Paloma
Soledad López

Había llegado desde un pueblo de Andalucía, como tantos otros, en procura de trabajo. Paloma se había criado en el campo y desde que tenía once años, ayudaba a su padre a conducir el pequeño tractor, no sólo en medio del olivar despojándolo de malas hierbas, sino en el huerto, donde se cultivaban hortalizas que luego irían al mercado grande. A ella también correspondía alimentar a los patos y gallinas que cloqueaban ruidosamente mientras escarbaban la tierra y ayudar a su madre a cocer el pan en el horno de barro, cada mañana.

Los días transcurrían iguales, en la rutina siempre repetida de los pueblos. Pero ella soñaba con otro mundo, otro lugar donde pudiera ampliar límites de ese horizonte hasta ahora, estrecho.

Cierto es que le dolía abandonar a sus padres ya mayores, pero sabía, porque era profunda observadora de la naturaleza, que los pichones, emplumadas sus alas, volaban lejos del nido, procurando cumplir las leyes naturales que rigen a toda criatura viviente.

Madrid le fascinaba; no en vano en noches de insomnio, echada en su cama rústica, hacía planes fantasiosos llevada por su fértil imaginación.

Pese a todo, le gustaba el olor de la hierba recién cortada, el ruido del viento en las noches de tormenta y el amanecer con un cielo manchado de rosa. Curra, la vaca que mugía en el corral al ser ordeñada, el canto del gallo cuando la noche aún no se había disipado y el ir, entre las zarzas, buscando los nidos repletos de huevos de las gallinas andariegas.

Pero todo aquello había quedado atrás. La ciudad inmensa, insaciable devoradora de sueños, la había atrapado como a todos, en su maraña. Salía, cada mañana, a recorrer los diferentes domicilios en procura de trabajo, el de doméstica, como las recién llegadas a la ciudad grande e indiferente y cuando volvía por las noches con los pies hinchados de tanto andar y el estómago vacío, se echaba sobre la vieja manta pueblerina, a llorar su desventura. Tanto anduvo de aquí para allá que logró emplearse como barredora de calles. A las cinco de la mañana, con su uniforme naranja, allá iba en grupo dispuesta a limpiar todo tipo de residuos que los demás arrojaban al piso sin miramientos. Hacía su tarea a conciencia y le gustaba observar mientras lo hacía, a la gente que llegaba o partía desde los andenes del metro o los trenes. Para los demás, no era otra cosa que una mujer anónima, la simple barredora cumpliendo una tarea para algunos despreciable o inferior, sin imaginar siquiera que bajo el uniforme se ocultaba una chica joven y guapa, alegre y vital, de risa fácil y llanto espontáneo a quien la vida le sonreía cada mañana como cuando vivía en el pueblo.

Fácil pues, le resultó rodearse de amigas, la mayoría colegas de trabajo con quienes solía compartir fines de semana, yendo a bailar o al cine. De modo especial este último, que le fascinaba y la hacía soñar despierta.

Un martes lluvioso, a las seis y media de la mañana, cuando recogía con la enorme fregona, papeles, colillas, chicles, restos de periódicos y otros desperdicios, encontró junto a la papelera un envoltorio de paño negro. Miró hacia todas direcciones, enfrente, del otro lado de la vía, pero no había nadie. La estación estaba vacía. Metió el envoltorio dentro de una bolsa de basura limpia y prosiguió en su tarea hasta cumplir su horario. Finalizado éste, bajó las escaleras a toda prisa, delirante con su hallazgo y deseosa de saber qué contenía. Sentada en un banco lo abrió, descubriendo en su interior un apretado fajo de billetes sujetos con un elástico. A punto casi de salírsele el corazón por la boca, fue hasta la taquilla y se lo mostró a la chica que allí estaba. De común acuerdo resolvieron avisar a la policía, la que de inmediato llegó a la estación. Luego de un pormenorizado relato, Paloma fue invitada a concurrir a la comisaría para hacer su declaración y, por supuesto, firmarla. Ante sus dilatados ojos, un policía gordo y narigudo, contó los billetes uno a uno. Quinientos cincuenta mil euros, una fortuna.

-¿Qué recompensas quieres?- preguntaron.

-Ninguna, respondió Paloma, ese dinero no es mío –

Debió dejar sus datos y su domicilio, para posteriores citaciones. Antes de marcharse, le ordenaron guardara silencio hasta que apareciera el dueño de los billetes y se aclarara el extravío.

La muchacha cumplió su promesa; a nadie contó aquella especie de aventura. Los días fueron pasando como si nada hubiera sucedido, la rutina seguía su ritmo mientras la gente continuaba arrojando desperdicios al suelo, aunque hubiera papeleras estratégicamente dispuestas para ello. Y ella seguía barriendo, a lo largo, a lo ancho, en círculos. Había adquirido tal práctica que podía, estirando su brazo derecho, alcanzar una colilla a muchos metros de distancia, mientras que, por debajo de la gorra se le escapaban mechones de pelo moreno y enrulado.

Ese mediodía, dispuesta ya a encerrar su tarea, alcanzó a leer sobre el asiento de un banco en el andén, el titular de un periódico que alguien había olvidado, que decía: MILLONES DE EUROS FALSOS CIRCULAN POR MADRID.

Esa misma tarde, la citaron en la comisaría del barrio. En efecto, el dinero que ella había encontrado aquella mañana era falso. Falso como el agua en una montaña de arena, dos soles o la promesa de un mundo perfecto. Paloma se lo tomó con calma. Ni por asomo se había ilusionado con el hallazgo, acostumbrada como estaba a conocer, por su sabiduría campesina, la exacta dimensión de las cosas. Luego de firmar algunos papeles, salió de la comisaría con paso ligero. Afuera, el sol extendía sus cálidos flecos sobre la arboleda, al otro lado de la avenida. Se colgó el bolso al hombro y avanzó sonriendo entre la gente que la miraba indiferente.