Parábola II
Soledad López

El caminante permanecía de pie, mientras una mancha roja dibujaba geroglíficos sobre su túnica.

Sin perder la suavidad y dulzura de tono, prosiguió impávido:

-Quisiera que pérfidos y traidores depusieran su actitud, en momentos decisivos como éste. Porque como pasa el torbellino, así la injusticia no permanece, y ...

Desde la muchedumbre, fueron arrojadas más piedras; una de afilada punta le alcanzó de lleno en el rostro, haciéndole sangrar la nariz. Como un cáliz de carne oscura, su mano ahuecada, recogió la roja sangre que manaba de las anchas narinas y escurriéndose entre los dedos, caía al suelo, enloquecida y cálida, como rastreando la semilla de la vida. 

Entretanto, ni una voz se elevó para pedir por él, por esa fuente de aguas prístinas, ansiosa de calmar la sed del humillado. Ni una voz clamó piedad por aquella figura de ojos mansos y acusadora pobreza.

En esos minutos que precedieron a la afrenta de impiedosa furia, un silencio perverso y cómplice, soldificó el aliento.

-Grande será la herida del que arrojó la piedra, porque mi condena es el perdón.-

Avanzó lentamente hacia la multitud la que retrocedió atemorizada. Un hombre fornido salió de entre la muchedumbre, como él, tenía la tez oscura. Se acercó lento y cuando estuvo a su lado, sin detener el paso, le clavó un puñal, hondo.

Soledad López

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