Las amigas
Soledad López

Elisaaaa.... Sin esperar respuesta Marcela abrió la puerta del departamento. Su amiga le sonrió abiertamente, mostrando su dentadura envidiable.

-Mirá, vengo a pedirte harina y royal. Para la torta de esta tarde, ¿sabés?, después te devuelvo.

-Claro, respondió su amiga. Vos sabés donde está todo. Llevate lo que necesites.

Amigas desde el Liceo; se habían ennoviado el mismo día y, para no hacer diferencias, la boda se celebró a dúo. Rodolfo y Damián eran amigos desde la infancia y con el noviazgo y matrimonio, estrecharon aún más los lazos entrañables. Vivían en el mismo edificio aunque en pisos diferentes: uno era arquitecto y el otro funcionario de una empresa privada. Como hermanos. La familia, los amigos, todos definían esa relación así. Como los domingos cada pareja lo pasaba con su propia familia, decidieron reunirse los sábados por la tarde para charlar y tomar el té que era acompañado por deliciosas tortas caseras. 

Las mujeres se turnaban para el postre, un sábado Elisa lo elaboraba y se reunían en el departamento de Marcela. Al sábado siguiente Marcela hacía de repostera y la reunión era en el piso de Elisa.

Cada pareja en su intimidad, había decidido no tener hijos durante un tiempo prudencial. Tal vez por eso, los pequeños feriados y la licencia anual era muy bien aprovechados en el camping, playa o en fugaces escapadas a Buenos Aires.

No había nada, ni el más insignificante detalle que no fuera conocido, comentado o discutido entre los cuatro. Sorteaban con sumo tacto diferencias políticas o religiosas, ya que ninguno de ellos profesaba el mimo credo o votaba al mismo candidato.

Elisa y Marcela solían prestarse la ropa y alguna joya, sin objeción de sus cónjuges. Ellos, por otra parte, frecuentaban el mismo club deportivo aunque uno era afecto al basquetbol y el otro al ajedrez.

Ocho años transcurridos no menguaban el afecto que se prodigaban, y en el edificio, algunos vecinos solían criticar tanta intimidad.

Un domingo por la mañana, Elisa despertó con la sensación que algo caliente se escurría entre sus piernas. Levantó la sábana y se descubrió empapada en sangre. Debieron llevarla de emergencia al hospital. Por supuesto, Marcela la acompañó. Fueron días de oscura incertidumbre; los médicos no se habían puesto de acuerdo en el diagnóstico. Al parecer, un tumor era el causante de la hemorragia. Las dos amigas, más unidas que nunca en ese zarpazo inesperado de la vida, se prodigaban cariño de hermanas.

Rodolfo y Damián, solos y ocupados, lograron sortear la angustia más fácilmente. Los dos concurrían a sus respectivas funciones y los días no resultaban tan largos y sombríos.

Puesto en claro la dolencia de Elisa, un tumor maligno en un ovario, debió someterse a un tratamiento agresivo, incluyendo la quimioterapia. Ni un solo minuto, estuvo sola. Marcela era como su sombra; le daba de comer, la peinaba, vestía y le leía revistas o cuentos breves.


Dos meses había transcurrido, cuando le dieron el alta. Allá fuera, el sol radiante era un canto a la vida. En los canteros de la avenida, algunas flores comenzaban a abrirse, pese a la contaminación ambiental. 

Las dos amigas se confabularon para no decir nada a sus respectivos maridos. Marcela había maquillado y peinado a Elisa, poniéndole un vestido estampado y sandalias de tacón alto; quería impresionar a Damián como cuando eran novios.


El reloj marcaba las cuatro de la tarde. Las dos bajaron del taxi, Marcela cargaba el bolso con enseres de su amiga. Abrieron la puerta principal del edificio, pulsaron el timbre del ascensor y al llegar al cuarto piso, se bajaron. Elisa a punto de desmayarse se recostó a la pared, bajo el maquillaje su tez se tornó pálida. Fue un segundo nada más. Tomadas de la mano, las amigas abrieron con mano nerviosa, la puerta del departamento. La sala tenía los almohadones revueltos y migas en la alfombra. Depositaron el bolso sobre una butaca y aún conmovidas, se dirigieron al dormitorio. 

Cuando abrieron la puerta, vieron a Rodolfo y Damián desnudos, abrazados sobre la cama. Al escuchar ruidos, los dos, miraron hacia la puerta. Allí, Marcela y Elisa, de pie y aún tomadas de la mano, los miraban atónitas.

Soledad López

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