Parábola I
Soledad López

Marchaba lento por el camino pedregoso, los hombros hacia delante, como si un peso invisible lo agobiara. Polvorientas, las sandalias se hundían en la tierra seca, esquivando las piedras salientes. A su alrededor, nada se movía, excepto las hierbas a la vera del camino. Lejos, algunas ovejas marchaban en grupos, inclinadas sobre el tapiz del llano, no del todo verde.

Con gesto cansino empujó la puerta de la choza. El sol se filtró hacia el interior penumbroso, dibujando franjas doradas en la pared. Un lecho improvisado con madera sobre dos piedras lo acogió, solícito. Ni siquiera se quitó las sandalias; estiróse sobre las mantas, bajó los párpados y lo venció el silencio.

La muchedumbre se arremolinaba en derredor del hombre. Su tez, oscura como el carbón, realzaba el blanco de los ojos. Nariz achatada y revuelta melena, cubría su cuerpo con una túnica colorida. En ese momento, su voz grave y profunda pero de inflexiones suaves, se elevaba por sobre la multitud-

-Hermanos, el odio despierta a los monstruos. El nombre de los perversos se pudrirá, porque manantial de vida fluye de los labios del justo. Hemos sido perseguidos durante siglos por el matiz de nuestra piel, como si alguien supiera el color de la criatura ancestral y primigenia de cuya simiente hemos brotado.-

-Hermanos, hoy quisiera...

La voz se quebró antes de terminar la frase; una piedra arrojada desde lejos golpeó su pecho, produciendo un ruido seco.

Su rostro, paño de ébano, permaneció inmutable.

Soledad López

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