía forma humana, ya que Slater no se refería nunca a él como a un hombre, sino como a nada menos que una cosa. Aquella cosa había causado a Slater algún mal terrible pero innominado y el maniático (si es que era un maniático) ardía en deseos de vengarse.

Por el modo como Slater aludía a su trato, llegué a la conclusión de que él y la cosa luminosa se habían encontrado en términos de igualdad; que, en su existencia onírica, el hombre era también una cosa luminosa de la misma raza que su enemigo. La idea me fue sugerida por sus frecuentes alusiones a volar a través del espacio y a quemar todo lo que se interpusiera en su camino. Pero esos conceptos eran formulados con palabras rústicas, completamente inadecuadas para transmitirlos, circunstancia que me llevó a la conclusión de que si en realidad existía un mundo de sueños el lenguaje oral no era su medio para la transmisión del pensamiento. ¿Era posible que el alma de sueño que moraba en aquel cuerpo inferior estuviera luchando desesperadamente para expresar cosas que la simple y vacilante lengua estúpida de Slater no podía manifestar? ¿Era posible que me encontrara ante emanaciones intelectuales que me revelarían el misterio si aprendiera a descubrirlas y a leerlas? No hablé de esas cosas con los médicos más viejos, ya que la edad madura es escéptica, cínica y poco inclinada a aceptar nuevas ideas. Además, el director de la clínica me había advertido últimamente con su tono paternal que estaba trabajando demasiado y que mi mente necesitaba un descanso.

Desde hace mucho tiempo creo que el pensamiento humano consiste básicamente en movimiento atómico o molecular, convertible en ondas etéreas o energía radiante como el calor, la luz y la electricidad. Esta creencia me condujo desde muy joven a pensar en la posibilidad de la comunicación mental o telepática por medio de aparatos adecuados, y en mi época de universitario preparé un juego de instrumentos emisores y receptores similares a los engorrosos artilugios utilizados para la telegrafía sin hilos durante el tosco período anterior a la radio. Había probado aquellos instrumentos con un compañero de clase, pero al no obtener ningún resultado los había guardado con otras curiosidades y rarezas científicas para un posible uso futuro.

Ahora, en mi intenso deseo de penetrar en la vida de sueño de Joe Slater, busqué ávidamente los instrumentos y pasé varios días reparándolos para ponerlos en condiciones de funcionar. Una vez que estuvieron de nuevo funcionando, no desaproveché ninguna oportunidad para probarlos. A cada estallido de violencia de Slater, aplicaba el transmisor a su frente y el receptor a la mía, haciendo continuos y delicados ajustes para captar diversas e hipotéticas longitudes de onda de energía intelectual. No tenía sino una pálida noción de cómo las impresiones mentales, en caso de que fueran exitosamente transmitidas, despertarían una respuesta inteligente en mi cerebro, pero estaba convencido de que podría detectarlas e interpretarlas. En consecuencia, continué mis experimentos, aunque sin informar a nadie de su naturaleza.

El 21 de febrero de 1901 fue cuando sucedió la cosa. Al recordar, a través de los años, me doy cuenta de lo irreal que parece, y a veces me pregunto si el viejo doctor Fenton no estaba en lo cierto al atribuirlo todo a mi excitada imaginación.

Recuerdo que me escuchó con gran amabilidad y paciencia cuando se lo conté, pero inmediatamente después me dio un calmante para los nervios y decidió que me tomara unas vacaciones de seis meses, a las que partí la semana siguiente.

Aquella ominosa noche me encontraba más agitado y perturbado que de costumbre, ya que, a pesar de los excelentes cuidados que había recibido, Joe Slater estaba, sin lugar a dudas, muriendo. Quizás echaba de menos su libertad montaraz, o quizás el torbellino de su cerebro se había hecho demasiado violento para su perezoso físico; el caso es que la llama de la vitalidad se iba apagando temblorosamente en el decrepito cuerpo. Se hallaba aletargado conforme se acercaba el final, y al oscurecer cayó en un agitado sueño.

No le puse la camisa de fuerza como era costumbre mientras dormía, porque me di cuenta de que estaba demasiado débil para resultar peligroso, aun en el caso de que se despertara enmedio de un ataque de locura una vez más antes de morir. Pero coloqué sobre su cabeza y la mía los dos extremos de mi “radio” cósmica, esperando contra toda esperanza un primer y último mensaje del mundo de los sueños en el breve tiempo que quedaba. En la celda, con nosotros, había un enfermero, mediocre e incapaz de comprender lo que yo me proponía con aquel aparato o de pensar en interferir con mi propósito. A medida que transcurrían las horas vi que empezaba a dar cabezadas, hasta quedarse dormido, pero no molesté su sueño. Yo mismo, arrullado por la rítmica respiración del enfermero y del moribundo, acabé por amodorrarme un poco después.

Me despertó el sonido de una melodía extrañamente lírica. Acordes, vibraciones y éxtasis armónicos resonaban apasionadamente por todas partes, mientras ante mis ávidos ojos estallaba un maravilloso espectáculo de suprema belleza. Paredes, columnas y capiteles de ardiente fulgor, brillaban esplendorosamente alrededor del lugar en que yo parecía flotar en el aire, ascendiendo hacia una cúpula infinitamente elevada y de indescriptible esplendor. Mezcladas con aquel despliegue de suntuosa magnificencia o, mejor dicho, sustituyéndola a veces en caleidoscópica rotación, aparecían ante mí amplias llanuras y hermosos valles, altas montañas e incitadoras grutas, cubiertas con todo el posible atributo encantador que mis deleitados ojos podían concebir, pero formadas por completo de alguna brillante y etérea entidad plástica, la cual tenía tanto de espíritu como de materia. Mientras miraba, me di cuenta de que mi propio cerebro era la clave de aquella deliciosa metamorfosis, ya que cada nueva visión que aparecía ante mí era la que mi mente cambiante deseaba más contemplar. En medio de aquel paradisíaco reino en que moraba no me sentía como un extranjero, ya que cada uno de los sonidos y cada una de las visiones me resultaban familiares; justo como había sido por espacio de incontables eones de eternidades y seguiría siendo durante otras eternidades futuras.

Luego, la resplandeciente aura de mi hermano de luz se acercó más y mantuvo un coloquio conmigo, de alma a alma, con un silencioso y perfecto intercambio de pensamiento. El momento era de inminente triunfo, ya que mi compañero iba a escapar finalmente de un degradante periodo de esclavitud; iba a escapar para siempre, y se disponía a seguir al maldito opresor hasta los más alejados espacios del éter, en donde pudiera ejercer una llameante venganza cósmica que sacudiría las esferas celestes. Flotamos así durante un corto espacio de tiempo, y luego empecé a observar que los objetos que nos rodeaban se debilitaban y se hacían ligeramente borrosos, como si alguna fuerza me llamara de nuevo a la tierra, el lugar al que menos deseaba ir. La forma próxima a mí pareció experimentar también un cambio, ya que condujo gradualmente su discurso hacia una conclusión y se preparó a abandonar la escena, borrándose de mi vista de un modo algo menos rápido que los otros objetos. Intercambiamos unos cuantos pensamientos más, y supe que el luminoso y yo estábamos regresando a la esclavitud, aunque para mi hermano de luz sería la última vez. La ruin concha planetaria estaba casi a punto de romperse y en menos de una hora mi compañero quedaría libre para perseguir al opresor a lo largo de la Vía Láctea y más allá de las más altas estrellas hasta los mismos confines del infinito.

Un muy definido estremecimiento separa mi última impresión de luz evanescente de mi brusco y algo avergonzado despertar, que ocurrió mientras me levantaba de mi silla al ver que la moribunda figura de la cama se movía torpemente. Joe Slater estaba en efecto despertando, aunque probablemente por última vez. Al mirarle con más atención, noté que en las hundidas mejillas brillaban manchas de color que nunca habían estado allí. Los labios aparecían también cambiados, pues ahora estaban fuertemente apretados, como si la energía de un personaje más fuerte de lo que había sido Slater los animara. Todo el rostro empezó a tensarse, y la cabeza giró agitadamente con los ojos cerrados.

No desperté al enfermero dormido. Me limité a reajustar el casco ligeramente desarreglado de mi “radio” telepático, tratando de captar cualquier mensaje final que el soñador pudiera enviarme. De repente, la cabeza giró bruscamente en dirección a mí y los ojos se abrieron de par en par, llenándome de turbado asombro ante lo que me veía enfrentado. El hombre que había sido Joe Slater, el decadente campesino de Catskill, me estaba contemplando con un par de ojos luminosos, cuyo azul parecía haberse hecho sutilmente más profundo. Ninguna degeneración, ninguna demencia era visible en aquella mirada, y quedé convencido de que estaba viendo un rostro detrás del cual yacía una mente activa y superdotada.

En aquel momento, mi cerebro adquirió conciencia de una poderosa influencia exterior que operaba sobre él. Cerré los ojos para concentrar más profundamente mis pensamientos, y fui recompensando por el conocimiento positivo de que finalmente había llegado a mí el tan deseado mensaje mental. Cada idea transmitida se formaba rápidamente en mi mente, y aunque no era utilizado ningún lenguaje real, mi habitual asociación de concepto y expresión era tan intensa que me parecía estar recibiendo el mensaje en inglés corriente.

Joe Slater está muerto, murmuró la petrificante voz de una entidad desde más allá de la pared del sueño. Mis ojos abiertos se clavaron en la cama con horrorizada curiosidad, pero los ojos azules continuaron mirándome tranquilamente, mientras que su expresión seguía siendo inteligentemente animada. “Es preferible que haya muerto, ya que estaba incapacitado para soportar el activo intelecto de la entidad cósmica. Su tosco cuerpo no podía realizar los necesarios reajustes entre la vida etérea y la vida del planeta. Tenía mucho de animal, demasiado poco de hombre; pero a través de su deficiencia has llegado a descubrirme, ya que normalmente las almas cósmicas y las almas planetarias no deberían encontrarse nunca. El ha sido mi cárcel diurna durante cuarenta y dos de vuestros años terrestres.”

“Yo soy una entidad como aquella en que te conviertes tú mismo en la libertad del dormir sin sueños. Soy tu hermano de luz, y he flotado contigo sobre los refulgentes valles. No me está permitido hablar a tu ser terrenal y en vigilia de tu verdadero ser, pero todos nosotros somos vagabundos de vastos espacios y viajeros de muchos siglos. El año próximo puedo estar morando en el Egipto que ustedes llaman antiguo, o en el cruel imperio de Tsan Chan que quedará establecido dentro de tres mil años. Tú y yo nos hemos elevado hasta los mundos que giran alrededor del rojo Arctu-rus, y hemos habitado en los cuerpos de los insectos-filósofos que se arrastran orgullosamente sobre la cuarta luna de Júpiter. ¡Qué poco sabe la tierra acerca de la vida y su extensión! ¡Qué poco debe saber, realmente, para su propia tranquilidad! .”

“Del opresor no puedo hablar. En la tierra se ha intuido su lejana presencia y sin saber han bautizado al parpadeante astro con el nombre de Algol, la Estrella-Demonio. Para encontrar y conquistar al opresor, he luchado inútilmente durante eones, estorbado por deficiencias corporales. Esta noche por fin me convertiré en una Némesis, portadora de una justa venganza, brillante y cataclísmica. Contémplame en el cielo junto a la Estrella-Demonio.”

“No puedo hablar más, ya que el cuerpo de Joe Slater se está enfriando y poniéndose rígido y las circunvoluciones cerebrales dejan de vibrar como yo deseo. Tú has sido mi único amigo en este planeta, la única alma que me ha intuido y buscado dentro de la repelente forma que yace sobre esta cama. Volveremos a encontramos, quizá en las brillantes nieblas del cinto de Orión, quiáa en una desierta llanura del Asia prehistórica, tal vez en un sueño sin recuerdo esta misma noche, quizás en alguna otra forma dentro de un eón, cuando el sistema solar haya sido barrido del universo.” En ese momento, las ondas mentales se interrumpieron bruscamente, y los pálidos ojos del soñador -¿o puedo decir del hombre muerto? — empezaron a vidriarse como los de un pez muerto. En medio de un estupor, crucé la habitación, me acerqué a la cama y le tomé la muñeca, pero tenía la carne fría, rígida y sin pulso. Las hundidas mejillas tenían de nuevo una palidez cadavérica y los abultados labios estaban entreabiertos, dejando ver los repulsivos y podridos colmillos del degenerado Joe Slater. Me estremecí, extendí una manta sobre el espantoso rostro y desperté al enfermero. Luego salí de la celda y me dirigí silenciosamente a mi habitación. Tuve al instante un insaciable desecf de dormir y caí en un sueño cuyos ensueños no recuerdo.

¿La culminación? ¿Qué sencillo cuento científico puede pavonearse de tan poderoso efecto retórico? Me he limitado a narrar ciertas cosas que me impresionaron profundamente como hechos, permitiendo interpretarlos como se desee. Como ya he dicho, mi superior, el viejo doctor Fenton, niega la realidad de todo lo que he contado. Afirma que mis nervios estaban destrozados a causa del exceso de trabajo, y que necesitaba de las largas vacaciones pagadas que tan generosamente me concedió. El jura por su honor profesional que Joe Slater no era más que un paranoico degradado, cuyas ideas fantásticas debían de proceder de las toscas leyendas hereditarias que circulan incluso en la más decadente de las comunidades. Todo esto me dice, pero a pesar de ello, no puedo olvidar lo que vi en el cielo la noche que murió Slater. Para que no se me juzgue un testigo parcial, otra pluma debe dar el testimonio final de este relato, que tal vez pueda suplir la culminación esperada. Citaré textualmente el informe sobre la estrella Nova Persei, de las páginas del Profesor Garrett P. Servís, eminente autoridad astronómica:

“El 22 de febrero de 1901, el doctor Anderson, de Edimburgo, descubrió una maravillosa estrella nueva, no muy lejos de Algol. Hasta entonces, ninguna estrella había sido visible en aquel lugar. Al cabo de veinticuatro horas la nueva estrella se había hecho tan brillante que eclipsó a Capella. Un par de semanas después su brillo se había apagado visiblemente y transcurridos unos meses era difícil distinguirla a simple vista.”

*****

Howaid Phillips Lovecraft - Nació el 20 de agosto de 1890 en Providence, Rhode Island . Fue un niño solitario y recluido, de salud muy delicada, que cultivó la astronomía, la historia y la cultura clásica. Sus actividades literarias se iniciaron en la adolescencia, con la publicación de diversos periódicos y con su vinculación a una sociedad de periodistas aficionados. A partir de 1917 habita el mundo de los escritores profesionales y después de su corto matrimonio, que le llevó a vivir a Nueva York, se radica a partir de 1926, en su ciudad natal, donde escribe la parte más cuantiosa de su obra. La especialización de sus escritos, que le provocaba grandes dificultades financieras, le llevó a congregar a su alrededor a un nutrido círculo de escritores que después de su muerte, acaecida el 15 de marzo de 1937, continuaron su camino afirmando una modalidad muy bien definida de la escuela literaria macabra

 

Cuento de Howard Phillips Lovecraft ("H. P. Lovecraft")

Traducción de Jorge Velazco

 

Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  438 / creación / Julio de 1987

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/42575bf9-a75e-4758-a1e1-99042b66fb32/mas-alla-de-la-pared-del-sueno

 

Ver, además:

 

                       Howard Phillips Lovecraft / H. P. Lovecraft en Letras Uruguay

 

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